IV

Dolores remueve el guiso para que no se pegue y sale de la cocina. Aprovecho que va a poner la mesa para leer la cuartilla que encontré en el bolsillo del abrigo de mamá.

15 de marzo de 1998

Mi querida Elena:

He tardado casi treinta años en dar con tu paradero. Unos amigos de otros amigos, que casualmente siguen viviendo en Valladolid, dieron con tu dirección y me la han facilitado. He de confesarte que la tengo en mi poder desde hace más de un año y que he emborronado muchas cuartillas que acabaron en la papelera, porque no sabía cómo presentarme después de tanto tiempo.

En realidad, ni yo mismo sé qué pretendo con esta carta, así que no te sientas obligada en ningún momento. Quiero que sepas que ni un solo día he dejado de pensar en ti y que me arrepiento de haberme dejado llevar por una estúpida indignación, propia de la inmadurez de la juventud.

Elena, fui a buscarte a tu pueblo. Tu madre acababa de fallecer, por lo que pude enterarme. Pasé más de una semana allí, todos los días iba hasta tu casa… y tu padre no dejó que te viera.

Te escribí hasta el cansancio en respuesta a ese lúgubre comunicado que me enviaste en el que me detallabas el terrible suceso, pero nunca recibí contestación tuya. Necesitaba una explicación que no me diste.

Lo «sucedido» no era motivo para que te alejaras de mí. No encontré más salida a mi desilusión que aceptar una beca de formación en un hospital de Nueva York, donde continúo trabajando. Llevo tantos años viviendo en esta ciudad, que la considero como mi verdadera casa. Sin embargo, nunca te he olvidado.

Todavía, después de tantísimos años, en los días otoñales, cuando paseo por Central Park, imagino que voy contigo de la mano, como aquel primer día que nos encontramos en el parque…

¡Qué decepción! Es la primera parte de algo más, pensaba que al fin conocería la historia completa, que no tendría que ir recabando información de aquí y de allá hasta completar esta secreta historia que mi madre escondió con tanto cuidado.

Voy hasta el dormitorio, rebusco por los bolsillos de las prendas de mamá una segunda cuartilla, o quizá una tercera y una cuarta…, sin encontrar más que alguna que otra moneda y pañuelos de tela o de papel. Echo un vistazo a la habitación examinando lugares en los que pudiera haberlas guardado. Los cajoncitos del tocador, los de su mesilla de noche y los de la cómoda sufren el pillaje de mi búsqueda impaciente.

—¿Otra vez aquí? —pregunta Dolores.

Pillada in fraganti en el empeño de encontrar más pistas, no sé qué responder. Ella confunde mi desconcierto con la tristeza propia de la rememoración ante la vista de todas las pertenencias de mi madre, y se apresta a consolarme.

—Venga, mi niña. No te pongas triste, que no te conviene en tu estado. No te preocupes por todo esto, yo me encargo de recogerlo, solo me tienes que indicar qué guardo en unas cajas y en otras.

—No pasa nada, estoy bien —digo agradecida.

Ese gesto de preocupación me llega muy hondo.

En estos meses me he mantenido firme, sin querer dejarme arrastrar por sensiblerías que me llevaran al dolor de su ausencia. Gonzalo está muy pendiente de mí, pero la echo de menos. Me hubiera gustado compartir con ella instantes plenos de felicidad, como el día en que sentí por primera vez a Elenita dar señales de vida con un incesante movimiento, que yo interpreté como un angustioso retortijón hasta que fui consciente de lo que era en realidad. También, que su experiencia me sirviera de consuelo para los absurdos miedos, que sin saber cómo me acechan por el futuro de mi embarazo o el momento del parto; que estuviera a mi lado como hasta ahora siempre había estado.

—Voy a la cocina a mover las patatas, no creo que le quede mucho al guiso.

—De acuerdo, Gonzalo estará al llegar. Recojo esto y te lo ordeno para que sepas qué hacer. Y muchas gracias por todo, Dolores, eres la mejor —digo sorprendiéndola con un tierno abrazo.

