El paseo me tranquiliza. El suave viento que se ha levantado se lleva mi mal humor. Alguna razón debe de tener Gonzalo para actuar de la manera en que lo ha hecho, me digo. Estoy arrepentida de haberle dejado con la palabra en la boca; en el fondo pensaba que no me dejaría marchar. Cuando regrese, esta noche, me sentaré con él y pondremos todo encima de la mesa. No quiero malentendidos que perjudiquen nuestra relación. Cada vez estoy más convencida de que no sirve de nada guardarse las cosas para uno mismo. A lo mejor, si mamá nos hubiera hablado de su vida, de todo lo que pasaba por su cabeza, se habría sentido más comprendida, incluso podríamos haberla ayudado.
Lo primero que hago al llegar a casa es encender el ordenador y después apunto con detalle en el cuaderno lo que he averiguado. Trato de darle forma coherente a fin de que el e-mail que escriba al investigador lo ayude en su misión de encontrar a Ricardo.
Ricardo merece saber que Elena ha fallecido y en qué circunstancias. Debe dejar de enviar cartas ahora que mamá ya no está para recibirlas. En el momento actual, cualquier misiva o postal que pudiera llegar provocaría que papá se enterara de la verdad.
Escribo a Javier y después me tumbo en el sofá. Elenita tiene una tarde revoltosa, se mueve sin parar, no parece encontrarse cómoda. Eso me provoca una extraña sensación de invasión interior; imagino que en pocos segundos se abrirá paso, a través de mi ombligo, un alien hacia fuera.
El sonido del móvil me saca de la terrorífica sensación.
—Hola, Javier. Te acabo de escribir.
—Por eso te llamo. No creo que me sea difícil dar con la agencia en la que tu madre sacó el billete. Comenzaré por las más cercanas a tu casa. ¿Podrías enviarme una foto de ella, lo más actual posible?
—La busco y te la mando.
—Así que Ricardo es médico, con eso no es que hayamos avanzado mucho, pero por lo menos limitaremos la ciudad de Nueva York a médicos españoles.
—Ya lo tienes mucho más fácil. —Río.
—Qué pena que no hayas encontrado la carta entera, porque seguro que ahí estaba la clave. Tampoco entiendo por qué a tu abuelo no le gustaba la relación que mantenían.
—Quizá cuando pueda hablar con mi prima, me lo explique.
—Sí. Tu familia debe de saberlo. Bueno, por ahora me centraré en lo que conocemos; no es mucho, pero suficiente para comenzar.
—Otra cosa que me trae de cabeza es lo que dice sobre «lo sucedido».
—Elucubrar no te llevará a nada, lo más seguro es que te equivoques —dice para serenarme—. Vayamos paso a paso.
—Gracias, Javier. Estaremos en contacto —me despido.
Me acurruco satisfecha y continúo mirando la carta sin leerla. Me reconforta sostener ese pedacito de historia que va tomando forma bajo el inconfundible sello de la incomprensión.
—¡Despierta! ¡Despierta, María!
Desorientada por la voz de Gonzalo, que se ha metido en mi sueño, levanto los párpados. Lo veo mover la boca, zarandear mi cuerpo, y no soy capaz de reaccionar. Vuelvo a cerrar los ojos y hago un esfuerzo por despertarme. Entonces le oigo decir que mi hermano está al teléfono.
Me incorporo y la carta cae al suelo.
—Hola, hermanito, me has pillado durmiendo. No sé ni qué hora es —digo mientras busco el reloj de pared—. ¡Qué barbaridad! Si son las ocho.
—Te has echado una buena siesta.
—Eso parece. Hoy he ido a casa de mamá para arreglar su ropa, y Dolores nos invitó a comer, ya sabes lo exagerada que es.
—¿Cómo está?
—Bien. Extraña mucho a mamá. La he notado más envejecida. Me ha contado el broncazo que tuvisteis papá y tú. No tienes arreglo.
—Hermana, escúchame, por favor. No te enfades conmigo, no tengo culpa de que nuestro padre sea un…
—Los dos sois iguales. No os tenéis ningún respeto.
—Vamos a dejarlo, no me apetece hablar de él. Cuéntame cómo está mi sobrina.
—¿Cómo te has enterado?
—Se lo contaste a Raquel cuando la viste en El Corte Inglés, el mismo día que el médico te lo dijo.
Mi hermano conoció a Raquel cuando entró a trabajar de camarera en la misma discoteca en la que él se encargaba de pinchar la música. Es una chica cariñosa, amable y muy prudente. Se enamoraron y se fueron a vivir juntos, desde entonces está más centrado. En la música encontró su sitio. Tras una carrera meteórica, se ha convertido en un famoso disc jockey. Cualquier sarao en que se anuncie su presencia tiene el éxito asegurado.
—Ah, es verdad. Lo olvidé. Oye, siguiendo con lo de antes, si dejaras que las cosas se calmaran durante un tiempo, papá podría decidir qué hacer con las cenizas. ¿No te parece?
