II

Entramos en la sala de exploración, la enfermera me ayuda a tumbarme en la camilla y me tapa con una sabanita verde. Miro el reloj y luego al techo blanco, concentrada en mis pensamientos; el corazón me golpea tan fuerte contra el pecho que temo que mi marido lo perciba. Intento desechar los recuerdos, pero no puedo. Rememoro la voz del doctor cuando pronunció la fatídica frase: «No hay latido fetal». Aquellas malditas palabras con las que se inició un doloroso peregrinar que culminó con el aborto de mi hijo —porque era un niño lo que habíamos concebido—, al que perdimos por culpa del azar, porque no había ningún problema médico conocido que lo justificara. Gonzalo intuye lo que me atormenta y me coge la mano apretando con fuerza. Lo miro y me reconforta con una de sus sonrisas especiales.

En ese preciso instante el médico entra disculpándose por su tardanza. Extiende el frío gel sobre mi barriga, me presiona con el artilugio y con destreza recorre mi vientre hacia arriba, hacia abajo y en círculos. Transcurren unos segundos, para mí horas, hasta que lo encuentra.

—¡Mira! Aquí está este diablejo —dice aliviado—. Parece que no le apetecía que lo viéramos.

Contemplo la pantalla siguiendo sus órdenes. Quiero adivinar las formas de mi hijo, pero mis ojos nublados me lo impiden; me pierdo en las explicaciones, al contrario que Gonzalo, que observa ensimismado las imágenes y atiende solícito a cuantas aclaraciones va haciendo el doctor. De pronto, de mi garganta reseca sale un hilo de voz que pregunta:

—¿Va todo bien?

—Claro, María —dice posando su mano grande y cálida sobre mi brazo—. Perfectamente, ¿no oyes lo fuerte que late su corazón? Además, todas las medidas que he realizado están acordes con las dieciocho semanas de gestación. Y… —prosigue, insistiendo en círculos alrededor de mi ombligo, mientras yo dejo de respirar durante unos momentos— si no me equivoco, no estamos ante un diablejo, sino ante una diableja.

—¡María, una niña! —exclama mi marido—. Lo que tú querías.

No sé qué responder. Se acerca y me besa agradecido; como si yo sola hubiera engendrado este deseado ser; como si tuviera el poder para que este embarazo llegue a término como es debido y no se vayan a pique nuestras esperanzas e ilusiones. ¡Ojalá tuviera ese don! Sin embargo, no está en mis manos, es el destino el que nos señala el camino por el que debemos transitar; unas veces con tristeza y desesperación, y otras con esperanza y alegría, igual que ahora.

No creo que haya un hombre mejor en el mundo. Precisamente el caprichoso destino nos llevó el mismo día, a la misma hora, al mismo lugar: una videoteca, y a escoger la misma película: El diario de Noah.

Era una desapacible noche de principios de diciembre, regresaba de casa de una compañera. Habíamos estado toda la tarde preparando el examen para el día siguiente; uno de los últimos de la carrera. Al ver que la videoteca aún estaba abierta, pensé que lo mejor para relajarme era una película, y por supuesto que fuera romántica. Así podría alcanzar en la ficción, junto a los protagonistas, el auténtico y verdadero amor, pues en la vida real se me resistía. Hasta ese momento todas mis relaciones con hombres habían sido un desastre. Por unos u otros motivos, y por más empeño que yo ponía, ninguna duraba más de un mes. En cuanto a la película, no tenía ninguna duda. Me dirigí a la zona del fondo y busqué en la estantería. Las películas estaban dispuestas por orden alfabético. Entretenida en encontrar dónde se situaba la E, no reparé en quién tenía a mi lado, y fue al alargar el brazo para cogerla cuando nuestras manos se tocaron sobre la caja que la contenía.

Superados los instantes de perplejidad, Gonzalo se disculpó con esos buenos modales que lo caracterizan; yo sentí un hormigueo en las piernas al mirarlo y advertir en su rostro una atractiva y cálida sonrisa, de la que me enamoré. Sus ojos, de color oscuro, brillaban bajo una cortina de pestañas. ¡Nunca había conocido a un chico con unas pestañas tan largas y espesas! La nariz, un poco grande, prestaba a su cara un aspecto de seriedad que nada tenía que ver con su manera de ser. Gonzalo era un superviviente nato. Afrontaba las situaciones con optimismo y era capaz de contagiarlo a todos los que lo rodeaban.

Nos presentamos entre risitas nerviosas y comentamos por qué nos gustaba aquella película. En su interés sobre los aspectos técnicos de la cinta, los buenos actores y la excelente música, latía el corazón de un romántico empedernido, como pude comprobar con el paso del tiempo.

