10

Percy Osterman, el sheriff del Condado de Orange, franqueó la puerta a Max y a Mary, haciéndoles una seña para que pasaran ante él.

Todo en aquel cuarto era gris: la pintura, el mosaico del suelo y los antepechos llenos de polvo; una estantería de metal gris fijada a una pared y en la otra unos archivos empotrados con la parte delantera de acero bruñido; unos cuantos muebles de acero tubular y vinilo gris; las pantallas de las lámparas del techo también eran grises y la luz fluorescente, mortecina; todo transformaba la escena en un grabado claroscuro.

Los únicos lugares claros en la estancia eran los limpios lavabos de porcelana y la plancha inclinada para autopsias, que brillaban de blancura y que tenían aditamentos de brillante acero inoxidable.

El sheriff era un hombre anguloso; casi tan alto como Max, pero con veinte kilos menos de peso y también mucho menos musculoso. Sin embargo, no daba la impresión de estar decaído ni de ser débil. Tenía enormes manos huesudas y dedos como garras; los hombros se le inclinaban hacia adelante y el delgado cuello dejaba ver la nuez; la cara estaba curtida por el sol; los ojos, ágiles y muy móviles, eran de un raro color ámbar pálido.

El gesto de Osterman presagiaba algo, aunque tenía una sonrisa amable y fácil. No sonrió al abrir uno de los seis grandes cajones y retirar la mortaja del rostro del cuerpo.

Mary se apartó de Max para acercarse al cadáver.

—Kyle Nolan —dijo Osterman—. Dueño del salón de belleza donde era el peluquero.

Nolan era bajo de estatura, fornido, calvo y con un gran bigote. Mary pensó: «Sin el bigote, se parecería al actor Edward Asner».

Puso una mano sobre el cajón y se detuvo para recibir las emanaciones de impresiones psíquicas. Aunque no comprendía cómo ni por qué, sabía que, después de morir, los muertos mantenían cierto tiempo una burbuja de energía a su alrededor, una cápsula invisible que contenía sus memorias, escenas vividas de sus vidas y en especial de sus últimos momentos. Generalmente, el contacto con la víctima de un asesino o con las pertenencias de una víctima generaba un torrente de imágenes clarividentes, que unas veces eran tan claras como la realidad y otras borrosas e insignificantes. Casi todas tenían que ver con el momento de la muerte y con la identidad del asesino.

En esta ocasión, y por primera vez en toda su experiencia, no sentía nada, ni la más leve sensación de movimiento o color. Tocó el rostro del muerto y siguió sin sentir nada.

Osterman cerró el cajón y abrió el siguiente.

—Tina Nolan, la esposa de Kyle —dijo mientras retiraba la mortaja.

Tina había sido una mujer atractiva, de facciones duras y pelo teñido y quebradizo, que a su esposo seguramente le avergonzaba en su mundo de profesional. Aunque el forense se los cerró hacía horas, los ojos se le habían vuelto a abrir y miraban a Mary como si le estuvieran tratando de comunicar unas noticias de suma importancia. Pero tampoco ella aportó nada, lo mismo que el pobre Kyle.

La mujer del tercer cajón tenía unos treinta años y alguna vez había sido bella.

—Rochelle Drake —dijo Percy Osterman—. La última cliente del día de Nolan.

—¿Rochelle Drake? —preguntó Max, al tiempo que se acercaba para asomarse al cajón—. Ese nombre me suena.

—¿La reconoce? —inquirió Osterman.

Max movió la cabeza.

—No. Sin embargo… No sé… ¿No te dice nada ese nombre, Mary?

—No.

—Cuando previste estos asesinatos, dijiste que creías conocer a una de las víctimas.

—Me equivoqué —repuso Mary—. Estas personas son extrañas para mí.

—¡Qué raro! —exclamó Max—. Juraría que…, bueno, no sé lo que juraría… salvo que el nombre de esta persona… Rochelle Drake… me parece conocido.

