Mary estaba sentada en una incómoda silla metálica, con la bolsa en el regazo y las manos sobre la bolsa.
Max ocupaba una silla a su izquierda. Sabía que a Mary le disgustaban las conversaciones largas con los policías y que el ambiente lóbrego y frío de las comisarías la enervaba. Varias veces durante el último cuarto de hora Max había alargado la mano y la había tocado. Nada ostentoso, sólo unas palmaditas y apretones de afecto y aliento. Como de costumbre, su presencia alentaba.
A su derecha, Lou le había dado la vuelta a otra silla y estaba sentado en ella, con los brazos cruzados sobre el respaldo.
La habitación olía a humo rancio de habano. Las lámparas que colgaban del techo estaban demasiado brillantes. Los únicos adornos en las paredes eran unas fotografías del difunto J. Edgar Hoover, ídolo del jefe Patmore, y un calendario militar en el que había representada una escena de batalla diferente para cada mes.
John Patmore, jefe de la fuerza policial de King’s Point, estaba encorvado sobre su escritorio lleno de papeles y hablaba solemnemente por teléfono con Percy Osterman. Sin duda, el sheriff estaba derrochando grandes cantidades de halagos para persuadir a Patmore a fin de que cooperara con Mary. Una sonrisa que casi parecía una mueca afloró a los labios de Patmore.
Tenía el aspecto de un hombre bonachón, próximo a los cincuenta, de cara redonda, bastante calvo, ojos castaños, rasgos corrientes, estatura y peso mediano.
A Mary le preocupaba que no habían insistido lo suficiente para que Patmore les ayudara. Lou le había aconsejado no contarle los aspectos más extraños del asunto. Mary no había mencionado nada acerca de los perros de vidrio voladores, de las gaviotas asesinas ni de espejos de cuarto de baño rezumando sangre. Todo aquello, había insistido Lou, confundiría a Patmore. Después de que Lou explicó la naturaleza de los poderes psíquicos de Mary, ella sólo le contó al policía que los asesinatos de los últimos días eran obra de un solo individuo, que éste había matado a una joven en King’s Point la noche anterior (aunque el cadáver aún no había aparecido) y que a las siete de aquella noche abriría fuego con un rifle de gran calibre desde una de las tres torres que dominaban la bahía.
Finalmente, Patmore se despidió de Percy Osterman y colgó el auricular. Se apoyó en el respaldo de su silla y durante casi un minuto miró fijamente al espacio sonriendo.
—No os enfadéis con el jefe. No tiene intención de ser descortés —dijo Lou a Max y Mary—. De vez en cuando se detiene a pensar y se olvida de seguir adelante.
—No me gusta esto, un asesino lunático en mi ciudad —dijo al fin Patmore, dirigiéndose a Mary e ignorando al periodista.
—Si pudiéramos… —comenzó Mary.
—No me gusta nada —interrumpió Patmore, sacando un habano del cajón central del escritorio—. Soy el jefe de policía de una ciudad muy pequeña.
—Podríamos…
—En cada una de esas torres —la volvió a cortar Patmore—, porque Percy Osterman me lo ha recomendado mucho, aunque todavía tengo mis dudas acerca de esa maraña psíquica, a las seis de la tarde, una hora antes de lo previsto, si es que tiene usted razón, tendré apostados a mis hombres.
—Entonces, ¿apostará a sus hombres en las torres esta noche? —preguntó Mary, no muy segura de haber interpretado bien aquella oración tan mal construida.
—¿Acaso no acabo de decirlo? —respondió Patmore, parpadeando, mientras humedecía el habano que había sacado del cajón.
—Tendrás que perdonar al jefe —terció Lou—. Cree que la «sintaxis» es una huelga de taxistas.
Mary se sintió aliviada cuando vio que el policía deliberadamente ignoraba a Lou.
—Vamos a repasar nuevamente los detalles; su visión desde el comienzo hasta el fin.
Mary suspiró y se relajó profundamente.
«Este horror está llegando a su fin —pensó—. ¿O acaso no ha hecho sino comenzar?».
—¿Te sientes bien? —le preguntó Max.
—Sí —mintió.