Me invitó a su casa para verla juntos, y acepté. De eso hace ya cuatro años y nunca nos hemos separado. Me retrasé charlando con él después de la proyección y cuando llegué a casa, totalmente empapada tras desatarse una terrible tormenta, el reloj marcaba la una de la madrugada.

Mi madre, como era habitual, me esperaba en el salón. En aquella ocasión se entretenía punteando con gran primor un cuadro de hermosas flores en petit point. Su cara revelaba el cansancio acumulado tras el largo día, reflejado sobre todo en sus profundas ojeras. Levantó los ojos de la labor y, nada más verme, supo que algo extraordinario me había sucedido.

«Tus ojos brillan de manera especial, quítate esa ropa mojada, ponte el pijama, sécate un poco el pelo y vuelve para contarme lo que te ha ocurrido», me dijo.

Al regresar al salón, me indicó con un gesto que me sentara a su lado en el sofá. Me acurrucó entre sus brazos y yo parloteaba sin cesar mientras ella asentía en silencio. Tras un buen rato, sin dejar de acariciar mi pelo húmedo, sentenció con cierta melancolía: «La providencia lo ha puesto en tu camino. Es tu alma gemela, no te separes de él por nada del mundo». Yo la interrumpí con mi impaciencia y le pregunté: «¿Eso existe?» Y ella, sin dudarlo, respondió que sí. «Nunca lo hubiera esperado de ti; acabo de constatar que mi madre también es una romántica», le dije ante su tajante afirmación. Se echó a reír y me besó; cuando me acompañaba hasta mi dormitorio me confesó: «si supieras cuántas cosas ignoras de mí», a lo que no di ninguna importancia en aquel momento irrepetible en el que me hallaba flotando en una nube de esperanza.

Cuando intentaba coger el sueño, recuerdo que una idea fugaz atravesó mi mente: lo afortunado que era mi padre por tener a mamá a su lado.

¡Dios mío, qué desacertada podía estar! ¿Y si ella pensaba en ese tal Ricardo al referirse a las «almas gemelas»?

—La llamaremos Elena, como mamá —sugiero mirando a Gonzalo, que se muestra de acuerdo con una leve inclinación de cabeza.

—Todo está muy bien, María. Te espero el mes que viene —dice el ginecólogo mientras la enfermera limpia de mi barriga el untuoso gel.

A mi madre le habría hecho muy feliz que su primera nieta se llamara como ella. ¡Qué cara puso el día que le dije que, de nuevo, esperaba un hijo! Sus ojos irradiaban felicidad. ¡Le ilusionaba tanto ser abuela! «Esta vez saldrá bien, hija, ya lo verás, lo presiento», me repetía a la vez que me aconsejaba que dejara un poco de lado mi ajetreado trabajo para dedicarme a cuidar a la criatura que crecía en mi vientre.

En mi anterior embarazo, el que se malogró, Gonzalo y yo decidimos llamarla como la abuela si era una niña. Mi marido sentía especial predilección por mi madre. Ellos sí que parecían «almas gemelas».

Gonzalo perdió a su madre recién cumplidos los ocho años. Una larga y terrible enfermedad la tuvo postrada en cama prácticamente desde el nacimiento de su hijo. El padre, joven y sin saber desenvolverse con el niño, volvió a casarse, con la mala fortuna de que la mujer que escogió se pasó su vida preocupada por tener unos hijos que no llegaron, y sin hacerle el menor caso al hijo de su marido. Gonzalo creció sin una figura femenina que lo cuidara, con la que sentirse protegido, que le mostrara algo del cariño que tanto necesitaba. Mamá se convirtió en esa representación, lo acogió como a uno más de sus hijos y él se lo agradeció convirtiéndose en un devoto admirador de todo cuanto ella hacía y decía; hasta el punto de que llegué a sentirme celosa de la magnífica relación que existía entre ambos.

—¿Estás contenta?

—Claro, cariño. Esta criatura es fuerte —auguro mientras acaricio mi vientre.

—Será como su madre y su abuela.

—Espero que no tan complicada…

—¿Qué te pasa?

—No me acostumbro. La echo mucho de menos, Gonzalo.

—Lo sé, yo también. Nada es igual sin ella.

Al llegar a casa telefoneo a mi padre. Ilusionada, le comunico que tendrá una nieta y que hemos decidido llamarla Elena, como mamá. Seco y cortante, me responde que la niña debería llamarse como yo: María. No entiendo el porqué de la parrafada que me suelta a continuación sobre la inconveniencia de ese nombre y aún menos su aparente enfado.

