18.00
El oficial Lyle Winterman estacionó el coche patrulla en un callejón algo apartado y caminó dos calles hacia la iglesia luterana de San Lucas. A pesar de que había una farola cada doscientos metros, la avenida Harbor parecía oscura.
Winterman mantenía la mano derecha en la culata del revólver enfundado junto a la cadera. La tapa de la funda estaba desabrochada. Esperaba que alguien lo atacara. Después de la explicación de Patmore en la comisaría, Winterman estaba muy nervioso.
El reverendo Richard Erdman estaba aguardando en la nave de la iglesia. Se estrecharon la mano y se encaminaron a la puerta que daba a la escalera que subía al campanario.
—¿De qué se trata exactamente? —preguntó Erdman.
—Estamos trabajando sobre un aviso confidencial —contestó Winterman.
—¿Un aviso confidencial respecto a qué?
—El jefe Patmore preferiría que no lo divulgara.
—¿Habrá violencia?
—Puede que sí.
—No quiero violencia dentro del templo.
—Ni yo tampoco, padre.
—Ésta es la casa de Dios y seguirá siendo un lugar pacífico.
—Así lo espero. De todos modos, será mejor que regrese a la rectoría y cierre las puertas con llave.
—Tengo que hacer los preparativos para el oficio de Nochebuena.
—Eso no comienza hasta más tarde, ¿verdad?
—A las once —repuso Erdman—, pero empiezo a prepararlo todo a las diez.
—Me habré marchado mucho antes de esa hora —replicó Winterman.
El oficial desenganchó la linterna que llevaba colgada del cinturón y la encendió. Dirigió la luz hacia la escalera de la torre, titubeó un momento y luego empezó a subir.
Erdman cerró la puerta detrás de él.
18.05
El oficial Rudy Holtzman no hubiera debido trabajar en Nochebuena, ya que era su día libre. Mientras subía por la escalera maldecía a Patmore.
Videntes, presentimientos, adivinadores, percepciones extrasensoriales…, todo aquello eran puras estupideces. Que el jefe hiciera el ridículo no era ninguna novedad, pero hacerle caso a una vidente era el colmo…
Holtzman llegó al mirador de la torre del conjunto Kimball; a sus pies, el edificio se encontraba desierto y silencioso.
Apagó la linterna y escudriñó el puerto por un momento. En media docena de embarcaciones ya habían dado comienzo las fiestas.
—¡Maldita sea! —gruñó airado.
Se sentó de espaldas al parapeto que rodeaba la terraza de observación, colocando a su lado, en el suelo, la pistola.
Ojalá algún hijo de p… con un rifle subiera por la escalera para freírlo a tiros; se sentiría mejor.
Un yate de veinticinco metros muy iluminado navegaba por la bahía rumbo a mar abierto. Las olas de la estela golpeaban rítmicamente contra la orilla.
El aire del mar tenía un ligero olor a podrido.
John Patmore y su ayudante, un joven oficial regordete llamado Rollins, utilizaron una esquina del estacionamiento del restaurante El Delfín Sonriente a guisa de puesto de mando de la operación. Desde aquel lugar podían observar bien las tres torres.
El Mercedes se encontraba estacionado junto al coche patrulla. Mary estaba apoyada en el guardabarros, con Max a su izquierda y Lou a su derecha.
Trataba de captar otra visión. Aún tenía tiempo para prever cuál de las torres utilizaría el asesino y de esa manera ayudar a la policía en sus esfuerzos y, quizá, impedir la matanza que se avecinaba. Sin embargo, hasta aquel momento no había recibido ninguna imagen nueva. Mary temblaba sin poder controlarse, pero no se debía al aire fresco de la noche.
A las seis y cuarto, el oficial Teagarten, a quien le habían asignado la iglesia católica de la Santísima Trinidad, comunicó con Patmore por el radioteléfono portátil para informarle que los actos religiosos habían comenzado y que los Caballeros de Colón celebraban una sesión en la cripta, la cual se prolongaría hasta que comenzaran las confesiones antes de la Misa del Gallo. Teagarten opinaba que ningún asesino, ni siquiera un psicópata, se atrevería a utilizar la torre de la Trinidad si tuviera que pasar por tantos testigos para llegar a ella, de modo que quería marcharse a casa.