—Bueno parece que ha resultado bastante más fácil de lo que nos habías advertido —comentó Max a Lou, ya en la acera frente a la comisaría.
—Estoy sorprendido —confesó Lou, con un encogimiento de hombros—. Por lo general se requiere un proceso quirúrgico para que capte una idea nueva.
—Evidentemente —dijo Mary—, Percy Osterman le impresiona aún más de lo que pensabas.
—Desde luego, eso es una gran verdad —convino Lou—, pero supongo que también hay mucho de autodefensa. Sabe muy bien que si te tacha de charlatana y te expulsa de su oficina y luego el asesino dispara desde una de las torres, exigiré su dimisión en la primera plana de mi periódico dos veces por semana hasta que se marche.
Max sugirió dejar los coches estacionados e ir en un paseo hasta el puerto.
—Podemos tomar el aperitivo por ahí y almorzar en el Sea Locker, que tiene una vista estupenda.
Mary caminaba entre Max y Lou y poco a poco se iba sintiendo mejor. La brisa le despejó el olor del habano de Patmore; asimismo, le quitó mucho de la tensión y la ansiedad que la dominaban.
El tiempo había mejorado, y a pesar de que el cielo seguía nublado y habían anunciado chubascos para el día siguiente, el día era uno de esos días invernales de California meridional que tanto anuncian. La temperatura había subido a veinte grados centígrados, el aire era tan puro y transparente que casi parecía el vacío. Aquél era el tipo de día que hacía felices a todos los que se habían trasladado desde el Este.
A una calle de distancia del puerto llegaron a la altura de una tienda de animales domésticos y de compañía en cuyo escaparate se veían dos cachorros spaniel.
—¡Oh, qué preciosidad! —exclamó Mary, al tiempo que se separaba de Max y Lou y se acercaba al escaparate.
Los cachorros, levantados, con las patas delanteras apoyadas en el cristal, trataban de olfatear la mano de Mary y movían la cola frenéticamente.
—Nunca me han gustado los perros —dijo Lou—. Son demasiado dependientes.
—Son muy cariñosos —dijo Mary.
—Tampoco me gustan los gatos.
—¿Por qué? —preguntó Max.
—Son demasiado independientes.
—Lou, quieres aparentar que eres muy duro —observó Max.
—Bueno, es que en muchas partes me tienen por un camorrista amargado —dijo el periodista sonriendo—, y tengo que cuidar mi reputación.
Mary hablaba a los cachorros a través del cristal, y aquéllos seguían haciéndole fiestas.
—Sé cuánto te gustan los animales —dijo Max—. Tenía pensado comprarte un perro estas Navidades. Quizá debí haberlo hecho.
—¡Oh, no! —dijo ella, siguiendo el juego con los cachorros—. Habría muerto.
—Qué cosas tan raras dices —comentó Lou con curiosidad.
De pronto, Mary recordó todos aquellos gatos, perros y conejos mutilados, así como otros muchos animalitos que había visto en su niñez.
—Alan tenía muchos animales cuando era niño —dijo Mary, retirándose del escaparate—. Yo también tenía unos cuantos, pero a todos los torturaron y mataron.
—¿Torturaron y mataron? —inquirió Lou—. Por amor de Dios, ¿de qué estás hablando?
—El chico de Berton Mitchell —dijo Mary—. Creía que había acusado falsamente a su padre. Así que entraba subrepticiamente en la propiedad y mataba a nuestros animales.
—Así que las pesadillas no terminaron cuando Mitchell se ahorcó en la celda —dijo Max, con una ternura que la conmovió.
Sus ojos, en general tan inexpresivos, estaban llenos de ternura y amor.
—No sabía que Berton Mitchell tuviera familia —dijo Lou.
—Esposa e hijo —asintió Mary con la cabeza—. Por supuesto que se marcharon después de… lo que sucedió, aunque no abandonaron la ciudad. Se instalaron allí.
Echó otro vistazo a los cachorros, pero ya habían dejado de hacerle caso. Ahora que los miraba no veía más que los perros de Alan: perros con las patas rotas y docenas de navajazos, perros destripados, perros decapitados, perros con los ojos sacados…
—Ese hijo de Mitchell…
—Basta —interpuso Mary temblando—. Vayamos al Sea Locker, necesito un trago.
