III

Mi barriga crece por momentos; y lo más importante, ya siento a Elenita bullir dentro de mí. Desde que eso ocurrió, hace una semana, me he acostumbrado a hablarle. Le digo todo lo que haremos juntas cuando venga a este mundo, lo mucho que la quiero y las ganas que tengo de ver su carita y de abrazarla. Cuando estoy en casa, le pongo una música suave que —según Gonzalo leyó en una revista— posee la propiedad de tranquilizar a los bebés, mientras me balanceo en una mecedora que compré hace unas semanas, igual que la que mamá tenía en el salón. A ella le gustaba dormirse mientras se mecía, después de almorzar; en esos momentos yo, muy callada para no molestarla, jugaba a pintar: unas veces en mis cuadernos, otras a mis muñecas y la mayoría a mí misma. Cuando me cercioraba de que dormía, con mucho sigilo me iba hasta el cuarto de baño. Allí buscaba en el cajón de sus pinturas el pintalabios que siempre usaba ella y con la precisión de mi poca edad me pintaba los labios hasta darles el mismo tono. Verme pintarrajeada de rojo escarlata me hacía sentir mayor, me asemejaba a mamá.

Desde que papá y yo tuvimos el enfrentamiento, la relación se ha vuelto distante. Más por su parte que por la mía. Yo le telefoneo a menudo y él me desvía la llamada o me corta al poco de iniciar la conversación con la excusa de que tiene mucho trabajo y no está para chácharas.

Llamé por teléfono a mi prima Matilde y no pude hablar con ella; una de sus hijas me dijo que no se encontraba en el pueblo. Había ido a Barcelona a visitar a unos parientes de su marido.

El regreso al trabajo, tras las vacaciones, supone para mí una inyección de ánimo. El hecho de no dar vueltas al mismo asunto me hace contemplar lo sucedido desde una perspectiva más objetiva y menos dolorosa.

El bufete, tranquilo durante los meses estivales, comienza a hervir en este mes de septiembre, en el que se retoman los casos tras la desidia veraniega de clientes y letrados.

Hace tres años que entré a trabajar en este despacho de abogados como asociada y me especialicé en Derecho Mercantil. El año que viene se jubila uno de los socios fundadores y es mi oportunidad para que me nombren socia; todo se lo debo a papá.

Desde pequeña estuve en contra de las injusticias. En el colegio siempre salía en defensa de aquellos que eran maltratados o vilipendiados. Me hacía respetar, en parte, por mi altura —le sacaba una cabeza a la mayoría de mis compañeros de clase—, y también por la firmeza de mi oratoria a la hora de defender mis ideas. Cuando en la cena refería lo sucedido en el colegio, papá siempre concluía con: «Esta niña tiene madera de abogada». Y yo me lo creí.

Sin ninguna duda, tras aprobar la selectividad, me matriculé en la Facultad de Derecho. Aquel primer año conocí a la que aún es mi mejor amiga, Silvia; una chica muy inteligente y estudiosa que me animó a continuar con mi sueño cuando algunas asignaturas se ponían difíciles de aprobar. También mi paño de lágrimas en cuestiones amorosas. En efecto, las lágrimas siempre acompañaron las turbulentas y cortas relaciones que mantuve en la universidad.

Con mamá tenía confianza, pero no hasta el extremo de contarle el auténtico motivo de las sucesivas rupturas, que siempre tenían que ver con cuestiones de sexo. Por aquella época no tenía muy claro lo de las relaciones prematrimoniales. Educada en un colegio religioso, se me hacía cuesta arriba desprenderme de la moral que me habían inculcado. Mis novios me tachaban de mojigata y terminaban dejándome, y yo me refugiaba en Silvia; ella era de la opinión de que si no me aceptaban como era no me merecían. Hasta que llegó Gonzalo.

