El suave tictac del reloj se convierte en un ruido insoportable en el silencio de la noche. Las seis de la mañana y no he pegado ojo. Palpo la superficie de la mesilla hasta dar con las redondeadas formas del despertador y lo guardo en el cajón para aminorar su cansino sonido, que me está volviendo loca.
Por el balcón entornado entra aire fresco. El otoño irrumpió sin fuerza. Estamos en octubre, apenas ha llovido y disfrutamos de temperaturas suaves para la época.
Gonzalo duerme como un bendito a pesar de mi movimiento incesante, que balancea la cama como un barco en alta mar durante una tempestad.
Hace casi un mes que recibí la llamada de mi prima Matilde. Su hija la avisó de que la andaba buscando. Hubiera sido preferible reunirnos cuanto antes, pero ella seguía en Barcelona y demoramos el encuentro.
Con el paso de los días, el interés se acrecentó. No hacía más que dar vueltas al modo en que abordaría el tema. La última vez que la vi fue en el funeral de mamá. Nos dimos el abrazo y los besos de rigor, nos preguntamos por la salud y las respectivas familias, como manda la buena educación; eso sí, sin demasiada afectividad; en realidad, sin ninguna afectividad.
Intento hacer memoria de las veces que hemos coincidido, no creo que hayan sido más de tres o cuatro en toda nuestra vida.
El tono de su voz en la conversación telefónica dejaba constancia de una ligera extrañeza ante mi visita. Le di a entender que la prematura muerte de mamá había dejado en mí demasiados huecos, que necesitaba conocer más de su vida, detalles de su infancia y juventud, que solo ella podía darme. Matilde se mostró interesada ante mi propuesta, y para mi sorpresa nos invitó a pasar unos días en su casa, cuando estuviera de regreso. Se lo agradecí y rehusé poniendo como excusa cuestiones de trabajo; seguro que habría más oportunidades, insistí.
Quedamos en ir hoy, domingo.
Justo me estaba quedando adormilada cuando oigo tronar la cascada alarma del despertador, que parece venir de ultratumba. No soy capaz de orientarme. El estado de duermevela no me permite recordar qué hice con el reloj.
Gonzalo me toca suavemente en el brazo, levanto los párpados tomando conciencia de mi situación. Entonces, de manera automática, abro el cajón y con desgana paro la alarma del reloj.
—¿Has castigado al despertador?
—Sí, cariño. No he pegado ojo, toda la noche pensando en la cita con Matilde.
—¿Estás segura de que quieres ir?
—No.
—¿No quieres ir o no estás segura?
—Debo ir, aunque no estoy segura de cómo saldrá.
—Tómalo con calma. Te quiero —dice besándome—. Me voy al baño. Descansa hasta que termine.
Me doy la vuelta y cierro los ojos. Al poco, el ruido de la ducha me espabila. Lo imagino desnudo, el agua resbalando por su piel tersa, y siento un gran deseo de estar con él. Me levanto, sin hacer ruido me desnudo en el baño y asomo la cara por la mampara. Gonzalo me guiña un ojo y dice que pase. La barriga se interpone entre nosotros. Reímos y nos besamos con dificultad. La alegría que siente de tenerme entre sus brazos se manifiesta sin pudor. Me giro, apoyo mi espalda sobre su pecho; de esa manera comparte su excitación conmigo. Durante un buen rato el agua corre por nuestros ardientes cuerpos, se mezcla con los fluidos, y se lleva por el desagüe los últimos gemidos.
Me relajo en sus brazos. Las preocupaciones de la noche dan paso al placer de un nuevo día. Ahora, todo parece más fácil.
Poco después de las nueve de la mañana nos ponemos en marcha. La música de Coldplay nos acompaña durante los pocos kilómetros que nos separan de Medina. En silencio, perfilo un esquema del guión que he de representar. No quiero meter la pata. Mi marido me deja deleitarme en ese monólogo interior hasta que considera que ya es bastante ensimismamiento.
—¿Has hablado recientemente con Javier?
