18

La oscuridad en el pabellón era impenetrable, aterciopelada y profunda. Ofrecía docenas de posibles escondrijos.

Mary llevaba encendida la linterna, aunque cubría el haz con la mano. Cada vez que, por ruidos imaginarios, hacía un movimiento repentino, las sombras bailoteaban.

Se mantuvo cerca de Max mientras rodeaban el edificio buscando el lugar por donde podría penetrar el asesino. La noche anterior, la policía había entrado con una llave, proporcionada por el dueño, pero ésta era una facilidad que se les negaba a ellos y a su presa. El asesino tendría que romper algo para poder entrar y llegar a la torre, de modo que dejaría huellas.

Mary estaba impaciente, y por dos veces apresuró a Max.

Ya había dado comienzo, en su primera vuelta por el puerto, el desfile de barcos iluminados; salían desde un punto de partida en el mar, a lo lejos, pero se acercaban rápidamente. A las siete y media, la reina pasaba por primera vez ante la torre.

En el lado occidental del pabellón que daba al puerto y que por un costado tenía el entarimado con barandal, vieron un vidrio roto en una de las ventanas dobles que daban a la ahora desierta y oscura cafetería.

—¿Lo ha hecho el asesino? —preguntó Max.

Mary dirigió el haz de su linterna hacia la ventana y la contempló fijamente a la brillante luz. Con las yemas de los dedos de la mano izquierda, resiguió el marco de madera donde había estado encajado el vidrio. La noche era fría, pero el aire se tornó súbitamente gélido cuando ella se concentró en las impresiones psíquicas que la ventana le transmitía.

Alas, alas, alas… Batir de alas…

Temblorosa, aferró con fuerza la linterna y apretó los dientes para vencer el pánico que la invadía.

—¿Lo ha hecho el asesino? —repitió Max.

—Sí.

—¿Está dentro ahora?

—No. Estuvo aquí… ayer tarde…, después que se fue la policía…, puedo ver… muchas horas después de haberse ido la policía…, hoy temprano… al amanecer… arriba en la torre —dijo Mary, que luego retiró la mano del marco de la ventana, desapareciendo así la conexión invisible—. Pero esta noche aún no ha regresado.

—¿Estás segura de eso?

—Totalmente.

—Pero regresará en cualquier momento.

—Sí. Apresurémonos.

Alas. Más batir de alas.

«No hagas caso —se dijo a sí misma—. No son verdaderas. Max no las oye. Sólo tú las oyes. Son impresiones psíquicas. No hay nada. Nada de alas, nada de peligro, nada de alas».

—No debemos hacer de esto más espectáculo de lo que ya es —dijo Max—. Algunos de los restaurantes del puerto pueden tener una excelente vista de nosotros. Será mejor que apagues la linterna.

Lo hizo.

La noche la envolvió.

Max pasó la mano por el hueco y se estiró en un intento de alcanzar la falleba de la barra metálica central.

—¿Te das cuenta de que esto es un allanamiento, Mary?

—Supongo que sí.

—¿No te preocupa eso?

—¡Date prisa, por favor!

Abrió los dos batientes sin hacer ruido.

Ella se subió al pretil, que quedaba a menos de un metro del entarimado y bajó a la cafetería. Miró por toda la sala, pero no logró ver nada.

Max escudriñó a uno y otro lado del entarimado y luego siguió a Mary, no sin antes cerrar y asegurar la ventana tras él.

—Aquí dentro está aún más oscuro que fuera —comentó ella—. Si no enciendo la linterna, a cada paso estaremos tropezando con algo.

—Pero no la dirijas a la ventana —dijo él—. Tápala.

Ella encendió la luz casi cubriéndola con la mano izquierda.

El restaurante tenía aproximadamente treinta mesas, fijas al suelo. Aparentemente, al no poder fijarlas también, habían quitado y almacenado las sillas hasta la reapertura de Kimball en la primavera.

La única entrada para el público a la cafetería, un par de puertas de vidrio que hacían juego con las ventanas grandes, era la del pabellón del que el restaurante era una pequeña parte. El asesino había roto la cerradura. Cuando Max las abrió de un empujón, se movieron lentamente chirriando en sus bisagras no lubricadas.

Por un momento permaneció en suspenso, inmóvil, escuchando los ruidos del edificio.

Finalmente dijo:

—¿Estás realmente segura de que no está ya aquí? ¿Estás segura?

—Completamente.

Aunque sus impresiones psíquicas no siempre eran completas, nunca la engañaban. Confiaba en que su talento no le había fallado esta vez, porque en tal caso, si el asesino ya estaba dentro esperándola, podía considerarse muerta.

De la cafetería pasaron a un corredor que se bifurcaba en ambas direcciones. Lo bordeaban pequeñas tiendas de regalos: Camisetas Locas, La Fábrica de Cerámica, La casa de las Miniaturas de Vidrio y una docena más, todas vacías y oscuras.

Tomaron el ramal de la izquierda y pronto advirtieron que el largo corredor era un semicírculo cuyos dos extremos conducían al salón principal de la galería. Estaba vacío ahora, pero en la temporada se llenaría de máquinas de juego, puestos de tiro al blanco, juegos electrónicos y garitos donde predicen el futuro o donde un joven podría gastarse diez dólares en monedas de veinticinco centavos para ganar un oso de peluche de tres dólares para la novia.

Se dirigieron al centro del local; sus pisadas rebotaban con un sonido hueco de pared en pared, de curva en curva del alto techo abovedado.

Mary se detuvo y dirigió el haz de luz hacia donde Lou le había dicho que lo hiciera. Vio una galería a unos pocos pasos del fondo del local. Había colgado un cartel: A LA TERRAZA PANORÁMICA.

Gritos, batir de alas, un cuerpo que cae violentamente hasta el pie de la escalera y por la galería, alas, un cuerpo que se retuerce en el entarimado de madera, alas, gritos ahogados de auxilio

Se ladeó bajo el impacto de las imágenes psíquicas.

—¿Qué te pasa? —preguntó Max.

—Veo… —trató de seguir en contacto con la visión, pero se esfumó rápidamente y no logró volverla a captar—. Alguien morirá esta noche al pie de esta escalera.

—¿Alguno de nosotros?

—No lo sé.

—¿El asesino?

—Eso espero.

—Será él —dijo Max—. Nosotros no, porque viviremos. Tenemos que vivir. Lo sé.

—¿Dónde lo esperaremos? —quiso saber Mary, que no estaba tan segura como él y se resistía a pensar en ello por miedo a que se desvaneciera su valor.

—Yo aquí, al pie de la escalera; tú arriba, en la torre.

—Arriba en la… ¡oh, no!

—¡Oh, sí!

—Me quedo contigo.

—Mira, si Lou toca el claxon para advertirnos, es probable que desde aquí no lo oigamos. En cambio, arriba, en la torre…

—Olvídalo.

—… en la terraza…

—Max, me quedo aquí.

—¡No, por mil diablos!

Estaba rojo de ira.

Ella dio un paso hacia atrás.

—Yo soy el experto en armas. Si hay un tiroteo, me estorbarás. Si tengo que moverme rápido, no quiero verme obligado a detenerme y preocuparme de si estás expuesta a los tiros.

—No soy una idiota sin remedio. Puedo cuidarme de no estorbarte.

La miró fijamente y no dijo nada.

—¿Y si tengo una visión mientras estoy allá arriba? ¿Algo importante? ¿Cómo te haré saber lo que va a suceder?

—Estaré aquí, al pie de la escalera, a menos de veinte metros de distancia de ti. Si es necesario, puedes bajar rápidamente.

—No sé…

—Seré más franco —dijo Max—. O haces lo que digo y te vas a la terraza, o por Dios que te sacudiré un puñetazo tan leve como pueda para dejarte inconsciente. Luego te llevaré al Mercedes y nos olvidaremos de todo esto.