Después de terminar la carrera estuve haciendo prácticas en un bufete dedicado al Derecho Penal. Pensaba que ahí estaba mi futuro, pero me equivoqué. Aquello no era tal como lo había imaginado. Mis anhelos de Robin Hood fueron cercenados por la auténtica realidad de la relación abogado defensor y cliente: el interés en ganar a costa de todo y de todos, por encima de la verdad o, mejor dicho, a pesar de la verdad. El acusado es inocente mientras no se demuestre lo contrario y en ese «demuestre» era donde mi moralidad una vez más comenzaba a fallar. Un buen abogado defensor debe estar libre de prejuicios y yo no lo estaba. Quizá fuese fruto de mi inmadurez, de mis creencias o de mi excesiva conciencia; el caso es que no poseía los atributos más idóneos para ejercer de penalista. Y así, con un meditado y elocuente discurso, se lo comuniqué a mis padres.

Superada la frustración, salí en busca de trabajo y comencé a preparar mi boda con Gonzalo. Quería casarme por la Iglesia y vestida de blanco, como siempre había soñado. Recuerdo la cara de felicidad con la que mamá me contempló con el primer vestido de novia que me probé, y eso que me favorecía muy poco porque marcaba demasiado mis anchas caderas. Después de cinco trajes y más de dos horas en el probador, apareció el definitivo. Una mirada de complicidad y ambas estuvimos de acuerdo.

A la vuelta del viaje de novios me encontré con una oferta de trabajo para este bufete. Tenía la certeza de que papá estaba detrás de aquel ofrecimiento, pero nunca me lo dijo. Me animó a que lo cogiera y enfatizó que, si aguantaba, ahí estaría mi futuro. Llevaba razón.

No soporto estar peleada con papá, me duele en el alma. Es un cabezota y no está dispuesto a dar su brazo a torcer.

Una vez más, cojo el teléfono para llamarlo; en ese instante alguien llama a la puerta y la abre. Por la rendija asoma Javier.

—Buenos días, María. Uh… ¡Qué gordita! ¿Tanto tiempo hacía que no te veía?

—Hola, Javier. Esta niña crece por días —digo orgullosa.

—Me sonó extraña tu llamada, ¿qué necesitas?

Javier es investigador privado y trabaja para el bufete desde hace muchos años. Lo conocí cuando ambos participamos en un caso complicado, que tardó en resolverse; desde entonces nos hicimos buenos amigos. Alto, atlético, bien parecido y muy simpático; incansable viajero, ronda los cincuenta y aún sigue soltero, circunstancia por la que algunos envidiosos cuchichean a su espalda y lo tachan de raro y extravagante.

Abro el primer cajón de la derecha de mi mesa y extraigo el cuaderno con la postal.

—Javier, quiero que me prometas que esto quedará entre tú y yo.

—¿Ni siquiera tu marido lo sabe? —me interrumpe.

—Él sí está al tanto.

Respira aliviado.

—Me habías asustado. Cuando me llamaste pensé que sería por algún problema entre vosotros.

—No, nada de eso. Se trata de mi madre… —Un nudo en la garganta quiebra mi voz—. Cuando revisaba la bolsa que nos devolvieron con las pertenencias que llevaba encima al morir, encontré esta postal.

Quito el clip que la sujeta a la pasta del cuaderno y se la muestro. Le da la vuelta para leerla.

—Tranquila, María —me dice al notar como me tiembla la mano.

Se toma su tiempo y exclama:

—¡Vaya! ¡Qué marrón!

—La guardé y me la llevé de casa sin decir nada a nadie. Tampoco estaba la alianza, por lo que entendí que no la llevaba puesta.

—¿Y quién es Ricardo?

—Para eso te he llamado. Quiero contactar con él, pero no veo la manera. Lo único que tengo es eso —digo desolada, mientras señalo la tarjeta postal.

—¿Solo esto?

—Nada más. Un nombre, una fecha y una ciudad.

—¿Te figuras cuántos «Ricardos» habrá en Nueva York?

—Tú haz lo que puedas. Tengo previsto hablar con mi prima, que siempre ha vivido en Medina del Campo, de donde era mamá, y también con Dolores, la tata. He tomado la firme decisión de averiguar la verdad.

