12

A la una de la madrugada, el viento azotaba con furia desde el mar y enlodaba la tierra, aplanaba el césped y rebotaba sobre los caminos empedrados.

El individuo estacionó el Mercedes al final de la cinta pavimentada y paró el motor. La oscuridad era tal que no podía ver ni sus propias manos al volante. El único ruido era el incesante repiqueteo de la lluvia sobre el maletero, el techo y el capó del automóvil.

Decidió esperar a que pasara la tormenta. La temporada de lluvias había llegado a California. Sin embargo, chaparrones repentinos como aquél rara vez duraban mucho tiempo.

A su lado, sobre el asiento, se encontraba el cuchillo de carnicero. Alargó la mano y lo levantó. Apenas podía ver la bien afilada hoja a la escasa luz, pero al palparla sintió la misma emoción como si la estuviera viendo. Probó el filo con el dedo, no con tanta firmeza como para cortarse, pero sí la suficiente para sentir el vigor de la muerte inerte, aunque presta, en el acero templado.

A la una y diez, la lluvia se convirtió en llovizna, y poco después dejó de llover. Abrió la portezuela y bajó del automóvil.

El aire estaba limpio y fresco y el viento había amainado.

A un kilómetro a su izquierda, hacia abajo, todo el puerto se bailaba decorado con luces navideñas.

La única luz cercana provenía de una de tres cabañas que quedaban unos doscientos metros al Oeste. Estas cabañas, alineadas sobre la barranca, estaban orientadas hacia el mar y la parte posterior daba al camino empedrado. La que quedaba más al Norte, y cuya dueña era Erika Larson, estaba situada a sesenta metros de distancia de la siguiente cabaña. Muchos árboles la rodeaban, y a aquella hora aún se veía luz en su interior.

Como el individuo había imaginado, Erika estaba despierta; probablemente trabajando en una de sus sombrías acuarelas o en un inquietante óleo, lleno de rostros pensativos, en tonos azules y verdes oscuros. Casi siempre pintaba durante las serenas primeras horas de la madrugada, y se acostaba al amanecer. Rodeó el Mercedes y abrió el maletero, que contenía muchas armas: una escopeta italiana, dos rifles y siete pistolas, además de cajas de municiones. Escogió un Colt 45, una pieza de coleccionista, con la parte metálica ricamente labrada con animales que huían de la boca del cañón hacia el gatillo. Ya estaba cargada, al igual que las demás armas. Guardó el Colt en el bolsillo de su chaqueta y cerró el maletero.

Cuchillo en mano, se encaminó por la vereda hacia la casa iluminada. De vez en cuando tropezaba en los hoyos del camino y sus zapatos chapoteaban en el lodo.

Mary murmuraba en sueños.

Soñaba que estaba con su padre. Tenía nueve años; era de nuevo una niña. Estaban sentados sobre un césped verde aterciopelado. El sol estaba en lo alto y les daba de lleno, pues no había nada que proyectara sombra.

—Si ayudo a la gente con mis poderes extrasensoriales, tal vez me quieran. Deseo que la gente me quiera, papi.

—Bien, yo te quiero, Mary.

—Pero me abandonarás.

—¿Abandonar a mi nenita? ¡Tonterías!

—Morirás en el coche, morirás y me abandonarás.

—No debes decir eso.

—Pero…

—Si muero, te quedará tu madre.

—Ella ya me ha abandonado. Me abandonó por su whisky.

—No, no. Tu madre aún te quiere.

—Quiere al whisky. Se le olvida mi nombre.

—Tu hermano te quiere.

—No, no me quiere.

—¡Mary, qué cosas dices!

—No culpo a Alan por no quererme. Todos sus animalitos se mueren por mí.

—No es culpa tuya.

—Tú sabes que sí. Pero aunque me quiera, Alan también me abandonará un día, y entonces estaré sola.

—Algún día conocerás a un hombre que se casará contigo y te querrá.

—Quizá me quiera por un tiempo, pero luego me abandonará. Se marchará como todos. Necesito protección contra la soledad. Me da miedo estar sola. Necesito que mucha gente me quiera. Si mucha gente me quiere, no podrán marcharse todos al mismo tiempo.

—¡Qué tarde se ha hecho! Me tengo que marchar.

—Papi, no puedes abandonarme.

—Tengo que irme.

—Esta mañana he encontrado a Elmo.

—¿El gato de Alan?

—Estaba todo ensangrentado.