—No. Lo último que supe de él fue cuando me llamó para decirme que, efectivamente, pudieron coincidir haciendo las prácticas en el mismo hospital, y que también había averiguado que mamá compró el billete en la agencia de viajes de El Corte Inglés y que le habían buscado alojamiento para un mes en un pequeño hotel.
—Eso ya me lo contaste. Por cierto, ¿te dijo si tenía billete de vuelta?
—No lo compró.
—De todas maneras, si solo tenía reserva para un mes, en algún momento pensaría regresar.
—La teoría de Javier es que ese es el plazo que seguramente se dio para localizar a Ricardo. Después, lo lógico es pensar que todo dependería de cómo fuera el encuentro. Ahora tiene a un conocido que vive allí, investigando sobre el terreno para dar con el paradero del médico.
Pocos coches circulan por la carretera esta mañana y Gonzalo, que gusta de pisar el acelerador, pone el coche a ciento treinta. Toco su brazo para que se dé cuenta y levanta el pie.
Gonzalo conduce muy bien. Su gran pasión son los coches. Cuando lo conocí acababa de regresar de Madrid, donde había terminado la carrera de Ingeniería Industrial. Tenía una oferta de trabajo para la fábrica que la Mercedes-Benz posee en Vitoria. Tras conocernos, decidió establecerse en Valladolid. Entró a trabajar en la fábrica de neumáticos Michelin, donde continúa, y pertenece al Real Club Automóvil de Castilla. Desde que nos casamos ya hemos tenido dos coches, y seguro que con la excusa del nacimiento de Elenita, querrá que cambiemos a uno más amplio.
Recostada en el asiento miro el ondulante paisaje desde la ventanilla. Se ha levantado viento, al fondo unas nubes negras amenazan con aguarnos el día. Las tierras baldías, en esta época del año, están salpicadas de charcas a las que el ganado se acerca a beber. Cierta inquietud en la boca del estómago me mantiene alerta. Ya falta poco para que lleguemos.
—Háblame de la familia de tu madre, nunca he sabido mucho de ella.
—No me sorprende, la familia era un tema tabú. No existía una clara prohibición de hablar de ella, pero nunca salía el tema. No recuerdo haber tenido contacto continuado con ninguno de ellos, excepto con mi tía María.
—¿Y tu tía Concha?
—Esa era hermana de papá, se mudó cerca de nosotros al morir la abuela. Matilde, a la que vamos a visitar, es la hija pequeña de mi tía Carmen, la hermana mayor de mamá. No sé su edad exacta, debe de rondar los cuarenta; la única de la familia que queda en el pueblo desde que murió su madre. Mi tía Pilar, la segunda de las hermanas de mi madre, no tuvo hijos; falleció seis meses después que su hermana Carmen. La tercera es María, mi madrina, a esa la conoces…
—Sí, claro, recuerdo que vino a nuestra boda. Vive en Zamora, ¿no?
—Sí. Al casarse con el tío Mateo se mudaron a esa ciudad, porque el tío era de allí. Me apena lo poco que nos hemos tratado.
—¿De qué murieron tus tías?
—Pues no lo sé. También murieron jóvenes como mamá. No me acuerdo nada de ellas, tan solo tengo algún recuerdo jugando con mi madrina al parchís y a la oca; siempre me dejaba ganar. Fue ella quien me enseñó a jugar a las damas. Ella y mamá son calcos de la abuela, a la que solo conozco por retratos antiguos que vi por casa: el óvalo facial triangular muy marcado, ojos grandes y oscuros, nariz griega y poca estatura.
—Si es así, tú también te pareces a tu abuela, porque eres idéntica a tu madre.
—¿Qué dices? Siempre me han dicho todos que me parezco a mi padre.
—¿De qué hablas? ¿No te das cuenta de que te acabas de describir? Así de guapa eres tú, aunque mejorada en la estatura por herencia paterna.
—Eres el primero que me lo dice.
Mamá era una mujer muy guapa. Dueña de una belleza serena que hacía volverse a la gente cuando pasaba a su lado, y que acentuaba con el recogido de su pelo negro y el rojo de sus labios.
