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6.30

Al anochecer, las colinas de King’s Point estaban salpicadas de luces, como las llamas anaranjadas dentro de las calabazas el día de Todos los Santos, pero con miles de ojos. Hacia el Oeste, el mar se fundía con el cielo en un manto negro.

—Estás encantadora esta noche —dijo Max acercándose a Mary y besándola después de estacionar el coche junto a la acera y apagarlas luces.

—Con ésta van seis veces que lo dices —sonrió Mary.

Estaba sorprendida de que a pesar de lo que le había sucedido durante el día, aún se sintiera bella, femenina y vivaz.

—El siete es un bonito número. Estás encantadora esta noche —repitió Max, y volvió a besarla—. ¿Te sientes mejor? ¿Estás tranquila?

—Al hombre que inventó el Valium deberían canonizarlo.

—Te deberían canonizar a ti —repuso Max—. No te muevas. Voy a bajar y daré la vuelta para abrirte la puerta.

El viento marino ya no soplaba tan fuerte como durante el día, aunque al caer la noche se había tornado más frío y silbaba más. Sacudía las contraventanas que no estaban aseguradas y hacía rechinar y crujir las bisagras flojas de las puertas. Hacía que las ramas de los árboles arañaran las paredes de las casas, que los botes de basura se volcaran, que las puntas quebradizas de las palmas, al mecerse, produjeran un ruido semejante al sisear de las culebras y que algunas latas de refresco, que habían quedado tiradas, rodaran por las calles.

Protegida del viento por espesos arbustos, pinos y palmeras datileras, la pequeña casa de un piso en Ocean Hill Lane 440 daba la impresión de que su interior era cálido y acogedor. Luces tenues irradiaban por las ventanas emplomadas y un farol brillaba junto a la puerta de entrada.

Lou Pasternak —dueño, publicista y editor del King’s Point Press, que aparecía dos veces por semana— fue quien les abrió la puerta. Mientras se alababan mutuamente el buen aspecto que tenían y lo felices que eran al reunirse nuevamente, Pasternak le dio un beso a Mary, le estrechó la mano a Max y colgó sus abrigos en el perchero.

Era tan tranquilizante estar en compañía de Lou como tomar un calmante. Aparte de Max y su propio hermano, Mary quería a Lou más que a cualquier hombre en este mundo. Era inteligente, bondadoso y demasiado generoso. También era el peor de los cínicos que jamás había conocido, pero aquel cinismo estaba templado por su humildad y por un maravilloso sentido del humor.

Mary se preocupaba por él, pues bebía demasiado. Pero Lou sabía que bebía demasiado y hablaba desapasionadamente de ello. Decía que si uno entendía lo problemático que era el mundo, si uno veía qué podría ser el paraíso, si comprendía que lo que podría ser nunca llegaría a ser, porque la gente es imbécil, entonces lo que uno necesitaba era algo para ayudarle a vivir sin perder la razón. Para algunos, decía, era el dinero o las drogas o muchas otras cosas; para él, era el escocés y el whisky americano.

—Mi madre —le decía Mary con frecuencia— tuvo una vida infeliz por ser alcohólica.

—Tu madre —le respondía siempre Lou— parece que fue una alcohólica que no sabía beber. No hay nada peor que un mal bebedor, a menos que sea un ebrio que se consuela a sí mismo.

El que Lou bebiera no parecía afectar en nada la vida activa que llevaba. Había fundado y aún dirigía una empresa sumamente próspera. Sus editoriales y sus artículos periodísticos habían ganado varios premios nacionales. En la actualidad, a los cuarenta y cinco años, aunque nunca se había casado, tenía más amigas que cualquier hombre que Mary conociera. Por el momento vivía solo, pero aquel celibato no duraría.

Aunque Mary lo había visto trasegar enormes cantidades de licor, nunca lo había visto borracho. Nunca tropezaba, barboteaba, lloriqueaba o se tornaba sensiblero, escandaloso, bravucón u odioso.