—No eres capaz de hacerlo.

—¿Que no?

Sabía que él no amenazaba nunca en vano.

—Lo haré porque te amo —prosiguió Max—. No quiero que te maten.

—Y yo no quiero que te maten a ti.

—Bien, entonces haz lo que te digo. Los dos tendremos más posibilidades de salir vivos si no estás aquí distrayéndome cuando empiece el tiroteo.

—¿Lo matarás? —preguntó, presa de emociones encontradas.

—Si me obliga a ello, sí.

—No titubees, no le des la menor oportunidad. Es demasiado astuto. Dispara en cuanto lo veas.

—La policía tendrá algo que decir al respecto, si hago eso.

—Al diablo con la policía.

—Mary, ¿vas a subir de una vez? No queda mucho tiempo. ¿Subes o nos vamos de aquí? Tú decides, pero lo tienes que hacer rápido.

En parte convencida por lo que le decía, pero más que nada porque no tenía alternativa, acabó por ceder:

—Está bien.

Rápidamente fueron a la galería; al pie de la escalera, le puso las manos en los hombros, le levantó la cara hacia él y se besaron.

—Cuando llegues arriba —le dijo— no te quedes quieta viendo el espectáculo. Aunque sea de noche alguien te podría ver desde tierra. Si te localiza el asesino, podría huir. Dices que tendremos que vérnoslas con él tarde o temprano, así que hemos de hacer todo lo posible por terminar este asunto esta noche.

—¿Quién se queda con la linterna?

—Quédatela tú.

—Estarás en la oscuridad aquí con… él —dijo, aunque se sintió aliviada al escucharlo.

—Si al oírlo encendiera una linterna, me convertiría en un blanco perfecto. Además, si no sabe que estoy al acecho, no entrará en un edificio totalmente a oscuras sin una linterna. Lo veré por su propia luz.

Ella lo besó de nuevo, se alejó y subió los ocho pisos de peldaños sola.

Al llegar arriba apagó la linterna y permaneció inmóvil, contemplando el desfile de barcos en el puerto. Luego recordó lo que le dijo Max y se sentó de espaldas a la pared de un metro que rodeaba la terraza.

La oscuridad. Algo de luz. Casi nada.

Sola. Totalmente sola.

No. Sola no. ¿Cómo podía haber pensado tal cosa? Max estaba cerca.

El viento barría el campanario, con quejidos como de ser humano.

Se encogió en su abrigo de cuero y suspiró por un chaleco de lana.

Pronto llovería, lo percibía en el aire.

Apretó el botón que iluminaba los números en su reloj de pulsera y éstos brillaron con color de sangre en la oscuridad.

Los ojos.

De repente recordó los ojos rojos luminosos que había visto en la cabaña de Berton Mitchell. No podía asociar un rostro que los acompañara. Sólo los ojos y el ruido de las alas… y la sensación de alas por todo su ser… y los ojos fijos, salvajes e inhumanos.

Se acordó también de algo más y lo recordó de repente: una pequeña voz en lo más profundo de su mente, baja aunque intensa:

«Soy un demonio y un vampiro. Me gusta el sabor de la sangre».

Hacía veinticuatro años, en la casa de Mitchell, alguien le había dicho aquellas mismas palabras.

¿Quién? ¿El mismo Berton Mitchell? ¿Quién podía ser si no?

Aunque trató de utilizar su capacidad psíquica para transformar su recuerdo vivido en una visión clarividente, no pudo sacar a la luz las imágenes tenebrosas y lúgubres que flotaban y latían con malignidad. La cara misteriosa del ser que le habló quedó apenas fuera de vista.

Pero oyó más fuerte la voz interior. De algún modo se amplió y tronó, abrumándola, por más que continuó siendo un susurro. Las duras palabras se modulaban cada vez más rápido y la estremecieron: «Soy un demonio y un vampiro. Me gusta el sabor de la sangre. Soy un demonio y un vampiro. Me gusta el sabor de la sangre. Soy un demonio y un vampiro…».

—¡Ya! —gritó.

Se tapó los oídos con las manos y ordenó a la voz que saliera de su mente. Poco a poco se esfumó. Cuando desapareció, se dejó caer hacia adelante, mareada.

—Estaré bien —dijo suavemente con tono de apremio—. Estaré bien. Nadie morirá. Estaré bien. Esta noche termina esto. Estaré bien después de esta noche.

Poco a poco, la realidad de la noche se le presentó de nuevo: el aire, el frío y la oscuridad.

Distraída por el recuerdo de aquellos ojos luminosos, no se había dado cuenta de la hora cuando oprimió el botón de su reloj. Ahora lo hizo suavemente.

19.24.

Seis minutos más.

Densos nubarrones, levemente fosforescentes en sus bordes desiguales, navegaban silenciosos hacia el Este. El cielo permaneció en silencio muchos minutos, como una frazada silenciadora echada sobre la tierra, pero luego volvieron los truenos y los relámpagos.

El viento levantó un papel de la calzada, lo adhirió unos segundos al parabrisas del Mercedes para finalmente arrancarlo de allí.

Lou, nervioso, cambió de posición y se recostó en el volante escudriñando las penumbras en torno del pabellón. Cuanto más miraba fijamente, más parecía brillar la oscuridad, como si hubiera cobrado vida. Seguía viendo movimiento donde no lo había, y los ojos le tendían cientos de trampas. No tenía el temperamento adecuado para ser centinela. No tenía paciencia.

Consultó el reloj.

19.29.

Alguien dio tres fuertes golpes en la ventanilla izquierda, a pocos centímetros de la cabeza.

Se volvió rápidamente.

Una cara conocida lo miraba y le sonreía.

Confundido y algo avergonzado por el terror que debió haber dejado ver, Lou dijo:

—Oye, me sorprendiste. —Soltó el seguro, abrió la puerta y salió del automóvil—. ¿Qué haces por aquí?

Vio el cuchillo de carnicero demasiado tarde.

Las luces brillaban en casi todos los cuartos de la planta baja de Ocean Hill Lane 440, pero cuando Rudy Holtzman pulsó el timbre, nadie acudió a abrir la puerta.

Patmore empujó la puerta y comprobó que no estaba cerrada con llave. La abrió de un empujón. El aire sopló al entrar él y voló un montón de cartas sin abrir que había en una pequeña mesa a la entrada.

No vio a nadie, ni allí ni en la sala un poco más allá. Se asomó por la puerta y gritó:

—¡Pasternak! ¿Está ahí?

Nadie contestó.

—A lo mejor ya está muerto —dijo Holtzman.

Como iba de paisano, Patmore sacó una placa plateada del bolsillo de la chaqueta y se la colocó en la solapa. Del otro bolsillo extrajo el revólver reglamentario; con el cañón apuntando al techo, entró en la casa.

—No tenemos orden de registro —le recordó Holtzman, carraspeando detrás de él.

—Rudy, olvida los formulismos y sígueme —casi le gritó Patmore por encima del hombro, tras detenerse un momento.

La oscuridad era casi viscosa y el ambiente olía a cobre. Un alambre de espino se retorcía en sus entrañas.

Le dolía la lengua, pues se la había mordido y tenía un sabor a cobre en la boca.

Estaba boca abajo en el suelo asfaltado del estacionamiento cerca del Mercedes, con los brazos estirados como en un gesto de súplica, la cabeza ladeada y la oreja pegada a la tierra, como tratando de escuchar al enemigo que se aproxima.

Abrió los ojos. Frente a su cara, a unos pocos centímetros, vio un par de mocasines Gucci que giraban y se dirigían hacia el pabellón. Se perdieron de vista en unos segundos, pero aún resonaban las pisadas.

