17

Seguían sentados en la sala de Lou, escuchando música y esperando que algo sucediera. Mary no podía imaginarse una Navidad más sombría. Ella y Max ni siquiera habían podido intercambiarse regalos. Las cosas que Max le había comprado a ella se habían quedado envueltas en la tienda sin que nadie las recogiera, y como ella estaba tan preocupada con el caso, no había tenido oportunidad de ir de compras.

Se animó cuando Alan llamó a las tres de la tarde para decirles que se encontraba en San Francisco, en casa de su amigo. Había telefoneado a Bel-Air y el ama de llaves le informó de que estaban en casa de Lou. Se mostraba preocupado, pero Mary minimizó la gravedad de la situación y lo tranquilizó. No tenía sentido estropearle la Navidad a él también. Cuando Alan colgó, Mary se deprimió otra vez; lo echaba muchísimo de menos.

Como ninguno de ellos había desayunado ni comido, Lou sirvió una cena temprana a las cinco. El menú consistió en pollo con arroz, rodajas de calabaza rellena de paté de espinacas, tomates rellenos de queso fundido espolvoreados con pan rallado y pimiento dulce. De postre, manzanas al horno.

Nadie tenía apetito. Apenas probaban la comida. Mary ni siquiera bebió vino. A las seis ya habían terminado.

—Lou, ¿por casualidad tienes un tablero Ouija? —le preguntó Mary, cuando estaban tomando café.

—Sí, tengo uno, pero no lo he usado desde hace muchos años —contestó Lou bajando la taza.

—¿Sabes dónde está?

—Creo que lo tengo en el armario de la habitación de los invitados.

—¿Lo podrías traer mientras Max y yo quitamos la mesa?

—¡Claro! ¿Qué vamos a hacer con él?

—Ya me he cansado de esperar que el asesino dé el siguiente paso —dijo Mary—. Vamos a forzar el asunto.

—Cuenta conmigo, pero ¿cómo?

—A veces a Mary se le olvidan los pequeños detalles de una visión y el tablero la ayuda a recordar. No es que obtenga respuestas del mundo de los espíritus, sino que intenta que se le aclaren los detalles que ha olvidado y se encuentran ocultos en su subconsciente. Casi siempre da resultado cuando ya no hay otra alternativa. El Ouija le proporciona una comunicación con el subconsciente —aclaró Max.

—Entonces, las contestaciones que da el Ouija realmente proceden de Mary —dijo Lou, dando a entender que comprendía.

—Eso es —asintió Max.

—No muevo el triángulo conscientemente —explicó Mary—. Lo dejo que se mueva como quiera.

—Como quiera tu subconsciente —agregó Max—. Sí, influyes en el triángulo con los dedos, pero de una manera que no adviertes.

—Supongo que así es.

—De manera que el Ouija actúa como una lente —dijo Lou, sirviéndose otro café.

—Exactamente —contestó Mary—. Enfoca mi atención, mi memoria y mis capacidades psíquicas.

—Parece muy interesante. Cualquier cosa es mejor que quedarnos aquí en espera de que caiga el hacha. Ahora vuelvo.

Se bebió el café de tres sorbos, se incorporó, salió del comedor y se dirigió al cuarto de huéspedes.

Max y Mary depositaron los platos y cubiertos en el fregadero de la cocina. Lou regresó en el momento en que Mary terminaba de limpiar la mesa de pino barnizado.

—Se hace entrega de un tablero Ouija, según se solicitó —anunció.

Mary fue a la sala contigua para recoger su cuaderno, que estaba sobre el sofá, junto a su bolso.

—Algún día tendré que hacer limpieza en el armario del cuarto de invitados. El Ouija estaba literalmente sepultado bajo miles de cosas —observó Lou.

—¿Literalmente? —preguntó Max divertido.

—Bueno, tenía encima cien ejemplares del The New York Review of Books.

—¡Ah, ya! Al decir literalmente te referías a las letras de las publicaciones.

Lou tomó un bloc de notas y un lápiz del mostrador de la cocina y se sentó a la mesa. Estaba listo para anotar cada letra que dijera el Ouija.

Mary colocó el tablero en una esquina de la mesa y un triángulo encima.

Max se sentó y entrelazó los dedos con fuerza; las articulaciones de sus dedos crujieron.

Mary abrió el cuaderno en una página que había llenado a mano.

—¿Qué es eso? —le preguntó Lou.

—Las preguntas que quiero hacerle al tablero —contestó Mary.

Acercó una silla y se sentó en un ángulo de 90 grados junto a Max. Colocó las puntas de los dedos en un lado del triángulo de plástico y Max las suyas al otro lado. Las manos de Max casi eran demasiado grandes para aquel juego.

—Comienza despacio —le indicó Max.

Mary se sentía tensa, lo cual no era bueno. El triángulo no se movería un ápice si su mano estaba muy pesada. Aspiró profundamente varias veces y trató de relajarse y aflojar los brazos. Quería que los dedos parecieran independientes de su cuerpo, que estuvieran flojos, suaves como trapos.

Max no estaba tan nervioso como ella y no parecía que necesitara prepararse.

Cuando Mary hubo logrado relajar relativamente su cuerpo y su mente, miró fijamente el tablero frente a ella.

—¿Estás preparado para respondernos? —preguntó, dirigiéndose al Ouija.

El indicador no se movió.

—¿Estás listo para contestarnos?

Nada.

—¿Estás preparado para respondernos?

De pronto, como si aquel objeto hubiese cobrado vida propia, el indicador bajo sus dedos se deslizó a la parte del tablero marcada .

—Muy bien —dijo Mary—. Seguimos a un individuo que en los últimos días ha matado por lo menos a ocho personas. ¿Se encuentra aún en King’s Point?

El indicador le dio la vuelta a todo el tablero y regresó al .

—¿Este individuo vive en King’s Point?

NO.

—¿De dónde es?

TODOS NUESTROS AYERES.

—¿Alguien entiende eso? —preguntó Lou.

—¿Dónde vive el asesino? —repitió Mary, concretando la pregunta y tratando de ser más específica.

Letra por letra marcó: BELLO.