Mary no le estaba prestando atención, pues estaba percibiendo en el ambiente una energía que le era familiar, un movimiento de fuerzas psíquicas. La Drake le iba a proporcionar lo que los otros cadáveres le debieron haber ofrecido y no hicieron. Mary se dispuso mentalmente a recibir las emanaciones psíquicas; se puso tan receptiva como le fue posible y, al mismo tiempo, posó la mano en la frente de la muerta.

¡El batir de alas…!

Alas.

Sobresaltada, Mary retiró la mano del cadáver como si se la hubiera mordido.

Sentía alas, alas apergaminadas como el parche de los tambores.

«Esto no es posible —pensó frenéticamente—. Las alas tienen que ver con Berton Mitchell y no con esta muerta, ni con el hombre que la mató». Las alas tenían que ver con el pasado y no con el presente. Berton Mitchell no podía estar involucrado en aquello, puesto que se había ahorcado en la celda de una cárcel hacía ya cerca de veinticuatro años.

Sin embargo, ahora podía hasta oler las alas que antes sólo sentía; las olía, así como al ser relacionado con ellas: un olor húmedo, de almizcle, que le causaba náuseas.

¿Y si el hombre que asesinó a Rochelle Drake y a los demás no estuviera poseído por el espíritu de Richard Lingard, sino por el alma de otro psicópata, Berton Mitchell? El propio Lingard pudo estar poseído por Berton Mitchell. Y cuando Barnes le disparó a Lingard, tal vez el espíritu de Mitchell se mudó a otro anfitrión. Quizá ella, inadvertidamente, se había cruzado con la senda de una antigua némesis; quizá se pasaría el resto de la vida persiguiendo a Berton Mitchell; tal vez se sentiría obligada a seguirlo de un anfitrión a otro, hasta que él encontrara una oportunidad para matarla.

No, aquello era una locura. Estaba pensando como una lunática.

—¿Ocurre algo? —preguntó Max.

Unas alas rozaron la cara de Mary, luego su cuello, los hombros, los senos y el vientre, aleteando en los tobillos, las pantorrillas y finalmente en los muslos y la entrepierna.

Estaba decidida a no rendirse al temor, pero también tenía casi la convicción de que si no dejaba de pensar en las alas, éstas la llevarían a las tinieblas eternas. Aquello era una idea ridícula y, sin embargo, se alejó del cajón del depósito de cadáveres.

—¿Estás percibiendo algo? —preguntó Max.

—Ahora, no —mintió Mary.

—Pero has percibido algo, ¿no es así?

—Por un instante.

—¿Qué has visto?

—Nada importante, sólo un movimiento muy leve.

—¿Podrías percibirlo nuevamente?

—No.

Mary no debía insistir en ello, porque si lo hacía, vería lo que había detrás de aquellas alas. Nunca debía ver lo que había detrás de ellas.

Osterman cerró el cajón y Mary suspiró con alivio.

El sheriff los acompañó hasta el rincón más alejado del estacionamiento, donde habían dejado el automóvil.

El cielo decembrino estaba del mismo color que el depósito de cadáveres: puros tonos grises. Las nubes, movidas por el aire, se reflejaban en el pulido maletero del Mercedes. Temblorosa, Mary hundió las manos en los bolsillos del abrigo y alzó los hombros para protegerse del viento.

—Sólo cosas buenas he oído de usted —le dijo Osterman a Mary con su modo escueto de hablar—. Muchas veces pensé trabajar con usted y me he sentido halagado cuando me ha llamado esta mañana. Esperaba que me diera una pista.

—Yo también lo esperaba —contestó ella.

—Así que presagió estos asesinatos, ¿verdad?

—Sí.

—¿También el de las enfermeras de Anaheim?

—Así es.

—¿El mismo asesino?

—Sí.

—También lo creemos nosotros; tenemos alguna evidencia —asintió Osterman.

—¿Qué tipo de evidencia? —preguntó Max.