Trató de levantar la cabeza, pero no pudo.

Entonces trató de recordar cuántas veces lo habían apuñalado en el estómago. Tres, quizá cuatro. Pudo haber sido peor. Sin embargo, estaba muy grave, se estaba muriendo. Ya no tenía fuerzas, e incluso su debilidad se le estaba escapando.

«Qué imbécil soy —pensó con amargura—. ¿Cómo he podido descuidarme? Esto es imperdonable. ¡Quién iba a pensar que un descuido, una duda, un parpadeo iba a costarme la vida!

»Debí haberme dado cuenta de quién era el asesino desde el momento en que el tablero Ouija señaló que el blanco sería la reina del desfile de barcos. Es una de sus antiguas novias. Parece que el noviazgo sólo duró unos cuantos meses, y ahora va a matarla. Quizá haya matado a otras. ¿Por qué?». La razón era lo de menos; lo importante era que él, Lou, debió haberse dado cuenta.

Sentía como si millares de insectos se arrastrasen dentro de su vientre, picando y mordiendo sus entrañas.

Cerró los ojos y pensó: «No quiero morir. ¡No moriré!

»¿Acaso, grandísimo tonto, crees que puedes elegir?».

Un olor a cobre; una oscuridad viscosa.

No parecía tan mal.

Incluso resultaba atrayente.

Comenzó a flotar hacia aquella oscuridad acogedora y se sumió en ella, lejos del dolor, lejos de todo.

El indiscreto John Patmore hojeó el cuaderno que encontró abierto junto al tablero Ouija, en la mesa del comedor. Las hojas rayadas estaban llenas de caligrafía femenina que supuestamente pertenecía a Mary Bergen.

Más que nada, la mujer había anotado preguntas y respuestas que parecían relacionadas con el caso que ella decía estar investigando. Sin embargo, a la mitad del cuaderno había una página que sólo tenía escritas un par de palabras, escritas apresuradamente: «¡Escápate, Mary!».

El mismo mensaje aparecía en el centro de la siguiente página, y luego en una tercera.

Debajo de la tercera advertencia había más preguntas y respuestas.

¿Cuándo escribí estas advertencias?

No lo sé.

¿Qué quiero decir con ello?

No lo sé.

¿A quién temo?

¡No lo sé, no lo sé, no lo sé!

¿Me estoy volviendo loca?

Quizá.

¿Hacia dónde puedo huir?

A ningún sitio.

Extraño.

Aquello lo puso nervioso.

Al otro lado del tablero Ouija había un bloc de notas y Patmore comenzó a hojearlo.

T-O-D-O-S-N-U-E-S-T-R-O-S-A-Y-E-R-E-S

TODOS NUESTROS AYERES

B-E-L-L-O

E-L-A-I-R-E-E-S-B-E-L-L-O

EL AIRE ES BELLO

Echó una mirada al tablero Ouija, al triángulo y luego otra vez al bloc de notas. Recordó que alguna vez su madre y él habían movido uno de aquellos artefactos cuando aún era un niño, y comenzó a leer otras líneas de la transcripción.

Cuando hubo terminado, pensó en Erika Larsson y se dio cuenta de que físicamente coincidía con la descripción de la joven que Mary Bergen había predicho. De mala gana reconoció que la clarividente quizá no fuera una farsante después de todo.

—¡Holtzman!

—Aquí no hay nadie —respondió Holtzman, de regreso de inspeccionar la otra parte de la casa.

—Max Bergen tiene pensado matar a la reina del desfile de barcos.

—¿Qué? ¿A Jenny Canning?

—Al parecer, Mary Bergen no es consciente de que su esposo es el individuo al que persigue —dijo Patmore, mirando su reloj—. Tal vez ya sea muy tarde —añadió, y empezó a correr hacia la puerta principal.

Marie Sanzini.

De repente, y sin haber pensado en ello, Mary recordó el nombre.

Marie Sanzini.

Marie Sanzini era una de las enfermeras asesinadas en Anaheim. De pronto, el nombre le resultó conocido. A Mary le sonaba, pero no podía recordar dónde lo había oído antes. Marie Sanzini; Marie Sanzini… la obsesionaba.

Cerró los párpados y trató de recordar el rostro de aquella mujer, pero se le escapaba.

Apretó el botón del reloj de pulsera.

19.33.

Ninguna señal de Lou.

¿Había aquella noche otra caza de brujas?

De pie en aquella oscuridad absoluta, Max comenzó a sentirse dentro de un ataúd. Oyó rechinar las bisagras de la puerta de la cafetería y su claustrofobia fue sustituida por un miedo aún más elemental. Cautelosamente, salió del pasaje abovedado hacia la arcada con la pistola en la mano derecha.

A unos trescientos metros, un individuo con una linterna salió del corredor en curva que daba al restaurante y a las tiendas de regalo. Aquél sostenía la luz delante de sí, lo que lo mantenía en la oscuridad.

«Seguramente no ha venido por el estacionamiento —pensó Max—, porque Lou hubiera tocado la bocina. Ha de haber pasado entre los dos edificios más al norte a lo largo del puerto, y luego a lo largo del entarimado».

Max quería esperar hasta que hubiese una distancia de sólo cincuenta metros entre ambos antes de ordenarle al asesino que se detuviera. Esa distancia le daría suficiente espacio y seguridad para maniobrar. «Y si también se encuentra a cincuenta metros del corredor —pensó Max—, tendré tiempo de apuntar y dispararle si trata de escabullirse».

Setenta metros.

Sesenta.

Cincuenta.

El asesino habló primero, ronco, casi en un susurro:

—¿Max?

Sorprendido porque lo habían llamado por su nombre, Max dio un paso en la oscuridad y preguntó:

—¿Quién es?

El individuo siguió caminando, oculto tras la luz.

Cuarenta metros.

—¿Quién es? —exigió ahora Max.

Nuevamente un susurro forzado:

—Soy yo, Lou.

Treinta metros.

—¿Lou? Por amor de Dios, sólo pasan unos minutos de las siete y media. No nos demos por vencidos.

En otro susurro, Lou dijo:

—Hay problemas.

Veinte metros.

—¿Qué sucede? —preguntó Max—. ¿Qué quieres decir?

Diez metros.

De pronto, Max se dio cuenta de que no era Lou Pasternak.

El asesino levantó de pronto la linterna hacia donde provenía la voz de Max, cegándolo temporalmente.

Aunque por un instante no pudo ver nada, Max alzó el arma y apretó el disparador. Una vez. Dos veces. Los disparos retumbaron como cañonazos en aquel enorme establecimiento.

Coincidiendo con el primer fogonazo, quizá incluso una fracción de segundo antes, la linterna giró hacia arriba y a la derecha, para apagarse luego.

«¡Le he dado!», pensó Max.

