El sueño de Mary había estado salpicado de pesadillas, como espantapájaros aleteando en un campo vacío cubierto de nieve. La mayoría de ellas se basaba en los peores momentos de su infancia. Por la mañana, sucios jirones de aquellos sueños aún colgaban a su alrededor, haciéndola sentirse nerviosa.
Por lo general, después de ducharse y antes de vestirse, Mary se secaba el cabello con una toalla para luego cepillárselo con cien vigorosas pasadas. Sin embargo, aquella mañana sentía un extraño malestar de encontrarse desnuda y, cuando llevaba veintiocho pasadas con el cepillo, se dio cuenta de que no soportaría las setenta y dos restantes sin antes vestirse.
Tenía la costumbre de cepillarse el cabello y realizar otros ritos matinales totalmente desnuda, con lo que disfrutaba mucho. Mary admitía que era una exhibicionista (mírame, mira mis hermosos senos, nalgas y piernas, mira qué inmaculados son, mira qué hermoso es todo ello, lo mismo que yo, ámame, ámame). Sin embargo, razones más importantes que el exhibicionismo la impulsaban a actuar de esa manera. Mary sentía que si iniciaba el día desvestida, adquiría una sensación de ligereza y libertad que permanecía con ella hasta la tarde. El doctor Cauvel decía que, quizá comenzando desnuda el día, estaba tratando de convencerse a sí misma de que sus pesadillas nocturnas no le habían dejado ninguna marca, que Berton Mitchell no le había dejado ninguna marca, aunque Mary no entendía aquella lógica.
A veces, Max se sentaba callado, observándola mientras se cepillaba el cabello y hacía ejercicios desnuda. Podía ruborizarla, refiriéndose a su propio voyeurismo como «lectura de una hermosa poesía».
Pero en aquel momento Max estaba en la ducha y nadie más le estaba «leyendo hermosas poesías» en la habitación del motel. Sin embargo, Mary sentía que alguien la miraba fijamente.
Temblando, se puso un sostén y unas bragas. Su temblor crecía en intensidad.
Cuando abrió el armario para sacar unos pantalones y una blusa, vio los zapatos enlodados de Max, así como su chaqueta enlodada y ensangrentada. Mientras examinaba las manchas oscuras de la chaqueta, Max salió del baño. Venía secándose el cabello con una toalla y llevaba otra alrededor de la cintura.
—¿Te has lastimado?
—Sólo me he duchado, querida.
Mary no sonrió y levantó la chaqueta manchada.
—¡Oh! —dijo Max—. Se me abrió el corte del dedo.
—¿Cómo sucedió?
—Se cayó la venda cuando tropecé y caí.
—¿Te caíste? ¿Cuándo?
—Anoche —contestó Max—. Después de tomar el sedante te quedaste profundamente dormida. Sin embargo, yo no podía conciliar el sueño. De manera que fui a dar un paseo. Estaba a unas tres calles del hotel, cuando comenzó a llover. Fue un chubasco repentino que me pilló por sorpresa. Regresé corriendo, y quise atajar por el terreno baldío de atrás, pero tropecé con una piedra y caí. Muy torpe por mi parte. La venda se cayó del dedo y el corte se abrió.
—Sangraste mucho —observó Mary, mirando la chaqueta que sostenía en las manos.
—Como un cerdo en el matadero —repuso Max, levantando la mano y mostrando el dedo lastimado envuelto en una gasa limpia sujeta con tela adhesiva—. Aún me duele.
Arrojó a un lado la toalla con la que se había estado secando el cabello, tomó la chaqueta que sostenía Mary y la examinó detenidamente.
—No creo que ningún tintorero pueda limpiarla completamente —dijo, y llevó la prenda al cesto de la basura y la tiró.
—Debiste despertarme cuando regresaste anoche —dijo Mary.
—Estabas profundamente dormida.
—Deberías haberlo intentado.
—¿Para qué? No era nada serio. Apreté la herida durante unos quince minutos, hasta que la hemorragia se detuvo completamente. Luego le puse una nueva venda. No hay por qué preocuparse.
—Deberías ver a un médico.
—No hay necesidad —dijo Max, moviendo la cabeza.
—Es que parece que no se cura.
—Dale tiempo. Estaba comenzando a sanar cuando me caí y volvió a abrirse —dijo Max—. Tendré más cuidado.
—La próxima vez que te cambies el vendaje —dijo Mary—, quiero ver el corte. Si no está sanando, irás a ver un médico, aunque tenga que llevarte a rastras.
—Sí, mamá.