Un nudo en la garganta me impide continuar hablando. No me acabo de convencer de que nunca la volveré a ver, que sus suaves manos no me acariciarán, ni sus rojos labios dejarán su mancha de carmín en mi mejilla. Parece como si el día menos pensado ella vaya a regresar sin avisar, sin aspavientos, silenciosa, igual que se fue.
—¿Y de tu abuelo…? —continúa Gonzalo al notar mi silencio y mis ojos vidriosos.
Me repongo al ver que sigue echándome capotes. Es excepcional. Lo quiero. Debería decírselo más a menudo.
—Poca cosa. Espero que mi prima me hable de él.
—¿Vamos bien por aquí? —pregunta una vez que nos hemos adentrado en Medina del Campo.
—No tengo ni idea, pero eso es lo que dice el GPS. Sigue recto, con cuidado, porque después del semáforo tienes que torcer a la derecha y luego al fondo y a la izquierda. Estoy nerviosa, me sudan las manos.
—Tranquila, cariño. Pasaremos un buen día —dice cogiendo mi mano húmeda.
—Eso espero. Mira, esta es la calle. Busquemos el número quince.
La voz del GPS avisando de que hemos llegado a nuestro destino nos sorprende, parece que los números han cambiado. Delante tenemos una casa típica de pueblo de dos plantas, con paredes de piedra y zócalo encalado. Aparcamos y Gonzalo me ayuda a bajar del coche.
—Cada día estás más guapa. Lo bien que te sienta el embarazo.
No sabe qué hacer para darme ánimos.
Toco a la puerta con la aldaba y al poco aparece mi prima con un viejo delantal; algo despeinada, pero con una gran sonrisa que me infunde ánimos.
—Bienvenidos. No os quedéis en la puerta. Pasad, por favor.
—Matilde, este es Gonzalo, mi marido. Creo que no os conocíais.
—Encantado.
—Igualmente —dice Matilde—. María, se te ve muy gordita. ¿De cuánto estás? —pregunta a la vez que toca la barriga.
—De poco más de seis meses. En este último, la niña ha crecido bastante.
—¡Una niña! —exclama—. ¿Es lo que querías?
—Nos daba igual. Después del aborto del año pasado, lo único que nos importa es que siga adelante y bien. Aunque tengo que reconocer que cuando el ginecólogo nos confirmó que era una niña, me hizo mucha ilusión.
—Y a mí también. La llamaremos Elena —dice orgulloso Gonzalo, como forma de intervenir en la conversación.
—Como su abuela.
—Exacto —digo sonriendo.
—Perdonad que os deje solos un momento, mientras hago café. Poneos cómodos.
Nos ha llevado hasta el salón, una habitación grande y destartalada. En una de las paredes hay un sofá ajado, tapizado con tela estampada de flores, y delante de él una mesa rectangular rodeada de sillas. Un antiguo aparador, seguro que heredado, preside la pared del fondo; sobre él, un gran cuadro con motivos de caza. Descorro la cortina de la ventana y miro a través del cristal. Por la estrecha calle unos niños juegan, despreocupados, a pillarse. Los gritos enardecidos cuando son atrapados atraviesan los gruesos muros. Gonzalo se levanta y pregunta qué ocurre.
—Niños jugando al pillapilla. ¿Te imaginas cuando Elenita esté así de mayor?
—Todavía quedan unos pocos años.
—El tiempo pasa tan rápido… Al ver a estos niños he recordado cuando jugábamos a esto mismo en el recreo. En el patio del colegio no tenías dónde esconderte, entonces subíamos por las escaleras a la primera planta, donde estaban las clases de los mayores, y allí nos escondíamos. Cuando la que nos pillaba era una monja, el castigo estaba asegurado, pero merecía la pena arriesgarse. Tengo unas ganas enormes de conocer a Elenita. ¿A quién crees que se parecerá?
—A mí, por supuesto, soy el guapo de la familia.