—¿Bello? —preguntó Lou—. ¿Contesta eso a tu pregunta, Mary?

—¿Un sitio llamado Bello? —precisó Mary.

El triángulo no se movió.

—¿Dónde vive el asesino? —volvió a preguntar.

El triángulo señaló doce letras.

Lou las anotó, según las iba señalando.

—Dice EL AIRE ES BELLO. ¿Qué querrá decir eso? —dijo Lou, cuando dejó de moverse el indicador.

De repente, el aire que le daba en la espalda a Mary pareció más frío, como un hálito gélido que le soplaba en la nuca. Las contestaciones del tablero eran menos directas y más confusas que de costumbre. Se suponía que los mensajes del Ouija provenían de lo más hondo del subconsciente de Mary. Por lo general Mary creía que así era, pero no en aquel momento. Aquella noche sentía otra presencia, invisible, por encima de ella.

—Se está desviando —observó Max impaciente, mirando el triángulo—. ¿Dónde está ahora el asesino?

El indicador se deslizó de un lado a otro del tablero, moviéndose luego con rapidez de una letra a otra.

Lou las anotó, pero la palabra era tan sencilla que Mary no tuvo que preguntársela. La palabra era HOTEL.

—¿Qué hotel? —preguntó Max.

El indicador no se movió.

—¿Qué hotel?

Nuevamente marcó HOTEL.

—Prueba otra cosa —sugirió Lou.

—El individuo que buscamos ha matado a las mujeres con un cuchillo. ¿Dónde consiguió ese cuchillo?

—Eso no tiene importancia —comentó Lou.

El triángulo se movió: LINGARD.

—Tú has hecho que deletreara eso —señaló Max.

—No lo creo.

—Entonces, ¿por qué has hecho esa pregunta? Realmente no es necesario saber de dónde vino el cuchillo.

—Quería ver lo que diría.

Los ojos grises de Max la observaron con una mirada penetrante. Mary desvió la mirada y consultó su cuaderno.

—¿Conocí alguna vez una chica de nombre Beverly Pulchaski? —preguntó, dirigiéndose al Ouija de nuevo.

ESTÁ MUERTA.

—¿Alguna vez la conocí?

ESTÁ MUERTA.

—¿Conocí a una chica de nombre Susan Haven?

ESTÁ MUERTA.

Mary sintió otra vez aquel hálito frío en la nuca.

Se estremeció.

—¿Alguna vez conocí a Linda Proctor?

ESTÁ MUERTA.

—¿Conocí a Marie Sanzini?

ESTÁ MUERTA.

Mary suspiró. Sin querer, contrajo varias veces los músculos de los brazos y de los hombros. Tenía que luchar por mantenerse lo bastante relajada como para permitir que funcionara el indicador. Empezaba a estar cansada.

—¿Quiénes eran esas mujeres? —preguntó Lou.

—Las enfermeras asesinadas en Anaheim. Cuando preví sus muertes, me pareció que conocía por lo menos a una de ellas o que me la habían presentado. Pero de ser así, no logro recordar dónde ni cuándo —dijo Mary.

—Probablemente no quieras recordarlo —observó Max.

—¿Porqué no?

—Porque si recordaras, sabríamos quién es el asesino y quizá no quieras saberlo.

—Eso es absurdo, Max. Estoy muy interesada en saberlo.

—¿Aunque exista una relación entre el asesino y Berton Mitchell y las alas? ¿Aun cuando al encontrar al asesino te vieras obligada a recordar lo que has estado tratando de olvidar toda tu vida? —inquirió Lou.

—Comienzo a sentir algo que nunca creí que sentiría —dijo Mary, mirándolo fijamente y mojándose los labios.

—¿Y qué es?

—Que tengo miedo, Max.

Se hizo un silencio aterrador en la casa. Parecía que los tres estaban suspendidos en el tiempo.

—Me tienes miedo, porque crees que te voy a obligar a afrontar lo que te sucedió hace veinticuatro años —dijo Max en voz baja, aunque ésta llenó la habitación.

—¿Será eso todo?

—¿Qué más?

—No lo sé —repuso Mary.

—¿Conoció Mary a Rochelle Drake? —le preguntó Max al tablero Ouija, sin apartar de Mary sus ojos grises.

ESTÁ MUERTA.

—Sé que está muerta —dijo Max irritado, aún sin apartar los ojos de Mary, sofocándola con su atención, atrapándola con la mirada—. Pero ¿alguna vez la conoció Mary?

MUERTA.

—¿Quién era Rochelle Drake? —preguntó Lou.

Mary aprovechó la ocasión para apartar la vista de Max. Tenía la boca seca y el corazón le latía con demasiada rapidez.

—Rochelle Drake era la chica a la que asesinaron en aquel salón de belleza de Santa Ana hace unos días. Podría jurar que el nombre me resulta conocido; ¿a ti no?

—No podría asegurarlo —contestó Lou.

—Estoy seguro de haber oído ese nombre antes de que lo mencionara Percy Osterman en el depósito de cadáveres. Nunca conocí a la chica, pero sí había oído su nombre, aunque no sé dónde.

—Pues yo no la recuerdo —dijo Mary—. La habría reconocido en el depósito si la hubiera visto antes.

De repente, bajo sus manos, el triángulo comenzó a moverse en grandes círculos y sin sentido.

—¿Qué sucede? —exclamó Max sorprendido.

—Nadie ha preguntado nada —dijo Lou.

Mary dejó que las manos flotaran libremente sobre el indicador, cuyos movimientos eran cada vez menos erráticos y más precisos.

La mente de Mary estaba muy turbada en aquel momento, demasiado asustada como para poder descifrar la creciente cadena de letras. Al fin, el triángulo se detuvo y ella retiró las manos al instante, pues le dolían por el esfuerzo que había hecho para mantenerlas alejadas.

—Es un nombre —dijo Lou, levantando el block de notas para que todos vieran.

P-A-T-R-I-C-I-A S-P-O-O-N-E-R.

