9

Max no estaba en casa, y sin él Mary sentía que ésta era como un mausoleo. Sus pisadas sobre el parquet sonaban más fuertes que de costumbre, y la resonancia estaba llena de sones siniestros.

—El señor llamó hace un rato —dijo Anna Churchill mientras se limpiaba las manos en el mandil—. Me pidió que retrasara media hora la cena.

—¿Por qué?

—Me indicó que le dijera que no vendría hasta las ocho, porque Woolworth’s está abierto hoy hasta tarde, por aquello de las compras de Navidad.

Mary sabía que aquel recado era una broma de Max, pero no podía ni siquiera sonreír. Lo único que podría levantarle el ánimo sería su presencia. No quería estar sola.

Al pasar por la sala en dirección a la escalera, sintió que los muebles de estilo colonial americano la empequeñecían. Con el recuerdo de aquel espíritu chocarrero todavía muy presente, prácticamente esperaba que todos los muebles cobraran vida y no sabía cómo sobreviviría si las sillas, los sofás y las cómodas esquineras se le echaran encima con intenciones asesinas. Sin embargo, los muebles no se movieron.

Ya arriba, en su baño, tomó un frasco de valium del botiquín. Había podido disimular su nerviosismo mientras estuvo frente a Emmet y Anna, pero ahora le temblaban tanto las manos que le costó casi un minuto destapar el frasco. Llenó un vaso de agua fría y se tomó una de las cápsulas. Una no le pareció nada, y pensó tomar dos, quizá tres.

—¡Por Dios, no! —exclamó, y rápidamente tapó el frasco antes de que la tentación venciera a la cordura.

Al salir del baño, el vaso vacío cayó al suelo y se hizo añicos. Sorprendida, se volvió rápidamente. Estaba segura de que no había dejado el vaso en el borde del lavabo. No se había caído: algo lo había tirado.

—Max, por favor, regresa a casa —susurró.

Mary esperó a Max en la pequeña sala del piso superior, la pieza favorita de él, que estaba llena de armas y libros. Dentro de las vitrinas, a lo largo de las paredes, había rifles antiguos restaurados por expertos; libros en encuadernación especial de Hemingway, Stevenson, Poe, Shaw, Fitzgerald y Dickens: un par de pistolas Colt Derringer número 3 del año 1872 en un estuche forrado de seda y enmarcado en latón; novelas de John D. MacDonald, Clavell, Bellow, Woolrich, Levin y Vidal; varios tomos de Gay Talese, Colin Wilson, Heilman, Tolad, Shirer; escopetas, rifles, revólveres, pistolas automáticas; obras de Raymond Chandler, Dashiell S. Hammet, Ross MacDonald, Mary McCarthy, James M. Cain y Jessamyn West.

Era una extraña combinación la de armas y libros, pensó Mary. Sin embargo, después de ella, aquello era lo que Max quería más.

Trató de leer un bestseller que estaba de moda y que tenía pensado leer hacía unas semanas, pero sus pensamientos vagaban. Dejó el libro a un lado y fue a sentarse al escritorio de Max, donde tomó una pluma y un cuaderno del cajón de en medio.

Por un rato miró la hoja en blanco; luego, empezó a escribir:

Página 1

Preguntas:

¿Por qué veo estas visiones, si no las busco?

¿Por qué de repente y por primera vez puedo sentir en las visiones el dolor que sienten las víctimas?

¿Por qué ningún otro clarividente ha sentido sus propias visiones?

¿Cómo pudo saber el asesino del salón de belleza que yo estaba observando?

¿Por qué un espíritu burlón habría de evitar que yo viera la cara del asesino?

Desde niña, ya fuera en crisis grandes o pequeñas, había sentido que escribir sus problemas la ayudaba. Al verlos ante ella, resumidos en pocas palabras y de algún modo más conciso en tinta que en la realidad, por lo general dejaban de ser insolubles.

Cuando terminó de hacer la lista, leyó cuidadosamente cada pregunta, primero en silencio y luego en voz alta.

En la siguiente hoja del cuaderno escribió: «Respuestas».

Meditó por unos instantes. Luego escribió: «No tengo ninguna repuesta».

—¡Al diablo! —exclamó, y arrojó la pluma lejos de sí.

—Harley Barnes. ¿Diga?

—Jefe Barnes, soy Mary Bergen.

—¿Qué tal, aún está en la ciudad?

—No, le hablo desde Bel Air.

—¿En qué puedo servirla?

—Estoy escribiendo un artículo para varios periódicos acerca de lo que pasó anoche y tengo unas preguntas para usted. El hombre de anoche…, ¿cómo se llamaba?

—¿No podría obtener su nombre con su clarividencia?

—Creo que no. No puedo ver todo lo que quiero.

—Se llamaba Richard Lingard.

—¿Era residente en la ciudad o forastero?

—Nació y se crió aquí. Conocí a sus padres, eran dueños de una farmacia.

