La habitación del motel estaba en tinieblas.
Mary, acostada de lado, se colocó boca arriba.
Sentía claustrofobia, como si el techo se le cayera encima.
—¿No puedes dejar de pensar en ello? —le preguntó Max.
—Creía que dormías.
—He estado esperando que tú te durmieras primero.
—Estabas tan callado…
—No quería molestarte.
—¿Qué horas es?
—Las tres.
—Duérmete, querido, se me pasará pronto.
—No podré dormir si sé que estás preocupada.
—Sigo creyendo que hay alguien que trata de abrir la puerta.
—Nadie lo ha intentado, Mary; lo hubiera oído.
—Y también sigo creyendo que hay alguien en la ventana.
—Tampoco hay nadie. Son tus nervios.
—Tal vez, pero esta sensación…
—Quizá deberías tomar un sedante.
—Tomé una pastilla hace doce horas.
—Pues toma otra.
—¿Quién puede ser, Max?
—¿Quién?
—El asesino.
—Sólo un individuo.
—No puede ser.
—Sí, Mary, un individuo.
La oscuridad latía a su alrededor.
—No, es algo más.
—Tómate otra pastilla y duerme.
—Tal vez tengas razón, pero estaba tratando de disminuir la dosis y dejar el hábito.
—Cuando termine este caso podrás prescindir de ellas, pero en este momento no creo que estés abusando. Existe una razón para tomarlas.
—¿Me traes una?
Max le llevó un vaso de agua y el sedante, esperó a que se lo tomara, apagó la luz y volvió a la cama.
—Acércate —le dijo ella.
Mary acomodó su espalda contra el pecho de Max y el trasero contra su ingle; quedaron encajados como dos cucharas en un cajón.
Pasaron unos minutos en grato silencio.
—Ya me está dando sueño —dijo finalmente Mary.
—Excelente —susurró Max, acariciándole el cabello.
—¿Max? —dijo Mary.
—¿Hmmmmm?
—Tal vez no es culpa de ese individuo el ser malvado y hacer cosas terribles. Quizá nació así; quizá el mal no siempre se quede. Quizá los padres y el ambiente no siempre tengan la culpa de que exista un hijo malvado. A lo mejor es congénito.
—Calla y duerme.
—Max, ¿voy a morir?
—A la larga, todos moriremos.
—Pero ¿moriré pronto?
—Pronto, no, porque estoy aquí.
—Abrázame.
—Te estoy abrazando.
—Quiero ser fuerte.
—Lo eres.
—¿Lo soy?
—No te das cuenta de ello, pero lo eres.
Al cabo de diez minutos, Mary se había dormido.
Max continuó acariciándole el cabello.
Escuchaba su respiración.
No quería que Mary muriese, y esperaba que no tuviera que morir. Deseaba de todo corazón que abandonara aquel asunto, que no se cometiera el asesinato, pues no debía sentirse responsable. ¿Acaso la sociedad se sentía responsable? No. ¿La policía se sentía responsable? A veces hacía bien su trabajo y se esforzaba por encontrar al asesino, aunque sentía el mismo desdén por la víctima como por el verdugo, y ni la sociedad ni la policía perdían el sueño por ello. «Bien, pues que sucedan los asesinatos. Mary, olvídate de ello». Quizá pensaba que ella era algo especial. ¿Sería eso? Subconscientemente podría estar pensando que, dados sus poderes psíquicos, ella no podía morir. Bien, pues sí podía, al igual que todas las demás jóvenes tiernas y dulces que también pensaban que vivirían para siempre. Sería tan vulnerable, tan blanda contra el cuchillo como lo habían sido las otras. Lo mejor sería que olvidara el asunto y se fuera lejos. Si insistía, si persistía en seguir en el caso, tal vez muriese. Estaba frente a una fuerza ineluctable, se encontraba en la senda de una fuerza que no entendía, una fuerza cuya intensidad radicaba en el pasado, en un suceso que se remontaba a veinticuatro años antes.
En la oscuridad, abrazado a Mary mientras ésta dormía, Max lloró al pensar en la posibilidad de tener que vivir sin ella.