Pocos minutos después, Matilde vuelve con la cafetera, las tazas y un plato cargado de dulces, todo muy bien colocado en una gran bandeja de plata que no ha sido abrillantada desde hace mucho tiempo.
—Espero que te sigan gustando las cocadas —dice mientras coloca el plato delante de mí.
Yo, sin poder controlarme, echo mano a una de ellas.
—Muchísimo. Están exquisitas.
—Son del Horno de San José. Las mejores. De pequeña te gustaban a rabiar.
—¿Sí? No me acuerdo.
—¿Cómo que no? Te llevaba de la mano hasta el horno y allí tú escogías la que más te gustaba, siempre la más tostada —dice riendo.
—¿Eso cuándo fue?
—Cuando el abuelo enfermó, se empecinó en que tu madre lo cuidara. Tía Pilar se ofreció, no tenía hijos y era la que menos estropicio ocasionaba en su casa si se venía al pueblo; pero no hubo manera de convencerlo, quería a su lado nada más que a su hija Elena. Cuando se lo dijeron, al contrario de lo que todos pensaban, tu mamá aceptó y te trajo con ella. Tu hermano se quedó con tu padre en Valladolid porque ya iba al colegio.
—¿Qué edad tendría yo?
—Supongo que… —Calcula durante unos instantes— unos cinco años, porque nos llevamos doce y coincidió con la muerte del abuelo que yo me ennovié con el Julián; entonces yo tenía… diecisiete. Eras muy pequeña, no es extraño que no te acuerdes. Te sacaba a pasear y saltábamos a la comba.
Al decir lo de la comba viene a mi memoria un patio de tierra rodeado de macetones con plantas de hojas verdes y un sonido de cascabeles.
—¡Dios mío! No me había vuelto a acordar de cuando jugaba a saltar.
—Te encantaba hacerlo. Aunque eras muy pequeña y casi no podías con la cuerda, tu constancia era infinita. Me tuviste horas y horas de pie. Yo saltaba y tú lo intentabas.
—Y ahora que es mayor, sigue igual. Como se le meta algo entre ceja y ceja, no para hasta conseguirlo —dice Gonzalo riendo.
—Cuando me has nombrado la cuerda he recordado un patio de tierra y sonido de cascabeles, ¿por qué?
—El patio debe de ser el de la casa de los abuelos, y la cuerda terminaba en una especie de mango de madera con un sonajero que contenía pequeños cascabeles que hacías sonar sin parar. La comba era de tu madre, la encontramos en el sobrado de la casa.
—Háblame de los abuelos —le pido mientras cojo otra cocada.
—Todo lo que sé de ellos es por mi madre. A la abuela no la conocí y era una muchachita cuando murió el abuelo, y con él mantuve poco contacto. El abuelo Lucas era muy especial, según cuentan era un hombre de mucho carácter. También su padre lo fue. Durante la guerra se alistó con las tropas franquistas, y pronto adquirió fama por lo mal que se portó con algunas familias del pueblo que habían destacado durante la República. Mandó a muchos a la cárcel y, según cuentan, a más de los que debía al paredón. A los que sobrevivieron les hizo la vida imposible, muchos prefirieron abandonar el pueblo. Hay vecinos que me tienen retirado el saludo por ese motivo; y más ahora, con lo que hay liado con la memoria histórica.
—O sea, nuestro abuelo era un fascista de los pies a la cabeza.
—Se hacía siempre lo que él ordenaba. Nadie se atrevía a contradecirle, ni siquiera la abuela Matilde. Le gustaba alardear en el casino de que las mujeres no servían más que para atender las necesidades de los hombres. Después de la guerra se casó con la abuela. Él, un hombre curtido por los años y las circunstancias; ella, una jovencita que apenas había comenzado a vivir. Tenía una gran hacienda y muchos obreros a su cargo, a los que manejaba con mano firme. El abuelo controlaba todo y a todos. Su mujer y sus hijas obedecían para no enfrentarse; tenía muy malas pulgas cuando se enfadaba y más de una vez les aplicó la vara.
—¿La vara?
—Sí, las azotaba en el culo con una vara de abedul siempre preparada al lado del sillón en el que solía sentarse.