—Desde pequeña eres una zalamera de mucho cuidado —dice riendo mientras abandona el dormitorio.

Aprovecho para leer de nuevo la breve carta.

Queda claro que se conocieron en la juventud, puesto que se refiere a la muerte de la abuela; sucedió, eso sí lo sé, cuando mamá tenía dieciocho años. Lo más lógico es pensar que ese Ricardo, que por lo que dice es médico, debió de conocerla durante el único año que ella estuvo en la escuela de enfermería. En la actualidad, tanto los estudiantes de medicina como los de enfermería realizan sus prácticas en el Hospital Universitario, imagino que en aquella época sería igual; de todas maneras es algo que debería comprobar. Si era así, podrían haber coincidido temporalmente. Ese sería el comienzo de la relación entre ellos, de esa historia oculta que parece culminar con un lúgubre comunicado.

¿Cuál será «el suceso» que comenta? ¿Por qué entrecomilla la palabra «sucedido»…?

Mamá nunca se extendió hablando de aquella época, a pesar de mi insistencia en algunos momentos. Tan solo una vez, de pasada, me habló de la impresión que le causó Valladolid la primera vez que visitó la ciudad cuando vino a buscar donde alojarse. También la oí lamentarse de no haber continuado sus estudios, sobre todo cuando recriminaba a mi hermano que no pusiera interés en los libros. Yo siempre creí que se refería a la imposibilidad de continuar con su carrera, que según me contó tuvo que ver con la muerte de su madre y con verse obligada a ocuparse de mi abuelo.

Ahora que lo pienso, mamá era de hablar poco. En las comidas éramos mi hermano y yo quienes por turnos contábamos lo que habíamos hecho en el colegio. Las cenas las acaparaba mi padre. Mamá solo sonreía a unos y a otros. ¿Qué cavilaría mientras nos escuchaba?

—¡María! —grita Dolores—, Gonzalo ha llegado.

Guardo el papel en el bolsillo del pantalón y salgo hacia el comedor.

—Hola, cariño. Me dice Dolores que andas tristona.

—Tener que guardar las cosas de mamá me ha vuelto a traer recuerdos, pero nada que no pueda superar —digo guiñándole un ojo.

Gonzalo sonríe ante mi gesto porque no sabe de qué se trata; en un momento en que Dolores se da la vuelta, me pregunta qué me pasa.

—Sentaos. Voy a la cocina a por la sopera.

—Te ayudo…

—Tú quédate con tu marido.

Aún no ha salido por la puerta y le doy la carta a Gonzalo. Observo atenta sus gestos. Comienza a leerla y me la devuelve muy serio.

—No quiero hurgar en la vida de tu madre.

—¿Qué te pasa? ¿A qué viene ese pudor?

—Esa carta era para tu madre. No tienes derecho a leerla.

No puedo replicar porque Dolores aparece con la comida. ¿Qué se habrá creído? Es mi madre, mi ma-dre y tengo todo el derecho del mundo, me digo, para reafirmarme en mi decisión.

Disimulo, pero él se ha percatado de mi enfado. Apenas le dirijo la palabra y me centro en Dolores. Está feliz por tenernos allí y por las alabanzas que hacemos de su guiso.

En un punto de la conversación sale a relucir mi padre. Anoche, antes de dormirnos, Gonzalo y yo hablamos de él. Mi marido es partidario de contarle a papá lo que he descubierto; yo tengo mis dudas. Me pongo en su lugar y considero que bastante mal recuerdo le ha quedado de mamá, con el escándalo que se ha montado, para añadir más leña al fuego diciéndole que cogió el dichoso avión para encontrarse con el que al parecer era su amor de juventud. Valladolid no es una capital grande y prácticamente nos conocemos todos. Además mi padre, como director de uno de los bancos que más dinero mueve en la ciudad, está muy bien conectado con empresarios, constructores y bodegueros. Vive para las relaciones públicas, y todo esto ha supuesto un mazazo para él. No solo por el hecho de haber perdido a su esposa, sino por el alcance que ha tenido la noticia al aparecer en los periódicos. A partir de ahí, crecieron las especulaciones sobre lo que haría doña Elena —la señora de don Tomás, el del banco—, sola en un avión y camino de Nueva York.