Tras colgar, vago por la cocina sin rumbo fijo, lo que significa que no me concentro en preparar el almuerzo. Cojo una cacerola y al instante la pongo en su sitio porque no recuerdo para qué la voy a utilizar. Mi mente deambula por otro mundo y no precisamente el culinario, enredándose en pensamientos reverberantes que no encuentran salida y que sin duda influyen en mi humor. En días y hasta en horas, paso de ser la mujer más feliz del mundo a la más desgraciada, de la alegría a la honda tristeza y, entre una y otra, me esfuerzo por desvelar todos los interrogantes sobre mi madre que siguen sin respuesta.

El desconsuelo en que me dejó la muerte de mi madre halló una vía de escape en el deseo de indagar sobre quién era Ricardo y qué había representado en su vida. En ello estaba cuando, no sé de qué manera, ni en qué preciso instante, aquel anhelo pasó a un segundo plano y en su lugar una intensa rabia hacia ella oscureció por completo mi mente.

Me parecía inaceptable que se hubiera marchado sin decirle nada a nadie y menos, por supuesto, el motivo de su huida. No podía concebir que hubiera preferido a ese hombre antes que a nosotros. La rabia se transformó en agresividad, maldecía incluso el hecho de ser su hija. El rencor se extendió a todo cuanto tenía que ver con ella. Me cuestionaba de manera obsesiva si me había querido, si tenía pensado regresar de Nueva York, si de verdad le ilusionaba ser abuela…; en definitiva, me sentía dolida y estafada por la persona que me había traído a este ingrato mundo. Nunca le perdonaría el daño que nos había ocasionado.

En esos momentos deseché la idea de investigar qué le había llevado a coger aquel avión, no me interesaba. Guardé el cuaderno con la postal en un cajón. Y cuando me asaltaba alguna duda, la resolvía con racionalizaciones en las que anteponía su inadecuado comportamiento a cualquier explicación que pudiera disculparla.

Una mañana, al despertar me vino a la memoria la última vez que habíamos hablado, un día antes de que subiera a ese avión. Después de un tiempo sin vernos, recibí su llamada en el trabajo. Me extrañó porque no solía hacerlo. Quería saber cómo me encontraba y si todo iba bien. Le respondí y se hizo un silencio. Después, escuché su dulce voz diciendo que me quería, que no lo olvidara nunca. Yo, inmersa en la pila de papeles que amenazaban con desbordar mi mesa, respondí de forma automática: «también yo a ti, mamá…», como si fuera un ritual, y colgué.

Aquel inesperado recuerdo me abrió los ojos. Mamá se estaba despidiendo y yo no la había escuchado. Aquella certeza fue el origen de un intenso sentimiento de culpa que me mortificaba sin piedad. No me porté bien, no fui una buena hija, ¿y si actuaciones como aquella motivaron que se fuera? Me reprochaba la torpeza que ya nunca podría ser reparada y me encerré en infructuosos y ambivalentes argumentos con los que intentaba silenciar a ese Pepito Grillo que martilleaba mi conciencia.

Cuando el doctor me dijo que tendría una hija, inexplicablemente sentí una gran paz. Esa niña era el eslabón de sangre que nos encadenaba; una nueva generación de mujeres de la familia. Esa niña siempre sabría quién era su madre y yo tenía el deber de transmitirle quién había sido su abuela desde el amor que siempre me procuró; y no desde el odio, fruto de la frustración, ni desde el desconsuelo nacido de mi sentimiento de culpa.

En aquellos instantes me reconcilié con mi madre; la perdoné y me perdoné.

A las nueve en punto suena el timbre. Tras la puerta, papá espera con una botella de vino tinto y una de agua Voss, mi preferida. Le doy un beso sonoro como a él le gusta y le agradezco que por fin haya aceptado mi invitación para cenar. Vamos a la cocina, donde mi marido termina de preparar una ensalada.

—Te he preparado pescado al horno, como mamá lo hacía.

—Estupendo. Por la noche es más digestivo que la carne. Aunque donde se ponga un buen chuletón, ¿verdad, Gonzalo?

—Y que lo digas.

—Por lo que veo, una cena muy sana; ensalada y pescado —dice riendo.

Cuando papá ríe se le forman dos hoyuelos en las mejillas que dan a su rostro un aspecto aniñado, y que ninguno de sus hijos hemos heredado. A pesar de su edad se mantiene muy en forma, monta en bicicleta los fines de semana y va al gimnasio. Está delgado y, con lo alto que es, aún lo parece más. Por su trabajo siempre viste con traje y corbata. Suele bromear sobre eso diciendo que es su segunda piel. Esta noche también lo lleva, un precioso traje de hilo color azul azafata que le sienta como un guante, combinado con una corbata de topitos en tonos celestes.