Max se acercó a Mary y le puso las manos sobre los delgados hombros. Tenía una sonrisa encantadora que casi reservaba exclusivamente para ella.
Mary suspiró y se apoyó en su pecho; escuchó el lento y firme latir de su corazón.
—Estoy preocupada por ti.
—Lo sé —dijo Max.
—Porque te amo.
—Lo sé.
—Porque me moriría si te perdiera.
Max le desabrochó el sostén.
—No tenemos tiempo… —empezó a decir Mary.
—Pasaremos por alto el desayuno.
Mary comenzó a acariciarlo. Max era sólido y fornido. Su tamaño y fuerza provocaban un tremendo impacto en ella. Se sentía drogada y excitada al mismo tiempo. Sentía pesados los ojos y débiles las piernas. Sin embargo, en los senos y el vientre, así como en los muslos, sentía un calor y tensión extraordinarios. La textura de la piel de Max, lo acerado de sus músculos y tendones la hipnotizaban.
Max la desnudó, se quitó luego la toalla que llevaba alrededor de la cintura y la besó en el cuello. Mary sintió que flotaba cuando Max deslizó las manos por su espalda y le sostuvo las nalgas.
—Podrías sostenerme tan apretada —dijo Mary—, y estrujarme tan fuerte que me cortarías la respiración. Eres lo suficientemente fuerte para romperme el cuello.
—Yo no quiero romperte el cuello —murmuró Max.
—Pero podrías hacerlo tan fácilmente…
Max le tomó la oreja entre los labios.
—Si me… rompieras el cuello… creo que… no me importaría.
Max deslizó una mano entre los muslos de Mary y le palpó el centro húmedo.
—Serías tan delicado —dijo Mary adormilada—. Aun partiéndome el cuello serías delicado haciéndolo. No sentiría dolor, pues no permitirías que me doliera.
Max la llevó a la cama.
Cuando la penetró, cuando el pistón del amor comenzó a deslizarse delicadamente con los aceites de Mary, ésta se puso a pensar cómo sería morir triturada entre sus brazos y también pensó lo extraño que era que considerara semejante cosa y aún más extraño considerarla sin temor, sino con algo muy parecido al deseo, a un anhelo melancólico, una esperanza curiosamente agradable; no un deseo de muerte, sino una dulce resignación; estaba segura de que el doctor Cauvel señalaría aquello como una señal de su enfermedad, que entonces estaría preparada para rendirse aún a la responsabilidad principal (la responsabilidad fundamental de su propia vida, para decidir si merecía o no la vida) y que él diría que necesitaba tener más confianza en sí misma y no depender tanto de Max, pero a ella no le importaría nada; Mary sólo sentía la fuerza, la fuerza de Max y comenzó a pronunciar su nombre, clavándole los dedos en los músculos y rindiéndosele gustosamente.
—Habla Roger Fullet.
—¿Su nombre es Fullet o «fullero»?
—¿Lou? ¿Eres tú, Lou Pasternak?
—He preguntado por Roger Fullet, el reportero, y me han contestado que ahora es Roger Fullet el editor.
—Desde hace un mes.
—El Los Angeles Times está degenerando.
—Por fin han reconocido la brillantez.
—¡Oh!, ¿quieres decir que apenas ascenderte le dieron tu puesto a otra persona?
—Muy gracioso.
—Gracias.
—Eres un tipo muy gracioso.
—Gracias.
—La cirugía plástica podría ayudarte.
—Cuidado, Fullet, no eres pieza para mí.
—Lo lamento. He perdido la cabeza.
—No sería la primera vez.
—Escucha, Lou, el despacho que ocupo aquí es casi tan grande como toda tu empresa.
—Te han dado un despacho para poder encerrarte y evitar que estés estorbando.
—Ahora sólo ceno con gente importante.
—¡Vaya, por fin puedes cenar!
—No sabes cuánto gusto me da escuchar tu voz.
—¿Cómo están Peggy y los chicos?
—Muy bien. Todos bien de salud.
—Salúdalos y deséales una feliz Navidad de mi parte.
—Lo haré. Tienes que venir a visitarnos un fin de semana, pero que sea pronto. ¿Sabes que no nos hemos visto en seis meses? Vivimos tan cerca, sólo estamos a una hora de distancia. ¿Lou, por qué no nos vemos más a menudo?
—Tal vez sea porque inconscientemente nos aborrecemos.
—Es imposible que alguien me aborrezca. Soy un caramelo. Eso es lo que dice mi hija.
—Bueno, pues, señor Caramelo, quisiera saber si puedes hacerme un favor.