—Cuando mató a las enfermeras —dijo Osterman con palabras tajantes—, rompió algunos objetos religiosos: dos crucifijos, una estatuilla de la Virgen María y hasta estranguló a una de las chicas con un rosario. Algo similar se encontró en este caso del salón de belleza.

—¿Qué? —preguntó Mary.

—Un asunto desagradable; más vale que no lo sepa.

—Estoy acostumbrada a ver y oír cosas desagradables —le aseguró ella.

Se la quedó mirando por un momento con sus ojos ambarinos entrecerrados.

—Me imagino que sí —dijo, apoyándose en el Mercedes—. Esa mujer del salón de belleza, Rochelle Drake, llevaba un crucifijo dorado colgado del cuello. Bueno, pues la violó, la mató, le arrancó el crucifijo del cuello y se lo metió dentro.

Mary sintió náuseas.

—Luego es un psicópata de tipo religioso —dijo Max.

—Así parece —contestó Osterman. Miró a Mary y le preguntó—: ¿Hacia dónde vamos ahora?

—A la playa —le contestó Mary.

—A King’s Point —añadió Max.

—¿Por qué allá?

Mary titubeó y miró a Max.

—Porque ahí se cometerán los próximos asesinatos.

—De manera que tuvo otra visión, ¿verdad? —dijo Osterman sin sorprenderse.

—Esta mañana temprano.

—¿Cuándo sucederán?

—Mañana por la noche —le aseguró Mary.

—¿En Nochebuena?

—Sí.

—¿Dónde, en King’s Point?

—En el puerto —contestó Mary.

—Un puerto bastante grande.

—Será cerca de las tiendas y los restaurantes.

—¿A cuántas personas matará? —quiso saber Osterman.

—No estoy segura.

Tenía frío, más frío del que pudiera sentir en aquel día invernal y ventoso de California; sentía frío en la boca del estómago y en el corazón. Llevaba un abrigo de cuero muy elegante, pero con un forro muy fino, y en aquel momento deseaba haberse puesto otra prenda más gruesa.

—Ojalá pueda detenerlo antes de que mate a alguien más —dijo Mary.

—¿Acaso siente esa responsabilidad? —preguntó Osterman.

—No tendré paz hasta que lo logre.

—No me gustaría tener ese talento suyo.

—Nunca lo pedí.

Un camión cargado pasó por la calle y Osterman esperó que cesara el ruido antes de hablar.

—King’s Point estaba antes en mi jurisdicción —dijo—. Hace dos años votaron para tener su propio cuerpo policial y por eso no puedo entrometerme, a menos que ellos me lo pidan o que un caso se inicie en el Condado y termine frente a su puerta.

—Quisiera seguir trabajando con usted —dijo Mary.

—Pues trabajará con un imbécil allá —le presagió Osterman.

—¿Perdón?

—El jefe de policía de King’s Point… se llama Patmore… John Patmore…, un imbécil. Si le da quehacer, dígale que me llame. Me respeta, pero es un imbécil.

—Usaremos su nombre si llegamos a necesitarlo —dijo Mary—, pero no estamos totalmente desprovistos de contactos allá. Conocemos al dueño del periódico King’s Point Press.

—¿Lou Pasternak? —sonrió Osterman.

—¿Lo conoce?

—Un magnífico periodista.

—Sí que lo es.

—Y también un personaje.

—Algo hay de eso —añadió Mary.

—Espero que esta vez hagan ustedes dos mi trabajo —dijo el sheriff, dándole primero la mano a Mary y luego a Max.

—Gracias por su ayuda —le agradeció Max.

—Espero que no sea la última vez que me la pidan. Ha sido un placer.

Mientras Mary subía al Mercedes, el ventarrón hizo zumbar los cables que colgaban por encima de ellos.

Llegaron a King’s Point a las dos y media de la tarde. Al coronar la cima de una cuesta del camino tuvieron la primera vista del lugar: el puerto se extendía allá, a sus pies.