—No bebo para evadir mis responsabilidades —le dijo una vez a Mary—. Bebo para evadir las consecuencias de la ineptitud de otros y cumplir con sus responsabilidades.

—El alcohol mató a mi madre —le advirtió ella—. No quiero verte morir.

—Querida, todos nos moriremos. Es lo mismo morir por un hígado podrido que de cáncer o de un derrame cerebral. Por lo que a mí respecta, prefiero lo primero.

Mary quería tanto a Lou como a Max, aunque de distinto modo.

Era fornido, aunque medía veinticinco centímetros menos que Max (que medía dos metros de estatura), e incluso era más bajo que ella. Tenía fuertes músculos en el cuello, los hombros, los brazos y el pecho. Llevaba una camisa blanca con las mangas remangadas y dejaba ver sus brazos peludos.

En contraste con el cuerpo, su rostro era severo. Tenía los rasgos de un aristócrata. Llevaba el cabello castaño peinado hacia atrás, tenía la frente ancha, los ojos vivarachos hundidos, la nariz afilada y una boca casi remilgada. Usaba lentes de montura metálica, lo que le daba una apariencia de profesor universitario.

—Whisky con hielo —dijo Pasternak, al tiempo que cogía un vaso alto de la mesita baja de cristal—: Es el tercero desde que llegué del trabajo. Si el viento derriba los cables de la luz, espero estar alumbrado para leer en la cama con mi propia luz.

Aunque había muchos sillones y un cómodo sofá, el mobiliario estaba constituido principalmente por libros, álbumes de discos y pinturas. Había montones de libros a los lados detrás del sofá, así como debajo de la mesa de café; un revistero para unas cien revistas aparecía colmado con números recientes. La única pared que estaba despejada de libros y discos se encontraba cubierta de óleos, dibujos y acuarelas, todos originales de pintores locales. Había docenas de ellos, de todos los estilos imaginables, colocados tan cerca unos de otros que casi se estorbaban; pero el gusto de Lou era tan refinado que, aun en estas circunstancias, cada obra llamaba la atención del observador en el transcurso de una larga velada. Uno de los sillones estaba algo desvencijado, y en ése precisamente se sentaba a leer su media docena de libros semanales, bebiendo en exceso y escuchando ópera, a Benny Goodman o a Bach.

Aquélla era la habitación más acogedora que Mary había conocido.

Lou les trajo sus bebidas y puso un disco de Bach, dirigido por Eugene Ormandy, en el estéreo a bajo volumen.

—Bueno, venga el cuento. Desde vuestra llamada de esta mañana me he estado devanando los sesos, tratando de adivinar de qué se trata, porque parecía todo muy misterioso.

Mary se lo contó todo, a pesar de que Lou la interrumpía a menudo con preguntas y se enfrascaba en discusiones acerca de espíritus burlones. Comenzó con el rastreo de Richard Lingard y terminó con el ataque de las gaviotas en El Delfín Sonriente.

Al terminar, hubo un silencio poco usual en la casa. Sólo se oía el tictac del reloj de péndulo del comedor.

Meditando lo que Mary había relatado, Lou se sirvió otra copa.

—Así que mañana por la noche, a las siete, el asesino acuchillará a dos personas, y quizá mate a una de ellas. Luego se subirá a una torre y empezará a disparar —resumió al volver a su sillón.

—¿Me crees? —preguntó Mary.

—Claro que sí. He seguido tu labor durante años, ¿no es así?

—¿Crees lo del espíritu de Lingard?

—Si tú afirmas que debo hacerlo, ¿por qué no?

Mary miró a Max.

—¿Tendrá ese tipo a quien matar mañana por la noche? —preguntó éste—. Es Nochebuena; ¿no estará todo el mundo en casa con sus familiares?

—Sin duda, tendrá blancos de sobra en toda la bahía. Habrá fiestas de Navidad en docenas de yates y gente en las cubiertas, en los muelles, por todos lados. Sí, le sobrarán blancos —contestó Lou.