—¿Dónde?

—En la casa de juego.

—¿Otro animal muerto?

—Alguien lo descuartizó.

—¿Lo sabe Alan?

—Aún no, papi. Llorará cuando lo sepa.

—Caramba, pobre niño.

—Se enfadará conmigo.

—Mary…, tú no…

—No, papi, no haría tal cosa.

—Después de lo que sucedió la semana pasada…

—No fui yo. No fui yo.

—De acuerdo, entonces fue el chico de Mitchell otra vez.

—Quisiera que la señora Mitchell se marchara.

—El hijo de Berton Mitchell descuartizó a Elmo, así que Alan no se enfadará contigo.

—Pero por mi culpa se llevaron a su papá, por eso viene y mata a todos los animalitos de Alan.

—Alan entiende eso y no te hace responsable.

—Alan todavía está enfadado conmigo porque tiré sus tortugas al arroyo la semana pasada.

—No me has dicho por qué hiciste eso.

—Algo me dijo que lo hiciera.

—Te merecías el castigo, ¿sabes? Las tortugas eran de Alan y no tuyas.

—Algo me dijo que lo hiciera.

—¿Quién?

—Algo. Algo.

—Mary, a veces eres una niña muy extraña.

—Quédate aquí y me portaré bien.

—Debo marcharme.

—Estaré sola si te marchas.

—Debo irme.

—Me quedaré sola con las alas.

—Adiós.

—¡Papá, las alas!

Lloriqueando en el profundo sueño inducido por el sedante que había tomado, Mary se dio la vuelta, sin darse cuenta de que estaba sola en la cama.

El individuo abrió la ventana del dormitorio y entró sin hacer el menor ruido.

Un estéreo desgranaba uno de los discos más conmovedores de Joan Báez.

Atravesó la pieza y pasó por el estrecho corredor hacia la sala. Erika Larson, sentada en un taburete alto, de espaldas a él, trabajaba en un óleo colocado sobre un caballete.

Samanta, la gata negra de la muchacha, estaba acurrucada en un sillón. Levantó la cabeza y lo miró con sus ojos amarillentos cuando salía del corredor.

Un aroma agradable flotaba en el ambiente, pues hacía poco Erika se había preparado unas palomitas de maíz.

—Tú —dijo la chica volviéndose, pues lo había percibido cuando él se hallaba a un par de metros de distancia.

Seguía tan bella como la recordaba. Tenía abundante cabello rubio ondulado, una tez casi translúcida y enormes ojos azules. Llevaba unos pantalones de mezclilla y una camiseta, a través de cuya delgada tela blanca se transparentaban los oscuros pezones.

—¿Qué haces aquí? —preguntó, levantándose del taburete.

Él no respondió.

La gata, presintiendo que algo andaba mal, brincó del sillón y corrió hacia la cocina.

El individuo se acercó a Erika.

—Márchate de aquí —dijo ella, escudándose tras el caballete.

El individuo derribó el caballete.

—¿Qué quieres?

Él levantó el cuchillo.

—¡No! ¡No!

Erika retrocedió hacia las ventanas que daban al Pacífico. Levantó las manos frente a ella, como para atraparlo en cuanto el individuo tratara de cubrir la distancia que los separaba.

—Mary lo sabrá —dijo Erika.

Él no respondió.

—Mary verá quién lo hizo —le advirtió.

Él alargó el brazo.

—Te entregará a la policía. ¡Mary lo sabrá!

Estaba a punto de amanecer.

Samanta salió del anaquel de la cocina donde se había escondido y se había dormido. Bostezó, se estiró y permaneció inmóvil por un instante con la cabeza en alto, escuchando.

La cabaña estaba en silencio. Sólo el aire rozaba suavemente el techo.

Por fin, Samanta se deslizó silenciosamente hacia la sala. El árbol de Navidad estaba tirado y los adornos esparcidos por el suelo, muchos de ellos pisoteados hasta quedar reducidos a polvo. Samanta olfateó un ángel de vidrio roto y con una pata jugueteó con la cabeza. Lamió un bastón de caramelo machacado y husmeó un crucifijo roto que antes colgaba de una de las paredes de la sala sobre la puerta del corredor. Metió la nariz en unos pantalones de mezclilla tirados y una camiseta arrugada.

Finalmente, con mucha cautela, rodeó el cuerpo de Erika Larson y lamió la sangre como antes lo había hecho con el bastón de dulce.