El cielo estaba cubierto, y las nubes grises y espesas se acumulaban tierra adentro. A un kilómetro de la orilla, el mar estaba cubierto de niebla y más cerca de la playa grandes olas rompían en el punto donde había un grupo de submarinistas con sus trajes de buceo; el choque del agua dejaba espuma en la arena y rocío sobre las rocas de los muelles a ambos lados de la entrada del puerto.

El pueblo se hallaba en el camino de Pacific Coast, a unos cuantos kilómetros de Playa Laguna, en un rincón soleado, siempre libre del smog, propio de gente adinerada. Aquel día no se veía el sol, pero el dinero se manifestaba por todas partes. Las residencias en las laderas de los montes verdes costaban entre 75.000 y 500.000 dólares, todas con jardines decorativos, bien cuidados y con vistas al mar. Las casas a la orilla del mar con muelles propios no eran tan caras como las de la Playa Newport, pero los corredores de bienes raíces no perdían el tiempo con clientes a quienes asustara el precio base de un cuarto de millón de dólares. Las casas eran más baratas en el terreno llano entre los montes y el puerto; allí se alzaban también algunos edificios de apartamentos, que asimismo eran caros para la mayoría.

Los guías turísticos decían que King’s Point era «Encantador», «Exclusivo» y «Pintoresco» y, por una vez, decían la verdad. El césped era exuberante y verde; los numerosos parquecitos estaban llenos de palmeras y plantas ornamentales de todo tipo: adelfas, plantas de jade, magnolias, scheffleras, dracaenas, olivos y flores de temporada. Las casas estaban bien cuidadas, pues las pintaban cada año para protegerlas del aire corrosivo del mar. A las empresas no se les permitía anunciarse con luces de neón y estaban obligadas a pintar las fachadas de las tiendas de colores naturales tenues.

Los residentes de King’s Point pensaban que con unas ordenanzas locales adecuadas podrían dejar al margen todo lo que hacía que el resto del mundo fuera un lugar menos agradable para vivir. Y, desde luego, habían logrado mantener alejado gran parte de lo que era de poco gusto, barato y chabacano.

«Pero no pueden mantener alejado todo lo que no desean —pensó Mary—. Del exterior ha venido un asesino. Está entre ellos en este momento, y no podrán utilizar sus disposiciones locales para mantener lejos a la muerte».

La población de King’s Point era un sesenta por ciento más numerosa de primavera a otoño que durante el invierno. En los meses de vacaciones, los moteles estaban ocupados con semanas de antelación, los restaurantes subían sus precios excepto para los clientes asiduos, las tiendas empleaban más personal y las blancas playas se llenaban de bañistas. Aquel día, la antevíspera de Navidad, el pueblo estaba tranquilo. Cuando Max dejó la carretera y enfiló una calle del pueblo, encontró muy poco tráfico.

Las oficinas de la policía de King’s Point estaban en un edificio de una sola planta, absolutamente de ningún período arquitectónico, ni estilo, ni encanto, integridad o gracia. Parecía una bodega demasiado grande de techo plano y con ventanas.

Dentro, la recepción para el público deprimía por ser tan típica del gobierno: suelo de mosaico de color café, paredes verde lodoso, techo verde desteñido y mobiliario estrictamente funcional. Con los impuestos, se habían comprado tres escritorios, archivadores de seis gavetas, máquinas de escribir IBM, una copiadora, un pequeño frigorífico, una bandera estadounidense y una vitrina, llena de pistolas y rifles antidisturbios. En un rincón, junto a un aparato de radio, se sentaba una secretaria (la señora Vidette Yancy, según el letrero de su escritorio), cincuentona, de pelo cano muy rizado, tez pálida, carmín de labios chillón y un enorme busto.

—Quisiera ver al jefe Patmore —le dijo Mary.

—¿A él? —la señora Yancy se tomó un instante para corregir una palabra en lo que mecanografiaba—. No está.

—¿Cuándo regresa?

—¿El jefe? Mañana por la mañana.

—¿Nos podría dar su dirección particular? —preguntó Max, apoyándose en el mostrador de formica que separaba el vestíbulo de la zona de trabajo.