—Me temo que no podremos evitar las cuchilladas —reflexionó Mary—, pero tal vez sí que le dispare a alguien. Podríamos apostar policías en las torres.

—Hay un problema —dijo Lou.

—¿Cuál?

—John Patmore.

—Tu jefe de policía.

—Desgraciadamente lo es, y no va a resultar fácil convencerle de que debe hacer caso de tus visiones.

—Si cree que existe la más remota posibilidad de que yo tenga razón —insistió Mary—, ¿por qué no va a cooperar? Después de todo, proteger a la gente de King’s Point es su deber.

—Querida, ya deberías saber que muchos policías no ven su trabajo con los mismos ojos con que lo miran los contribuyentes. Algunos creen que tan sólo se les pide que usen esos ostentosos uniformes fascistas, que se paseen en llamativos coches patrulla, acepten sobres con sobornos y a la larga se retiren por cuenta del pueblo después de veinte o treinta años de «servicio» —dijo Lou, sonriendo maliciosamente.

—Eres demasiado cínico —observó Mary.

—Percy Osterman nos había advertido que Patmore es difícil —agregó Max.

—¿Difícil? ¡Es un imbécil rematado! —tronó Lou—. Su ignorancia es indescriptible. No se le puede tildar de tener poco juicio, es que simplemente carece de él. Estoy seguro de que en su vida no ha oído la palabra clarividente y, si llegamos a convencerlo de lo que significa, no lo creerá. Si algo no forma parte de su experiencia personal, no acepta que exista. Estoy persuadido de que rechazaría la existencia de Europa, simple y sencillamente porque nunca ha estado allá.

—Podría telefonear a algunos de los jefes de policía con los que he trabajado —intervino Mary—. Le convencerían de que digo la verdad.

—No conociéndolos, no les creerá. En serio, Mary, si la ignorancia es realmente la felicidad, Patmore es el hombre más feliz del mundo.

—Osterman dijo que podíamos indicarle a Patmore que le llamara para confirmar —dijo Max poco convencido.

—Eso ayudaría —admitió Lou—. Patmore respeta mucho a Osterman. Os acompañaré si queréis, pero debo advertiros que no os podré ayudar mucho en vuestra gestión. Patmore me odia.

—No puedo imaginarme por qué —dijo Max—, a menos que le hayas dicho en la cara lo que piensas de él.

—Nunca he podido disimular mis sentimientos —reconoció Lou sonriendo—, y eso es un hecho. ¿Habéis conocido a la señora Yancy, su ayudante?

—Era la única persona que estaba en la oficina esta tarde —dijo Max.

—¿Acaso no es una joya?

—¿Una joya?

—Realiza milagros —dijo Lou—, porque de milagro accede a trabajar.

—No nos pareció muy eficiente, la verdad —observó Mary.

—Trabaja muy duro, y si sigue así se petrificará —respondió Lou.

Mary rió y bebió un sorbo de jerez.

—Ahora, regresemos a eso de las gaviotas —dijo Lou—. ¿Acaso…?

—Se acabaron las gaviotas —interrumpió Mary—. Basta de eso. Ya hablaremos de ello mañana. Esta noche quiero olvidar la clarividencia y hablar de otras cosas, de lo que sea.

La cena consistió en filete mignon, ensalada, patatas asadas y espárragos fríos.

—¿Qué te ha pasado en el dedo? —preguntó Lou cuando vio la venda al abrir Max una botella de vino.

—¡Oh!, me hice un corte al cambiar un neumático.

—¿Te dieron algunos puntos?

—No fue para tanto.

—Debió haber ido al médico —dijo Mary—. Ni siquiera quiso que yo se lo examinara. Estaba bañado en sangre, toda la camisa la traía ensangrentada.

—Pensé que te habías peleado otra vez —comentó Lou.

