19

El sol de mediodía caía a plomo sobre el cementerio; prácticamente no había sombra alguna en el césped. Algo gélido flotaba en el aire, y no provenía de la brisa marina; irradiaba de las tumbas y de las personas silenciosas que allí se encontraban y, más que nada, del sencillo ataúd negro suspendido sobre la fosa abierta.

Cuando las poleas comenzaron a funcionar y el ataúd desapareció en la fosa, Mary se alejó. Pasó por entre pequeños monolitos y lápidas de granito y de mármol hacia la verja de hierro forjado; caminaba sola, sin ayuda, pues eso era lo que deseaba.

Permaneció un rato sentada al volante del Mercedes; miraba fijamente frente a ella, cuesta abajo, hacia el mar. Hacía tiempo para que las manos le dejaran de temblar.

El día anterior había enterrado a Alan y, a pesar de lo que había sido y lo que había hecho, su muerte la apesadumbraba. Pero este último sepelio había sido aún más triste que el de un hermano. Le parecía como si le hubieran arrancado un trozo de su propia carne.

Sentía ganas de llorar para así librarse algo del dolor que la embargaba. Pero reprimió los sollozos antes de que éstos empezaran y también contuvo las lágrimas. Tenía que cumplir con otra obligación antes de desplomarse.

Puso en marcha el motor del Mercedes y se alejó del cementerio.

A través de las persianas venecianas, la luz del sol inundaba la habitación del hospital, dividiéndola en luces y sombras.

Max estaba sentado en la cama con un hombro vendado y un brazo en cabestrillo. Su cara estaba desencajada, pálida, y sus ojos hundidos, pero sonrió cuando Mary entró.

Ella lo besó y se sentó en una silla al lado de la cama. Le sostuvo la mano por unos momentos y así permanecieron en silencio; luego, comenzó a relatarle el funeral de Lou. Cuando ya no tuvo nada que contarle, Mary apoyó la frente en el borde del colchón y empezó a llorar. Max le susurró palabras apaciguadoras, masajeándole la nuca y acariciándole el cabello. Ella se dejó llevar completamente por sus sentimientos. Lloraba por Lou, pero también por ella; su muerte había dejado un gran vacío en su vida. Sin embargo, ninguna desesperación es eterna; poco a poco se fue serenando y los sollozos cesaron.

Ninguno de ellos podía seguir hablando; escucharon la música clásica que transmitía la radio.

Durante la cena en el cuarto del hospital, a Mary se le cerraban los ojos y ya no podía reprimir los bostezos.

—Lo siento, pero casi no he dormido —le dijo a Max.

—¿Pesadillas? —preguntó Max.

—No. La verdad es que he tenido unos sueños maravillosos, los primeros sueños agradables en toda mi vida. Me he despertado a las cuatro y media de la madrugada, alegre, llena de alegría; incluso he ido a dar un largo paseo.

—¿Tú? ¿Un paseo? ¿Sola de noche?

—Ya no me importa estar sola como antes —repuso Mary sonriente—, ni tampoco me asusta la oscuridad.