—¡Por Dios, qué barbaridad! —protesta Gonzalo.
—Hablamos de otros años, de otra época. La modernidad nunca entró en esa casa.
—Las pobres estarían espantadas ante ese comportamiento.
—Nadie le rechistaba. Ya había cumplido los cincuenta años cuando nació tu madre, y no le sentó muy bien tener otra hija. Esperaba que ese último embarazo de la abuela fuese un varón. En cuanto sus hijas se convirtieron en mocitas casaderas propició sus matrimonios, que ellas aceptaron gustosas para librarse del opresivo ambiente que reinaba en la casa.
—¡Qué vida más dura! —exclamo.
—Si lo juzgamos con la manera de vivir que ahora tenemos, desde luego que sí. Por entonces, aquello era bastante habitual —puntualiza Matilde—, por lo menos en los pueblos, donde aún mandaban la tradición y este tipo de hombres.
Gonzalo nos mira sin pestañear y con cara de resignación. Sabe que terminará afectándome. Una extraña sensación se apodera de mí, mezcla de aflicción y cólera por la injusta manera en que la vida trató a mi madre. Primero, un padre déspota y abusivo; luego, un marido intolerante, poco comprensivo. Indagar en el pasado no está siendo agradable. Conocer la realidad de tus ascendientes y saber que su sangre corre por tus venas es desolador. Todo esto no estaría sucediendo si mamá hubiera muerto en su cama. No habría preguntas que responder ni pesquisa que llevar a cabo. Me asusta lo que pueda encontrarme.
—¿A qué edad murió?
—El abuelo acababa de cumplir los ochenta y dos, la abuela murió con cincuenta y tres.
—¡Vaya! Parece que en esta familia las mujeres mueren jóvenes, precisamente lo hemos comentado Gonzalo y yo viniendo en el coche. ¿Verdad?
Gonzalo asiente con la cabeza.
—Nunca lo había pensado, pero es cierto —dice Matilde.
—¿Sabes por qué el abuelo se empeñó en que viniera mi madre?
—La verdad es que no. Nadie lo esperaba, porque habían tenido muchos problemas entre ellos, hasta el punto de no hablarse. Al parecer, cuando se empeñó en ir a estudiar a Valladolid, el abuelo se enfadó mucho y como ella insistía se armó una trifulca grandísima. Después de aquella discusión, enfermó.
—¿Quién? ¿El abuelo?
—Elena, tu madre. Decía mamá que se pasó días y noches llorando sin consuelo. No comía ni salía de su habitación. Tu abuela estaba muy preocupada y la llevó a don Nicolás, el médico, que por cierto he sabido que falleció hace una semana, ¡que Dios lo tenga en su gloria! Y entonces el doctor le anunció a la abuela que si seguía así podría llegar a morirse. Sin fuerza ni para andar…, la llevaban en brazos.
—¿Qué le pasaba? —pregunto interrumpiéndola.
—Algo de nervios. Se puso muy triste. Le gustaba y además servía para estudiar, según dijeron en el colegio, y quería ser enfermera. Parece ser que don Nicolás, muy amigo del abuelo, que lo conocía bien, insistió hasta convencerlo para que la dejara ir a estudiar a Valladolid. Pero tuvo mala suerte, la pobre.
—¿Por qué?
—Con todo lo que le había costado salir de la casa, cuando regresó por vacaciones de verano su madre se moría, algo de los pulmones o del corazón. El abuelo la obligó a dejar los estudios para cuidarla. La abuela se fue en unos meses y poco después, no sabemos cómo, el abuelo Lucas anunció la boda de ella con el hijo de Tomás, el bodeguero. Un hombre mucho mayor, con mala fama en el pueblo y en los alrededores porque le gustaban mucho las mujeres. Se casaron apenas transcurrió el año de luto.
—¿Cómo pudo aceptar mamá aquella decisión de su padre?
—No lo sé. Lo único que te puedo decir es lo que escuché cientos de veces a mi madre: que nunca había visto una novia más triste en toda su vida.