—Escuche —le contestó Patmore por el radioteléfono—, usted se queda en su puesto hasta que reciba de mí la orden de retirarse.
El oficial Rollins dividía su atención entre las tres torres, hacia las que enfocaba alternativamente unos binoculares.
Patmore no prestaba la menor atención a Mary. Ni siquiera la saludó cuando llegó, ni ahora se volvió a verla en el sitio donde se encontraba.
—Si esto no sale bien —dijo Lou—, Patmore jurará que jamás te conoció.
Ya había media docena de fiestas en los barcos amarrados en el puerto, y antes de una hora habría una docena más. El viento traía por encima del agua las risas y los gritos de las jóvenes, así como la música procedente de varios estéreos.
Todas las embarcaciones, desde el velero más pequeño hasta el más imponente yate de lujo, estaban adornadas con motivos de las festividades. Guías de luces de colores rodeaban las claraboyas y se entrelazaban en las barandas. Algunos de los yates más grandes, por tener motores más potentes y generadores de luz propia, tenían tantas hileras de bombillas luminosas que parecían leis hawaianos incandescentes. Otras embarcaciones tenían luces verdes, que formaban árboles de Navidad en sus mástiles; algunos barcos habían formado cruces gigantescas de color amarillo. Había también reproducciones de tamaño natural de Santa Claus, renos cabalgando en el techo de las cabinas, así como adornos hechos con crisantemos y guirnaldas de pino, acebo y flores naturales. Era un espectáculo grandioso.
En cierto modo, Lou Pasternak estaba orgulloso de King’s Point. Podía disertar durante una hora un monólogo sobre los muchos fallos que tenía, pero nunca dejaba de señalar que era el puerto más hermoso de California.
A pesar del espectáculo, el puerto no podía distraerlo mucho tiempo.
—¿Podemos hablar de Barry Mitchell? —dijo finalmente, dirigiéndose a Mary.
Ésta brincó como si la hubieran pellizcado.
—¿Mary?
—Me has asustado.
—Lo siento.
—¿Qué quieres saber de Barry Mitchell?
—¿Tendría unos… diez años más que tú?
—Más o menos, creo.
—¿Recuerdas cómo era?
—Fornido y alto.
—¿De qué color tenía el cabello?
—Oscuro —contestó ella—. Me imagino que sería castaño.
—¿Y los ojos?
—No recuerdo.
—Dijiste que mató a los animales domésticos de Alan.
—Y a los míos.
—¿Lo sorprendieron alguna vez haciéndolo?
—Una vez Alan lo vio matar una ardilla que era nuestra.
—¿Lo sorprendió con las manos en la masa?
—No, el otro era demasiado grande para Alan.
—¿Llegaron a acusarlo?
—No teníamos pruebas.
—Tenías a Alan como testigo.
—Hubiera sido la palabra de un chico contra la de otro.
—Así que dejasteis de tener animales domésticos.
—Sí.
Max abrazó a Mary.
—¿Ni siquiera amonestaron a Barry? —preguntó Lou.
—El abogado de mi padre habló con su madre.
—¿Y qué logró?
—Nada, porque Barry negó haberlos matado.
—¿A qué viene todo este interrogatorio, Lou? —preguntó Max. Lou titubeó por un momento y luego decidió que no había razón para mantener sus sospechas en secreto.
—Me dijiste que hay algo muy extraño en el asesino que buscamos esta noche. Max me ha dicho lo mismo. Pero ambos estáis en desacuerdo en cuanto a la naturaleza de lo extraño. Supongamos que…, ¿y si el hombre que buscamos resulta ser el hijo de Berton Mitchell?
—No —dijo Mary, negando con la cabeza.
—¿Por qué no? —inquirió Lou.
—Porque está muerto.
Lou la miró sorprendido.
—¿Quieres decir que Barry Mitchell está muerto? —preguntó Max.
—Está muerto y también su madre —añadió Mary.
—¿Qué?