El lavabo de caballeros del restaurante estaba saturado de desinfectante con olor a pino.
Ambos se lavaron las manos, Max tuvo especial cuidado en no mojar la venda de su dedo lastimado.
—¿Te he hablado alguna vez de mi amigo Ollie Railsbeck? —preguntó Lou.
—No, que yo recuerde —respondió Max.
—Está a cargo de un grupo de investigadores en la Universidad de Stanford. Están investigando todo tipo de asuntos paranormales: clarividencia, precognición, psicometría, telepatía, telecinesis, proyección astral, todo eso.
—Creo recordar el nombre —dijo Max, cerrando el grifo y arrancando luego una toalla de papel del toallero—. Me parece que le pidieron a Mary que cooperara en ciertos experimentos, pero no tuvo tiempo.
Tras arrancar otra toalla del toallero de la pared, Lou dijo:
—Desde que supimos que los rusos gastan casi un billón de dólares al año en investigaciones para encontrarles aplicación militar a los fenómenos psíquicos, el Pentágono ha accedido a deshacerse de unos cuantos dólares para dedicarlos al estudio de lo mismo. Los departamentos de Ollie y el del doctor Rhine, que se iniciaron hace algunos años en la Universidad de Duke, son de los mejores de este tipo que existen en el país.
—Mary ha realizado algunos trabajos en Duke.
—Esta mañana he telefoneado a Ollie Railsbeck para pedirle su opinión respecto a lo sucedido en la casa anoche, acerca de la sangre que salió del espejo.
—¿Qué ha dicho?
—Lo llamó «ectoplasma».
—Estoy familiarizado con la palabra —dijo Max, tras arrojar la toalla de papel al cesto y encaminándose hacia la puerta del servicio.
—Espera, no salgas —dijo Lou—. No quería sacar a relucir este asunto en presencia de Mary.
—Continúa —dijo Max, apoyándose en la pared.
—Según Ollie, ese tipo de experiencias no es tan insólito como yo pensaba. Dice que cosas parecidas ocurren en las sesiones espiritistas.
—¿Acaso tu amigo está gastando dinero público en estudiar sesiones espiritistas? —inquirió Max, enarcando las cejas—. ¿Esas sesiones espurias de los gitanos que se realizan en cuartos oscuros, con velas, y en las que se esquilma a la gente que desea hablar con parientes difuntos?
—Existen algunos médiums muy respetables, que se toman muy en serio su trabajo, que no andan tras el dinero ni la notoriedad y que dirigen sesiones verdaderamente impresionantes.
—¿Hablan con los espíritus?
—Quizá. Creen que lo hacen. Hablan con algo que parece les contesta. Sea lo que fuere, Ollie dice que de tarde en tarde la forma de un espíritu o de un objeto aparece sobre la mesa de la sesión o por encima de la cabeza del o de la médium mientras está en trance.
—¿Y acaso no logran eso con un proyector de transparencias que se enfoca sobre una lámina de plástico o algo parecido?
—Estas apariciones las han visto y estudiado los investigadores en un ambiente de laboratorio controlado —repuso Lou—. A veces han caído gotas de sangre de la nada, así como lo que parecen lágrimas. Sea cual fuere la naturaleza de la manifestación, ésta tiene sustancia como si fuera real.
—Pero sólo por muy breve tiempo. Anoche la sangre que salió de aquel espejo desapareció.
—Exacto. Por lo general sólo dura unos segundos. A veces llega a un minuto. Ollie sabe de un caso en que el rostro de un niño flotó sobre la médium durante veinte minutos, pero aquello fue excepcional. Las apariciones temporalmente sólidas como las de ayer se componen supuestamente de ectoplasma, una materia sobrenatural que, según dicen los médiums, puede pasar entre las dimensiones de la vida y la muerte.
—¿Ese amigo tuyo cree en fantasmas? —preguntó Max.