«¿Patricia Spooner?», pensó Mary. Miró fijamente el nombre sin poder creer lo que veía. Sentía como si tuviera una serpiente de hielo en su interior, moviendo rápidamente su lengua cristalina e irradiando frío de su cuerpo sinuoso, como las espirales de un congelador.

—¿Quién es Patricia Spooner? —preguntó Max.

—Ese nombre no me dice nada —dijo Mary tensa.

—Haz un esfuerzo —insistió Max.

—Bueno…, sí, conocí a una Patricia Spooner hace mucho tiempo, en…

—¿Cuándo? —le preguntó Max.

—Hace once…, doce años.

—Nunca la habías mencionado anteriormente.

—Fue una amiga en la UCLA.

—¿Una amiga de la universidad?

—Sí. Una chica muy bonita.

—¿Por qué surge su nombre ahora?

—No tengo idea.

—Salió de tu subconsciente.

—No. No estoy controlando el triángulo.

—Tonterías —sentenció Max.

—Hay alguien…, algo aquí con nosotros.

—Quizá el tablero acaba de dar el nombre de la próxima víctima —terció Lou, para evitar la discusión—. ¿Has seguido viendo a Patricia Spooner? Tal vez sería mejor que la llamásemos para averiguar si se encuentra bien.

—¿Quieres que llamemos a Patricia Spooner, Mary? —preguntó Max.

—Está muerta —anunció ella.

—Dios mío —dijo Lou—. Así que el individuo al que estamos siguiendo ya la ha matado…

—Patty… Patty murió hace once años —dijo Mary con dificultad.

Aunque no hacía calor en la habitación, Lou sudaba. Se limpió el rostro de aristócrata con su mano ancha, de dedos y huesos grandes. Estaba tan pálido como la propia Mary creía estarlo.

—¿Cómo? ¡Mary!, ¿cómo murió Patty Spooner?

—Fue… asesinada —balbuceó Mary estremeciéndose.

Cerró los ojos. Los abrió casi al instante, porque los recuerdos que se agolpaban en su mente eran demasiado repugnantes y brutales.

«Los muertos —pensó— no se quedan muertos. No para siempre, ni por mucho tiempo; ni la pena, ni la buena acogida, ni el miedo, ni el olvido los retienen. Nada los retiene, porque regresan. Berton Mitchell, Barry Mitchell, Virginia Mitchell, mi madre, mi padre y ahora Patty Spooner. ¡Oh, Dios mío, no permitas que vuelvan! Toda la vida me han acechado los muertos. Ya no aguanto más».

—Asesinada —repitió Lou en voz baja, casi como si estuviera en estado de shock.

—Había una iglesia adonde Patty y yo asistíamos a misa a veces. En aquel entonces yo era una buena católica. Era una iglesia muy bonita, que tenía un altar muy grande, tallado en Polonia y traído acá a principios de siglo. Estaba abierta día y noche, y a Patty le gustaba arrodillarse en el reclinatorio de delante cuando no había nadie y, sobre todo, por la noche. Su madre había muerto de un ataque al corazón unos años antes y siempre le encendía velas. Patty era muy devota y… allí murió.

—¿En la iglesia? —preguntó Lou.

Max la miraba fijamente. Le puso una mano sobre el hombro; por aquel punto de contacto le transmitió unas vibraciones que eran más emocionales que físicas, ni buenas ni malas, sino poderosas.

—¿Quién la mató? —preguntó.

—Nunca se supo.

Lou se inclinó sobre la mesa. Estaba ceñudo y tenía la cara angustiada.

—Era buena amiga tuya. ¿No usaste tus facultades psíquicas para ver la cara del asesino o su nombre?

—Lo intenté —dijo Mary levemente—. Pude sacar algo, fragmentos de imágenes; fue uno de esos casos en los que mi poder no ayudó mucho. La estrangularon con una estola de seda perteneciente a algún sacerdote, y a través de ella obtuve terribles emanaciones. Emanaciones ignominiosas y malas. Ninguna imagen clara, sólo formas vagas. La iglesia estaba llena de ellas como si fueran nubes invisibles del mal. El asesino atentó contra el altar… hasta se orinó en él.

Lou se incorporó con tal violencia que tiró la silla sin darse cuenta. Se quedó de pie, con una mano en la cabeza, como si tratara de empujar hacia dentro una idea que le desagradaba.

—Esto es cosa de un loco. ¿Contra qué estamos luchando? ¿Será posible que el individuo que estamos tratando de encontrar aquí en King’s Point sea el mismo que mató a tu amiga?

—Su estilo es el mismo, ¿no es cierto? —comentó Max.

—Tan… tan brutal —dijo Lou—. Y con esa implicación religiosa. Las raíces de estos últimos asesinatos podrían remontarse hasta once años atrás, quizá más.

Mary entendió lo que Lou quería decir, aunque, curiosamente, hasta aquel momento nunca había visto ninguna relación entre la muerte de Patty y cualquier otra.

Max presintió el efecto que la revelación de Lou había tenido en ella, y le apretó el hombro, dándole ánimos. A veces no se daba cuenta de su propia fuerza y ésta la dañaba.

Agitado, como Mary nunca lo había visto antes, moviéndose rápida aunque torpemente, Lou fue a la cocina y sacó un vaso alto de la alacena, junto al refrigerador. Levantó una botella de Wild Turkey que había junto al fregadero y se sirvió una generosa ración. Regresó con el vaso en la mano y se detuvo en el umbral de la puerta del comedor.

—Esto se complica cada vez más. ¿A cuántas personas habrá matado este asesino sin que lo sepamos? Ha actuado durante años; ¿de cuántos otros asesinatos sin resolver será culpable? —se preguntó en voz alta Lou, antes de beber un trago de whisky—. Este ente, sea quien sea o lo que sea, y empiezo a creer que es una cosa, ha estado rondando por ahí y ha atacado a las mujeres y asesinando sin que nadie lo detuviera, por lo menos durante once años. Me aterra.

Un trueno coincidió con las últimas palabras y restalló en los vidrios de las ventanas. Comenzaba la tormenta de Navidad, tal como se había pronosticado.

—Preguntémosle al tablero cuántas víctimas ha habido —sugirió Max, lanzando una mirada al triángulo.