—Su madre también murió la misma noche.
—¿Cuándo sucedió? —preguntó Lou.
—Yo tenía once años.
—O, sea, hace diecinueve.
—Más o menos.
—¿Murieron juntos?
—Sí.
—¿Cómo?
—Los asesinó un extraño.
—¿Un ladrón?
—Supongo que sí. No lo recuerdo.
—¿No sabes quién fue el asesino?
—¿Acaso es importante?
—¿Nunca detuvieron a nadie?
—Lo ignoro.
—Entonces, ¿quién te lo dijo?
—Alan.
—¿Estás segura de que sabía lo que decía?
—Claro que sí —repuso ella—. Creo que llegó a enseñarme un recorte de periódico donde se hablaba de ello.
Lou se dejó caer contra el Mercedes, frustrado porque se había desmoronado otra teoría.
Pero si habían asesinado a la esposa y al hijo sólo cinco años después que Berton Mitchell se suicidara, ¿por qué Roger Fullet no había encontrado esta información sobre el caso en los archivos del Los Angeles Times?
Algo muy extraño estaba sucediendo. Lou no era un hombre que tendiese a lo dramático, pero podría jurar que sentía la maldad flotando en el aire aquella noche.
Por encima de las ligeras ondas del agua llegó hasta ellos la aguda y penetrante risa de una mujer.
19.00
Mary apretó la mano de Max y aguardó, tensa. En cualquier momento se escucharía por el radioteléfono portátil el informe de alguno de los ayudantes; noticias de un individuo que subía cautelosamente la escalera de una de aquellas torres; cuando se recibiera, daría comienzo la cacería en serio.
19.03
Mary miraba sin cesar su reloj de pulsera, aprovechando el reflejo de las luces del puerto; dejaba descansar el peso de su cuerpo en una y otra pierna.
19.05
Por primera vez en más de una hora, el jefe Patmore se volvió a mirarla; sus miradas se cruzaron. No parecía muy satisfecho.
19.06
Mary empezaba a sentir que la táctica y la astucia del desconocido eran mejores que la suya. Por primera vez en su carrera se había topado con un adversario de su talla. Estaba tras un individuo contra quien todos sus poderes psíquicos no surtían ningún efecto.
Estaba paralizada de miedo.
—Algo anda mal —comentó.
—¿Qué pasa? —le preguntó Max.
—El asesino no va a venir.
—Pero tú viste lo que hacía —insistió Max.
—No esta vez —dijo Mary—. Este individuo es distinto; sabe que ando tras él; sabe que la policía vigila las torres.
—Si los hombres de Patmore no han sido lo suficientemente discretos… —dijo Lou.
—No es eso. Es que el asesino se me ha anticipado. No vendrá.
—No se lo digas a Patmore —le advirtió Lou—. Debemos esperar un rato más. Aún no podemos darnos por vencidos.
Cuando a las 19.30 no había señales del sospechoso en ninguna de las torres, John Patmore comenzó a pasearse de un lado a otro frente al coche patrulla con el ceño fruncido; conforme pasaban los minutos, aceleraba el paso.
A las 19.45 Patmore tomó el radioteléfono portátil que estaba sobre el maletero del coche patrulla y durante quince minutos habló sin parar con Winterman, Holtzman y Teagarten; por dos veces perdió la ecuanimidad y llegó a gritar a sus hombres. Luego, colgó y fue al encuentro de Mary. Antes de que pudiera decirle nada, ella se anticipó:
—No vendrá.
—¿Acaso efectivamente esperaba usted que viniese? —preguntó Patmore.
—Desde luego que sí.
Se sentía muy desgraciada. Pensó que había perjudicado a Lou al obligarlo a usar su influencia para luego fallarle en lo que había prometido.
—¿Qué le habrá hecho cambiar de parecer? —inquirió Patmore.
—Sabe que lo estamos esperando —intervino Max.
—¿Ah, sí? ¿Quién se lo dijo?
—Nadie —dijo Mary—. Lo presiente.
—¿Lo presiente? ¿Cómo?
—Quizá…, probablemente…
—Diga, diga…
—No lo sé —suspiró Mary.