No había completado el pensamiento, cuando el cuchillo penetró en su cuerpo, desde la oscuridad; sintió como si fuera una pala, una pala enorme, desgarradora, tanto que dejó caer el arma, sintiendo el dolor más intenso que jamás había experimentado; entonces se dio cuenta de que el asesino había desviado la luz de la linterna para engañarlo; extrajeron el cuchillo y se lo volvieron a hundir en el estómago, y pensó en Mary y en su amor por ella y en cómo la estaba defraudando. Asió la cabeza del asesino, e incluso le arrancó unos mechones, pero se le cayó la venda del dedo y nuevamente se le abrió el corte; sintió aquel dolor de modo diferente al de todos los demás: maldijo el borde cortante del gato del automóvil y la linterna cayó al suelo a medio metro de distancia; giró y lanzó sombras espectrales, y el cuchillo fue extraído otra vez y trató de alcanzar la mano que lo sostenía, pero falló y la hoja se hundió en él por tercera vez. El dolor ahora fue lacerante; cayó hacia atrás con el individuo sobre él; el cuchillo penetró de nuevo, ahora en su pecho, y se dio cuenta de que la única manera de sobrevivir a aquello era hacerse el muerto. De manera que se dejó caer con fuerza, con el individuo sobre él; lo oyó jadear. Se quedó inmóvil, y el otro fue a recoger la linterna; regresó luego para darle unos puntapiés entre las costillas. Max quiso gritar, pero se aguantó; no se movió ni respiró, aunque en su interior clamaba por respirar. El individuo dio media vuelta y se encaminó hacia la escalera. Al oír los pasos en los peldaños, Max se sintió como un asno inútil; se habían burlado de él, ya no le sería posible recuperar su arma y subir aquella escalera para rescatar a Mary, porque aquello sólo sucedía en las películas. El dolor lo estaba pulverizando, sangraba por todas partes, parecía una fruta exprimida, pero se dijo que tenía que tratar de ayudar a Mary y que no iba a morir, que no iba a morir, que no iba a morir, aunque parecía que era lo que le estaba sucediendo.

Mary se puso de pie cuando escuchó los disparos. Se dirigió hacia la escalera y a poco escuchó unas pisadas.

—¿Max?

No hubo respuesta.

—¿Max?

Sólo oía los pasos que subían los peldaños.

Retrocedió de la escalera a través de la plataforma hasta que su trasero chocó con el antepecho.

¡Batir de alas!

Marie Sanzini.

Vio el rostro de Rochelle Drake. Asimismo recordó a Rochelle.

Erika Larsson. Ése era el nombre de la rubia, aquella mujer delicada y etérea que había aparecido en la visión del espejo en casa de Lou.

Mary sabía quiénes eran desde el principio, pero había forzado el reconocimiento dentro de su subconsciente. Si le interesaba investigarlo allí estaba esperándole la respuesta. Sin embargo, aún no quería enfrentarse a la verdad; no podía hacerle frente.

Se recordó a sí misma la determinación que había tomado de encontrar su propia fuerza, sus propias soluciones a los problemas de la vida. ¿Acaso ya estaba derrotada? Sin embargo, no podía avergonzarse; en aquel momento aceptaría su debilidad y dependencia perpetua, así como una ignorancia continuada del pasado con tal de salir con ello del paso.

Desde la escalera llegaba hasta ella el lento ascenso de las pisadas.

—No —dijo desesperadamente. Se apoyó con fuerza contra el parapeto, con la mirada fija en el rellano de la escalera—. No quiero saber —dijo con voz trémula—. ¡Oh, Dios mío, no, por favor!

Un relámpago rasgó la oscuridad y el trueno que lo siguió estremeció todo el edificio. Por fin, la tempestad había estallado: primero cayeron gruesas gotas de lluvia, como para probar la tierra; luego un repentino aguacero; fuertes cortinas de agua, que entraban sesgadas desde el océano.

El viento empujaba el agua de la lluvia bajo el saliente del techo abovedado. Gruesas gotas caían sobre su abrigo de piel y le empapaban el largo cabello negro. Pero a Mary no le importaba mojarse; lo único que le preocupaba en aquel momento era el pasado, que seguía regresando a ella contra su voluntad.

La sala de la vivienda de Berton Mitchell. Ventanas con persianas bajadas casi hasta el alféizar. Cortinas con encajes. La única luz, la luz grisácea de una tarde nublada que se filtraba por las ventanas. Rincones sombríos. Paredes de color amarillo pálido. Un sofá y un par de sillones hacían juego. Parquet y alfombras gruesas.

Una niña de seis años tendida en el suelo. Largo cabello negro trenzado. Vestido de color café claro con orlas verdes y botones. Yo. La pequeña soy yo. Tumbada de espaldas, atolondrada, confundida. Un lado de la cara me duele mucho, y también la nuca. ¿Qué me ha hecho? Tengo las piernas extendidas y no puedo moverlas. Cada tobillo está firmemente atado a una pata de un pesado sillón. Mis brazos están estirados hacia atrás, y las muñecas atadas a las patas de otro sillón. Trato de levantar la cabeza, pero no puedo.

Quizá venga la señora Mitchell a desatarme. No. Se ha marchado. Fue con Barry a visitar unos parientes. El señor Mitchell está podando los setos.

Estoy asustada, muy asustada.

Se oyen pasos…, sólo es él. No hay nada que temer. Sólo es él. Pero ¿qué quiere? ¿Qué está haciendo?

Se arrodilla junto a mí. Tiene una almohada en las manos…, una gran almohada de plumas…, la adelanta… sobre mi cara… y la oprime sobre ella. Ese no es un buen juego…, nada bueno. Eso es malo…, pavoroso. No hay luz…, no hay aire…, grito… pero la almohada ahoga mi voz. Trato de respirar…, no aspiro más que la tela. Me retuerzo en mis ataduras. ¡Papá, ayúdame! Y entonces retira la almohada. Se ríe con maldad. Aspiro aire y comienzo a llorar. Vuelve a colocar la almohada sobre mi cara. Vuelvo la cabeza, pero no puedo escapar a la almohada. Muerdo la almohada. Me estoy mareando, siento que me aturdo, como si perdiera peso…, me estoy muriendo. Grito mentalmente a mi papá, pienso en él, aunque sé que no puede oírme. Y otra vez apartan la almohada; un delicioso aire fresco cubre mi cara y penetra en mis pulmones. Y de nuevo me tapan la cara con la almohada, y en el último instante antes de desmayarme la apartan. Repetidas veces al borde de la sofocación; llego a la delgada línea roja que separa la cordura de la locura. Y mientras me tortura, se ríe, aunque por fin levanta la almohada y la arroja a un lado, terminando con el juego.

Pero aún faltan los peores juegos.

Toma mi cabeza entre sus manos…, sus dedos parecen garras de acero. El dolor en la nuca es cada vez más agudo…, insoportable. Me dobla la cabeza a un lado…, su cara se acerca…, respira sobre la mía… silbando como una víbora…, se mueve hacia mi cuello…, posa sus labios en él…, me muerde la piel, muerde con fuerza, arranca un pequeño pedazo y se lo traga. Grito debido al agudo dolor…, lucho… y las cuerdas se hunden en mi carne. Acerca su boca a la pequeña herida en mi cuello…, chupa… y extrae sangre. Y cuando finalmente levanta la cabeza y me suelta… y me vuelvo… lo veo sonreír, con la boca y los dientes llenos de sangre.

Sólo tiene nueve años, tres más que yo, pero en su rostro se refleja un odio adulto.

¿Qué estás haciendo? —pregunto entre sollozos.

Se inclina aún más, queda a unos centímetros de mi cara. Su aliento es fétido, corrompido por mi propia sangre.

Soy un demonio y un vampiro —dice Alan. Hay un tono infantil, como de broma, en su voz. No obstante, habla en serio—. Me gusta el sabor de la sangre.

—¡Ahhhh! —exclamó Mary, como si hubiese abierto una enorme y pesada puerta tras horas de esfuerzo.

Y el haz de luz de una linterna se balanceaba de uno a otro lado al final de la escalera de la torre.

Y Alan apareció en la puerta de la terraza.

Y centró la luz en ella, mas no en sus ojos.

Y se miraron fijamente.

—¿Qué tal, hermana? —dijo por último, sonriendo.

Aún me encuentro tendida en cruz en el suelo.

Alan regresa… con guantes…, trae una caja de madera con una tapa de alambre. Introduce la mano a través de una trampilla de la tapa…, agarra algo y lo extrae…, es una pequeña criatura oscura, cuya cabeza sobresale de su puño…, con ojos luminosos…, es un murciélago…, un murciélago de color café…, uno de aquellos que encontró en la buhardilla de la casa solariega. No parece tenerle miedo…, parece manso, nada agresivo.

