En la vida y en la muerte todo tiene un porqué, al menos eso pensaba hasta hace una semana.
La iglesia resulta pequeña, tal como predijo papá. Es la más cercana a su domicilio y donde acudían a misa todos los domingos. En el altar barroco, apenas iluminado, un gran Cristo crucificado vigila a los fieles congregados en torno a aquel luctuoso acontecimiento. Los bancos son ocupados por señores trajeados con sus respectivas acompañantes, todas ellas de oscuro y con perlas alrededor del cuello. Los que llegan más tarde se sitúan de pie en las naves laterales.
Siento un escalofrío. En la calle la temperatura sube; sin embargo, entre estos altos muros de piedra el frío cala hasta los huesos. De reojo observo, con malsana curiosidad, el ir y venir de los asistentes. Se inicia un molesto murmullo que cesa cuando la ceremonia comienza. Me apoyo en el reclinatorio y papá me mira intranquilo desde su metro noventa. Cruzo los brazos sobre el vientre que aloja a mi hijo, y una apacible sensación contrarresta la intensa angustia que me ahoga.
En la homilía, el sacerdote alaba las virtudes cristianas de mi madre; mi padre y mi hermano se remueven inquietos en el banco, no sé si presos del nerviosismo o molestos por los bisbiseos chismosos que esa plática provoca entre los asistentes y que no acierto a comprender. No veo el momento de que todo concluya.
A instancias del párroco, los asistentes forman una larga fila en la nave central y empieza el monótono desfile para dar el pésame. Mi padre agradece a cada uno de los asistentes sus palabras de consuelo con un fuerte apretón de manos o un sonoro abrazo, dependiendo de la amistad que tenga con ellos. Mi hermano y yo, como estatuas de sal, nos dejamos besar mientras escuchamos lo buena persona que era nuestra madre, la mala suerte que ha tenido al morir de esa manera tan trágica, lo solos que nos ha dejado; palabras vacías envueltas en añeja fragancia a perfume navideño. A punto de desfallecer, hago una señal a Gonzalo, mi marido, me agarro de su brazo y salimos.
En la calle, temblando, enciendo un cigarrillo y lo apago al instante al ver la expresión de Gonzalo. Le prometí que lo dejaría, sin imaginar el inhóspito escenario en que se iba a desarrollar el teatro de mi cercana existencia. Lleva razón; no es bueno, ni para nuestro hijo ni para mí. La vida continúa a pesar de la desdicha que nos ha tocado sufrir, de la aflicción que se ha incrustado en mi alma como algo viscoso de lo que no me puedo desprender. Cierro los ojos, y al poco unos brazos fuertes, seguros, me abrazan. Gonzalo está conmigo, lo siento; lo miro y le regalo una sonrisa.
Ya en casa de mis padres compruebo que todo sigue tal y como ella lo dejó antes de coger ese avión: la última labor de ganchillo, con la que entretenía sus horas, en el costurero que yo le regalé por el Día de la Madre; el libro de Isabel Allende La isla bajo el mar en la mesita, al lado del teléfono… Como si de un momento a otro fuera a regresar a la vida, a su quehacer cotidiano. Descubro su mecedora vacía, estática, una intensa desolación se apodera de mí, aún me parece verla balancearse sin fin mientras mueve las manos con destreza, aplicada a su labor. Me ahogo entre estas paredes.
Voy hacia la ventana, descorro el visillo transparente y la abro. Respiro hondo un par de veces. El cielo, muy nublado desde que amaneció, algo infrecuente a mitad de junio, presta una tonalidad plata al follaje verde de los árboles del parque. Por un instante, mi mente se aleja de la frialdad de aquellas paredes entre las que reposan sus cenizas. También es un día gris, muy gris, en mi corazón. Miro hacia el fondo, a donde mi vista miópica no alcanza. Allí están plantados los tilos, los majestuosos y viejos tilos de troncos anchos, dando sombra al paseo. Los tilos…, sus árboles predilectos.