—No. Dice que la mayoría de los médiums que de verdad tienen talento poseen habilidades psíquicas muy desarrolladas. Obtienen excelentes resultados, en pruebas de cartas para telepatía. La mayoría de ellos tienen registros muy bien documentados de predicciones exactas. Ollie estima que, de alguna manera, mediante el uso de una habilidad psíquica que nosotros no comprendemos, inconscientemente ellos crean el ectoplasma.
—¿No cree que sea materia de otro mundo?
—No, y en particular, tampoco piensa que sea de la vida postrera.
Max meditó aquello por un momento.
—Entonces —resumió al fin—, desde el punto de vista de Railsbeck, el ectoplasma viene a ser una especie de carne materializada de los pensamientos psíquicos subconscientes.
—Exacto —dijo Lou.
—De manera que Railsbeck apoya lo que yo he venido diciendo.
—Por eso quería mencionártelo cuando estuviésemos solos —aclaró Lou—. No quería incomodar a Mary.
—En todo esto no hay ninguna fuerza sobrenatural y demoníaca que esté actuando.
—No estoy absolutamente convencido de ello —suspiró Lou, moviendo la cabeza—. Quizá tengas razón, pero yo estoy dejando las puertas abiertas. Sin embargo, tú estás convencido y Ollie tiene la misma opinión, así que me callaré la boca.
Max comenzó a golpear un puño contra la palma de la otra mano; el ruido que producía sobresaltó a Lou.
—Mary creó la sangre que salió de aquel espejo, lo mismo que produjo el espíritu burlón, pero no se da cuenta y se niega a creerlo. Ha visto algo terrible, Lou, y para evitar tener que enfrentarse a ello, utilizó poderes psíquicos que ignoraba que poseía para construir una fachada de hechos «sobrenaturales» para engañarse. Ha visto algo que ha tenido que expulsar de su mente, algo que ha sepultado en su subconsciente. Está utilizando espíritus juguetones y otras idioteces sobrenaturales para distraerse de la cosa que más teme acerca de este caso.
—No podemos ayudarla, porque ignoramos de qué se esconde —dijo Lou, tenso y deprimido.
—Lo sabremos esta noche a las siete —dijo Max sombríamente, mirando su reloj—. Faltan algo más de siete horas.
El agua grisácea tenía un aspecto aceitoso; chocaba contra los muelles, y las proas de las embarcaciones la partían como cuchillos cortando gelatina oscura.
Se encontraban sentados en una mesa junto a la ventana en el Sea Locker. Al principio, mientras Max y Lou hablaban de política, Mary permaneció callada, escudriñando el cielo en busca de gaviotas. Pero no había aves aquel día y lentamente dirigió su atención al tráfico portuario y a la conversación.
Aunque no había gaviotas que la preocuparan, no pudo relajarse. Comió muy poco y bebió demasiado, lo que generó algunas indirectas en el sentido de que quería ganar a Lou en lo de beber. Sin embargo, el whisky no le calmó el temblor de las manos.
A las dos, cuando Lou se había marchado a la oficina y ellos regresado al motel, Mary se dejó caer sobre la cama, tratando de dormir la siesta. Tenía que estar descansada y alerta para la cacería humana de aquella noche.
Cerró los ojos e intentó dejar de pensar. El vino que había bebido durante el almuerzo la ayudó algo. Sintió que flotaba en lentos círculos sobre una balsa de goma en una gigantesca piscina. Comenzó a repetir mentalmente la palabra «uno» hasta hartarse, y así expulsó todos los demás pensamientos.
Justo antes de quedarse dormida, oyó un ruido que se aproximaba.
¡Batir de alas!
Abrió los ojos.
No había nada.
Pura imaginación.
Max estaba a su espalda, sentado en un sillón, leyendo el King’s Point Press. Si hubiera habido algún ruido extraño, lo habría oído él también.
Volvió a cerrar los ojos y a pensar de nuevo en la palabra «uno».
¡Batir de alas!
Abrió los ojos. Nada.
Sabía que las alas tenían algo que ver con Berton Mitchell y que también formaban parte del caso en que estaba trabajando actualmente. El asesino que trataba de atrapar estaba relacionado de alguna forma con Berton Mitchell. Imposible. Inconcebible. No obstante…
Se sentía atormentada. Todo lo que deseaba era un poco de paz, que la dejaran sola. ¡Ansiaba terminar aquel caso!