—¿Su dirección particular? —repitió la señora Yancy—. Desde luego que se la puedo dar, pero no está en casa.

—¿Dónde está? —inquirió Mary, ya impaciente.

—¿Dónde está? Pues verá usted, está en Santa Bárbara y no regresará hasta mañana a las diez.

Mary se volvió hacia Max.

—Tal vez debiéramos hablar con un ayudante.

—¿Un ayudante? Hay cinco oficiales a las órdenes del jefe. Claro que ahora sólo dos están de guardia.

—Si ese tipo es como nos han dicho —dijo Max—, de nada nos servirá hablar con sus subordinados. Ha de estar acostumbrado a que se le hable directamente a él.

—Se acaba el tiempo —advirtió Mary.

—¿Acaso no tenemos de margen hasta mañana a las siete de la tarde? —replicó Max.

—Si mi visión se cumple plenamente, sí.

—Entonces, si nos entrevistamos con el jefe Patmore mañana temprano, resolvemos el problema.

—Además, ahora no pueden hablar con ningún ayudante, porque los dos oficiales de servicio están fuera, de patrulla —precisó la señora Yancy—. ¿Deseaban ustedes denunciar algún crimen?

—No exactamente —dijo Mary.

—¿No exactamente? Bueno, aquí tengo los formularios, ¿sabe? —dijo, abriendo un cajón del escritorio, y los empezó a buscar—. Anotaré la información, y luego que uno de los oficiales se ponga en contacto con ustedes.

—No será necesario —repuso Max—. Volveremos mañana a las diez.

En la bahía, al final del puerto, la costa más valiosa la ocupaban clubs de yates, oficinas de ventas de yates, diques secos, restaurantes y tiendas. Cada una de aquellas empresas estaba tan limpia y tan bien cuidada como las cosas caras que estaban a ambos lados del canal del puerto.

El Delfín Sonriente era un restaurante y bar a la orilla del mar. En el primer piso había una terraza al aire libre, suspendida sobre el agua. Cuando hacía buen tiempo, los clientes podían emborracharse mientras se tostaban al sol. Aquella tarde, la terraza estaba desierta; Mary y Max eran los únicos ocupantes.

Mary se apoyó contra la baranda de madera; tenía una taza de café en la mano.

Si uno evitaba la fuerte brisa marina, el clima sólo era fresco, pero el aire que soplaba del mar era incuestionablemente helado; le azotaba la cara, pero daba un color saludable a sus mejillas.

Mirando hacia arriba a la derecha, podía ver El Patio Español, el hotel en que habían reservado una habitación. Estaba sobre un monte al norte, bastante más alto que el puerto. Era majestuoso, todo de yeso blanco, maderas naturales y mosaico rojo.

Más cerca, ocho veleros navegaban en formación, culebreando por el agua tersa de color pizarra. Contra un fondo de veleros de veinte, veinticinco y treinta metros de eslora y de yates de motor, las naves pequeñas parecían de juguete. Aun en aquel día sin sol, sus velas deslumbraban por su blancura. Su elegante marcha era la definición de la serenidad.

—Observa las embarcaciones, las casas y todo el puerto —dijo Max—. Quizá veas algo que provoque la visión.

—No lo creo —respondió Mary—. Mi mente la expulsó para siempre cuando desperté y descubrí que me disparaban.

—Tendrás que intentarlo.

—¿De veras?

—¿No era por eso por lo que querías venir?

—Si no voy en busca del asesino, Max, él vendrá por mí.

De repente, una fuerte racha de viento hizo que el abrigo de Mary se le adhiriese a las piernas y que se sacudiera el ventanal del bar, tras ellos.

Sorbió el café y los vahos de vapor envolvieron su rostro, para luego disolverse en el aire invernal.

—Tal vez sería de alguna ayuda que me dijeras otra vez cómo van a suceder los asesinatos —dijo Max, y como ella no le respondiera, trató de ayudarla—: Mañana a las siete de la tarde, no lejos de donde nos encontramos en este momento…

—A una o dos manzanas de aquí —dijo Mary.