—¿Aunque lo que encuentres sea doloroso?

—No más que perderla, Javier.

—¿Tu padre conoce su existencia?

—¿De la postal? Que yo sepa, no. De ese hombre, no lo sé. Está cerrado en banda y no quiere hablar de mi madre por más que le pregunto. Andamos medio disgustados por ese motivo.

—La postal está fechada el día de los enamorados, ¿partimos de que mantenían una relación amorosa?

Javier es cuidadoso en sus palabras y en el tono que emplea, pero escuchar de sus labios «relación amorosa» me produce una gran turbación. Una cosa es que yo lo piense y otra, muy distinta, que él lo verbalice. Siento mucha vergüenza y noto cómo mis mejillas enrojecen. ¡Dios mío!, ¿qué estará pensando Javier de mi madre?

—No lo sé —respondo violenta—. Lo más fácil es pensar eso.

—Vamos, María. No pasa nada. No te tienes que sentir mal por lo que haya hecho tu madre, sus motivos tendría.

Parece mentira cómo determinados sucesos, cuando menos lo esperas, te cambian la vida y ponen tu tranquilo mundo al revés; como si te abrieran los sentidos a infinitud de detalles que antes nunca hubieras sido capaz de captar o de los que no te preocupabas al encontrarte inmersa en la rutina. La dinámica familiar es curiosa, cada miembro desempeña un papel que contribuye al bienestar del grupo. Papá trabajaba mucho para mantenernos, mamá estaba en casa para cuidarnos, mi hermano era el díscolo, y yo, la hija buena, el orgullo de mis padres. Bajo esa representación los días transitaban, sin necesidad de reflexionar sobre el qué o el cuándo y aún menos el por qué. Vives inmersa en una pompa de jabón hasta que por azar explota y entonces te das el porrazo de tu vida, tocas tierra de verdad. El ilusorio edificio familiar que has construido con los años, que te da cobijo, se viene abajo tras el terremoto emocional; todo queda expuesto, a la vista; descubres, en verdad, cómo son y cómo eres.

—No es por eso, es que me cuesta aceptarlo. He repasado al detalle su vida, en lo que yo la conocía, y no hay nada que lo sustente; aunque es evidente que alguien la esperaba y ella, desde luego, iba a su encuentro. De eso no tengo duda; lo que me lleva a considerar lo poco que la conocía.

—Todos tenemos secretos —dice él riendo.

—Antes me hubiera reído y te habría respondido que todos no. Ahora tengo que darte la razón.

—¿También los tienes? Nunca lo habría imaginado de ti.

—No me líes. No me refería a mí.

Reímos y por un instante siento alivio. Demasiada carga la que me he echado encima.

—Bueno, volvamos al caso ahora que estás más relajada. Quizá estés en lo cierto. Estas pocas palabras que Ricardo escribe traslucen una llamada impaciente; por otro lado, me extraña que tu madre dejara pasar tanto tiempo para dar respuesta. Empezaré investigando las circunstancias de su marcha, pero quiero que sepas que no lo tenemos fácil, María.

—Javier, es muy duro que tu madre muera joven de forma repentina, aún más que lo haga durante un viaje que no sabías que había emprendido, pero que además guarde un secreto de este calibre… Eres el mejor. Si es posible, tú lo conseguirás.

—Intentaré no defraudarte. Me marcho, tengo trabajo. Escríbeme lo más relevante que sepas y recuerdes de tu madre. Me lo envías por e-mail. ¿De acuerdo? Y cuida a esa niña.

Javier se aleja y los fantasmas regresan, en forma de preguntas sin respuesta, que me envuelven en un mar de dudas en el que estoy a punto de sucumbir. Tengo que continuar, me digo. Ahora formo parte de ese secreto.

Desde que mamá murió he rehuido la desagradable tarea de empaquetar sus cosas. Tras hablar con Javier, decido que ya ha llegado el momento y de paso puedo hablar con Dolores, a la que no he visto desde el fatídico suceso. En las pocas veces que yo he vuelto a casa de mis padres, ella no se encontraba allí.