Aunque el amanecer estaba próximo, el haz de la linterna del individuo era lo único que hendía aquella oscuridad. Sus pasos eran el único sonido que se oía en la galería desierta. Cruzó el enorme vestíbulo que durante el verano estaba lleno de máquinas y juegos electrónicos. Ahora estaba vacío. Llegó al arranque de la escalera, sobre el cual colgaba un aviso que decía: A LA TERRAZA PANORÁMICA.
La escalera de la torre de los Juegos y Pasatiempos Kimball era angosta, fría y sucia. Aún no la habían pintado para la temporada siguiente. La luz de la linterna se reflejaba en las paredes amarillentas, con millares de manchas: huellas de manos infantiles, salpicaduras de refrescos, nombres y mensajes garabateados con lápiz o rotulador.
Los peldaños de madera crujían.
Cuando llegó a la terraza panorámica, apagó la linterna. No creía que nadie estuviera observándolo a aquella hora, pero no quería arriesgarse a llamar la atención.
El amanecer no era sino una pequeña línea púrpura en el horizonte, a Oriente, como si con una navaja hubieran cortado la piel de la noche.
Observó el puerto con detenimiento.
Aguardó.
A los pocos minutos, percibió con el rabillo del ojo un movimiento en el aire y escuchó un batir de alas.
Algo se posó bajo el techo, a dos aguas; algo que se movía. Luego se hizo el silencio.
El individuo dirigió la mirada hacia las sombras por encima de él, tratando de distinguir lo que era, y al momento comenzó a temblar de alegría.
«Esta noche —pensó—, esta noche de nuevo habrá sangre».
Podía palpar la muerte a su alrededor, como una gruesa y tangible corriente en el aire.
Hacia Oriente, la herida en el cielo se tornó más ancha y más profunda, hasta que la aurora se filtró hacia el mundo.
El individuo bostezó y se limpió los labios con el dorso de la mano. Pronto tendría que regresar al hotel para descansar. Llevaba unos días sin dormir lo suficiente.
En los últimos diez minutos había resonado tres veces aquel aleteo entre las vigas.
Poco a poco, una luz anémica fue filtrándose entre las masas de nubes y al mismo ritmo fue iluminando el puerto, los montes y las casas de King’s Point.
Un hondo sentimiento de derrota y depresión se apoderó del individuo. Siempre se había sentido mejor durante las horas de la noche, y últimamente se había dado cuenta de que también actuaba mejor entre las tinieblas.
Por encima de él, las vigas permanecían en la oscuridad. La parte interior del techo, que era un embudo hueco, invertido, tenía cuatro metros y medio de altura, y aun al mediodía la oscuridad reinaba en la parte más alta.
Aunque ya había amanecido, el día era nublado, así que nadie notaría su linterna. La encendió y alumbró el hueco del techo.
Aquello era lo que había ido a ver: murciélagos. Una docena o más que colgaban de las vigas, con los cuerpos envueltos por las alas, unos con los ojos cerrados, otros con los ojos abiertos que brillaban iridiscentes en el haz de luz.
Aquel espectáculo lo llenaba de alegría.
Aquella noche nuevamente correría la sangre.
Lou llamó a Robert Fullet a las nueve de la mañana.
—Siento molestarte el día de Navidad.
—Nunca me molestas, Lou. Además, acabas de ahorrarme un trabajo muy aburrido. El tren eléctrico ha descarrilado y se han desenganchado todos los vagones. Si hablo contigo unos minutos, volveré al juego cuando el niño lo haya arreglado todo.
—Me he enterado de algo muy interesante acerca del caso de Berton Mitchell.
—¿Como qué?
—Que la esposa y el hijo de Mitchell fueron asesinados.
—Dios mío, ¿cuándo?
—Cinco años después de que atacase a Mary.
—Tienes que estar equivocado.
—¿Revisaste si había expedientes individuales de la esposa y el hijo en los archivos?
—No. Pero si hubiese algo tan importante como lo que me dices, figuraría en el expediente de Berton Mitchell.
—¿Acaso no cometéis errores en el Times?
—No nos gusta admitirlo, pero a veces las cosas no se hacen bien. ¿Quién mató a los Mitchell?
—Mary no lo sabe.
—¿Hace diecinueve años?
—Eso dice.
—¿Sucedió en Los Ángeles?
—Creo que sí. ¿Puedes hacerme un favor?
—Hoy no trabajo, Lou.