Mary casi se opuso. Poco faltó para que dijera que le dolían los brazos. Estaba exhausta, agotada, demasiado cansada para continuar con ello.

Pero sabía que el miedo era la verdadera causa por la que no quería seguir con el interrogatorio. Tenía miedo de lo que el tablero pudiera decirles.

Si se rendía tan fácilmente a su temor, nunca podría tener confianza en sí misma y, aunque la idea le molestaba, tenía el sentimiento, siempre creciente, de que pronto estaría en mayor peligro, en un peligro en el que Max no podría darle protección… ni se la daría.

Puso las manos sobre el triángulo y Max hizo lo propio.

Lou levantó la silla que había tirado, se sentó en ella y tomó el lápiz. Mary dirigió al tablero.

—¿Estás preparado para responder a más preguntas?

.

Retumbaron varios truenos en King’s Point. Las luces parpadearon, casi se apagaron, para brillar de nuevo normalmente al instante.

—El individuo que mató a Rochelle Drake también ha asesinado a otras personas. ¿A cuántas?

35.

—¡Santo cielo! Se trata de un Jack el Destripador.

—Jack el Destripador no mató a tantas personas —aclaró Max—. El Ouija se equivoca. Tiene que estar equivocado. Mary, pregúntale otra vez.

La voz de Mary tembló al repetir la pregunta.

35.

La lámpara que colgaba al centro de la habitación parpadeó y luego se apagó.

—Ahora se va la luz —se quejó Lou.

—No quiero estar sentada en la oscuridad.

—Si dura más de un minuto el apagón —dijo Lou—, iré a buscar unas velas al armario del pasillo.

Una sucesión de relámpagos brilló al otro lado de las ventanas, y los bruscos estallidos de la luz azulina crearon una serie de imágenes recortadas y estroboscópicas de Lou y Max.

Cesaron los rayos y volvió la oscuridad, mientras los truenos rugían sin tregua. Lo lógico después de aquello hubiera sido que comenzara a llover, pero no fue así. El cielo retuvo el diluvio.

Aún no había pasado un minuto, cuando volvió la luz: primero trémula y luego con toda intensidad.

Mary suspiró aliviada.

—Pregúntale al tablero cuándo volverá a atacar de nuevo el asesino —dijo Max, ansioso de seguir con el interrogatorio.

Mary repitió la pregunta.

ESTA NOCHE.

—¿A qué hora esta noche?

19.30.

—Dentro de algo más de una hora —observó Lou.

—¿Dónde atacará? —preguntó Mary al ouija.

EL DESFILE DEL PUERTO.

—¿Sabes lo que eso significa? —le dijo Lou a Max, preocupado—. Durante treinta años —prosiguió, dirigiéndose a Mary—, ha habido un desfile de barcos iluminados por el puerto en Navidad. ¿No te lo habían contado?

—Ahora que lo mencionas, recuerdo que sí.

—Participarán todos aquellos barcos iluminados que viste ayer, además de otros que generalmente no amarran en este puerto. Habrá unos ciento cincuenta o más.

—Realizan desfiles parecidos a éste en Long Beach y Newport durante la semana antes de Navidad —explicó Max a Mary—, pero el de aquí es el más espectacular.

—Hay jugosos premios para los barcos mejor decorados, gracias a un fideicomiso que estableció uno de nuestros convecinos más ricos, muy aficionado al desfile. Es algo digno de verse. Casi todos los restaurantes del puerto abren para la fiesta. Sólo sirven un menú limitado, pero las reservas cubren las mesas con dos o tres semanas de antelación —explicó Lou.

—¿Persigue el asesino a alguien en especial en el desfile? —le preguntó al tablero.

.

—¿A quién?

TIENE UN RIFLE.

—¿A quién le disparará?

A LA REINA.

—¿A la reina? —inquirió Mary.

—A la reina del desfile —dijo Lou—. Será un blanco fácil, porque va de pie en la cubierta de popa del barco más grande del desfile, casi siempre en el centro. Prácticamente estará en medio de todas las luces.

—Y —agregó Max— el desfile da dos vueltas a la bahía. De manera que si el individuo no da en el blanco en la primera vuelta, puede esperar la segunda.

Aunque no se le había hecho ninguna pregunta adicional al triángulo, éste se movió bajo sus dedos y se deslizó, formando una nueva serie de letras.

LOS JUEGOS Y PASATIEMPOS KIMBALL.

—¿Utilizará la torre de ese lugar?

SÍ. LA TORRE DE KIMBALL.

—Disponemos de una hora para detenerlo —dijo Max.

—Llamaré a la policía —dijo Lou, poniéndose de pie.

—¿A Patmore? —preguntó Mary, dudándolo.

—Es el jefe, ¿no?

—¿Te hará caso después de la falsa alarma de anoche?

—¡Tendrá que escucharme!

Los truenos y el viento se reanudaron.

—¿Y qué sucederá si Patmore accede a poner un vigía en la torre? —preguntó Mary, retirando las manos del triángulo y tratando de abrazarse a sí misma, pues aún sentía frío.

—Eso es lo que queremos, ¿no es así?

—¿No te das cuenta? ¿No ocurrirá esta noche lo mismo que ayer? Anoche, el asesino sabía que lo estábamos esperando. ¿Por qué no ha de saberlo también esta noche?

Lou titubeó sorprendido por la pregunta; estaba preocupado e indeciso. Finalmente, levantó su vaso y se bebió el resto del whisky de un trago.

—Tal vez se nos anticipe, y entonces no tendríamos ninguna oportunidad de atraparlo. Si el Ouija tiene razón, si realmente ha asesinado a treinta y cinco personas y nunca lo han atrapado, entonces es muy astuto; probablemente demasiado para nosotros. Pero tendremos que intentarlo, digo yo. ¡No podemos quedarnos sentados y conversar acerca del tiempo y de los últimos libros publicados o de la moda de París, mientras él siga matando!

—Tienes razón —aceptó Max.

Lou dejó su vaso en la mesa y fue al teléfono del vestíbulo de la entrada.

Mary empezó a mover las manos, pues las tenía entumecidas; cerró y abrió el puño repetidas veces.