Casi todas las tardes, al regresar del colegio, la encontraba mirando a través de esta misma ventana. Al verme aparecer, me alzaba en sus brazos y me susurraba: «Mira a lo lejos, allí, María. —Y señalaba con el dedo a un infinito que mis ojos no lograban divisar—. ¿Los ves?, esos árboles tan altos, los que están al fondo. Se llaman tilos, y como son enormes dan una gran sombra en el paseo. Un día te llevaré a jugar allí», decía ella mientras besaba mi sonrosada mejilla de colegiala dejándome impresa la huella de carmín de sus labios. Un ofrecimiento que nunca cumplió.
Sobre la mesa, el recorte del periódico donde se detalla la extraña y singular noticia de una mujer que falleció a bordo de un avión rumbo a Nueva York; mi madre.
¿Por qué lo haría…?
Una desventura sorpresiva y dolorosa para nosotros, su familia, que no sabíamos que había tomado ese avión. Las lágrimas manan a su antojo y con ellas crece mi resentimiento hacia la mujer que me dio la vida y que se fue sin despedirse. No tenía derecho a hacernos esto, y menos a mí. Debía haberme contado su intención de abandonarnos, lo hubiéramos arreglado.
¿Por qué te fuiste…?
¡Nunca te perdonaré…! ¿Cómo puedo pensar eso? Es mi madre, ¡mi madre…! La quiero y, al mismo tiempo, la odio; no sé cuánto más de lo uno que de lo otro. En realidad sí lo sé, para qué engañarme. La odio, la odio, la odio… ¡Joder, qué mal me siento!
La voz grave y enfadada de mi padre me saca de la angustia de mi soliloquio.
—¿Aún sigues aquí? Ya deberías estar en tu casa con Gonzalo.
—Sí… —respondo mientras me restriego los ojos con el pañuelo.
—En tu estado no es bueno atormentarte de ese modo por alguien que cogió la maleta y se marchó sin mirar atrás, sin preocuparse de nosotros.
Lleva razón, pero no se lo digo. Es manifiesto el desprecio que desprenden sus palabras. Quizá últimamente se habían distanciado. Ahora que lo pienso, casi nunca estaban juntos en casa, salvo en algún almuerzo familiar programado con anterioridad. Papá siempre trabajando y mamá sola. Disquisiciones sin fundamento. La verdad es que papá me da pena. Sobre su máscara de rectitud late un corazón noble, ahora dolido por la pérdida.
—¿No te extraña el comportamiento de mamá? Nunca lo hubiera imaginado de ella, marcharse sin dejar siquiera una breve nota.
Busco sus ojos pero no los encuentro, da media vuelta y sale de la habitación, sin responder.
Me quedo ahí, inmóvil, mirando al vano de la puerta por la que ha salido. Su arrogancia, a veces, me exaspera, tampoco entiendo su espantada, pero no quiero discutir con él. Cuando se enfada es mejor dejarlo, no hablarle hasta que se calme. Esto lo aprendí cuando aún no levantaba un palmo del suelo y desde luego contribuyó a la buena relación que siempre hemos mantenido, todo lo contrario de lo que hacía mi hermano, que lo provocaba, de ahí los duros enfrentamientos que tenían y continúan teniendo.
Ilusa de mí, esperaba su abrazo, que me consolara como cuando de pequeña tropezaba y me caía; entonces, después de recogerme del suelo, me subía en sus hombros para que dejara de llorar; desde aquella altura dominaba todo, me sentía poderosa y feliz. Deseaba que calmara mi incertidumbre con sus sabias palabras. No debo ser tan severa con él, me recrimino. El tiempo restañará las heridas y nos procurará a todos la oportunidad de perdonar a mamá.