—Vamos a ver, es nuestra madre, por lo tanto también hemos de opinar, ¿no es así?
—Por supuesto. No se lo tengas muy en cuenta. A papá le ha dado por ahí, pero seguro que dentro de unos días cambiará de opinión. Mucha gente tiene las cenizas en su casa hasta que consigue superar la muerte —digo para restar importancia al asunto.
—Pues a mí eso me parece macabro, y en el viejo no tiene razón de ser. Como tú y yo sabemos, no sentía una gran devoción hacia su esposa. A lo mejor lo que quiere es expiar sus culpas.
—Eres insufrible, Tomás.
—Soy real. No como tú, que vives en un permanente cuento de hadas. Nunca te has preocupado de enterarte cómo es realmente…, como eres su preferida…
Mi furia crece por momentos. ¿Qué se habrá creído ese niñato consentido? Respiro hondo un par de veces.
—Tomás, no pretendo discutir contigo, y aún menos sacar a relucir de nuevo esos celos tontos que siempre has tenido. Además, no quiero malos rollos. Elenita se pone nerviosa y es como si una peonza bailara dentro de mi barriga.
—¿La vas a llamar Elena?
—Sí. ¿Te parece mal?
—En absoluto. Creo que es el mejor nombre que le podías dar. ¡Qué pena que no vaya a conocer a su abuela!
—Menos mal. A papá no le gustó demasiado cuando se lo dije.
—¿Ves como llevo razón? Es insoportable. Y te voy a decir algo más: tengo la impresión de que mamá se fue por no aguantarlo.
Esa confesión de mi hermano me deja intranquila. Quizá él sepa más que yo de lo que mamá tenía en mente. Por un instante me entran ganas de comentarle lo de Ricardo. Es más, posiblemente me sintiera más apoyada si él estuviera conmigo en este peregrinar. Lo rechazo de inmediato, no es buena idea. Aún no es el momento de sacarlo a la luz.
—No conocerá a su abuela, pero le hablaremos de ella. No dejaremos que crezca sin saber quién era —digo haciendo como si no hubiera oído lo que ha dicho de mi madre.
—¿Sabes? —dice cambiando el tono de su voz—, no te puedes hacer una idea de lo mucho que la echo de menos. Me he dado cuenta de que era una mujer especial y de que me quiso muchísimo. Los recuerdos que tengo con ella son los únicos felices de mi infancia.
—Tarde.
—¿Tarde?
—Tarde te has dado cuenta de ello. Mamá hizo por ti todo lo que estaba en sus manos y hasta lo imposible, pero tú no te dejabas.
—Lo sé.
—Por lo menos, que te sirva para que de una vez por todas reconozcas que tu familia no está contra ti.
—¿Seguro? —pregunta riendo.
—Bueno, parte de tu familia. Tomás, yo también te necesito. Eres mi único hermano. No huyas de mí.
—Tú tienes a Gonzalo, que es un chico excelente aunque a mí no me pueda ver, y a papá. Él nunca te echará de su lado como hizo conmigo. Además, pronto tendrás a una Elenita que no te dejará ni respirar.
—No empieces de nuevo. Quiero que formes parte de nosotros. Tú y Raquel también disfrutaréis de la niña.
—Eso espero. Bueno, te dejo, la sensiblería no va conmigo.
Reímos.
—Me gusta cuando te pones así. Venid a cenar un día de estos. ¿De acuerdo?
—Hecho. Raquel estará encantada.
—¿Y tú?
—Y yo también. Un beso.
En el fondo es un buenazo. Mantener esa imagen de chico duro para no caer en su propio descrédito debe de ser agotador. ¡Tanto rencor acumulado! Supongo que cuando le diga que será el padrino de Elenita, se convencerá de que de verdad lo quiero y confío en él.
Gonzalo aparece por la salita con una copa de tinto en la mano, algo infrecuente en él. Se sienta frente a mí y me observa. Lo desafío no apartando mi mirada, mientras me recreo en sus facciones. ¡Cada día está más guapo! Da un gran sorbo y deja la copa sobre la mesa. Suspira y vuelve a mirarme con fijeza. «Lo que daría por un cigarrillo que me tranquilizara y me hiciera más fácil iniciar la conversación», pienso mientras me acaricio la barriga. En algo tengo que entretener las manos. De pronto, como si pudiera observarme a mí misma desde fuera, me veo hablando muy deprisa, explicándole que me quedé dormida y que estaba soñando cuando él me despertó.
—Así que estabas soñando.
—Sí. Soñaba que tú y yo escalábamos una montaña nevada. Tenía las manos congeladas y eso dificultaba mi agarre a la cuerda. Conseguíamos avanzar muy poco. Estaba agotada y me dejé vencer por el sueño. Entonces oí tu voz diciendo que me despertara.
—Por lo que has tardado en espabilarte, parece que has dormido en profundidad.
—Las patatas de Dolores. Creo que comí demasiado, pero estaban tan buenas…
—Y el sofocón —dice con una media sonrisa que me parte el corazón.