—Ya no voy de bares —contestó Max—. Ya no me peleo.

Lou miró a Mary, y enarcó una ceja.

—Es cierto —aseguró ella.

—Trabajaste para mí durante dos años —comentó Lou—. En todo ese tiempo nunca pasó más de un mes sin que te metieras en un lío serio. Ibas a los peores bares, te metías en tabernuchas y otros antros, en todos los lugares donde lo más seguro era que tuvieses problemas. Me llegué a preguntar si bebías más para pelearte que para deleitarte con el licor.

—Quizá fue así —dijo Max, frunciendo el ceño—. Tenía problemas. Lo que hacía falta era alguien que me necesitara. Ahora tengo a Mary y ya no me peleo.

—¿Crees que el asesino sabe que estáis en la ciudad? —preguntó Lou.

Aunque había prometido no hablar más de clarividencia aquella noche, lo cierto era que no pudo dejar el tema durante la cena.

—Lo ignoro —contestó Mary.

—Si el individuo está poseído por un espíritu y ese mismo espíritu se apoderó también de las gaviotas, entonces seguramente lo sabe.

—Supongo que sí.

—¿No cabe la posibilidad de que se abstenga de actuar hasta que vosotros os hayáis marchado de aquí?

—Tal vez lo hará —comentó Mary—, pero lo dudo.

—¿Querrá que se le atrape?

—O querrá atraparme a mí.

—¿Qué quieres decir con eso?

—No lo sé.

—Si…

—¿Podemos hablar de otra cosa? Por favor…

Después de la cena, Mary se excusó y fue al baño, que se encontraba al otro extremo de la casa.

—¿Qué opinas de esa idea suya? —preguntó Lou cuando estuvieron solos.

—¿Eso de que Lingard ha vuelto de entre los muertos?

—¿Das algún crédito a eso?

—Tú eres un estudioso del ocultismo. Tienes centenares de libros sobre el tema. Además, conoces a Mary desde hace más tiempo que yo; recuerda que nos presentaste tú. ¿Qué piensas tú, Lou?

—No lo he decidido aún. Supongo que tú sí.

—Su psiquiatra dice que fue ella quien provocó el ataque de la jauría de cristal.

—¿Telecinesis inconsciente?

—Exacto.

—¿Nunca antes había demostrado esa habilidad telecinésica?

—No.

—¿Y qué hay del revólver?

—En mi opinión, también lo controló ella.

—¿Disparándose ella misma?

—Sí.

—¿Y ella guió a las gaviotas?

—Sí.

—Controlar animales vivos…, eso no es telecinesis, Max.

—Es una especie de telepatía.

—Eso es muy raro —dijo Lou, sirviéndose más vino.

—Tiene que ser telepatía, porque no puedo creer que aquellas gaviotas fueran guiadas por el espíritu de un muerto.

—¿Por qué ha de querer matarse?

—No quiere.

—Verás, si ella es el espíritu burlón que provoca estos fenómenos, si hizo que el revólver flotara, me parece que está tratando de matarse.

—Si pensaba suicidarse —rebatió Max—, no hubiera fallado. Pero falló con los perros, con el revólver y con las gaviotas.

—Entonces, ¿qué está tratando de hacer? —preguntó Lou—. ¿Por qué interpreta el papel de espíritu burlón?

—Tengo una teoría —dijo Max, frunciendo el ceño—. Creo que hay algo especial en este caso, algo insólito. Ella ha entrevisto algo que no quiere afrontar; algo devastador, algo que la destruiría si pensara en ello por mucho tiempo. De manera que lo ha apartado de su mente. Desde luego, sólo lo ha podido apartar de su mente consciente; el subconsciente nunca olvida. Ahora, cada vez que trata de seguir una visión ligada a este caso, su subconsciente se vale del fenómeno del espíritu burlón para distraerla.

—Porque su subconsciente sabe que le dañará perseguir a ese individuo.

—Eso es.