El estrepitoso y desagradable rugir de mis tripas me desconcierta. Desde hace días tengo una bola en el estómago que me sube hasta la garganta y me impide tragar. Necesito comer algo, aunque sea por el niño, de manera que me obligo y encamino mis pasos hacia la cocina. Al girarme, veo sobre la mesa la bolsa de plástico blanco con los objetos que mamá llevaba encima en el momento de su fallecimiento. Nadie la ha tocado. Mientras la abro, el corazón golpea mi pecho sin control. Dentro, el bolso marrón de piel y una caja de cartón en la que han guardado las cosas pequeñas: unos pendientes de perlas blancas, que le regaló mi padre cuando nació mi hermano; el anillo a juego, obsequio por mi nacimiento; el reloj de oro y… ¿dónde está su alianza? Descorro la cremallera del bolso convencida de que la encontraré allí. El monedero, la arrugada tarjeta de embarque, una bolsa pequeña de aseo con sus pinturas, un paquete de pañuelos de papel, el móvil y una postal. Ni rastro del anillo. Rebusco en los bolsillos interiores: nada. ¿Y si se lo quitó por algún motivo? Tal vez quería estar cómoda en el viaje o… Desconcertada, contemplo los objetos que he ido esparciendo sobre el cristal de la mesa y la tarjeta postal llama mi atención; una imagen nocturna de la Estatua de la Libertad con la ciudad de Nueva York al fondo. Le doy la vuelta:
14 de febrero de 2007
Nunca he podido olvidarte. Nueva York es muy grande y sigo solo. Siempre te esperaré.
RICARDO
De pronto todo se aclara. Este era el motivo por el que viajaba a Nueva York cuando sufrió el infarto. Encontrarse con ese tal Ricardo.
Me siento, intento tranquilizarme, pero no puedo. Cada vez más nerviosa me levanto y desde la puerta grito «adiós» a mi padre, que está en el dormitorio. Salgo como una fugitiva, ocultando en el bolsillo de mi pantalón esa postal que podría explicarlo todo.
«Nueva York…», «Ricardo…», «nunca he podido olvidarte…», un estribillo que martillea mi cabeza mientras aligero para llegar a casa y contárselo a Gonzalo. Dos años desde que mamá recibió esa misiva fechada el día de los enamorados.
¿Llevaría todo ese tiempo planeando el viaje?
Mi apresurado caminar se convierte en una carrera ajena a la gente que circula por la calle, con la que tropiezo. Sujeto mi vientre para proteger a mi hijo del intenso vaivén. Sin aliento, me detengo en una esquina intentando recuperar el pulso. En mi cabeza rugen los gritos de la manifiesta certeza. Mamá nos dejó por otro hombre.
¡Mierda, qué poco sabía de ella!
—¿Estás segura de lo que vas a hacer?
—No, Gonzalo, pero no queda otra alternativa. He de averiguar quién es Ricardo y qué supuso en su vida.
—Con ello no vas a revivirla.
—Es duro darte cuenta de que has compartido tu vida con una extraña.
—¡No exageres!
—¡Dios mío! ¿Cómo puedes estar tan ciego? ¿No te das cuenta de las consecuencias de su comportamiento? Ha muerto. Si hubiera estado aquí, con nosotros, igual podría haberse salvado.
—Tampoco es así, a cada uno le llega su hora, con independencia de donde se encuentre.
—Se iba para estar con otro hombre.
—De acuerdo. ¿Y qué harás? ¿Te marcharás a la Gran Manzana y preguntarás a todos los que pasen por allí si conocen a Ricardo?
—Lo que menos necesito ahora es tu ironía. No sé lo que haré. No puedo contárselo a papá; aunque no diga nada, está sufriendo mucho al saber que mamá se marchaba sin él; mejor que no se entere de que se iba con otro hombre. Debo mantenerlo al margen por ahora.
—¿Ni siquiera se lo dirás a tu hermano?
—Lo haré cuando descubra la verdad. Prefiero no alarmarle antes de tener todos los datos.