Nadie responde a mi llamada, por suerte aún conservo las llaves. Rebusco en mi bolso y entro sin problema. Por la hora que es, seguramente Dolores habrá salido a comprar el pan. Sin detenerme en el salón recorro el pasillo hasta el dormitorio. Al lado de la calzadora aún está la maleta, sin deshacer, en la que mi madre metió lo imprescindible para su marcha. Abro el armario y una tempestad de sensaciones me anega el ánimo: el tacto de su mano en mi frente calenturienta, su cálido abrazo con olor a agua de rosas, su dulce voz animándome en momentos de flaqueza, su mirada vidriosa cuando se enfadaba…

Ella sigue dentro de mí, y dentro de ese armario que conserva su ropa ordenada por prendas y colores. Mamá sentía devoción por el orden. Cada cosa tenía su sitio y aquello era inamovible. Sufría mucho con nosotros; mi hermano y yo éramos muy desordenados. Una lucha continua en la que nunca ganó. Al final nos dejó por imposibles y renunció a entrar en nuestros dormitorios.

Mamá siempre había sido muy tradicional vistiendo. Recuerdo que cuando salíamos de compras siempre discutíamos; me quería vestir a su estilo y yo no consentía. Los pantalones vaqueros eran mi uniforme desde que dejé atrás el de colegiala; en todas las épocas del año y todos los días, rara vez usaba falda o vestido. «Una señorita no puede ir siempre en vaqueros», me decía, y yo me reía de que fuera tan clásica, sobre todo cuando la comparaba con las madres de mis amigas. Durante un tiempo le di la tabarra, hasta que me conciencié de que no podía cambiarla. Ella era así.

Descuelgo las perchas, las dejo sobre la cama de matrimonio y una tenue fragancia de su perfume llega hasta mí. Me acerco una de sus camisas de seda hasta la nariz, aún huele a ella. Siento una gran congoja y tibias lágrimas comienzan a resbalar por mis mejillas acaloradas.

Separo las camisas y las camisetas de los pantalones, de los vestidos y de las faldas, y doblo todo con sumo cuidado, como ella hizo tantas veces con la ropa que yo dejaba tirada sobre mi cama. Cuando ya he formado una pequeña torre, la guardo en una caja de cartón. No sé qué hacer con toda esa ropa. Mamá era menuda, todo lo contrario que yo, que salí a mi padre. Quizá Dolores pueda aprovechar algo.

Abro la puerta donde guardaba la ropa de abrigo y saco todas las prendas, incluso el precioso abrigo de visón que le regaló mi padre cuando cumplieron sus bodas de plata y que no le vi puesto nada más que una vez.

A pesar del calor, me apetece sentir su tacto suave y me lo pruebo. Me miro en el espejo de pie y veo que me queda bien, más corto que a mi madre, a la que casi le llegaba a los pies. Suelto una risotada. Ahora mismo estoy hecha un fantoche… Mis pantalones pesqueros, las sandalias planas y la pegada camiseta que abulta sobremanera mi incipiente barriga no hacen buenas migas con el elegante abrigo. Con las manos metidas en los bolsillos me giro a la derecha y a la izquierda luciendo tipo, como si fuera una modelo. Mis dedos rozan un trozo de papel arrugado en el interior del bolsillo izquierdo. Me apresuro a abrirlo y compruebo que está escrito con la misma letra impecable de la tarjeta postal.

—¡Oh, Santa Virgen de San Lorenzo! ¡Si es mi niña la que está aquí! —exclama Dolores, que entra en ese preciso instante en el dormitorio, mientras yo me guardo la carta de nuevo en el bolsillo, pero esta vez de mi pantalón—. Eres una descastada.

—No, Dolores, no digas eso. He venido varias veces, pero ya te habías marchado —digo quitándome el abrigo.