—¿Sabes, papá?, me encantaría que Elenita heredara tus hoyuelos.

—¿Y eso?

—Son geniales. Estoy deseando que rías para verlos —le digo mientras me alzo para darle otro beso.

—Mi niña convertida en mamá —dice mientras me abraza.

—Bueno, familia, vamos a dejarnos de carantoñas, que el pescado se va a resecar en el horno —dice Gonzalo.

—Tú lo que estás es celoso. Ven aquí, que para ti también tengo.

Le rodeo la cintura con los brazos y lo beso. Estoy feliz, no tengo a mamá, pero sí a los dos hombres de mi vida.

La cena transcurre con altibajos. A Gonzalo se le ocurre sacar el tema de las preferentes. Papá defiende a la banca de las tropelías de las que se le acusa, sin conseguirlo. Igual me sucede a mí cuando intento cambiar de conversación, que no puedo. Es lógico que quiera defender su trabajo, y por más que Gonzalo y yo intentamos hacerle ver que se debe poner en el lugar de los afectados, no da su brazo a torcer. Gonzalo y yo retiramos con calma los platos de la cena. Mientras pongo agua a hervir, para tomar unas infusiones con la tarta de manzana, pienso que sería bueno aprovechar la sobremesa para sonsacarle algo sobre mamá que me ayude en las indagaciones.

Le sirvo un gran trozo y con total espontaneidad le pregunto si quería a mamá.

—No sé qué te pasa últimamente, pero haces unas preguntas muy extrañas, hija mía. Debe de ser cosa del embarazo —dice entre risas.

—No tiene nada de extraño que quiera saberlo, papá. Contéstame, por favor.

Gonzalo se revuelve inquieto en la silla presintiendo que la conversación no va a ser tan relajada como pensaba.

—¡Pues claro que la quería! —exclama elevando el tono de voz.

—¿Os llevabais bien? —insisto.

—Por supuesto.

—Pues no lo entiendo.

—¿El qué no entiendes? —pregunta con desgana.

—Que mamá se fuera a Nueva York sin ti.

—Ya lo hemos hablado, María. Tu madre estaba muy rara desde hacía tiempo. Seguro que era por la menopausia —dice despectivo.

—Eso es absurdo. Ella nunca me contó nada sobre que se sintiera mal por eso. ¿Os habíais peleado?

Gonzalo deja caer su mano sobre mi brazo; quiere que me calme, pero no puedo. Debo de estar rozando un terreno peligroso, porque papá se ha puesto a la defensiva, lo noto en sus ojos desafiantes. Algo chirría en sus respuestas que me obliga a ser incisiva, a buscar de una vez la causa de un hecho que no alcanzo a comprender, a descubrir si él sabe más de lo que cuenta. Mi irritación crece en proporción a sus respuestas absurdas y evasivas. Yo sé por qué ella lo abandonaba y tengo la impresión de que él también.

—No. Tu madre y yo nunca discutíamos. Y vamos a dejarlo ya, María.

—Pues Gonzalo y yo reñimos a veces. ¿Verdad que sí? —digo mirándole y esperando un asentimiento que no me presta.

—Tu madre sabía muy bien quién mandaba en casa y lo respetaba —dice, autoritario—. Le enseñé a comportarse en los primeros días de nuestro matrimonio; era joven y simple, pero aprendió. De eso no puedo quejarme.

Sus palabras pitan en mi cabeza como una estridente alarma: «sabía muy bien quién mandaba», «le enseñé a comportarse». Cómo se atreve…, mamá para él no fue una esposa, una compañera, sino más bien una esclava a las órdenes de un tirano. ¡Dios mío, cuántas sorpresas nos depara la vida! Con veintiocho años acabo de descubrir una faceta de mi padre que desconocía: es un machista. Noto que algo se rompe en mi interior, porque yo lo adoro. Nunca lo habría sospechado de quien me inculcó que debía reivindicar mi lugar en este mundo como mujer y como profesional. En ciertas ocasiones mi hermano y yo le recriminamos la actitud algo despótica con la que se dirigía a mamá, que yo justificaba por la educación recibida en un medio social donde lo habitual era que los hombres fueran servidos por mujeres, pero ¿hasta estos extremos?