—Estoy a tus órdenes, Lou.
—Quisiera que investigaras en la «morgue» del Times y me consiguieras toda la información disponible acerca de un crimen que me interesa.
—¿Qué clase de crimen?
—Perversión de menores.
—Suena feo.
—También agresión con intento de homicidio.
—¿Dónde sucedió?
—En algún sitio del oeste de Los Ángeles; en un barrio bastante poblado. La niña vivía en una propiedad de unas ocho hectáreas, que posiblemente ya haya sido subdividida.
—¿Cuándo sucedió?
—Hace veinticuatro o veinticinco años.
—¿Quién fue la víctima?
—Es un asunto un poco delicado.
—¿Por qué?
—Roger, se trata de una buena amiga mía.
—Entiendo.
—Además, es casi una personalidad, muy conocida en la vida pública.
—Me intriga.
—No tengo pensado escribir acerca de ello, ni tampoco quiero que nadie lo haga.
—Si eso sucedió hace veinticinco años, no es noticia para un periódico.
—Lo sé, pero alguien podría utilizarlo para un artículo de una revista, lo que podría perjudicarla bastante si se volviera a remover el asunto.
—Si no vas a escribir acerca de ello, ¿para qué necesitas toda esa información?
—Tiene problemas; muchos problemas, y quiero ayudarla.
—¿Y por qué no puedes obtener todos los detalles directamente de ella?
—Sólo tenía seis años cuando sucedió.
—¡Santo cielo!
—Es imposible que lo recuerde todo, o lo recuerde correctamente.
—¿Y lo que sucedió entonces se relaciona con los problemas que tiene actualmente?
—Creo que sí.
—De acuerdo. No enviaré a nadie para realizar este trabajo; podría haber alguna fuga. Bajaré a la «morgue» y examinaré los archivos personalmente.
—Gracias, Roger.
—Y lo haré como tu amigo, no como reportero.
—Me parece muy bien.
—¿Cómo se llama la víctima?
—Mary Bergen. No, espera… en aquella época se llamaba Mary Tanner.
—¿La clarividente?
—Correcto.
—Nosotros publicamos una columna suya.
—También yo.
—¿Quién la atacó?
—Berton Mitchell. B-E-R-T-O-N M-I-T-C-H-E-L-L. Era el jardinero de la propiedad de los Tanner.
—Te conseguiré toda la información. ¿Hay algo que te interese especialmente?
—Quiero saber si juzgaron a Mitchell y, de ser así, quiero saber si salió absuelto y lo dejaron en libertad o si por el contrario fue condenado.
—Dices que él fue el agresor.
—Eso no significa que lo condenaran. Ya sabes lo que puede conseguir un buen abogado.
—¿Algo más?
—Más que nada, si a Mitchell lo condenaron, quiero saber si se suicidó.
—¿Eso es lo que te han dicho?
—Sí, pero ignoro si es cierto.
—Lou, si el individuo aún está vivo y no está en prisión, dudo que podamos encontrarlo en nuestros expedientes.
—No te estoy pidiendo que lo encuentres. Si Mitchell está vivo, entonces creo saber dónde se encuentra.
—Te llamaré esta tarde.
—Estaré en la oficina.
Cuando hubo terminado la conversación con Roger Fullet, Lou hizo una llamada de larga distancia a la casa del doctor Oliver Railsbeck, un viejo amigo que trabajaba en la Universidad de Stanford. Hablaron durante quince minutos.
A las nueve y media, una vez conseguido lo que pudo de Ollie Railsbeck, Lou se dirigió al baño de los invitados, al final del pasillo. La noche anterior había ordenado todo el desastre; había limpiado el suelo del jarabe para la tos y recogido todos los vidrios rotos. Se paró en el centro de la pequeña pieza y examinó el espejo. No vio más reflejo que su propia imagen.
Tocó el vidrio y el marco del espejo, así como los grifos y la porcelana del lavabo. La noche anterior, todas aquellas cosas se salpicaron con la sangre que Mary había materializado y sostenido brevemente con sus poderes psíquicos. Sangre húmeda y viscosa, que parecía real…, pero no lo era. Sangre que tenía sustancia, color y textura (aunque sólo por unos segundos), pero que no era de este mundo.
Se preguntó el sufrimiento de quién había representado aquella sangre. Podía ser la sangre simbólica de la rubia, cuya muerte había predicho Mary. O quizá fuera la sangre de la propia Mary la que se había desvanecido de las puntas de los dedos de Max.
¿Un presagio de muerte?
—Dios la ayude —dijo Lou en voz alta.