—¿Qué pudo haber entrevisto? —preguntó Pasternak, al tiempo que una sensación helada lo estremecía.

—Quizá el psicópata la matará —repuso Max.

El pensar que Mary pudiese morir le golpeó la mente a Lou con una fuerza increíble. Hacía más de diez años que la conocía, y cada año la quería más. ¿Quería? ¿Sólo eso? No. La adoraba, de un modo paternal. Era tan dulce, tan gentil, tan vulnerable. Pero hasta este momento no se había dado cuenta de cuánto la había llegado a querer. ¿Mary muerta? Sintió que se enfermaba.

Max lo observaba con sus ojos grises fijos en él, sin revelar un ápice de sus propios sentimientos. Parecía que en nada le afectaba la posibilidad de que su esposa fuese asesinada.

«Max ha tenido más tiempo de pensar en ello que yo —pensó Lou—. Ha tenido tiempo para acostumbrarse a la posibilidad de que Mary muera. Le importa tanto como a mí, pero sus emociones se han sumido en regiones más oscuras, de mayor repercusión».

—O quizá el psicópata me matará a mí —concluyó Max.

—Los dos deberíais dejar el caso por esta vez —sugirió Lou—. Idos a casa y olvidaos de ello.

—Pero si previo el acontecimiento —recalcó Max—, ¿acaso no sucederá de todas maneras, a pesar de nuestros esfuerzos por evitarlo?

—No creo en la predestinación.

—Ni yo tampco. Sin embargo…, lo que ella prevé, siempre sucede. Si no perseguimos a ese asesino, ¿nos perseguirá él a nosotros?

—¡Maldita sea! —exclamó Lou—. Has logrado que se me pase el efecto del alcohol —dijo, mientras se servía más vino.

—Hay algo más —dijo Max—. Cuando ella tenía seis años, parece que un individuo la agredió sexualmente.

—Berton Mitchell —añadió Lou.

—¿Qué te ha contado de ello?

—No mucho. Sólo someramente. Supongo que no puede recordar mucho.

—¿Te contó lo que le sucedió a Mitchell?

—Lo declararon culpable —dijo Lou—. Se ahorcó en su celda, ¿no es así?

—¿Acaso es un hecho?

—Ella me lo dijo.

—Pero ¿es un hecho?

—¿Por qué iba a mentir? —inquirió Lou confundido.

—No estoy diciendo que ella mintiera. Pero ¿y si nadie le dijo nunca la verdad?

—No te entiendo.

—Supongamos —dijo Max— que a Berton Mitchell nunca lo sentenciaron a cumplir condena en prisión, supongamos que tuvo un buen abogado que logró que saliera libre a pesar de ser culpable. Esto sucede. Si tú fueras el padre de una niña de seis años que fue atacada y había sufrido un trauma tremendo, ¿le hubieras dicho que su agresor había salido impune? ¿No te preocuparía que pudiera sufrir un daño psicológico aún más serio, si supiera que aquel monstruo que la había atacado andaba suelto para intentarlo de nuevo? Si Berton Mitchell salió libre, puede que el padre de Mary pensara que era mejor hacerle creer que había muerto.

—Seguramente hubiera descubierto la verdad con los años —dijo Lou.

—No necesariamente. No, si ella no quisiera descubrirlo.

—Alan se lo hubiera revelado.

—Quizá Alan tampoco llegó a saber nunca la verdad —comentó Max—. Sólo tenía nueve años en aquel entonces. Su padre les hubiera mentido a los dos. Y al…

—Digamos que tienes razón. Supongamos que Berton Mitchell salió libre. ¿Qué tiene que ver eso con este caso?

—Te dije que Mary ha previsto algo que la aterroriza —repitió Max, mientras levantaba el tenedor y lo hundía en los restos de la monda de patata de su plato.

—Que la matarán o te matarán a ti.

—Tal vez sea eso. Pero quizá también vio que el asesino que perseguimos es… Berton Mitchell.