—El Times nunca cierra totalmente, ni siquiera en días festivos. Siempre hay alguien trabajando. ¿No podrías llamar y ver si hay modo de confirmar esa información?
—¿Acaso es tan importante?
—De vida o muerte.
—¿Qué quieres saber?
—Todo acerca de los asesinatos…, si se cometieron.
—Te llamaré luego.
—¿Cuánto tardarás?
—Tal vez un par de horas.
Roger llamó a la hora y media.
—En efecto, Lou, hay un expediente aparte sobre los asesinatos de la esposa y el hijo. No lo habían archivado como era debido.
—Me tranquiliza saber que también los de la gran ciudad se equivocan.
—El caso es pavoroso, Lou.
—Cuéntamelo.
—Después de que Berton Mitchell se suicidó, Virginia Mitchell y su hijo, Barry Francis Mitchell, alquilaron una casita en un barrio de la zona oeste de Los Ángeles. A juzgar por la dirección, diría que no quedaba a más de kilómetro y medio de la propiedad de los Tanner. Hace diecinueve años, el treinta y uno de octubre, la víspera de Todos los Santos, a las dos de la madrugada, alguien prendió fuego a la casa con gasolina. La mujer y su hijo estaban dentro.
—El fuego es lo que más temo.
—Esto me ha quitado el apetito para la comida de Navidad.
—Lo siento, Roger, pero tenía que confirmarlo.
—Eso no es todo. Aunque los cuerpos estaban calcinados, el forense pudo determinar más tarde que la madre y el hijo habían sido acuchillados mientras dormían, antes del incendio.
—Acuchillados.
—A ella, Virginia, le habían asestado tantas cuchilladas en la garganta que casi la decapitaron.
—¡Santo cielo!
—Al hijo, Barry…, lo acuchillaron en la garganta y el pecho. Luego…
—Luego, ¿qué?
—Lo castraron.
—Creo que tampoco voy a comer.
—Antes de que el fuego lo consumiera, aquel lugar debió de parecer un matadero. ¿Qué clase de loco pudo hacer semejante cosa, Lou? ¿Qué tipo de maníaco podría ser tan horriblemente detallista?
—¿Llegaron a aclarar el caso?
—Nunca detuvieron a nadie.
—¿Ni siquiera encontraron ningún sospechoso?
—A tres.
—¿Cómo se llamaban?
—No he pedido que me dieran ese dato, porque cada uno de ellos tenía su coartada y todas fueron confirmadas.
—Así que el asesino aún vive y anda suelto. ¿Confirmó la policía la identidad de los cadáveres?
—¿Confirmar en qué sentido?
—Si llegaron a identificarlos plenamente.
—Creo que pudieron hacerlo a pesar de que estaban calcinados. Además, Virginia y su hijo vivían en aquella casa.
—El cadáver de la mujer probablemente era el de Virginia, pero ¿no sería posible que el del hombre fuera su amante y no su hijo?
—Fueron asesinados en diferentes dormitorios. Los amantes habrían estado en la misma habitación y si Barry hubiera estado vivo, habría aparecido entonces.
—No, si era el asesino.
—¿Qué?
—Podría suceder.
—No es imposible, pero…
—Barry tendría veintiún años cuando ardió la casa aquella noche. Casi veintidós. Roger, ¿no crees que ya tenía demasiada edad como para que un chico siguiera viviendo con su madre?
—Claro que no, Lou. No todos salimos corriendo de la casa paterna a los dieciséis años como tú. Yo viví con mis padres hasta los veintitrés. ¿Por qué ese empeño en creer que Barry aún vive?
—Podría entender mejor las cosas que están sucediendo aquí.
—Eres demasiado buen periodista como para acomodar los hechos a una idea preconcebida.
—Sí, tienes razón. Aquí estoy, frente a otro muro impenetrable.
—¿Qué hay de la historia de esa tal Mary Bergen? ¿En qué lío te has metido?
—Me temo que todo esto se va a enredar bastante. De momento no quiero hablar de ello.
—Ni yo tampoco creo que me interese.
—Anda, vete a jugar con tu tren eléctrico.
—No sé por qué, pero ya no estoy de humor para jugar. Cuídate, Lou. Cuídate mucho, y feliz Navidad…