—Dijiste que vendría con un cuchillo de carnicero.

—Con el de Lingard.

—Sea de quien fuere, pero usará un cuchillo.

—El de Lingard —insistió Mary.

—Dijiste que acuchillaría a dos personas.

—Sí, a dos.

—¿Las matará?

—Quizá a una de ellas.

—Pero no a la otra.

—Por lo menos una sobrevivirá. Tal vez las dos.

—¿Quiénes son las personas a las que acuchillará?

—Desconozco sus nombres —respondió Mary.

—¿Cómo son?

—No pude verles la cara.

—¿Son jóvenes, como las de Anaheim?

—Realmente, no lo sé.

—¿Qué hay del rifle de gran calibre?

—Lo vi en la visión.

—¿Tiene un cuchillo de carnicero y un rifle?

—Después de acuchillar a las dos personas —dijo Mary—, se irá con el rifle a una torre, desde donde tiene intención de disparar a todo el mundo.

—¿A todos?

—A muchos; tantos como pueda.

En la bocana del puerto, media docena de gaviotas venían planeando desde el mar, subiendo muy alto con el viento; sus plumas blancas se destacaban claramente contra el cielo tormentoso.

—¿A cuántos matará?

—La visión terminó antes de que pudiera darme cuenta.

—¿En qué torre estará?

—Lo ignoro.

—Busca —sugirió Max—, obsérvalas todas y cada una y trata de sentir cuál de ellas será.

A su derecha, a unos doscientos cincuenta metros más allá de la curva final de la bahía del puerto y a quinientos del Delfín Sonriente, se alzaba la iglesia católica de la Santísima Trinidad, a una calle de la orilla del mar. Mary había entrado allí una vez. Era una estructura gótica muy sobria, una impresionante fortaleza de granito con bellos ventanales de oscuros colores. El campanario de treinta metros de altura, que tenía una terraza rodeada de una barda baja directamente al pie de la aguja, era el punto más alto dentro de las dos manzanas del muelle.

El ruido de las gaviotas la distrajo por un momento. Por encima de la formación de los veleros que parecían jugar entre ellos, las gaviotas graznaban alocadamente en su vuelo hacia la costa. Los sonidos que emitían parecían uñas raspando una pizarra.

Mary trató de ignorarlas y se concentró en la Trinidad. No percibió nada: ni imágenes, ni vibraciones psíquicas, ni la más remota sensación de que el asesino atacaría desde la torre del campanario de la Trinidad.

La iglesia luterana de San Lucas se encontraba entre Mary y la iglesia de la Santísima Trinidad. Quedaba a unos doscientos metros al Norte y a media manzana del puerto. Era de estilo español, con enormes puertas de roble tallado y con dos campanarios, de menos de la mitad del tamaño del de la iglesia católica.

Tampoco percibió nada en la iglesia de San Lucas.

Sólo el viento ululante y el ruido de las gaviotas excitadas.

La tercera torre quedaba a su izquierda, también a doscientos metros y a la orilla del mar. Tenía cuatro pisos; formaba parte de Juegos y Pasatiempos Kimball, un pabellón de mampostería y madera, con tejas de cedro, donde también había una galería de diversiones. En verano, los turistas subían con sus cámaras hasta lo alto de la torre para tomar fotos de la bahía. Ahora el lugar estaba cerrado, pues no era temporada y, por consiguiente, se hallaba solitario.

—¿Será la torre Kimball? —preguntó Max.

—No lo sé. Podría ser cualquiera de ellas.

—Tendrás que esforzarte más.

Mary cerró los ojos y trató de concentrarse.

Graznando furiosa, una gaviota descendió para volar junto a sus caras a sólo veinte o veinticinco centímetros.

Mary, asustada, dio un paso atrás, al mismo tiempo que dejaba caer la taza de café.

—¿Estás bien? —preguntó Max.

—Sólo asustada.

—¿Te ha tocado?