Mi madre acompañaba a mi padre en contadas ocasiones. Todo el mundo sabía que era muy hogareña, que se desvivía por su familia. El problema estuvo, precisamente, en las numerosas interpretaciones que dieron a ese viaje con tal de responderse a una cuestión que ni para nosotros tenía respuesta y que obligó a mi padre a justificarla contando la mentira de que mi madre se había empeñado en hacer ese viaje y que él, sintiéndolo mucho, no pudo acompañarla por problemas de trabajo; de lo cual se arrepentía, porque su desafortunada decisión le impidió estar a su lado en sus últimos instantes de vida. «Igual, si yo hubiera estado en el asiento de al lado, no habría muerto», se lamentaba el día del entierro con lágrimas en los ojos ante sus amistades.

Comprendo pero no comparto la postura que ha adoptado. No está dispuesto a admitir lo inevitable y se encierra en el mutismo para olvidar lo que nunca borrará de su memoria.

—Dolores, ¿puedo hacerte una pregunta?

—Tú dirás.

—¿Tú sabes para qué iba mamá a Nueva York?

—Yo qué voy a saber.

—No sé, como tú eras la persona que estaba más cerca de ella, con la que pasaba más horas del día.

—No tengo ni idea —responde apurada.

—¿No notaste nada extraño los días anteriores a su partida?

—No.

—¿Y cómo es posible?

—Déjalo estar, María, llevamos camino de repetir una escenita como la del otro día con tu padre —interrumpe Gonzalo.

Lo miro con rencor. No esperaba eso de él. Me sorprende y me duele que no esté conmigo en este empeño.

—Lo siento, Dolores. No quiero ser incisiva, pero…

—Te comprendo, mi niña. Ha sido muy duro para todos perderla tan joven y tan lejos.

Nos levantamos para retirar los platos de la mesa y nos encaminamos a la cocina.

Mientras preparo café, muy bajito para que Gonzalo no me oiga, le pregunto si había ocurrido algo entre mis padres, o si mi madre había recibido una llamada que la hubiera alterado, si la había visto hacer la maleta…; y a todo va respondiendo que no. Sin embargo, sus ojos me dicen lo contrario. Rehúye mi mirada, las lágrimas nublan el brillo que siempre tienen sus ojos. Entonces la abrazo; le digo que no se preocupe, que todo está bien, que voy a descubrir la razón que llevó a mi madre a abandonarnos. Me interrumpe y me dice:

—Estaba cansada de la vida que llevaba. Se apagaba día a día.

—¿Cómo puede ser eso? No noté nada.

—Cuando tu hermano o tú veníais, se esforzaba por mostrarse igual que siempre.

—¿Quieres decir que estaba deprimida?

—Nunca dijo nada. Yo la observaba vagar por la casa y se me partía el corazón. La intentaba animar, charlaba con ella, pero nada. Era como si estuviera en otro mundo.

—No sé, Dolores. Si estaba así como dices, ¿cómo fue capaz de planificar ese viaje? Desde comprar el billete hasta sacar dinero del banco…

—Tu mamá era una mujer muy fuerte, te lo digo yo.

—Lo sé. Por eso necesito conocer cuál fue el detonante, no pararé hasta que lo consiga.

—Lo que sí te puedo decir es que esa patraña que va contando tu padre para justificarla no es cierta.

—Ya lo sé. ¡Ay, Dolores! Últimamente papá me parece un extraño, y no digamos mamá. Convivimos con personas a las que creemos conocer y luego…

—¿Has hablado con tu hermano después de la bronca que tuvo con tu padre?

—No. Pero, ¿ves?, a eso me refería antes. Tienes que reconocerme que el comportamiento de papá no es muy normal.