Cerró con fuerza los párpados, tratando de contener las lágrimas, pero de todas maneras rodaron por sus mejillas.
Tenía miedo; quería que Max se levantara y se le acercara. Se volvió en la cama y estuvo a punto de pronunciar su nombre, cuando recapacitó: «¡No, por Dios, no! Sé fuerte por una vez».
Tarde o temprano, tendría que hacer frente a sus propios problemas. Cada vez se daba más cuenta de lo frágil que era su vida. Sentía que era presa fácil de la muerte —no únicamente ella, sino también Max, Lou y Alan— y la sentía tan cercana como si estuviese al alcance de la mano. Algún día quizá Max se marchara para siempre y ¿cómo sobreviviría si no podía enfrentarse con la adversidad por sí misma?
Tendría que enfrentarse con lo que había sucedido hacía veinticuatro años. Tendría que meditar, remontarse y encontrar el significado de las alas. No descubriría la conexión entre Berton Mitchell y el actual asesino hasta que lo recordara todo acerca de las alas y lo que había sucedido en la vivienda del jardinero.
Esperó hasta que las lágrimas se hubieron secado; luego, se levantó de la cama.
—¿Pasa algo? —preguntó Max.
—No puedo dormir.
—¿Quieres charlar un rato?
—Continúa leyendo el periódico. Quiero meditar.
Mary cogió el cuaderno y la pluma que estaban sobre la mesilla de noche y se sentó al pequeño escritorio que había en la habitación.
Haría lo que siempre hacía cuando tenía un problema que nadie podía resolverle: escribir acerca del tema. Escribía docenas de preguntas; una en cada sexta o séptima línea y buscaba luego las respuestas para anotarlas entre las líneas que las separaban. Aquel proceso siempre la tranquilizaba. Desde luego, buscaba más que eso; quería respuestas, y a veces las conseguía.
Sin embargo, al cabo de todos aquellos años ya no podía engañarse. Conocer la solución y poder actuar con acierto eran dos cosas muy distintas. Tenía la agudeza, mas no la fuerza. Aunque había realizado aquel ritual con el cuaderno y la pluma centenares de veces, nunca había conseguido con él lo que más esperaba: aún no era capaz de decidir por sí misma en una situación importante: aún tenía que solucionar un problema sin la ayuda de nadie.
Esta vez sería diferente. Tenía que ser diferente. Se dio cuenta de que si fallaba en el intento de encontrar una nueva fuerza dentro de sí, no sobreviviría mucho tiempo.
Abrió el cuaderno que había comprado el día anterior y que aún no había utilizado y se dio cuenta de que había algo escrito en la primera página.
¡Escápate, Mary!
Estaba escrito con bolígrafo. Parecía como si hubiesen escrito las palabras apresuradamente y, aunque sin lugar a dudas era su letra, no recordaba haberlo escrito.
Roger Fullet llamó a las cuatro y facilitó a Lou una sinopsis detallada del caso de Berton Mitchell según la crónica publicada en el Los Angeles Times «… y tras deliberar sólo veinte minutos, el jurado lo declaró culpable de todos los cargos. Su abogado presentó inmediatamente una apelación basada en tecnicismos legales, pero Mitchell debió de darse cuenta de que no había ninguna oportunidad de un nuevo juicio. Fue condenado a veinticinco años de reclusión».
—¿Y se ahorcó? —preguntó Lou.
—Precisamente como te lo habían contado. Lo hizo al día siguiente de dictada la sentencia, antes de que lo trasladaran de la cárcel del Condado a la penitenciaría.
—Has mencionado a su familia.
—Tenía esposa y un hijo.
—¿Cómo se llamaba el hijo?
—Barry. Barry Mitchell.
—¿Qué edad tenía cuando sucedió aquello?
—No lo he anotado, pero me parece que unos dieciséis años.
—¿Has encontrado algo más acerca de él en tus archivos? —preguntó Lou.
—Visitó a su padre en la cárcel a diario. Estaba convencido de que Mitchell era inocente y lo sostenía.
—¿Algo más?