—No.

—Nunca pasan tan cerca de alguien a menos que invada el lugar donde anidan. Pero éste no es lugar para anidar, ni tampoco es temporada de empollar.

La docena de gaviotas que hacía unos instantes habían entrado en la bahía ahora volaban directamente por encima de ellos. No estaban aprovechando las corrientes de aire como normalmente hacen esas aves, y su vuelo no tenía nada de pausado ni de gracioso. Al contrario, se retorcían y revoloteaban, subían y se acercaban frenéticas unas a otras en un espacio de aire muy limitado. Parecía como si se las torturara y era sorprendente que no chocaran unas con otras. Se graznaban a sí mismas y bailoteaban en el aire de forma poco natural y con demasiada excitación.

—¿Qué las habrá provocado? —preguntó Max.

—Yo —respondió Mary, temblando—. Traté de usar mi clarividencia para determinar qué torre utilizaría el asesino.

—¿Y?

—Han venido las gaviotas para evitarlo.

—Mary, eso no tiene sentido. ¿Gaviotas entrenadas? —dijo Max con asombro.

—Entrenadas no, controladas.

—¿Controladas por quién? ¿Quién las mandó?

Mary miró fijamente a las aves.

—¿Quién? —insistió Max—. ¿El espíritu de Lingard?

—Quizá.

—Mary… —dijo Max, tocándole el hombro.

—Tú viste que el espíritu burlón me persiguió, ¿o no?

Tratando de calmarla, Max hizo acopio de paciencia y aguardó unos momentos antes de contestar.

—El fenómeno que produce ese espíritu podrá levantar y arrojar objetos inanimados, pero jamás podrá posesionarse de animales vivos.

—Escucha —dijo Mary—, tú no lo sabes todo. Tú no sabes… —cortó la frase, alzando la vista al cielo.

—¿Qué te pasa? —preguntó Max.

—Las aves.

Las gaviotas aún revoloteaban enloquecidas allá arriba, pero ya no emitían ningún ruido; estaban totalmente calladas.

—¡Qué extraño! —dijo Max.

—Voy a entrar —anunció Mary.

Casi había alcanzado la doble puerta que daba al bar del primer piso, cuando una gaviota se estrelló contra ella, entre los hombros; le pareció haber recibido un martillazo. Mary tropezó e instintivamente se cubrió la cara con un brazo. Las alas del animal le golpeaban el cuello y la nuca de manera que le zumbaban los oídos. Las alas de la gaviota no eran como las que ella relacionaba con Berton Mitchell. Aquéllas eran apergaminadas, como membranas, y éstas eran emplumadas, pero no por ello la gaviota era menos temible. Pensó en el pico de la gaviota, curvado y robusto, con el que le podría sacar los ojos, y lanzó un grito.

Max también emitió un grito que no pudo oír.

Mary trató de atrapar al animal, pero se dio cuenta de que éste podría arrancarle los dedos y rápidamente retiró la mano.

Max apartó de un manotazo la gaviota, que cayó a la terraza temporalmente aturdida. Abrió la puerta, empujó a Mary hacia adentro, la siguió y cerró tras de sí.

El barman había presenciado el ataque y se apresuró a salir de detrás de la barra por uno de los extremos, secándose las manos en un trapo.

Un hombre pelirrojo y robusto, que estaba sentado a la barra, estiró el cuello para ver qué sucedía.

En uno de los cubículos de vinilo negro cerca de la ventana, una joven pareja —una rubia vestida de verde y un moreno fornido— dejó sus vasos y se volvió a ver.

El barman no había dado aún tres pasos, cuando una gaviota se estrelló contra la doble puerta detrás de Max. Se rompieron dos vidrios, que cayeron al interior, quebrándose con un tintineo musical.

La camarera dejó caer su bandeja y corrió hacia la escalera que daba al vestíbulo del restaurante.

Como con la detonación de un disparo, una segunda gaviota se estampó contra un ventanal de metro y medio por dos. El cristal se cuarteó, pero no se partió. La gaviota cayó hacia atrás sobre la terraza exterior, dejando una mancha de sangre negruzca en el lugar del impacto.