—¡Tendría setenta años, si aún viviera!

—¿Existe alguna disposición que diga que todos los psicópatas asesinos tienen que ser jóvenes? —preguntó Max.

En el baño, Mary se lavó las manos, cogió la toalla y se miró al espejo; no vio su propio rostro, sino el de una extraña, el de una joven de cabello rubio claro, tez pálida y ojos azules muy separados, de rasgos distorsionados por el terror.

El espejo se había convertido en una ventana a otra dimensión, porque no reflejaba nada de lo que se encontraba en el baño. El rostro de la rubia estaba desencajado y flotaba en las sombras etéreas. Arriba, a su derecha, el único otro objeto en el vacío, más allá del espejo, era un crucifijo dorado.

Mary dejó caer la toalla y se apartó del lavabo hasta dar con la pared.

En el espejo apareció la mano huesuda de un hombre; surgió en el primer plano de aquel conjunto de imágenes surrealistas, sosteniendo el cuchillo de carnicero.

Mary nunca había tenido este tipo de visión clarividente. Por un instante no sabía lo que iba a suceder; no sabía qué hacer y la atemorizaba tanto moverse como permanecer inmóvil.

La mano desencarnada levantó el cuchillo; el rostro de la rubia desapareció, se alejó como una bola, dando vueltas, giros y tumbos por el espacio infinito. También la mano y el cuchillo desaparecieron, como persiguiendo aquel rostro.

«Concéntrate —se dijo Mary—. Por Dios, no permitas que se te escape la visión. Mantenla a toda costa; mantenla y amplíala; desarróllala hasta que te proporcione el nombre del individuo cuya mano sostiene el cuchillo. Concéntrate».

En aquel momento, el crucifijo estalló y se pulverizó.

El rostro de la rubia reapareció en el espejo, así como el enorme cuchillo. La hoja reflejaba una intensa luz propia, como de neón.

—¿Quién eres? —preguntó Mary en voz alta—. Tú, el del cuchillo, ¿quién demonios eres?

De repente, la mano ya no estaba desencarnada. El rostro de la mujer se desvaneció y apareció el hombro y la parle posterior de la cabeza de un hombre, oculta entre las sombras. El asesino comenzó a volverse lentamente, por entre claroscuros que iban y venían; se volvía de tal manera que quedaría de frente en el espejo, como si supiera que Mary se encontraba al otro lado; se volvía lenta y silenciosamente, como respondiendo a la pregunta que solicitaba su nombre…

—¿Quién? ¿Quién eres? ¡Te exijo que me lo digas! —urgió Mary.

Le preocupaba la posibilidad de perder la visión un instante antes de obtener la respuesta, como le había sucedido en la oficina de Cauvel el día anterior.

A su derecha, a metro y medio de distancia, el pestillo de la ventana del baño se abrió con un sonoro click.

Sobresaltada, Mary apartó la vista de la imagen del espejo.

La ventana se abrió.

El viento separó las finas cortinas de color café y penetró con fuerza en el baño.

Más allá de la ventana, la noche era negra, más negra que nunca.

Por encima del rugido del viento, llegó a ella otro ruido: el batir de alas.

Alas. Alas membranosas en el exterior de la ventana.

¡Otra vez el batir de alas!

Quizá el sonido fuese una coincidencia. ¿Acaso vibraba el tubo de la cortina en sus soportes? ¿O quizá era sólo una rama o un arbusto que se movía y rozaba rítmicamente con la pared de la casa?

Sea cual fuere la causa, Mary está segura de que esta vez no se lo está imaginando, ni lo percibe como parte de sus impresiones psíquicas, que alguna criatura está al otro lado de la ventana abierta, algún extraño bicho alado.

No. Aquello era locura.

«Bueno, pues averigua —se dijo—. Ve a ver qué tienen esas alas, aclara si ciertamente es algo. Acaba con esto de una vez por todas».

No pudo moverse.

¡El batir de alas!