—Lo siento, cariño. No creí que darías tanta importancia a lo que te dije.
Me levanto y me siento a su lado. Le pido que me abrace. Lo hace con tanto amor que llevada de la emoción me pongo a llorar.
—Tranquila, cariño —dice sin dejar de mecerme entre sus brazos.
Me seca las lágrimas con sus besos. Besos tiernos que se convierten en ardiente pasión cuando nuestras lenguas se descubren. Sabe a roble y a grosella.
Siento su mano subir hasta mi entrepierna y me abro ante su serpenteante juego. Sin dejar de tocarme, susurra sin cesar que me quiere. La calidez de su aliento en mi oído me provoca un escalofrío que atraviesa mi espalda, me eriza el vello.
Me siento a horcajadas sobre él; nos acoplamos en un suave y rítmico movimiento; nos dejamos llevar por el placentero goce de nuestra unión. Después, durante un buen rato, compartimos abrazados ese mágico momento.
Elenita, inmóvil hasta ese momento, inicia un suave pataleo; como queriendo hacerse notar. Tal como estamos ahora, los tres somos uno. Sonrío.
De pronto, asalta mi espacio mental la mención de Dolores sobre el primer embarazo de mamá. No me contó nada de cómo se sentía ella cuando iba a nacer yo. ¿Me querría tanto como yo quiero a mi niñita?
—Gonzalo, tenemos que hablar —digo antes de encaminar mis pasos hacia el baño.
—De acuerdo. Vamos a preparar algo de cena y mientras hablamos.
Hay momentos que nos superan y este ha sido uno de ellos. En realidad no me apetece nada hablar de lo ocurrido después del encuentro amoroso. Tengo miedo de que nuestro desacuerdo borre de un plumazo la fantástica sensación que nos ha inundado.
Si algo tengo claro, y más a la vista de lo que le aconteció a mamá, es que de nada sirve aplazar lo irremediable. Dejar en el camino conflictos sin resolver es un lastre para cualquier relación. Sacar las cosas a la luz es doloroso, pero mucho menos que darte cuenta, con el tiempo, de que tu vida de pareja, de familia, es una farsa.
Atento a mi trajín mental, Gonzalo me pregunta qué pienso. Unos instantes de silencio, en los que intento ordenar mi discurso y paso a explicarle la sensación tan desagradable que tuve cuando me advirtió de que dejara en paz la vida de mi madre. Fue como si estuviera perdida en el desierto después de que el guía me abandonara a mi suerte.
—Lo siento mucho, María. No era mi intención.
—Seguro que tienes tus motivos.
—Yo quería mucho a tu madre porque me dio afecto y ternura. Era muy especial, y leer aquello…
—Te comprendo.
—No sé, para mí tu madre era lo más, y enterarme de cosas de su vida, de que se marchó para encontrarse con otro hombre…
—A veces subimos a las personas a un pedestal como si fueran santos cuando no son más que humanos, con más defectos que virtudes. Nunca pensé que mamá fuera una santa, aunque a ti te lo pareciera. Para mí era la mejor porque era mi madre, pero imagino que como todos nosotros era una mujer normal y corriente. Descubrir que guardaba secretos no la hace ni mejor ni peor, Gonzalo. Era como era, y como tal hemos de aceptarla, aunque nos cueste. La tenías idealizada, y su imagen se te ha roto en mil pedazos. ¿Crees que a mí no me pasa igual?
—¿Entonces?
—Necesito estar al corriente de su vida; solo de esa manera podré comprender lo que hizo y perdonarla. Y tú debes hacer lo mismo.
Unos instantes de silencio; coge mis manos y me dice que quizá lleve razón, que sigamos adelante.
Ese «sigamos adelante» me llena de paz. Indagar hasta hallar indicios de la auténtica verdad será más llevadero en su compañía.
Tras la cena, Gonzalo introduce en el DVD El diario de Noah. La mejor manera de concluir el día. La habremos visto unas mil veces. Me acurruco en su pecho y siento el latido de su corazón. Me incomoda la barriga y noto las piernas hinchadas. Le digo que, como siga así, cuando esté al final del embarazo van a parecer las de un elefante. Gonzalo ríe, me besa y se levanta a buscar un puf, sobre el que me coloca las piernas.
—¿Mejor?
—Perfecto.
La película transcurre mientras damos cuenta de un bol lleno de palomitas que ha preparado sostenido en un inestable equilibrio sobre mi tripa. Contemplamos extasiados el beso que se dan los protagonistas, cuando el ring del teléfono viene a romper este idílico momento. Gonzalo alarga la mano y descuelga. Pregunta quién es mientras pulso el botón de pausa en el mando a distancia para no perdernos ni un fotograma. En la pantalla del televisor quedan estáticos estos atractivos actores jóvenes y mojados, que se besan con pasión. Lo miro con cara de asombro y me pasa el auricular.
—Tu prima Matilde.