Alan no tiene permiso para tener murciélagos como animales domésticos. Son desagradables. Papá le dijo que se deshiciera de ellos.

Cambia la manera de sostener el animal, que aletea pero es muy dócil…, lo sostiene con ambas manos… pero dejándole las alas libres. ¡Batir de alas! Sostiene el murciélago por encima de mi cabeza…, a unos dos o tres centímetros de distancia…, luego lo baja lentamente, hasta que sus luminosos ojos miran fijamente a los míos…, hasta que le suplico que me suelte…, le ruego que aparte el murciélago de mí, que lo meta en la caja…, hasta que las alas membranosas me rozan ligeramente…, hasta que las alas me golpean la cara con fuerza cada vez mayor, ¡con aquel batir de alas!

Al retumbar unos truenos sobre el puerto, Mary sintió como si las ondas de una sustancia tangible pasaran a través de ella, aunque en sus adentros temblaba a cada estallido.

El pasado y el presente eran dos cavernas sin fin de terror entre y sobre las cuales caminaba sobre un fino hilo de autocontrol. Requería toda su atención y fuerza de voluntad mantener el equilibrio mientras los recuerdos la acosaban; no podía ni siquiera hablarle a Alan, no lograba encontrar la fuerza para formar palabras.

Sin apagarla, Alan colocó la linterna en el suelo, junto a la pared, allí donde la lluvia no la había humedecido. De su hombro colgaba un rifle; dejó deslizar la correa por el brazo y también depositó el arma en el suelo.

Aún empuñaba el cuchillo de carnicero.

Recogió la linterna y la dirigió hacia el techo, hacia el interior del abovedado cono.

—Mira, Mary. Mira hacia arriba. Deberías ver esto. ¡Mira!

Mary miró y trató de retroceder ante lo que vio. Pero ya estaba de espaldas contra el antepecho, ya no había hacia donde correr.

—Aún no están todos aquí —dijo Alan—. Algunos han salido de cacería, por supuesto, pero muchos se han quedado esta noche. Presentían la lluvia. ¿Los ves, Mary? ¿Ves los murciélagos?

Sólo tengo seis años y me encuentro tendida en el suelo, atada de pies y manos, brazos y manos en cruz. Alan sostiene un murciélago con ambas manos. Lo mueve entre mis piernas y debajo de mi vestido. El animal chilla y yo sollozo, suplicante. Descaradamente, Alan levanta mi vestido. Suda. Su cara está pálida, sus labios tiemblan. No parece un chico de nueve años, en verdad es un demonio.

Las puntas de las alas del murciélago cosquillean mis muslos desnudos.

Cosquillas…, luego los arañan dolorosamente.

Aunque soy demasiado pequeña para entender las funciones más recónditas de mi cuerpo, demasiado pequeña para imaginar los placeres y sufrimientos que algún día me dará, me siento abrumada por un miedo primitivo, agobiada por el terror al pensar que me introducirán el murciélago en el sexo expuesto. Aguantar eso me parece mucho más difícil que tener el animal sobre mi cara; me retorcía y pateaba sin éxito y las alas golpeaban en aquel estrecho espacio entre mis piernas y luego sentí lo que más temía, porque Alan oprimía el murciélago contra mí, y aquella cosa chillaba y mordía, aleteaba y arañaba mi piel, y Alan se esforzaba por introducirla y yo gritaba, escupía y lloraba sólo de pensar lo que iba a suceder, y el murciélago seguía chillando y Alan tenía dificultades para sostener el animal, hasta que de pronto, con toda su fuerza, lo oprimió sobre mí y sentí un dolor agudo, un dolor monstruoso, que estremeció todo mi cuerpo

Los recuerdos eran tanto una agonía física como mental. Mary se había negado a enfrentarse a ellos durante veinticuatro años, y en ese tiempo habían adquirido una fuerza increíble. La golpeaban como si fuesen puños. La lastimaban. Resistió los deseos de vomitar; sentía las piernas débiles. Lloró.

Alan depositó de nuevo la linterna en el suelo y se pasó el cuchillo de la mano izquierda a la derecha.

El cuchillo de Richard Lingard.

Max había tenido razón acerca de ello: ningún fantasma lo recogió. Se había negado a enfrentarse a la verdad, se había convencido a sí misma de que lo del cuchillo extraído sólo podía explicarse como una obra de fuerzas sobrenaturales.

—He matado a Max —dijo Alan.

Mary sabía que tenía que ser cierto, pero se negó a considerarlo. Las lágrimas y la tremenda pena tendrían que esperar, si es que vivía lo suficiente para lamentarse.

La terraza panorámica tenía un diámetro de cuatro metros y medio. Menos de dos metros de piso de pino mojado la separaban de él.

Alan habló en voz baja, no más fuerte que el monótono chapoteo de la lluvia.

—Es espléndido que vivieras. Ya es hora de que termine lo que inicié hace veinticuatro años.

Cuando al tablero ouija se le preguntó de dónde era el asesino, respondió: EL AIRE ES BELLO. No era la traducción literal de «Bel-Air», pero se aproximaba bastante.

¿Por qué no se había dado cuenta?

No había querido darse cuenta.

A sus pies, el haz de luz de la linterna se reflejaba contra la pared y destacaba la barbilla, las mejillas y la nariz de Alan. Debido a que la luz que subía creaba extrañas sombras en su cara, no parecía apuesto; por el contrario, le recordaba a una de esas máscaras grotescas que utilizan los brujos en algunas de sus ceremonias. Sostenía el cuchillo ante sí, pero no se acercó más.

—Sabía que vendrías esta noche. Siempre hemos estado muy unidos, Mary. Tan unidos como jamás lo puedan estar dos personas. Compartimos la misma sangre, y aún más, compartimos el dolor. Yo lo he creado y tú lo has soportado. El dolor nos ata. El dolor produce lazos aún más resistentes que el amor. El amor es un concepto humano abstracto, sin significado, inexistente. Sin embargo, el dolor es real. Sabía que nos sentíamos tan unidos que podría comunicarme contigo a distancia, sin palabras. Sabía que podría obligarte a seguirme. Desde el lunes por la noche he meditado a diario, me he sumido en ligeros trances. Cuando tenía la mente despejada, cuando descansaba, trataba de enviarte pensamientos, imágenes de asesinatos que tenía intención de cometer. Quería activar tu clarividencia. Y dio resultado, ¿no es cierto?

Era un lunático enajenado y, sin embargo, se mostraba calmado, hablaba en un tono muy mesurado.

—¿Dio resultado, Mary?

—Sí.

—Vigilé la casa de Lou —prosiguió complacido—, y cuando llegaste allí, supe que me seguías.

Una fuerte ráfaga de viento barrió la terraza y lanzó oleadas de lluvia torrencial contra el techo abovedado.

Alan dio un paso adelante.

—¡Detente! —ordenó Mary frenética.

Alan le obedeció. No es que hubiera decidido repentinamente ser misericordioso ni tampoco que le temiera. Se había detenido porque estaba ansioso de verla humillarse ante él; luego la mataría lentamente.

Mary pensó que, si le seguía el juego podría ganar instantes de vida, e incluso tal vez encontrar una forma de escapar.

—Si querías matarme, pudiste haberlo hecho el lunes por la noche en el motel, antes de que regresara Max.

—Era demasiado fácil. Al obligarte a perseguirme, me he divertido más.

—¿Divertido? ¿Acaso matar es divertido?

—No hay nada mejor.

—Estás loco.

—No —repuso serenamente—, soy un cazador y los demás son animales de presa. Nací para matar. Es mi objetivo. No tengo ninguna duda sobre ello. He estado matando toda mi vida. Comencé con los insectos.