«Max, ayúdame», dijo, pero las palabras carecían de sonido.

A su izquierda, junto al lavabo, unas manos invisibles abrieron de golpe la puerta del botiquín; la cerraron; la volvieron a abrir y a cerrar. Por último, se abrieron para no volver a cerrarse. Todo el contenido del armarito cayó al suelo: aspirinas, pastillas para el resfriado, yodo, jarabe para la tos, laxantes, tubos de dentífrico, crema para la cara, champú, pastillas para la garganta, vendas, gasas…

Una mano invisible empujó hacía atrás la cortina de la ducha y el tubo que la sostenía se dobló, como si alguien de mucho peso se hubiese colgado de él. Los soportes del tubo fueron arrancados de la pared y todo cayó en la bañera.

La tapa del inodoro se abría y se cerraba, se abría y se cerraba, rápido, rápido, cada vez más rápido, con un estruendo agobiante.

Mary dio un paso hacia la puerta del cuarto de baño.

Ésta se abrió de repente, como incitándola a salir, mas un segundo después se cerró con estrépito. Empezó a abrirse y cerrarse casi al mismo ritmo de la tapa del inodoro.

Mary se colocó de espaldas a la pared, temerosa de moverse.

—¡Mary!

Max y Lou estaban al otro lado de la puerta y podía vérseles brevemente cuando ésta se abría. Sus miradas reflejaban un pasmo infinito.

La puerta se abría y se cerraba con mayor violencia cada vez.

En una apertura. Max trató de entrar, pero la puerta le golpeó en la cara. Al siguiente intento, asió el pomo de la puerta y forzó la entrada.

La puerta se detuvo.

El ventarrón de la ventana disminuyó hasta convertirse en una leve brisa.

Las alas dejaron de batir.

Imperaron la quietud y el silencio.

Mary miró el espejo sobre el lavabo y vio que, si bien habían cambiado las imágenes que había en él, no era un espejo común y corriente, pues no reflejaba el cuarto de baño que tenía enfrente. La rubia pálida, el crucifijo y el hombre del cuchillo habían desaparecido. El espejo estaba oscuro, salvo en la base, de donde parecía escurrir sangre. Sangre que salpicaba los grifos del agua, que quedaban justo debajo del espejo, así como la blanca porcelana del lavabo.

—¿Qué demonios es esto? —gritó Max confundido—. ¿Qué está pasando aquí? —añadió, mirando el espejo y luego a Mary—. ¿Estás herida? ¿Te has hecho daño?

—No —contestó ella, y sólo entonces se dio cuenta de que Max también veía la sangre.

Max tocó la base del espejo. Por increíble e imposible que fuera, los dedos se le mancharon de sangre.

Lou se aventuró a entrar en el cuarto de baño para poder ver mejor.

Poco a poco la sangre comenzó a desaparecer del espejo, los grifos, la porcelana y los dedos de Max; se hacía menos brillante, menos tangible, hasta que desapareció por entero, como si nunca hubiera existido.

Ya en la sala, Mary se sentó en el sofá y le aceptó una copa de coñac a Lou. Al apartarse el cabello de la frente, lo sintió grasiento y frío. No había color en su rostro y las manos le sudaban. El licor le quemaba la garganta, pero le proporcionaba un agradable calor.

—Lo que has visto en el espejo, ¿significa que alguien morirá esta noche? —preguntó Max de pie frente a ella.

—Sí —respondió Mary—. La joven que he visto morirá. La acuchillarán antes de que amanezca.

—¿Cómo se llama?

—No he visto su nombre.

—¿Dónde vive?

—Aquí, en King’s Point, pero no he visto ninguna dirección concerniente a ella.

—¿Vive en la ladera, en la parte llana o a la orilla del puerto?

—Podría ser en cualquier lugar.

—¿Cómo es esa joven?

—Tiene el cabello rubio claro, casi blanco, rizado y largo. Tez pálida, ojos grandes, azules. Joven, de unos veintitantos años, muy mona y delicada. No, más bien… etérea.