—Mi niña, sé que todo esto ha sido muy doloroso para ti. Yo también lo paso mal cada día en esta casa sin ella. Bueno, pero no hablemos de tristezas. ¡Qué guapa que estás! Lo bien que te sienta el embarazo. ¡Si te pudiera ver tu pobre mamá! —dice arrastrando las sílabas mientras sus pequeños ojos se llenan de lágrimas.

—¡Dolores! No te pongas así, que tenemos faena por delante. Necesito que me ayudes. Quiero terminar antes de que vuelva papá, no me gustaría que me encontrara con la ropa de mamá por en medio de la habitación. No sé si sabes que nos enfadamos el otro día.

—Algo me contó, pero no entró en detalles. Y no te inquietes, tu padre avisó esta mañana de que no vendría a comer. Vengo de la tienda de Genaro, de comprar algo de embutido para la cena, y me he traído un poco de bacalao desalado, ¿quieres que te prepare unas patatas con bacalao?

—Sí. Hace mucho que no las como. Voy a telefonear a Gonzalo, ya sabes que adora cómo las preparas.

Gonzalo no responde, dejo un mensaje en el contestador de su móvil. El trozo de papel me arde en el bolsillo. No puedo esperar a conocer su contenido, pero Dolores no me deja a solas.

La miro mientras habla sin cesar y la pena me abruma. Ha envejecido en los últimos meses. Su fino rostro se ha surcado de arrugas, tiene los ojos hundidos y el dolor de espalda debe de haber empeorado, porque con frecuencia echa mano al costado y su gesto se retuerce en una mueca característica. Dolores ha sentido la muerte de mamá tanto como nosotros.

Aprovecho este momento para disculparme por no haberla atendido durante estos meses. Encerrada en mi egoísmo, la había dejado sola sin pensar que mi madre era como una hija para ella. Fundidas en un abrazo, en silencio, nos consolamos de nuestra pérdida.

—Venga, vamos a la cocina, que hay mucho que hacer. Tu marido llegará pronto y hemos de tener lista la comida —dice mientras se seca los ojos.

—No hay prisa, Dolores. Si tiene que esperar, no pasa nada.

—¿Cómo que no pasa? La comida debe estar a su hora, esa es mi obligación.

Me dan ganas de decirle que se relaje; mamá ya no está aquí, nadie la obliga a mantener la rígida rutina horaria que siempre había presidido nuestro hogar; pero no serviría de nada, a fuerza de acatar, las costumbres se incrustan en la piel como escamas de las que no te puedes desprender. Incluso yo en algún momento me he visto repitiendo a Gonzalo que se almorzaba a las tres y se cenaba a las diez.

Me siento en la silla de la cocina y la observo deambular del frigorífico a los fogones durante un rato. Va a la despensa y saca unas patatas.

—No te quedes ahí sentada y ve pelando las patatas mientras yo pico los ajos y el pimiento.

—A sus órdenes, mi generala —digo riendo.

—Mira que eres guasona. Si supieras lo que te echamos de menos tu mamá y yo cuando te casaste. Eras la alegría de esta casa.

Dolores comienza a relatarme anécdotas de mi infancia que ya ni recordaba, y otros sucesos acontecidos en nuestra familia; es el momento oportuno para indagar sobre mi madre. Cuantos más datos le dé a Javier, más oportunidades tendrá de dar con el paradero de Ricardo.

—¿Desde cuándo trabajas en esta casa, Dolores?

—¡Santos del cielo y Virgen bendita! No recuerdo el año, solo sé que tu mamá estaba preñada de Tomasito. A tu padre lo acababan de trasladar a Tordesillas. Yo había perdido a mi marido y necesitaba dinero. Felipe, que en paz descanse, era buena persona, pero tenía muchos vicios, hija. La muerte le sorprendió muy joven y con muchas deudas. Apenas teníamos para mantenernos, mi hijo y yo, con lo que sacaba recogiendo en el mercado los despojos de las carnicerías, que luego vendía por una miseria a un criador de perros de caza. Hasta mis oídos llegó que el director del banco buscaba a una mujer del pueblo, trabajadora y de confianza, para ayudar en las tareas de la casa; tu madre debía guardar reposo, necesitaba ayuda, y yo me ofrecí.