—Pareces exhausta —comentó Max.

—Lo estoy.

—Tendremos que acostarnos temprano.

—Si es que llegamos a acostarnos.

—Lo haremos. Nada nos sucederá.

—Tengo unos presentimientos terribles, Max.

—¿Tuviste una visión?

—No. Sólo presentimientos.

—Entonces, olvídalos.

—Esta noche será sangrienta.

—No te preocupes —le dijo él con tono apaciguador.

Mary pensó en Patty Spooner, en Rochelle Drake, en el cajón del depósito de cadáveres.

Luego tuvo de nuevo la sensación de que algo estaba detrás de ella, aquel hálito frío en la nuca.

—No quiero morir —dijo.

—No vas a morir. Al menos, no esta noche —le aseguró Max.

—Pareces estar muy seguro de ello.

—Lo estoy, porque no dejaré que mueras.

—¿Eres lo suficientemente fuerte para evitarlo, Max? ¿Eres más fuerte que el destino?

Los rayos rasgaron el cielo de nuevo; los reflejos de los relámpagos brillaron en las ventanas por un instante, tornando los ojos de Max en dos cuencas vacías y gélidas.

—Comisaría de policía de King’s Point.

—Por favor, con el departamento de personas extraviadas.

—Yo puedo atenderle, señor.

—No. Deseo hablar con una persona del departamento de personas extraviadas. ¿No me escuchó?

—No tenemos un departamento especial que dé información acerca de personas extraviadas.

—¿No?

—Este es un cuerpo de policía de una localidad. ¿Puedo servirle en algo?

—¿Cómo se llama usted?

—Habla la señora Newhart.

—Soy Ralph Larsson. Quiero hablar con un policía.

—Sólo hay dos de guardia esta noche.

—Con uno me basta.

—Ambos están haciendo su ronda en este momento.

—¡Por todos los demonios! Mi hija está perdida.

—¿Qué edad tiene su hija?

—Veintiséis años. Estaba…

—¿Cuánto tiempo lleva perdida?

—Mire, señora Newhart, estoy en San Francisco. Yo vivo aquí y mi hija, en King’s Point. Hablé con ella la semana pasada. Se encontraba bien entonces, pero ahora tengo razones para pensar que algo le ha pasado y no puedo simplemente subirme al coche y viajar varios centenares de kilómetros para ver cómo está. Esta podría ser una emergencia, porque debió haberme llamado en Nochebuena y no lo hizo.

—Tal vez fue a una fiesta o algo así.

—Estaba seguro de que me llamaría hoy, durante el día, pero tampoco lo ha hecho. La he telefoneado, y no contesta. Escúcheme, con un demonio, es muy extraño que ella actúe de esa manera. ¡Nunca olvidaría a su familia en Navidad!

—¿Ha tratado de llamar a sus amistades? Ellos podrían saber algo.

—No conozco a las amistades de Erika.

—Tal vez sus vecinos…

—No tiene vecinos. Ella…

—Todos tenemos vecinos.

—Vive en uno de esos bungalows del Bluff del Sur, al final de un camino empedrado. Es la única que vive ahí todo el año.

—Mire, señor, apuesto que a su hija está tratando de llamarle en este instante. ¿Por qué no cuelga y aguarda un poco? Si no le llama hoy, llámenos mañana.

—¿Habla en serio?

—Bueno, es que de todas maneras no podemos hacer nada.

—¿Qué quiere decir con eso?

—En esta comisaría, lo mismo que en casi todas las demás, es costumbre no considerar como un caso de persona extraviada el de un adulto que haya desaparecido menos de cuarenta y ocho horas.

—¿Acaso tiene que estar dos días extraviada antes de que ustedes se interesen?

—Es lo acostumbrado.

—¿Y cómo sabe usted que no desapareció al día siguiente de llamarme, o sea hace seis días?

—Usted me ha dicho que debió haberle llamado anoche.

—Y no lo hizo.

—De manera que, oficialmente, sólo lleva perdida desde anoche.

—¡Por amor de Dios!

—Lo lamento, pero es lo que se hace en estos casos.

—Si mi hija tuviera diez años en vez de veintiséis…

—Sería distinto. Los niños son otro caso, pero su hija no es una niña.

—¿Así que la policía no puede actuar hasta mañana?

—Así es, pero estoy segura de que su hija le llamará mucho antes.

—Señora Newhart, me llamo Ralph Larsson. Ya se lo dije anteriormente, pero quiero que lo recuerde bien. Soy abogado, un abogado muy conocido. También fui compañero de cuarto del gobernador en la universidad. Ahora, señora Newhart, recuerde bien esto: si sus oficiales no van a la casa de mi hija inmediatamente para averiguar cómo se encuentra y luego se descubre que le ha sucedido algo a partir de este momento hasta mañana, iré a King’s Point y buscaré un abogado que me ayude en este caso. Dedicaré los próximos años de mi vida a hacerlos picadillo a usted y a sus imbéciles superiores. Demandaré a su jodido cuerpo de policía, demandaré a su jefe, a pesar de sus estúpidas y arbitrarias políticas. Y le juro por Dios, señora Newhart, que también la demandaré a usted por todos los centavos que tenga y por todo lo que piense ganar en un futuro. Y aunque no gane el juicio, usted quedará arruinada después de pagar a sus abogados. ¿Me ha entendido, señora Newhart?

Lou Pasternak estaba enojado. Furioso. El jefe de policía le había colgado el teléfono ¡dos veces! La tercera vez, contestó su esposa y dijo que no estaba.

—Supongo que se ha negado a poner un vigía en la torre Kimball —dijo Max.

Lou agarró el vaso que estaba sobre la mesa y entró a la cocina a servirse otro trago.

—Si ese idiota tuviese un poco más de inteligencia, sólo sería medio tonto.

—¿Y si llamáramos al sheriff? —preguntó Mary desde el comedor.

—Recuerda que Percy Osterman no puede intervenir en King’s Point en asuntos policiales si no se lo pide Patmore.

—Pero si un individuo ha cometido asesinatos en toda la región, ¿no se podría hacer una excepción? ¿No hay algo que se llama persecución inmediata?