La última cabezonería tiene que ver con las cenizas de mamá: se empeña en dejarlas en el salón, reposando sobre la chimenea. Cuando mi hermano se enteró, fue a verle hecho un energúmeno, gritando que era un pervertido. Mi padre le dio un bofetón que mi hermano le devolvió. Si no llega a ser por Dolores, que se puso en medio, no sé hasta dónde hubieran llegado. Mi hermano se fue llorando y las cenizas de mamá continúan en el mismo lugar.

—Cuando llego por la mañana y veo las cenizas —admite Dolores—, me entra un no sé qué. No es sitio para tu madre. Comprendo que tu hermano se enfrentara a él. Si ya se llevaban mal, después de esto no creo que vuelvan a dirigirse la palabra. Si no los separo, se matan —concluye con voz trémula.

Tomás —o Tomasito, como siempre lo han llamado—, mi hermano, no es mala persona, pero sí un vividor, como me dice Gonzalo, con el que no se lleva muy bien. La ilusión de mi padre, el hijo deseado, el futuro de la familia, tan esperado y consentido que cuando quisieron darse cuenta no tenía arreglo.

Mamá se empeñaba en hacer carrera de él sin lograrlo.

En el colegio iba mal. Los profesores decían que lo mismo que tenía de inteligente lo tenía de vago. Hacía pellas, faltaba al respeto, se metía en peleas, lo expulsaban con frecuencia y mi madre se lo ocultaba a mi padre por miedo a que hiciera algo de lo que luego se arrepintiera. Sin embargo, ella no se rendía. Por nuestra casa pasaron profesores particulares de todas las materias, que, hartos del comportamiento de Tomasito, abandonaban en un plazo que oscilaba entre quince días y un mes. En verano, mi madre lo matriculaba en academias de recuperación, donde no se dignaba a poner los pies. Así, año tras año. Su cuerpo crecía a la vez que sus suspensos, y cuando alcanzó el metro noventa, con dieciséis años, ella se dio por vencida y se desentendió de él. No podía más.

Voces altisonantes, gritos y enfados de todas clases presidieron la adolescencia y juventud de mi hermano, y no cesaron hasta que mi padre lo echó de casa nada más cumplir los dieciocho. Mamá, desolada, le suplicó que no lo hiciera, temía perder a su hijo para siempre. Mi hermano, orgulloso, se marchó con la cabeza bien alta, dando un terrible portazo.

Sin nadie que lo apoyase, vagando de un lado a otro, viviendo en casa de amigos con los que terminaba peleado, encontró en las drogas la solución a su propio malestar.

Mamá, a escondidas, le suministraba dinero sin ser consciente del mal uso que Tomás hacía de él. En realidad yo era la única que conocía su problema y su mala vida. Mi incapacidad para prestarle ayuda, por más que lo intentaba, con los pocos medios que tenía a mi alcance, determinó que confesara a mi madre el calvario por el que pasaba su hijo. Tomás se enfadó conmigo por lo que había hecho; sin embargo, siempre pensé que, en el fondo, me lo agradeció, porque ya no disponía de ningún asidero al que agarrarse.

Con el tiempo mamá logró que Tomás fuera a un centro de desintoxicación. No consiguió desengancharse por completo, pero lo suficiente para trabajar de repartidor de pizzas. Con el paso de los años se fue aplacando su furia. Obligado por mamá, que pretendía a toda costa que regresara a casa, hizo varios ensayos de acercamiento a mi padre que culminaron, tras nuestra mediación, en la relación paternofilial fría, distante y complicada que aún mantienen.

Mi hermano lleva el pelo largo, recogido en una cola de caballo, y viste con vaqueros rotos y camisetas desteñidas. Lo opuesto a mi padre. Por eso cuando lo ve con esa indumentaria se enfada, se descompone, y termina rechazándolo; justo lo que mi hermano pretende para seguir manteniendo esa permanente y victimista postura del hijo no querido.

La incompatibilidad entre ambos es total.

No consiguen permanecer ni diez minutos juntos en la misma habitación sin insultarse. En el fondo, son iguales. El orgullo preside sus vidas, les impide alcanzar una reconciliación. Ni siquiera se abrazaron cuando se reencontraron por la muerte de mamá. Los dos, hieráticos, uno al lado del otro, sin rozarse durante aquella larga misa.