—Esta mañana en mi oficina, sabía tanto… —masculló Patmore enojado—. Lo sabía todo, y ahora, de repente, no sabe nada. ¡Evidentemente, tampoco sabe que cuando quiero puedo ser muy grosero con quienes entran en mi oficina, me dan un informe falso de un asesinato o algo así y me hacen perder el tiempo y el de mis hombres, sólo para pasar el rato o hacer una gracia!
—Serénese, Patmore, no le vaya a dar un infarto —le advirtió Lou—, o le vaya a causar uno a Mary.
—Si acusara a este par, usted también cargaría con parte de la culpa —dijo Patmore volviéndose hacia Lou.
—No tiene por qué acusarnos de nada —dijo Lou pacientemente—. Usted sabe perfectamente que no le informamos de ningún asesinato y mucho menos de uno ficticio. Simple y llanamente, fuimos a su oficina a exponerle que teníamos buenas razones para creer que se cometería un crimen.
—Me engañaron —dijo Patinore, mirándolo fijamente.
—John, esto es ridículo.
—Y Percy Osterman les ayudó. ¿Por qué…? ¡Ah! Ya sé por qué lo hizo. Cuando la gente de aquí votó para tener su propio cuerpo de policía, a Percy no le gustó, porque no estaba de acuerdo desde un principio. No le caigo bien, ¿no es eso? Nunca me lo ha dicho, pero con esto lo ha demostrado.
—Está usted equivocado, John, sea razonable. No existe ninguna conspiración en su contra. Mary es sincera, lo mismo que Percy; lo somos todos. Hemos…
—Quieren convertirme en el hazmerreír de la localidad —dijo Patmore amenazándolo con el índice—. Más vale que no publique nada de esto su periódico, nada de que me creí todas esas tonterías, porque si lo hace, lo demandaré por calumnia y le quitaré todo lo que tiene —recalcó el policía, lanzando una mirada fulminante poco característica en sus ojos, generalmente apagados.
Mary tomó a Lou del brazo.
—Estoy exhausta, Lou —dijo—. No quiero crear más problemas, ni a ti ni a mí.
—Sí —dijo Max—. Terminemos esto y vámonos.
—John, no escribiré sobre usted. No quiero hacer de usted el hazmerreír en el Press. Dese cuenta de que hay un asesino psicópata en la ciudad y…
—Ya ha escrito sobre mí otras veces —le interrumpió aún furioso Patmore.
—Siempre he escrito artículos «de oposición», con lealtad aunque inofensivos, cuando no he estado de acuerdo con usted. He actuado correctamente en todo momento. Pensándolo bien, estimo que he sido demasiado tolerante. No es mi estilo hacer picadillo a nadie. Dios sabe que, si quisiera, podría ponerlo en la picota —le advirtió Lou ya perdiendo la paciencia.
Mary le apretó el brazo a Lou y tiró de él.
—Es usted un periodista mediocre, dueño de un periódico que no vale nada, además de ser un borracho empedernido —vociferó Patmore.
Por un instante, Mary creyó que Lou iba a golpear a Patmore, pero sólo se le quedó mirando fijamente.
—Un borracho siempre puede dejar de beber y serenarse, pero un imbécil que escasamente tiene un par de gramos de seso, tendrá que conformarse con ello toda la vida —repuso Lou.
—¡Al carajo! —bramó Patmore.
Dio media vuelta, fue al coche patrulla, levantó el radioteléfono portátil y llamó a Winterman, Holtzman y Teagarten para que abandonaran las torres.
—Lo lamento —le dijo Mary a Lou—. Lo siento, de verdad lo siento.
—Tú no tienes la culpa de que ése sea un imbécil.
—Vamos. Marchémonos de aquí —dijo Max, abriendo la portezuela del automóvil.
—¿Y ahora qué? —murmuró Max, cuando hubieron tomado asiento en la sala repleta de libros de Lou Pasternak.
—Esperaremos —contestó Mary.
—¿A qué? —preguntó Lou.
—Esperaremos a que ese individuo comience de nuevo a asesinar gente.