—Si un tipo roba un banco de esta jurisdicción, sube a su coche y huye a una ciudad que tiene su propia policía, los hombres del sheriff pueden perseguirlo y arrestarlo. Eso es la persecución inmediata. Lo nuestro no lo es.

—Tal vez Osterman pueda persuadir a Patmore para que coopere de nuevo —apuntó Max.

—No lo creo posible, en especial después de lo de anoche —denegó Lou, regresando a la mesa con otro vaso de whisky.

—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Max.

—Tendremos que capturarlo nosotros mismos. Habrá que ir a la torre —dijo Mary.

—¿Hablas en serio? —preguntó Lou extrañado.

—Eso, indiscutiblemente, no lo podemos hacer —aseveró Max tajante.

—¿Qué sugieres que hagamos entonces? —preguntó Mary—. No podemos quedarnos sentados y conversar acerca del tiempo y de los últimos libros publicados de la moda de París, mientras el individuo sigue asesinando.

Lou reconoció sus propias palabras y no tuvo argumentos para refutarlas.

—Si nos quedamos aquí sentados —prosiguió Mary—, matará a la reina del desfile y tal vez a muchas otras personas.

—La lluvia puede obligar a la reina y a sus damas de honor a abandonar la cubierta —dijo Max—. Así no presentaría un blanco.

—No está lloviendo —dijo Mary.

—No tardará en hacerlo.

—¿Quieres poner en juego sus vidas por esa posibilidad? —preguntó Mary—. Lou, hemos de atrapar a ese individuo, no tenemos otra alternativa.

—Yo tampoco quiero que vuelva a matar, pero capturar a ese individuo no es nuestra responsabilidad —reflexionó Max.

—Si no es nuestra, ¿entonces de quién es? —inquirió Mary.

—Mary, nosotros no podemos contra ese individuo —comentó Lou.

Dijo estas palabras poco convencido. Veía una determinación poco común en el rostro de ella, una resolución inmutable en aquellos grandes ojos azules. Mucho temía que ni él ni Max la harían cambiar de parecer. Sería más fácil tratar de razonar con un poste. Se daba cuenta de ello, pero temía por Mary. Como amigo, estimaba que por lo menos tenía que intentar que recapacitara.

—¿Por qué no? —interpeló Mary—. ¿Acaso no es uno solo contra nosotros tres?

—Pero él es un asesino —precisó Max.

—Y nosotros no.

—Exactamente, Mary.

—Si sabes lo que ha hecho —replicó ella—, y lo que te haría si tuviera oportunidad, ¿no podrías dispararle si se te echara encima con un arma?

—Desde luego que sí, en defensa propia —repuso Max.

—Eso es exactamente —afirmó Mary—, en defensa propia.

—Pero ese psicópata tendrá un rifle —recordó Lou—, y probablemente un cuchillo. ¿Qué tendríamos nosotros? ¿Las manos?

—Hay una pistola en la guantera del coche —dijo Mary.

—¿Acaso tienes permiso de armas? —preguntó Lou, mirando a Max con las cejas enarcadas.

—Sí —respondió Max, al tiempo que se ponía de pie y se dirigía a la cocina.

—¿Cómo te las arreglaste para conseguir el permiso? Generalmente sólo lo conceden a las personas que por sus negocios tienen que transportar joyas o mucho dinero en efectivo.

—Estuvimos trabajando en dos casos con el sheriff del Condado de Los Ángeles y vio las situaciones peligrosas en que Mary podía encontrarse. Sabía que colecciono armas y que soy buen tirador, de modo que no perdería los estribos y me llevaría a alguien por delante accidentalmente.

Max se bebió el whisky de un trago; tenía una sed nerviosa que por un instante denotó la tensión que había detrás de su serenidad estudiada.

—De manera que el sheriff me obtuvo el permiso —concluyó; se levantó, fue a la cocina a enjuagar su vaso y regresó para quedarse de pie detrás de Mary—. Pero no voy a cargar la pistola para salir en busca de alguien a quien matar.

—No estarías buscando a un cualquiera —dijo Mary—, estarías persiguiendo al individuo que ha…

—Olvídalo —la interrumpió Max—. No lo haré.

—Podemos discutirlo.

—No servirá de nada. Ya está decidido.

Lou observó una chispa de enojo en los ojos de Mary. La resistencia de Max no lograría nada, sino reafirmar su resolución.

—De acuerdo, Max. Quédate aquí. Iré yo y me llevaré la pistola.

—Mary, por Dios, ¡tú no sabes manejar un arma!

Mary lo miró sin pestañear.

—Se le quita el seguro y se carga, se apunta, se aprieta el disparador y el hijo de p… cae al suelo.

Lou sabía cuán terco podía ser Max a veces. Lo vio apretar los dientes y encogerse de hombros, y quiso advertírselo. Max estaba acostumbrado a ser a un tiempo padre y amante para ella, a ordenar lo que se debía hacer y lo que no. Pero aquella noche Mary no era la persona accesible que todos conocían. En aquellos momentos estaba experimentando algunos cambios. Las emociones conflictivas se reflejaban en su rostro, pero la emoción predominante continuaba siendo la determinación. Decidiría ella y no le haría caso a nadie. Nunca había visto tanta fuerza en Mary, tal decisión. La situación era emocionante e insólita. Permaneció sentado en silencio, deseando aconsejar a Max que abandonara su tono autoritario, pero no podía inmiscuirse.

—Esto es absurdo —dijo Max—. Mary, no dejaré que te lleves la pistola.

—Entonces iré sin ella.

—Tú no vas a ningún lado —dijo Max, mirándola de hito en hito.

Mary se puso de pie y se le enfrentó, aguantándole la mirada como si tratara de probar con los ojos la seriedad del compromiso. Habló con una intensa solemnidad y con un tono de presagio que a Lou le heló la sangre.

—Me estoy enfrentando a algo tan grande, tan maligno, que sólo puedo adivinar sus dimensiones como un niño que palpa la pata de un elefante. Estos últimos días he estado viviendo un infierno, Max.