—¿Reposo?

—Sí. El médico le mandó reposo. Había tardado mucho en quedarse embarazada, y tenía miedo de que lo perdiera. Una mañana me acerqué al banco y hablé con tu padre, enseguida llegamos a un acuerdo. Aún recuerdo la cara de tu madre cuando me abrió la puerta. Parecía una niña con una barriga tremenda y tenía unas ojeras que daban susto. Ya sabes lo que me gusta hablar y además aquel día andaba nerviosa con lo del trabajo nuevo, así que nada más verla le dije casi sin respirar: «tendrás un varón». Yo entiendo de eso, ¿sabes?, en mi casa hay herencia de parteras y siempre hemos tenido muy buen ojo para adivinar. Los ojos de tu madre se iluminaron. «¿Estás segura?», me preguntó. «Completamente», respondí. ¡Se la veía tan desamparada!

—¿Por qué se puso tan alegre cuando le dijiste que era un niño?

—Tu padre llevaba muy mal que no se preñara. La vieron los mejores médicos y todos decían lo mismo: era muy joven, su cuerpo aún no había madurado… La pobre hizo novenas a todos los santos, incluida santa Rita, ya sabes, la patrona de los imposibles. Me confesó que incluso había consultado con una curandera de uno de los pueblos en los que vivieron, que le hizo beber pociones de hierbas amargas, llevar prendas de determinados colores en días impares y tumbarse en determinadas posturas después de ya sabes… Un suplicio para ella.

—Mi padre, tan fino como siempre…

Dolores se extraña de mi comentario y me mira con cara de no entender nada.

—Las cosas en los pueblos no son como en la ciudad. Aún hay muchas tonterías con eso de los apellidos, la herencia…, y ten en cuenta que él era el hijo mayor y heredero de la hacienda de tu abuelo, una de las mayores de la comarca. Por eso, necesitaba que fuera un varón, para que el apellido no se perdiera. De ahí que tu madre se volviera loca de alegría cuando le aseguré que sería un machote. Y no me equivoqué. Lo que no podíamos sospechar era que el machote nos daría tanto trabajo.

—Mi hermano no es mala persona, Dolores.

—Ya lo sé, aunque a tu madre casi la mata a disgustos. ¡Con lo bien que ella se portó con él! ¡La de veces que lo defendió de tu padre! No aceptaba tener ese hijo que se parecía tan poco a él.

—Siempre ha sido muy intransigente con mi hermano.

—Cuando nació Tomasito, tu madre era la mujer más feliz del mundo. Tu padre la colmaba de atenciones que antes le había negado. Estaba muy orgulloso de que su mujer hubiera parido lo que él quería, y así nos lo decía a todos.

Aquellas palabras me hacen recordar el desencuentro que tuve con papá, y sin pensarlo le pregunto:

—Dolores, ¿alguna vez mi padre la maltrató?

—¡Qué va, mi niña! Yo nunca vi nada de eso que ahora sale tanto en la televisión.

—¿A qué te refieres?

—Raro es el día que no aparece en las noticias que una mujer ha muerto a manos de su esposo, de su exesposo, de su amante o de lo que sea —dice mientras remueve con destreza la cazuela donde hierven las patatas a la vez que la cocina se impregna de un apetitoso olor a laurel—. Tu padre nunca le puso una mano encima. Ordeno y mando, sí. Tu padre era muy exigente. Eran otros tiempos.

—Nunca oí a mamá lamentarse de la vida que llevaba…

—Tu madre se lo quedaba todo para ella; aunque sus grandes ojeras lo decían todo, esas no mentían nunca. De todas formas, tu padre se suavizó mucho cuando tú naciste y lo destinaron a la capital. Él no es malo, solo le gusta que todo se haga como se le antoja. Ten en cuenta que tu padre se crio en un pueblo donde la tradición obligaba a que las mujeres siempre estuvieran dispuestas a servir a los hombres. Supongo que cuando aceptó casarse con tu mamá, pensaba que compraba una sirvienta más.