Él es el producto de unos anhelos no cumplidos, de unas esperanzas rotas y de unas expectativas nunca cubiertas, sin que haya tenido nada que ver en ello.

¡Qué complicados son los padres!

Papá deseaba un digno sucesor de su hacienda, de sus costumbres, de su apellido, y para ello debía ser igual que él, hablar como él, tener los mismos gustos y, a ser posible, vestir con su piel. Pero, por más que lo intentó, topó contra un muro. Tras ello vinieron la desesperación y la intolerancia; el enfrentamiento y la exclusión. Si no era como él, lo mejor era apartarlo.

En mí, papá encontró una fiel aliada, la niña de sus ojos. Mi manera de ser, extravertida y dócil, me proporcionó una tranquila y agradable estancia en la casa familiar. Siempre dispuesta a complacer, lo mismo recitaba una poesía que salía con una canción o un baile delante de sus amistades, sin pudor alguno. Muy dada a exhibir demostraciones de cariño, las fomentaba con mi padre. Me gustaba refugiarme entre sus brazos, en los que olía a ropa limpia, sentarme en sus piernas a disfrutar de las historias que me contaba mientras esperábamos la cena. Todas las noches me llevaba a la cama y esperaba hasta que me vencía el sueño. Mi madre observaba nuestro comportamiento, callaba y sonreía.

Recuerdo la última vez, no sé qué edad tendría exactamente, que al llegar al dormitorio me lanzó sobre la cama y me anunció que había crecido tanto que la próxima vez sería yo quien lo llevara a él. Durante un rato reímos de la ocurrencia y, tras desearme buenas noches, me besó, como siempre, y me dijo: «Te has convertido en una preciosa mujer».

Cuando cerré los ojos sentí cómo me elevaba hasta la cumbre más alta de la Tierra. Si tuviera que ponerle palabras a la felicidad, sin duda aquellas me la proporcionaron. Que tu padre te exprese que eres una preciosa mujer es un excelente refuerzo para la resquebrajada autoestima que suele dominar los revoltosos años de la adolescencia.

El recuerdo se desvanece cuando Dolores me avisa de que el café ya está listo; la cálida sensación me acompaña hasta que concluye la sobremesa.

Bajamos las escaleras y al llegar al portal le recrimino a Gonzalo su actitud respecto a mi investigación. Quiero que me explique qué ve de malo en lo que estoy haciendo, o más bien en lo que pretendo descubrir, pues hasta ahora no he conseguido más que hilvanar una serie de evocaciones tomadas de aquí y de allá, con unas pocas palabras escritas.

—No te entiendo, Gonzalo. Desde un principio compartí contigo mis intenciones. No sé de qué manera podría hacerlo si no es buscando claves que ayuden a desenmarañar este disparate.

—Lo sé, pero me he sentido mal leyendo interioridades de la vida de tu madre.

—¿Y crees que a mí me gusta?

—Parece que sí. Podrías dejarlo estar. Cerrar la puerta de una vez. Como si hubiera muerto de un infarto pero en su cama.

—Para nuestra desgracia, no fue así.

—Mira a tu padre; él no se hace preguntas.

—¿Y no te extraña? ¿Y si él sabe más de lo que dice? ¿Y si es la causa de que mamá se fuera?

—¡Basta de preguntas, María! De verdad que no acabo de entender qué pretendes con descubrir la verdad, como tú dices —me grita.

Es la segunda vez desde que nos conocemos que me trata de esta manera. Una de las cosas que más me atemorizaba de pequeña eran los gritos de mi padre a mi hermano, y de pasada a mi madre, que siempre le defendía. No lo soporto y él lo sabe.

En silencio lo miro. Parpadeo ocultando la humedad de mis ojos, doy media vuelta y me marcho. No quiero continuar por una senda que me llevaría al dolor de la incomprensión, de planteamientos irresolubles que vendrían a complicar aún más mi existencia. No es el momento de hablar.