—Lo sé, y…

—No lo sabes. Nadie puede saberlo.

—Si tú…

—No me interrumpas, si quieres entender. Escúchame solamente. Max, tengo miedo de dormir y tengo miedo de despertar por la mañana. Tengo miedo de abrir cualquier puerta, miedo de volver la cara. Tengo miedo de la oscuridad; miedo de lo que pueda suceder y de lo que deje de suceder. ¡Diablos! Hasta tengo miedo de ir sola al cuarto de baño. No puedo vivir así; me niego a vivir así. Hay algo distinto en este caso, algo que no se ha dado en ningún otro, algo que actúa dentro de mí como si fuera ácido, algo que me corroe. Este caso me ha afectado como ningún otro en que haya trabajado, pero no sé a qué se debe. Max, presiento, me consta, que si no persigo a ese individuo con cada gramo de energía que tengo y si no la empleo en todas las formas que conozca, entonces él me perseguirá a mí.

El triángulo se movió sobre el tablero Ouija, pero Lou fue el único que lo advirtió, se deslizó hasta el lugar marcado SÍ, como si estuviera de acuerdo con la predicción de Mary.

—Si no tomo la iniciativa —prosiguió ella—, perderé la poca ventaja que pueda tener. No me puedo alejar. Si trato de correr, no llegaré muy lejos. Moriré.

—Y si persigues a ese fulano —repuso Max—, si insistes en ir a la torre esta noche, morirás antes.

—Tal vez. Pero si sucede, por lo menos habré asumido la responsabilidad de mi existencia y de mi propia muerte. Toda mi vida he estado atemorizada por todo y he dejado que otra persona me solucione mis temores. Eso se acabó; esta vez nadie puede ayudarme. La respuesta está dentro de mí y si no la encuentro pronto, estoy lista. Ya es hora de que deje de escudarme tras hombres fuertes. Tengo que arriesgarme. Si fallo, tendré que sufrir las consecuencias como todos los demás. Si siempre me van a consentir, a proteger y a evitar el shock, entonces mis éxitos en la vida no tienen sentido. Ya he decidido que nada ni nadie, ni Alan ni tú, Max, y en especial tampoco esa parte de mí que aún es una niña dependiente de seis años, va a impedir que viva mi vida plenamente; nada ni nadie, Max.

Todos permanecieron en silencio por un rato.

El reloj de péndulo dio las campanadas de los tres cuartos.

—Dentro de cuarenta y cinco minutos, el individuo disparará contra la reina del desfile —dijo Lou.

—¿Bien, Max? —preguntó Mary.

—Vamos —accedió finalmente Max.

Sangre. Sangre como vetas enmarañadas en su cabello. Manchas de sangre en sus pechos acuchillados. Sangre en las manos, los brazos, el vientre y los muslos. Sangre en el sofá y en la silla. Sangre en las cortinas y la pared. Pequeñas huellas felinas ensangrentadas por todo el tapete beige.

Haciendo un esfuerzo por no vomitar, el oficial Rudy Holtzman pisó con cuidado alrededor del cuerpo mutilado de Erika Larsson, pasó a la cocina y encendió la luz. Marcó en el teléfono de pared el número de comisaría.

Cuando la señora Wendy Newhart contestó, Holtzman dijo:

—Estoy en casa de la Larsson. —Su voz era forzada y ronca, trémula en algunas palabras. Carraspeó y continuó—: Las luces estaban encendidas cuando llegué. No ha acudido nadie a abrir cuando he llamado; he entrado porque la puerta estaba abierta de par en par. Está muerta.

—¡Dios mío! No seré yo quien se lo comunique a su padre. Eso queda descartado. Otra persona tendrá que decírselo.

—Será mejor que venga Charlie con el otro coche patrulla —dijo Holtzman—. Llama al forense inmediatamente; y a Patmore, desde luego. Dile a Charlie que se apresure; no me gusta estar solo aquí.

—¿Cuándo la mataron? —preguntó Wendy Newhart.

—¿Cómo voy a saberlo? Ya lo dirá el forense.

—Lo que quiero decir es: ¿la mataron antes de que llegaras? ¿En la última media hora?

—¿Acaso importa eso? —preguntó Holtzman.

—Rudy, dime, ¿acaba de suceder?

—Casi toda la sangre está coagulada y seca. No puedo determinar la hora de la muerte, pero debe de haber sido hace muchas horas.

—Gracias a Dios por los pequeños milagros que hace —suspiró ella.

—¿Qué dices?

No hubo respuesta. La mujer ya había colgado.

Holtzman colgó el auricular. Al volverse vio un gato negro parado en la puerta entre la cocina y la habitación principal, a no más de metro y medio de distancia. Tenía el hocico blanco teñido de sangre. Holtzman dio un paso, quiso darle una patada y falló. El gato maulló y salió a escape.

Llegaron al muelle a las siete y cinco.

Max detuvo el Mercedes en una esquina del estacionamiento que en la temporada alta servía tanto a un restaurante llamado Villa Italiana como a la galería Kimball. El lado del restaurante estaba lleno, mientras que en el otro casi no había vehículos.

Bajaron los tres del automóvil.

Lou se encogió ligeramente para protegerse del frío, pues la temperatura había descendido de los veinte grados de la una de la tarde a los diez de aquellos momentos, debido al fuerte aire que soplaba del Pacífico.

—Creo que es mejor que yo acompañe a Max y que tú te quedes aquí, donde estarás segura —dijo Lou.

—No estaré segura en ningún sitio —replicó Mary.

—Si al menos te quedas dentro del coche…

—Tenemos dos armas que podemos utilizar contra ese individuo; una es la habilidad con que Max maneja la pistola y la otra son mis poderes psíquicos —le interrumpió Mary, alzando la mano con impaciencia—. No debemos dividir eso.

El aire le alzaba el cabello largo y lo hacía ondear como una bandera detrás de ella.

—Tampoco a mí me gusta que Mary esté dentro de la acción —dijo Max, poniendo una mano en el hombro de Lou—, pero quizá tenga razón. Corre tanto peligro aquí como allá. Además, ni tú ni yo lograremos que cambie de parecer.