—Éste es tu pueblo, Lou. ¿Conoces a alguien que responda a esa descripción? —preguntó Max a Lou.

En el momento en que le hizo la pregunta, el periodista se llevaba a los labios el vaso de whisky. Por la forma en que se lo bebió, parecía como si estuviese tomando cianuro.

—Tenemos diez mil residentes permanentes —dijo Lou—. No los conozco a todos, ni quiero conocerlos. Las nueve décimas partes de ellos son unos imbéciles, tarados y aburridos. Además, la vida de playa californiana atrae a muchas jóvenes rubias y bonitas. El sol, la arena, el mar, las sesiones de sensibilidad, el sexo y la sífilis, todo eso abunda. En esta localidad debe de haber por lo menos unas doscientas rubias tiernas, dolorosamente etéreas, que podrían ser la que vio Mary.

—Si no localizamos a la chica, la matarán esta noche —dijo Max, cogiendo inconscientemente un ejemplar de The Nation, que enrolló fuertemente y con el que se golpeó la palma de la mano izquierda.

El temor de Mary se había convertido en una depresión, semejante a una planicie interminable de ceniza, bajo la cual había diseminado brasas ardientes de ira. No estaba enojada con Max ni con Lou, ni siquiera con ella misma, sino con el destino. A medida que su ira aumentaba, se daba cuenta de que ésta era un lujo y que no servía de nada, pues la única arma que se puede esgrimir contra el destino era la resignación.

—Se te olvida lo que significa cuando preveo algo —le dijo a Max—. No importa si encontramos a la chica y la ponemos sobre aviso. De nada sirve; morirá de todos modos. ¡Lo he visto! No puedo ver los nombres de los caballos que ganarán las carreras de mañana, ni tampoco puedo ver qué acciones subirán o bajarán de valor la semana próxima. Sólo puedo ver gente que muere —añadió, incorporándose—. ¡Jesús! Me altera cómo tengo que vivir; me altera ver la violencia y no poder evitarla; me altera ver los problemas de la gente inocente y no poder ayudarles. Estoy cansada de una vida llena de cadáveres, de mujeres violadas y niños golpeados, de sangre y de armas.

—Lo sé —admitió Max suavemente—, lo sé.

—No quiero ser un embudo de la miseria de otros. Quiero ser el mecanismo para la destrucción de esa miseria, para aliviar esa miseria, para evitarla —dijo Mary, mientras se dirigía hacia el bar y descorchaba una botella de coñac—. Si voy a tener el ojo todopoderoso de una diosa, entonces que se me dé el poder de una diosa, diablo. En ese momento, con ese poder, tendría la facultad de salir y encontrar al hombre que estamos persiguiendo, estrujarle el corazón con un torno hasta que reventara. Pero no soy una diosa, ni siquiera soy un mecanismo completo. Soy como la mitad de un transmisor: recibo, pero no transmito. Me pueden afectar, pero no puedo causar ningún efecto —añadió, bebiéndose el coñac de la misma manera que lo hubiera hecho Lou—. ¡Lo odio! ¡Lo odio! ¿Por qué debo yo tener este poder? ¿Por qué yo?

—Ojalá pasarais aquí la noche —dijo Lou más tarde, mientras los acompañaba a la puerta.

—Ya hemos visto tu cuarto de huéspedes —respondió Max—. Muchas revistas y libros, pero ningún mueble. Apreciamos tu inteligencia y la riqueza de tu biblioteca, pero no nos atrae dormir sobre pilas de libros de bolsillo viejos.

—Yo podría dormir en el sofá de la sala —repuso Lou—, y vosotros ocupar mi alcoba.

—Eres adorable, agradecemos tu hospitalidad, pero hemos de irnos. No habrá problemas, de veras. Al menos hasta mañana por la noche —dijo Mary, y le dio un beso en la mejilla.