—¡Me matarán! —gritó Mary.

—No —dijo Max.

—¡Es lo que se proponen, Max!

La tomó con un gesto de protección, pero por primera vez desde que Mary lo había conocido parecía que sus brazos no eran lo suficientemente grandes, ni su pecho lo bastante ancho, ni su cuerpo tan fuerte como para garantizarle seguridad.

Una gaviota logró atravesar la ventana junto a la pareja, dejando tras de sí una estela de vidrios rotos. La joven rubia gritó y abandonó su asiento. Su compañero la siguió prudentemente.

Un instante después otra ave se estrelló contra la ventana. Grandes trozos de vidrio cayeron sobre la mesa de pino, se hicieron añicos y se esparcieron sobre el vinilo donde la pareja se sentaba hacía unos momentos.

La gaviota cayó decapitada en el centro de la mesa, y la cabeza sanguinolenta fue a caer en la copa del martini que había estado bebiendo la joven.

Dos gaviotas más entraron volando por el ventanal roto.

—¡No las dejéis entrar! —gritó Mary histérica—. ¡No las dejéis entrar! No, no, no. ¡Por favor!

La pareja se dejó caer de rodillas, tratando de escudarse bajo una mesa.

Max empujó a Mary hacia el rincón más cercano, escudándola con su cuerpo lo mejor que pudo. Una de las aves se lanzó directamente sobre él, pero logró desviarla con el brazo. El animal graznó furioso, y se alejó.

La otra gaviota trató de posarse en una de las mesas redondas del bar. Con las alas tiró una lámpara de cobre y vidrio de colores que tenía una vela en el centro, que al caer incendió el mantel.

El barman usó el trapo húmedo para apagar las llamas que comenzaban a extenderse.

El ave siguió el vuelo desde la mesa hacia los estantes llenos de botellas de licor que había detrás de la barra. Dos, tres, cuatro, media docena, ocho botellas se estrellaron en el suelo. En el taburete, a poca distancia de la gaviota enloquecida, se encontraba sentado el pelirrojo, demasiado atontado para sentir miedo. Observaba fascinado cómo el ave, aleteando y pateando, tiraba más botellas al suelo. Un olor a whisky se extendió por el bar.

La primera gaviota volvió a atacar a Max, revoloteando desde arriba y luego, con malévola inteligencia, se dejó caer sobre la cabeza de Mary, en cuyo cabello se enredaron las garras.

¡Dios mío, no, no!

Trató de alcanzar al animal sin importarle el pico, sin importarle que pudiese arrancarle los dedos. Tenía que quitársela. Max también trató de alcanzarla. En ese momento, el ave se soltó y alzó nuevamente el vuelo. Volvió a la carga en un abrir y cerrar de ojos, para chocar con violencia en la pared, junto a la cabeza de Mary y caer al suelo entre convulsiones.

Jadeante, Mary se tapó la cara con las manos y se alejó del animal.

—Está moribunda —dijo Max.

—¡Mátala! —exigió Mary, que no reconoció su propia voz, alterada por el pánico y el odio.

—Creo que ya no es peligrosa —titubeó Max.

—¡Mátala antes de que vuelva a volar!

De una patada envió el ave hacia el rincón, luego levantó el pie y con evidente disgusto le aplastó la cabeza.

Asqueada, Mary le dio la espalda.

La otra gaviota salió del bar, volando a través de la ventana rota.

Todo quedó en silencio.

Finalmente, el fornido joven se incorporó y ayudó a la rubia a levantarse.

El robusto pelirrojo se bebió la copa de un trago.

—¡Dios Santo, qué estropicio! —exclamó el barman—. ¿Qué ha sido eso? ¿Alguien ha visto alguna vez que las gaviotas se porten así?

—¿Estás bien? —preguntó Max, tocándole la mejilla.

Mary se abrazó a él y rompió en sollozos.