Mamá no había cumplido aún los veinte años cuando se casó. Mi padre le llevaba casi diez años. Él trabajaba en un banco y sus ascensos le obligaron a trasladarse de un sitio a otro, hasta que consiguieron establecerse en Valladolid. Alguna vez mamá me confesó que no fueron buenos años. Joven y tímida, no terminaba de acostumbrarse a estar en un pueblo cuando tenía que desmontar la casa y reubicarse en otro lugar desconocido, sin familia a la que acudir ni amistades con las que poder compartir sus miedos e inseguridades, y con mi padre siempre fuera del hogar. Imagino que se encontraría muy sola. Mi hermano nació cuando ella tenía veinticinco años y yo llegué dos años más tarde. Rara vez no estuvo en casa para recibirnos del colegio, siempre a nuestro lado cuando caíamos enfermos, en las celebraciones escolares, en los partidos de fútbol de mi hermano… Vivió para nosotros.

—¡Papá! —exclamo alzando la voz—. No te consiento que hables así de ella. Comprendo que te sientas decepcionado porque te abandonara, pero… me duele descubrir que eres un machista de mierda —digo entre sollozos.

—¡«Un machista de mierda»! ¿Qué te has creído?

Gonzalo se levanta de la mesa y, tajante, nos dice que es el momento oportuno para concluir la conversación.

¡Cómo odio a papá! Y pensar que, desde que supe la verdad del motivo por el que mamá se había marchado, sentía lástima de él. Ahora la comprendo y no me extraña que esa actitud influyera en la decisión que tomó.

—Y para que lo sepas: tu madre no me abandonó. No seas estúpida. Era solo una forma de llamar mi atención. Elena no tenía donde caerse muerta. Antes o después hubiera regresado.

—¡Vale, se terminó! —grita Gonzalo, al darse cuenta de que mi padre me está echando un pulso—. No estoy dispuesto a que os sigáis haciendo daño. Tomás, por favor, márchate; y tú, María, tranquilízate, ya sabes que no es bueno para la niña.

Me asusta Gonzalo, nunca le he oído gritar de esa manera. Mi padre me mira con el rostro desencajado, se levanta con brusquedad y se marcha del salón. En la puerta se vuelve hacia mí, mantiene el porte rígido que le caracteriza y me dice:

—Te perdono porque entiendo que tu comportamiento de esta noche es producto de la alteración emocional en la que te encuentras por el embarazo, pero debes saber que no pienso aguantar que me trates nunca más como lo has hecho hoy.

Sus palabras no suenan a perdón, sino a amenaza, y entonces me pongo en el lugar de mamá, en la de veces que habría sido la víctima de semejante tono.

El portazo retumba en la sala. Me desplomo en el sofá, exhausta y decepcionada; Gonzalo está muy enfadado.

—¡Me gustaría que no vuelvas a hacerme una encerrona como esta! La próxima vez que quieras sonsacar algo a tu padre, vas a su casa o te citas en una cafetería. Para mí no ha sido agradable estar presente en esta absurda conversación familiar.

—¿Absurda? ¿No te has dado cuenta de lo machista que es? ¡Dios!, si ha llegado a decir que le puso las cosas claras nada más casarse y que no tenía donde caerse muerta. ¿Qué se habrá creído?

—¿Y tú? Sin darte cuenta te has transformado en una inquisidora. Tanto insistir y nunca satisfecha con las respuestas. No sé qué esperas oír. Entiendo que la muerte de tu madre te ha desequilibrado. Estás irritable, saltas enseguida…

No puedo creer lo que estoy escuchando. Pensaba que tenía un aliado y no es así. Me embarga un doloroso sentimiento de soledad y sin poder evitarlo me lamento entre sollozos.

—Tu padre siempre ha sido igual, otra cosa es que no hayas querido verlo. Tu madre tendría sus motivos para seguir con él. No puedes convertirte en una justiciera. Así no podemos continuar…

Gonzalo me mira con gesto apesadumbrado y serio al verme llorar. En realidad no sé por qué la tomo con él, que no tiene culpa de nada. La imagen idealizada que tenía de mi padre se ha hecho añicos. He estado ciega ante tantas cosas, que me asfixia la claridad de mis descubrimientos. A pesar de todo, no debo perder el control cada dos por tres. Me palpo el vientre y comienzo a respirar hondo y despacio. Pienso en Elenita. ¿Estará sufriendo con todo esto? Al percibir los brazos de mi marido alrededor de mi cuerpo, me calmo y acompaso mi corazón al suyo. Un dulce sosiego termina con mi rabia. Cierro los ojos y veo a mi madre diciéndome: «tu alma gemela».

Sí, mamá, Gonzalo es mi alma gemela, ¿quién era la tuya?