—¿Amañaron su casamiento? —pregunto pasmada.

—Amañar, amañar… no, pero según la Jimena, la de las mantequerías de la calle Mayor, que es del pueblo de tus padres, todos sabían que se habían puesto de acuerdo. Por aquellos años, eso de los apaños matrimoniales ya no se estilaba; sin embargo, el señorito Tomás, como llamaban a tu padre, andaba derrochando a diestro y siniestro. Era un gallito de pelea, rodeado de un montón de gallinas dispuestas a conseguirlo, y de paso todo el patrimonio que tu abuelo dejaría en herencia. Pasaban los años y no se decidía a casarse. Cuentan que tuvo muchas novias y con ninguna cuajó. Su padre quiso atarlo corto y buscó entre las casaderas una que conviniera a sus intereses, y le obligó a casarse bajo amenaza de desheredarlo. Tu madre era muy joven, pero tu abuelo vio una excelente oportunidad que no podía desaprovechar. De esa manera se reunían las dos fortunas más grandes del pueblo.

—Seguro que mamá no estaba enamorada de papá —susurro poniendo palabras a mis pensamientos.

Repaso mentalmente lo que debió de ser para mi madre encontrarse casi sin darse cuenta viviendo una vida de adulta con un hombre diez años mayor que ella. Ahora entiendo a qué se refería papá cuando dijo que le dejó bien claro sus obligaciones.

—Dime la verdad, Dolores, ¿discutían mucho? —pregunto cogiendo sus manos.

—Tu padre no da opción. Ya sabes cómo es. Lo que dice se hace, aunque recuerdo una vez que ella se enfrentó a él.

—¿Cuándo?

—El mismo día del nacimiento de Tomasito. Tu madre tuvo un parto bueno, pero muy largo. Estaba exhausta. Tenía a tu hermano en brazos y tu padre se lo quitó para enseñarlo a la familia. Ella se puso muy triste, como si le hubieran quitado una parte de su propio cuerpo. Aún recuerdo su llanto desconsolado. Cuando al cabo de un buen rato se lo devolvió, porque el jodido niño berreaba como un marrano, para que se lo pusiera a la teta, ella insinuó que quería que el niño recibiera en el bautismo, de segundo nombre, el de Ricardo.

—¿Ricardo? —interrumpo.

—Sí, hija. Ricardo.

—Y papá no quiso, claro.

—Pues no. Quería que se llamara solo Tomás, como su padre, su abuelo, su bisabuelo…, otra tradición.

—¿Solo por eso?

—Eso es lo que gritaba cuando tu madre insistía.

—Qué extraño, en nuestra familia no conozco a nadie que se llame así —digo para tirarle de la lengua.

—Y yo qué sé, niña. Se le antojaría a tu madre o sería el santo del día. Bueno, a lo que iba. No me entretengas, que mi memoria no es lo que era y se me va el hilo. El caso es que tu padre dijo que el niño se llamaría solo Tomás, como todos en su familia. El niño seguía berreando; tu padre gritaba barbaridades, que es mejor no repetir. Cómo sería la perra que pilló tu madre con aquello del nombre, que la leche no le subió por el disgusto —afirma convencida.

Mi mente deambula perdida sin querer dar crédito a lo que escucha. «Ricardo, Ricardo, Ricardo…», repito para mis adentros. No puede ser casualidad. Acabo de descubrir que se conocían antes de que naciera mi hermano; de otro modo, ¿a qué venía empeñarse en ese nombre hasta el punto de querer imponerse a papá? ¿Cómo esperaba que papá consintiera? Por lo que se ve, a mi padre ese nombre no le sugería nada, o lo disimulaba muy bien.

¿Para qué, mamá, querías que se llamara Ricardo?, ¿para fantasear con que era hijo de otro padre…?

No entiendo nada.