—¡Me siento tan inútil! —se quejó Lou.

—Necesitamos que alguien se quede aquí, en el coche. Tú serás nuestro sistema de alarma, Lou.

—Estamos perdiendo el tiempo —apremió Mary.

Lou asintió taciturno. La besó en la mejilla y le dijo a Max que cuidara de ella.

Desafiando el viento, cruzaron el estacionamiento hacia la enorme construcción desierta, donde había una serie de puestos de recuerdos, tiendas de chucherías, de pasatiempos y cafeterías conocidas en conjunto como los Juegos y Pasatiempos Kimball.

Lou se sentó al volante del Mercedes y cerró la portezuela, resignado con su papel de centinela. Si el asesino no se adelantaba a Mary aquella noche, como había hecho la anterior, probablemente aquél llegaría a Kimball sin prevención ninguna. Si veía a alguien acercarse al edificio, pondría en marcha el motor del Mercedes y advertiría a Max con dos bocinazos. El pabellón y la torre estaban a sólo cincuenta metros, siguiendo el entarimado de aquella parte del puerto. El claxon sonaría fuerte a aquella distancia, pero no era probable que el asesino lo identificara como una señal. Aun en el supuesto de que Mary pudiera prever la hora exacta en que llegaría el asesino y la dirección que seguiría, la bocina sería una confirmación de su visión.

Claro que el psicópata podría habérseles adelantado de nuevo y encontrarse ya dentro del pabellón.

Lou cambió de posición. Se sentía nervioso.

Pensó en Patty Spooner, estrangulada con la estola de un sacerdote, y pensó en Barry Mitchell, horriblemente mutilado.

Miró a izquierda y derecha, y luego por el espejo retrovisor. Nadie. Trató de escudriñar las profundas sombras por la parte del pabellón. Todo estaba en calma.

El gato negro acechaba desde lo alto de la librería de más de dos metros de altura que quedaba a no más de diez centímetros del techo del salón principal del bungalow. Sus patas delanteras colgaban del borde del estante en que se hallaba; inmóvil, miraba fijamente a Rudy Holtzman con suspicacia y desdén.

Condenado animal. Odiaba los gatos, siempre los había odiado. Sentía escalofríos sólo de pensar que aquél había lamido, feliz, la sangre de la mujer asesinada.

Emitió un gruñido ronco como retándolo a aproximarse.

Holtzman no quería estar a solas con el gato y el cadáver durante los minutos que Charlie tardaría en llegar en el otro coche patrulla. Recorrió el estrecho corredor para inspeccionar la parte de la casa que aún no había visto.

En el dormitorio, la ventana estaba abierta; el viento había dañado las delgadas cortinas y una persiana que sólo cubría parte de la ventana. La lluvia de las tormentas recientes había empapado la alfombra, en la que se veían grandes manchas.

De repente, Holtzman se animó. Estudió el cuarto, reconstruyó mentalmente los primeros segundos que siguieron al momento en que se había violado la santidad de la casa. Sabía que no sólo la lluvia había penetrado por la ventana; también el asesino había irrumpido por ella. Su mirada recorrió el suelo del cuarto. De pronto, casi no pudo creer lo que veía. Era una oportunidad afortunada que rara vez se le presentaba a un policía en sus averiguaciones. Al parecer, al asesino se le había caído la pistola del bolsillo, sin que se diera cuenta, cuando entró por la ventana.

Holtzman se arrodilló en la alfombra para poder observarla más de cerca. Tuvo cuidado de no borrar ninguna posible huella. Si el asesino era el mismo que había matado a aquellas enfermeras y a las personas del salón de belleza —y a Holtzman le parecía que el estilo era el mismo—, entonces las policías de Anaheim y de Santa Ana ya tenían suficientes huellas. Hasta el momento, las huellas no habían servido para resolver el caso, porque el asesino evidentemente nunca había sido arrestado por ninguna de las policías del país. Sin embargo, puesto que se enorgullecía de ser el más profesional de todos los componentes del grupo del jefe Patmore, Holtzman tomó la pistola de manera que no se borraran las huellas. Sacó un bolígrafo del bolsillo de su camisa, lo pasó por el guardamonte, levantó del suelo el arma y la mantuvo en el aire frente a los ojos.

Era una pieza poco común, un Colt 45 especial, de coleccionista. El metal estaba grabado con delicadas hojas. Tenía también muchos animales: conejos, venados, faisanes y zorros grabados en posición de huida desde la boca del cañón hasta las cachas; todos muy detallados y finamente terminados.

Advirtió que donde el metal se unía con la madera de la cacha también había algo grabado. La luz no era buena y las letras eran pequeñas, de unos tres milímetros de alto, y de estilo rebuscado con el que seguramente se quiso lucir el grabador. Holtzman no logró leerlas.

Se incorporó y, llevando la pistola suspendida del bolígrafo, se acercó a la lámpara más cercana, donde leyó:

W. Thorben,

Seattle, 1975.

Una pieza de colección como aquélla a menudo pasaba por muchas manos; las compraban para luego venderlas en exposiciones de armas, sin ocuparse de registrarlas debidamente. Sin embargo, con el nombre del grabador (y a condición de que el arma no hubiese sido robada de alguna colección), podrían encontrar a quien se la había encargado a Thorben. A través de aquél tenían una oportunidad de dar con el tipo que la había perdido al saltar el alféizar de la ventana.

Holtzman examinó el otro lado del arma. También en el sitio donde el metal se juntaba con la madera de la cacha había unas letras. No eran las mismas. Aguzó la vista, leyó la inscripción y luego la releyó.

—Vaya, vaya…

A lo lejos se oyó una sirena, que rápidamente fue acercándose.

Holtzman fue por el corredor hacia la parte de la casa que daba al camino empedrado. Se detuvo en la puerta que había encontrado abierta al llegar.

Un coche patrulla con las luces de emergencia girando subía por la pendiente desde la ciudad. El coche de Patmore no iba muy atrás.

Bajo la luz del corredor, Holtzman alzó la pistola y leyó la segunda inscripción:

Encargado por

Max Bergen.