Mary recordó: ella tendría unos cuatro años y Alan siete; había una mantis religiosa en un gran frasco de vidrio y Alan desenroscó la tapa, roció al insecto con gasolina, encendió un fósforo y lo lanzó en el frasco. Durante años había capturado insectos con el único propósito de torturarlos hasta la muerte con sustancias químicas, hojas para afeitar, alfileres y fuego.

—Tú fuiste el que mató a nuestros gatos y al perro —dijo Mary.

—Y a todos los demás animales domésticos.

—Barry Mitchell no tuvo nada que ver con aquello.

—Me cansé de los desgraciados insectos —respondió, con un encogimiento de hombros.

Dio otro paso hacia ella.

—¡Detente!

Se detuvo y sonrió.

Aquella mañana, Mary le había comentado a Max que no siempre el mal se adquiría, que no siempre se aprendía a través de ejemplos. La mayoría de la gente educada estaba convencida de que, sin excepción, las motivaciones que había detrás de los actos antisociales de las personas violentas tenían sus raíces en la pobreza, en hogares deshechos, en traumas de la infancia, en la indiferencia y la ineptitud de los padres. Los sociólogos insistían en que los sistemas sociales basados en la injusticia eran los que primordialmente engendraban criminales. La mayoría de los psicólogos coincidía en que cualquier neurosis o psicosis podía explicarse en los términos de las teorías de Freud o de Jung. No obstante, ¿existía la posibilidad de que algunas personas estuviesen podridas desde un principio, irremisiblemente corruptas antes de que el medio ambiente tuviera oportunidad de afectarles? ¿Acaso aquello era un razonamiento reaccionario y medieval? Mary se había documentado acerca del hombre XYY, el tipo criminal genéticamente condicionado que había inspirado tantas investigaciones científicas en los últimos años. Algunos individuos podrían nacer menos civilizados que la mayoría por razones químicas o genéticas que aún nadie entendía completamente.

Aquélla era una teoría peligrosa, podría malinterpretarse. Todo grupo racista podría presentar a cada minoría odiada como evidencia de inferioridad genética. De hecho, si había individuos que nacían para el mal, estaban uniformemente distribuidos entre todas las razas, religiones, sexos y nacionalidades.

Mal nacido…

Una mala semilla…

Mary miró a Alan y se convenció de que eso era él: un ser muy especial, más que y menos que humano.

Un murciélago se precipitó dentro del techo abovedado para resguardarse de la lluvia, con un aleteo apergaminado que la hizo estremecerse.

¡Batir de alas!

—Quería encontrarte aquí, en la torre Kimball —dijo Alan—, porque en ninguna de las otras hay murciélagos. Estimé que te ayudarían a recordar lo que sucedió hace veinticuatro años.

Y Alan retira el murciélago de entre mis piernas y el animal está muerto, tiene el cuello partido, está bañando en su propia sangre y en la suya, y a ella la apena mucho. Y Alan arroja el animal muerto en la caja y se vuelve hacia ella, y ella ya no puede gritar, ya no es capaz de resistir más, está sin fuerzas y sin voluntad y él comienza a golpearla, a descargar puñetazos en su vientre, pecho, cuello y cara, una serie de golpes que la sumerge en las tinieblas… y cuando recobra el conocimiento, está de pie, inclinado sobre ella, con un cuchillo que ha ido a buscar, en la cocina de los Mitchell, y se lo hunde en el brazo, en su costado. El cuchillo, ¡Dios mío, el cuchillo!

Puñaladas limpias, con trayectorias de entrada y salida muy netas. Cuchilladas limpias y rápidas. Nada de rasgones ni desgarros; nada de tajos largos y horribles.

Max exploró con las manos las dimensiones de los orificios que sangraban y estimó que no había peligro de que los intestinos se salieran por aquellas incisiones.

Supuso que debería estar agradecido por ello.

Estaba perdiendo mucha sangre. Sus ropas estaban empapadas, sus manos pegajosas y el suelo manchado con un charco oscuro que lentamente se agrandaba. Sin embargo, quizá en la oscuridad la sangre parecía más abundante de lo que realmente era. ¡Daba la sensación de que había perdido litros!

Unos segundos antes de que las pisadas que ascendían por la escalera de la torre se perdieran, se levantó apoyándose sobre manos y rodillas.

Las cuatro heridas, en el pecho y el vientre, le ardían considerablemente. El dolor era insoportable, sentía como si el cuchillo aún permaneciera en cada herida.

No sintió molestia, en especial cuando aspiró profundamente; los pulmones no habían sido afectados.

Gateó hacia la izquierda, luego a la derecha, goteando sangre, tanteando en aquella absoluta oscuridad, tratando de encontrar el arma que había dejado caer. Y la encontró más pronto de lo que esperaba.

Localizó la pared más cercana, posó una mano en ella para apoyarse y se puso de pie a pesar del sufrimiento que le recorría el cuerpo como un sinfín de descargas eléctricas.

No podría subir la escalera de la torre, apenas podía caminar sobre el suelo llano: lo empinado de la escalera lo mataría. Y si por un milagro lograra llegar a la terraza panorámica, haría tanto ruido en la ascensión que el asesino lo estaría esperando y lo haría pedazos en el momento preciso en que llegara al último peldaño.

Lo único que podía hacer era ir en busca de ayuda, al estacionamiento, donde se encontraba el Mercedes; lo más pronto posible; avisar a Lou de lo que había sucedido.

Dándose cuenta de que cada segundo que perdiese podía ser fatal para Mary, se apartó de la pared, encaminándose con dificultad por aquella oscura sala hacia lo que le pareció el corredor. Se encontraba un poco mareado y desorientado, y creyó que no podría localizar la cafetería, pero en todo caso no podía hacer otra cosa que confiar en su instinto. Cada paso le causaba un nuevo dolor en sus entrañas. Le pareció que caminaba kilómetros enteros, y se preguntó si no lo estaría haciendo en círculos.

A punto de sumirse en la desesperación, dio vuelta a una esquina que daba a un corredor menos oscuro que el salón principal. Una vaga luz grisácea se distinguía al fondo de aquel corredor: la luz del desfile del puerto, que penetraba por las ventanas de la cafetería, para luego dispersarse a través de las puertas semiabiertas.

Caminó a lo largo del corredor con la mano derecha sobre el vientre, como tratando de comprimir las heridas. Atravesó la cafetería, superó las mesas, para caer de rodillas junto a la ventana que daba sobre el entarimado y el puerto. Estaba cerrada; estimó que no tendría fuerza para abrirla.

«El amor es fuerza —se dijo—. Encuentra fuerza en tu amor por Mary. ¿Qué tendrías o serías sin ella? Nada».

Fuera, un relámpago rasgó nuevamente el cielo. Los reflejos de aquella descarga eléctrica brillaron en la ventana y por un instante pareció que convertiría en hielo la lluvia que chorreaba por el cristal.

Bajo la lluvia fría, el jefe John Patmore se acuclilló junto a Lou Pasternak y lo volvió de espaldas; la linterna iluminó el rostro de Lou y las ropas ensangrentadas.

—Bergen lo ha acuchillado.

—¿Está muerto? —preguntó Holtzman.

—Creo que sí —respondió el jefe, mientras trataba de tomarle el pulso en una de sus frías y fláccidas muñecas—. Será mejor que pidas una ambulancia; puede que haya otros cadáveres.

Holtzman regresó corriendo al coche patrulla.

Sólo un par de metros de tablones empapados de lluvia la separaban de Alan.

Tenía que mantenerlo hablando. En el momento en que perdiera el interés en la conversación, utilizaría el cuchillo de carnicero. Además, aun cuando le esperase la muerte, había aún algunas cosas que Mary quería averiguar.

—De manera que Berton Mitchell jamás me tocó —dijo Mary.