—Bueno, tú ganas, como siempre. Pero no te olvides de que estás embarazada —dice mientras acaricia mi incipiente barriga.
—No te preocupes, cariño. Esta vez, todo saldrá bien. Lo sé —digo mientras lo abrazo—. Te quiero.`
Amanece un caluroso día tras una eterna noche de duermevela. Inconexas y desdibujadas ensoñaciones me han provocado un terrible dolor de cabeza que intento contrarrestar con una ducha de agua caliente. Hoy cumplo la tercera falta. Al pensarlo, cruzo los dedos, un ritual con el que anular la mala suerte. El aborto que tuve hace un año se produjo en el tercer mes.
Entonces, mamá me consoló asegurándome que tendría otros hijos. En aquellas duras circunstancias veía imposible que nada ni nadie pudiera sustituir al que había perdido. Ella, siempre optimista, me animaba: «Si supieras las cosas por las que tendrás que pasar, hija… Y el día que tengas a tu hijo entre tus brazos será tan maravilloso que todo se difuminará, y nada habrá más importante que eso».
«Tú eres un chico o una chica muy fuerte, ¿verdad?», le hablo a mi vientre mientras le doy unas palmaditas.
Han pasado quince días desde que encontré la postal y hasta hoy no me he encontrado con fuerzas de releerla. Las ideas bullen en mi cabeza. Lo primero es trazar un plan. Del cajón del escritorio saco un cuaderno y engancho con un clip la tarjeta en la tapa, pero antes vuelvo a leerla. Sonrío. Parece que quien la escribió va tomando forma en mi mente. Me imagino a Ricardo alto, moreno, con las sienes canosas, en definitiva, muy atractivo. Un hombre de mundo.
Decidida a diseñar la estrategia que debo seguir, como si de una investigación policial se tratase, abro el cuaderno. La página en blanco me frena, es difícil trasladar los pensamientos al papel. Mordisqueo el lápiz tal como hacía en el colegio cuando no sabía resolver los ejercicios de matemáticas. Tras un buen rato escribo: «¿Cuándo, cómo y dónde se conocieron? ¿Qué fue lo que la animó, después de tantos años, a ir a su encuentro?»
Si doy respuesta a estas preguntas seguro que hallaré la justificación para la insólita conducta de mi madre. He de bucear en su pasado, buscar a personas que la conocieran y que arrojen algo de luz sobre este despropósito. Una arcada me lleva hasta el baño. Aún no me han desaparecido las náuseas matutinas, aunque hoy dudo que se deban en exclusiva al embarazo. El asco me revuelve el estómago y me lo estruja como si fuera una naranja en un exprimidor. Mientras me lavo los dientes y refresco mi cara repaso los candidatos a los que podría sondear, empezando por su familia.
Mi madre tenía tres hermanas: Pilar, Carmen y María, mayores que ella, con las que apenas se relacionaba, salvo las rutinarias felicitaciones en Navidad y Año Nuevo. Nunca hablaba de ellas. Pilar y Carmen murieron con seis meses de diferencia. Cuando fuimos a sus entierros ocupamos un banco alejado de la familia, como si fuésemos apestados. Al regresar, le pregunté a mamá sobre ese hecho; su respuesta fue: «Cada uno en su casa y Dios en la de todos». Pensé que algo muy gordo habría sucedido para que mi madre, afable por naturaleza, respondiera de aquella manera.
La única que aún vive es mi tía María, mi madrina, a quien debo mi nombre. La pobre ha enviudado hace poco y, según cuentan, desde entonces se halla inmersa en una profunda depresión. Ni siquiera sus hijos le han comunicado a estas alturas el fallecimiento de mi madre, por miedo a que haga una tontería.
En Medina del Campo, de donde proceden mis padres, solo queda una prima hermana, Matilde, hija de Carmen. Ella se encarga de mantener en pie la vieja casa de mis abuelos maternos. El resto de las primas y los primos andan repartidos por la geografía española, sin que hayamos mantenido comunicación alguna.