—En la actualidad la prensa habría exprimido hasta la última gota a la esposa y al hijo. En las últimas décadas, los estadounidenses se han vuelto tremendamente morbosos. Los lectores demuestran cada día mayor interés por asomarse a las tragedias personales. En cambio, hace veinticuatro años la gente de este país aún respetaba la vida privada y obraban con decoro. No molestaron ni a la madre ni al hijo. Así que no hay nada más en nuestros archivos.
—Me pregunto qué habrá sido del hijo —dijo Lou golpeando el escritorio con un lápiz.
—Me temo que no puedo ayudarte.
—Has hecho más que suficiente. Muchas gracias, Roger.
Después de felicitarse mutuamente las fiestas navideñas, Lou colgó el auricular. En aquel momento entró su secretaria para desearle feliz Navidad antes de marcharse a casa. La oficina quedó en silencio.
No había encendido las luces al regresar del almuerzo. Ahora, cuando el temprano anochecer descendía gradualmente, se encontraba solo, sentado entre sombras alargadas, mirando ante sí, pensativo.
¿A qué le temía Mary?
¿Qué era tan original y extraño en aquel caso?
Una posible teoría se había derrumbado con lo que Roger Fullet le había dicho. El asesino psicópata que andaba suelto en King’s Point no era Berton Mitchell.
¿El hijo? ¿Barry Mitchell? Tendría cuarenta años, la edad de Max. No sería mucho mayor que su padre cuando atacó a Mary. La locura a veces es hereditaria. De tal palo, tal astilla. Quizá fuera Barry Mitchell quien subiera la escalera de una de aquellas torres a las siete de la noche.
Cuando la penumbra se impuso a la luz del atardecer, la oficina comenzó a enfriarse. Para entrar en calor, Lou se incorporó y se sirvió un bourbon doble.
Decidida a no recurrir a Max y mostrarle la frase de advertencia escrita en la primera página del cuaderno, Mary anotó cincuenta y cuatro preguntas y veintisiete respuestas, buscando la comprensión y las soluciones de la única manera que conocía. Hasta entonces no había descubierto nada nuevo acerca de las torturas y excesos que habían tenido lugar veinticuatro años antes, ni el más leve indicio respecto al significado de las alas, pero no iba a darse por vencida.
Aunque ello interrumpía la secuencia de su pensamiento y la ponía muy nerviosa, Mary repetidas veces volvió a la primera página, para leer aquellas dos palabras: ¡Escápate, Mary! Trató de convencerse de que aquello era obra de otra persona, de que algún extraño había irrumpido subrepticiamente en la habitación del motel y había escrito la advertencia mientras ella y Max se encontraban ausentes. Pensó que quizá lo había hecho el asesino, pero descartó pronto la posibilidad. No tenía sentido. Además, reconocía su caligrafía. Seguramente se había levantado de la cama por la noche sin despertar a Max y, pese a estar dormida, había anotado un mensaje urgente dirigido a sí misma. Dormida, Mary había previsto un gran peligro. Sin embargo, ¿qué conocimiento había tenido durante el sueño que ahora, despierta, no era capaz de retener?
Max se levantó del sillón.
—¿Quieres refrescarte? —le dijo.
—¿Qué? —preguntó Mary, volviéndose.
—Son las cinco y media. Tenemos que encontrarnos con Lou a las seis. Pensé que quizá querrías refrescarte un poco.
—Oh, por supuesto —aceptó Mary, cerrando el cuaderno.
—¿Estás bien? —preguntó Max.
—Sí.
La miró preocupado.
—No —dijo ella—. No estoy bien.
Max se le acercó y la besó en la mejilla.
—Tengo miedo —dijo ella.
—Yo también.
—¿Qué va a sucederme?
—Nada malo.
—No sé.
—Yo sí —replicó Max—. Quédate cerca de mí esta noche hasta que capturen a ese criminal.
—¿Y qué sucederá si no lo atrapan? —preguntó Mary.
—Tú dijiste que sí lo atraparían.
—No. Yo sólo dije que estaría en una de las torres.
—Si lo están esperando, lo cazarán —dijo Max tranquilizándola.
—Tal vez.