—Ni una vez.

—Envié a un hombre a la cárcel.

Alan asintió con la cabeza y sonrió, como si ella le hubiera dicho que llevaba una camisa muy bonita.

—Por mi causa se suicidó.

—Ojalá hubiera visto cómo se mecía.

—Deshonré a su familia.

Alan rió.

—¿Por qué lo hice? —preguntó Mary—. ¿Por qué les dije que me había atacado si en realidad fuiste tú?

—Estuviste cuatro días en la unidad de cuidados intensivos del hospital —dijo Alan—. Cuando pasó la crisis y ya no necesitabas la ayuda de aparatos, te trasladaron a una habitación individual.

—Lo recuerdo.

—Papá y yo prácticamente vivimos en el hospital durante dos semanas. Hasta mamá dejó su botella para visitarte cada dos días. Hice el papel del hermano mayor preocupado, tan solícito y maduro pese a tener sólo nueve años.

—Las enfermeras decían que eras muy simpático.

—Hubo muchas ocasiones en que estuve solo contigo en aquella habitación del hospital. A veces sólo por unos minutos, otras durante horas.

Otro murciélago llegó volando y buscó refugio entre las vigas.

—Tenías los labios y las encías tan hinchados y suturados que no pudiste hablar durante ocho días, pero sí podías escuchar. Estuviste consciente la mayor parte del tiempo y cuando me encontraba a solas contigo, te repetía una y otra vez lo que te haría si te atrevías a descubrirme. Te dije que te perseguiría nuevamente con los murciélagos… para que te hicieran pedazos —dijo Alan, mirándola de reojo—. Te dije que te obligaría a comértelos vivos, que te obligaría a arrancarles la cabeza de un mordisco y a tragártela si hablabas de mí. Te advertí que sería mejor que culparas a Berton Mitchell, porque de lo contrario…

Mary estaba temblando; tenía que controlarse, tenía que estar preparada para moverse con rapidez en caso de que se presentara una oportunidad de escapar. Sin embargo, seguía temblando, a pesar de sus esfuerzos por dominarse.

—Luego sucedió algo muy gracioso —continuó Alan—. Les dijiste que había sido Mitchell el que te había atacado… ¡y te lo creíste! Había logrado mucho más de lo planeado; había conseguido penetrar en lo más profundo de tu mente y logrado un pequeño acto de magia; realmente llegaste a convencerte de que había sido Berton Mitchell. No podías aceptar la verdad, no podías tolerar tener que vivir conmigo bajo el mismo techo después de lo que te había hecho, así que te convenciste a ti misma de que yo no había hecho absolutamente nada, que era tu amigo y que el malvado era otro.

—¿Por qué? —preguntó Mary débilmente—. ¿Por qué me heriste?

—Mi intención era matarte. Creí que estabas muerta cuando abandoné la vivienda de Mitchell.

—¿Por qué querías matarme?

—Por placer.

—¿Eso es todo? ¿Simplemente por placer?

—Te odiaba.

—¿Qué había hecho?

—Nada.

—Entonces, ¿por qué me odiabas?

—Odio a todo el mundo.

Brilló un relámpago, seguido de una ráfaga de aire.

—Tú mataste a la familia Mitchell.

—Me pareció una idea muy atinada acabar con toda la familia.

—¿Por qué? ¿También fue por placer?

—Deberías haber visto cómo se incendió la casa.

—Santo cielo, sólo tenías catorce años entonces.

—Edad suficiente para matar —dijo Alan displicentemente—. No olvides que había tratado de matarte cinco años antes y cuando creí que estabas muerta…, cuando extraje el cuchillo de tu cuerpo por última vez…, ¡oh, Mary, no puedes imaginarte lo que aquello me hizo sentir! Tan natural, como si no hubiese sido en absoluto mi primer asesinato; como si hubiera acuchillado a millares de personas anteriormente. ¡Y sólo tenía nueve años!

Alan se acercó más.

Sus zapatos chapoteaban sobre el piso mojado.

—También mataste a Patty Spooner, ¿no es cierto. Alan? —dijo Mary desesperadamente.

—Era una puta.

—No es cierto; era muy buena.

—Una puta desgraciada.

—¿Por qué profanaste el altar?

—Matar a Patty en aquella iglesia… fue tan distinto…, tan especial… —contestó Alan a la pregunta que la intrigaba—. Aquella noche me di cuenta realmente de que era un demonio y un vampiro; comprendí que mi misión era destruir todo lo que fuera sagrado, cualquier cosa buena.

—Mataste a Marie Sanzini.

—Y a sus tres compañeras de apartamento.

—En un tiempo te gustaba Marie.

—No. Sólo salía con ella.

—¿Qué motivo tenías para matarla?

—Placer.

—Mataste a Rochelle Drake.

—No me vengas con que también la amaba.

—Tú mismo me dijiste que te fascinaba.

—Te mentí. No amo a nadie.

—¿Por qué mataste al peluquero y a su mujer?

—Me estorbaban.

Una sirena de barco mugió en el puerto.

—Asesinaste a Erika Larsson… y ahora vas a matar a la reina del desfile de barcos de Navidad.

—La tormenta seguramente se ha encargado de ahuyentarla de cubierta —rezongó Alan dirigiendo un vistazo a las embarcaciones iluminadas que lentamente se deslizaban bajo la lluvia invernal—. Tendré que dejarlo para mejor ocasión.

—¿Pero qué representa para ti?

—¿Acaso no sabes quién es la reina? Jenny Canning.

—Por Dios, no. Es una chica tan buena, tan gentil. No debe morir.

—Resulta que es una de mis putas más recientes. Para mí es una presa como todas las demás —dijo Alan, que empezaba a aburrirse; observó el cuchillo que tenía en la mano y se humedeció los labios.

—Tus mujeres siempre te abandonan —dijo Mary.

—O yo las dejo.

—¿Por qué no puedes retener a una?

—Debido al sexo —dijo Alan—. Me aburre la ternura. Todas quieren que sea cariñoso. Sólo lo aguanto unas cuantas semanas o unos meses.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Me encanta la crueldad en el sexo —externó Alan en una voz que más bien parecía un gruñido—. Cuanto más cruel, mejor. Al cabo de un tiempo, cuando se desvanece la emoción de un nuevo cuerpo…, una nueva chica, la única manera en que consigo correrme es lastimándolas, y eso las priva de toda emoción…, eso y lo demás.

—¿Lo demás?

—No me permiten beber su sangre.

Consternada, Mary se le quedó mirando.

—De vez en cuando me gusta gozar del sexo… y beberme su sangre.

—¿Las hieres?

—No, no. La sangre de su menstruación.

Horrorizada, Mary cerró los ojos.

Oyó moverse a Alan.

Abrió los ojos.

Alan avanzó dos pasos; se encontraba ya a menos distancia de ella de lo que medía el cuchillo.

Max se dejó caer del alféizar de la ventana al entarimado; y aunque la caída sólo había sido de una altura de unos centímetros, a él le pareció que eran kilómetros. En su mente, al menos, había dado muchos tumbos. Durante largo rato después de haber caído, flotando en un mar de dolor, consideró aquel vacío atrayente que comenzaba a desarrollarse en su interior. Luego pensó en Mary y en transformar el amor en fuerza física. No supo cómo, pero dominó el dolor y logró fatigosamente ponerse de pie.

Sostenía aún la pistola en la mano izquierda. Le parecía que pesaba tremendamente. Trató de soltarla, pero no pudo. Sus dedos paralizados la sostenían con firmeza.

Tambaleándose, echó un vistazo a las embarcaciones iluminadas que se deslizaban bajo la lluvia y por un momento pensó en lo bello del espectáculo, pero inmediatamente se recordó a sí mismo que no se encontraba allí para presenciar el desfile. Maldiciéndose en silencio, avanzó pesadamente por el entarimado. Cada paso era diez veces más difícil que el anterior y cada metro que adelantaba era un verdadero triunfo.