Siento una gran frustración al darme cuenta de que tengo poco donde elegir. Sobre la inmaculada hoja en blanco escribo el nombre de Matilde en letras grandes, la primera persona y por ahora la única con la que he de contactar.
Un cosquilleo interior me avisa nuevamente de la protesta de mi frágil estómago. No le hago caso. Respiro hondo. Medito si puedo contar con alguien más. Ahora que lo pienso, nos hemos criado casi sin familia a nuestro alrededor. Nunca me preocupé por conocer particularidades relativas a nuestros parientes. En realidad, mamá y yo nunca mantuvimos una conversación seria sobre su infancia, su juventud o la relación con sus padres y hermanas. Recuerdos deslavazados, retazos de historias, alguna que otra anécdota al azar…, es lo único que conozco de ellos. Por supuesto, nunca hablamos sobre mi padre, y tampoco salía con amigas o, por lo menos, que yo sepa, porque ya no me atrevo a confirmar nada. Mamá siempre estuvo dedicada a nosotros en cuerpo y ¿alma?
Quizá mi padre pueda sacarme de dudas. Sobre todo en lo que respecta a las amigas; de la familia materna ni le pregunto, sé lo que va a contestar. Busco el móvil y marco su número.
—Hola, papá. ¿Puedes hablar?
—Dentro de poco tengo una visita, pero ahora mismo estoy solo en el despacho. ¿Cómo te encuentras, cariño?
—Muy bien. Tengo náuseas, pero pronto pasarán. Hoy cumplo ya mi tercera falta. Por cierto, te llamaba porque quería preguntarte algo.
—Dime.
—¿Tú sabes si mamá tenía amigas?
—¿Eso a qué viene, María?
—No sé, pensaba en ella y se me ha ocurrido…
—Ya conoces a tu madre; bueno…, conocías. Era muy reservada. No le gustaba el cotilleo. Prefería estar en su casa, como debe ser.
—Papá, no seas retrógrado, por favor. Eso no tiene nada que ver con lo que te pregunto. Precisamente no hago más que dar vueltas a que no la conocía. Sé pocos detalles de su vida y poco le podré contar a mi hijo sobre su abuela —digo para disimular la verdadera intención—. Últimamente apenas salía de casa, es verdad, me refería a cuando la conociste, cuando estudiaba enfermería. Digo yo que lo normal es que tuviera compañeras, con alguna intimaría, ¿no?
—No conocí a ninguna.
—¿Tampoco en el pueblo? ¿Cuando erais novios no salíais con amigos?
—Qué pesada eres, hija. No me apetece hablar del tema. Te tengo que dejar.
—Perdona. No te enfades. ¿Por qué no vienes a comer a casa?
—No, gracias. Prefiero volver a mi vida habitual lo antes posible. Seguro que Dolores me deja la comida hecha.
Es escuchar el nombre de Dolores y una lucecita se enciende en mi mente. ¡Qué estúpida! ¿Cómo no me acordé de que ella llevaba en casa una eternidad? La conocía de siempre. Desde que abrí los ojos al mundo estuvo revoloteando a mi alrededor. Era la tata de mi hermano y luego lo fue mía. La pobre Dolores tenía un hijo soltero y borrachín que gastaba todo lo que ella ganaba y la maltrataba; cuando le llegó la edad de jubilarse, no quiso dejar de trabajar. Necesitaba el dinero y alejarse del crápula de su vástago. Mamá le permitió seguir en casa, de esa manera se aseguraba su cuidado. Por nada del mundo la hubiera dejado en manos de ese tarambana.
Anoto su nombre debajo del de Matilde, dos islas de letras en el vasto océano de la página en blanco. Dos personas que conocieron a mamá en diferentes momentos, con las que iniciar el enigmático viaje por su vida, me digo; mientras, una lágrima resbala por mi mejilla y cae sobre el papel.