A su alrededor, la noche parecía latir como un corazón.

Dobló una esquina del pabellón y vio que a menos de cien metros de distancia dos individuos con lámparas de mano se acercaban.

«Ha de ser Lou, ¿quién si no?».

Trató de gritar, pero no le salió la voz.

Los ojos de Alan parecían tener luz. Sus ojos eran azules como los de Mary, pero de un azul penetrante. Ojos como la hoja del cuchillo que empuñaba: cortantes, fríos y mortales.

—¿A cuántas personas has matado?

Alan no contestó.

Alzó la mano izquierda, colocando sus dedos helados contra la sien de Mary, sintiendo el pulso que latía. Deslizó los dedos hacia abajo, siguiendo la delicada línea de la mandíbula, los volvió a subir para tocarle los labios.

—Has matado a más de treinta y cinco, ¿verdad? —dijo Mary temblorosa.

—¿Cómo lo sabes?

—Si has matado a tantas a través de los años —preguntó Mary—, ¿cómo es que no te perseguí antes?

—Se pidió tu colaboración en la investigación de algunos de los crímenes que cometí —dijo Alan—, pero rehusaste. Te aconsejé que rechazaras todos aquellos casos y me obedeciste. Creo que sospechabas la verdad, pero te lo ocultaste a ti misma.

—Trataste de asesinarme cuando tenía seis años de edad. Entonces, ¿por qué has esperado veinticuatro años para intentarlo de nuevo?

—Oh, en un principio intenté eliminarte unos meses después de que te dieran de alta en el hospital. Supuse que tendría que esperar todo ese tiempo para no levantar sospechas; finalmente decidí ahogarte en la piscina.

—¿Por qué no lo hiciste?

—Cuando llegó el momento en que podría haberme deshecho de ti, comenzaste a demostrar que tenías poderes psíquicos. Me fascinaste. Quise saber lo que iba a sucederte.

—Si Max está muerto, necesitaré tu ayuda nuevamente —dijo Mary—. Necesitaré que me guíes a través de mis visiones.

—Querida —rió Alan—, no soy tonto.

—¿Acaso crees que te delataría a la policía? No les he dicho nada acerca de ti durante veinticuatro años. ¿Por qué habría de hacerlo ahora?

—En aquel entonces no sabías. Pero ahora sí.

Alan posó su mano sobre el pecho de Mary, que se estremeció.

—Mi querida pequeña hermanita…

—¡No!

Con la linterna en la izquierda y el revólver en la diestra, los hombros alzados en un infructuoso intento de impedir que la lluvia fría se le colase por la nuca, Rudy Holtzman flanqueaba al jefe a lo largo del costado del pabellón. De pronto, Patmore se detuvo.

—¿Qué pasa? —preguntó Holtzman, nervioso.

—Hay un individuo ahí delante.

Holtzman levantó la linterna.

Un individuo se acercaba a ellos.

—Es Bergen —dijo Patmore.

Bergen se tambaleaba como un borracho.

—¡Lleva una pistola! —exclamó Patmore.

Recordando el cadáver horriblemente mutilado de Erika Larsson; recordando las salpicaduras de sangre por toda la casa; recordando a Lou Pasternak tendido en el estacionamiento, Holtzman levantó su revólver reglamentario y disparó.

El impacto de la bala tumbó a Max Bergen de espaldas.

Alan se apoyó en Mary, al tiempo que con la mano izquierda aferraba su cuello.

Mary se dijo que tenía que resistir, que tenía que luchar; que era fuerte, no débil. Una persona débil se hubiera refugiado en la demencia hacía veinticuatro años. Pero ella era fuerte; se había aferrado a su cordura y desarrolló facultades psíquicas como un medio para mantenerse viva. Debía ser capaz de encontrar ahora la voluntad precisa para luchar contra él.

Alan sostuvo la hoja del cuchillo contra su mejilla como si la estuviera marcando con un acero candente. La punta del arma se encontraba debajo de su ojo derecho.

—Dime, Mary, ¿crees que si fueras ciega podrías seguir teniendo tus visiones de clarividente?

De repente, con violencia irreprimible, los temores de Mary se desvanecieron en una explosión de ira y odio mucho más intensa que cualquier emoción que jamás hubiese sentido. Veinticuatro años de odio oculto y reprimido estallaron como una bomba en su subconsciente. Lo despreciaba y lo aborrecía. No tenía derecho a vivir. Nunca lo tuvo. Nunca lo tendría. Sólo quería una oportunidad para herirlo con tanta saña como la suya con respecto a ella. Ya no le importaba perder la vida. Sólo quería abatirlo, atarlo, torturarlo, herirlo, cortarlo, ahogarlo, golpearlo, verlo llorar. Más que nada, quería ponerle murciélagos encima, restregárselos por la cara, que lo arañaran y mordieran, metérselos en la boca mientras chillaban, aún vivos…

Sobre ellos, dos docenas de murciélagos comenzaron a chillar en la oscuridad; un coro de vocecillas chillonas.

Asombrado, Alan alzó la mirada.

Un murciélago se dejó caer sobre él y hundió las garras en el cuello de su abrigo, aleteando enloquecido.

Mary no podía creer lo que había conseguido.

Alan la soltó y se llevó la mano al cuello para atrapar al animal. Luchó con él, y por fin logró arrancarlo; lo arrojó lejos de sí.

Su mano sangrada.

En los últimos días, cada vez que había tenido una visión en la que el rostro del asesino comenzaba a revelarse como el de Alan, había ahuyentado la verdad, distrayéndose con espíritus burlones. Había sido la responsable de que los perros de vidrio se volcaran en el consultorio del doctor Cauvel; de que la pistola flotara en el aire; de que las gaviotas los atacaran en el restaurante El Delfín Sonriente; de que todos aquellos objetos volaran de uno a otro lado en el baño de Lou. Max había acertado al considerarlo así.

Pues bien, ahora utilizaría los murciélagos.

Otro de aquellos animales se precipitó sobre Alan y se aferró a su cara.

Alan profirió un grito. Se lo arrancó. Dejó caer el cuchillo.

La sangre le corría por la frente, penetraba en los ojos.

Entre chillidos, batiendo furiosamente las alas, otros tres murciélagos lo atacaron. Uno se enredó en su cabello. Los otros dos se asieron de su cuello.

—¡Matadlo! —gritó Mary.

Aturdido, Alan se apartó de ella y, tambaleante, cruzó la plataforma hacia la escalera.

Todos los murciélagos anidados entre las vigas se lanzaron sobre él. Le mordían y arañaban la cara, la cabeza, el cuello y las manos, así como los dedos, sin que Alan pudiera sacudírselos. Cuando gritó, uno de ellos se le metió en la boca.

Bajó por la escalera a tropezones, dando tumbos de una pared a otra.

Mary recogió la linterna y lo siguió.

Los murciélagos seguían ensañándose con Alan; sus chillidos eran cada vez más penetrantes.

Unos peldaños abajo, Alan tropezó y cayó rodando hasta el primer rellano; se puso de pie y se arrancó un murciélago de la nariz; trató de cubrirse los ojos con un brazo, cayó de nuevo; gritaba sin cesar y acabó por morder a un murciélago que desde la barbilla saltó a su boca; escupió parte del cuerpecillo, se atragantó, tosió, tropezó, saltó desde el último rellano hacia la oscuridad del vacío y se desplomó.

Mary bajó la escalera y se detuvo junto a él.

Alan estaba inmóvil.

Uno tras otro, los murciélagos se apartaron del cuerpo inerte y alzaron el vuelo hacia las vigas del techo.