—¿Su edad?

—Más o menos, treinta y pico.

—¿Es… era casado?

—Divorciado hace mucho. Sin hijos, gracias a Dios.

—¿Está usted seguro de que…?

—¿Seguro de que no tenía hijos? Completamente.

—No. Lo que quise decir… realmente…, ¿está muerto?

—¿Muerto? Claro que está muerto. ¿Acaso no lo vio?

—Me puse a pensar… ¿Ha encontrado algo extraño respecto a él?

—¿Extraño? ¿En qué sentido?

—¿Pensaban sus vecinos que era raro?

—Lo estimaban. Simpatizaba con todo el mundo.

—¿No encontraron algo raro en su casa?

—Nada. Vivía como todo el mundo. Era tan común y corriente que hasta asusta. Si resulta que Dick Lingard es un asesino psicópata, entonces, ¿en quién podemos confiar?

—En nadie.

—Señora Bergen… —Barnes titubeó—, ¿se llevó usted el cuchillo?

—¿Qué cuchillo?

—El cuchillo de Lingard.

—¿No lo han encontrado?

—Se esfumó de la escena.

—¿Se esfumó? ¿Sucede eso con frecuencia?

—A mí nunca, hasta ahora.

—Pues yo no lo tengo.

—Tal vez se lo llevó su hermano.

—Alan no haría tal cosa.

—¿Quizá su esposo?

—Mire, Barnes, hemos trabajado con la policía en muchas ocasiones y sabemos que uno no debe llevarse las pruebas materiales como recuerdo.

—Hemos revisado de arriba abajo la casa de la señora Harrington y el cuchillo no está allí.

—Tal vez a Lingard se le cayó en el jardín de enfrente.

—También allí hemos inspeccionado centímetro por centímetro.

—O cayó a la alcantarilla cuando Lingard se estrelló contra el coche patrulla.

—O también pudo ir a parar a la acera. Lo que sucede es que no buscamos inmediatamente el cuchillo como deberíamos haber hecho; además, había mucha gente. Tal vez alguien lo recogió. Seguiremos indagando y espero que aparezca. Por lo menos no se necesita para ningún proceso, pues la muerte ya resolvió eso. Ningún abogado, por astuto que sea, logrará que Richard Lingard vuelva a salir a la calle.

A las siete y media de la tarde, todas las estaciones radiofónicas de Los Ángeles dieron la noticia de que cuatro enfermeras habían sido encontradas golpeadas y acuchilladas en su departamento de Anaheim; sus nombres y apellidos eran: Beverly Pulchaski, Susan Haven, Linda Proctor y Marie Sanzini.

Mary no reconoció a ninguna.

Perpleja, recordó el rostro golpeado en su visión de la noche anterior; el de una mujer de pelo negro y ojos azules. Estaba segura de que conocía aquella cara.

Las ocho de la noche.

Mary recibió a Max en la entrada de la casa. Él traspuso el umbral, cerró la puerta y la abrazó. Traía la ropa fría por el aire de la noche, pero el calor de su cuerpo traspasaba la tela.

—¿Seis horas de compras y no traes ningún paquete?

—He pedido que los envolvieran para regalo y los recogeré mañana.

—No sabía que envolvieran para regalo en Woolworth’s —dijo ella sonriendo.

—Me he acordado de ti —dijo Max, besándola en la mejilla.

—Oye, ¿dónde está tu abrigo? Te vas a resfriar —observó Mary, apoyándose en sus brazos.

—Lo salpicaron de lodo y he pasado por la tintorería para dejarlo.

—¿Cómo se enlodó?

—Tuve un pinchazo.

—¿Un pinchazo en un Mercedes?

—Al nuestro, sí. El sitio donde tuve que cambiar el neumático estaba embarrado y me salpicó un coche que pasó.

—¿No apuntaste el número de la matrícula? Si lo hiciste, lo…

—Desgraciadamente no la apunté —repuso Max—. En el momento que sucedió pensé que si tuviera el número, Mary descubriría quién era y le daría una tunda de padre y señor mío.

—Nadie perjudica a mi Max y se sale con la suya.

—También me corté el dedo al cambiar el neumático —dijo Max, levantando la mano derecha. El puño de la camisa estaba empapado de sangre y llevaba un dedo envuelto con un pañuelo ensangrentado—. El gato tiene un borde muy cortante.

—¡Cuánta sangre! —exclamó Mary, tomándole la muñeca—. Deja que te vea el corte.

—No es nada —dijo él, retirando la mano antes de que ella pudiera quitar el pañuelo—. Ya no sangra.

—Tal vez necesites que te den unos puntos.

—Sólo necesita un poco de presión. Es un corte profundo, pero tan pequeño que no aguantaría la sutura. Además, si lo ves, te estropeará la cena.

—Déjame verlo. Ya soy adulta. Además, hay que desinfectar la herida y vendarla.

—Yo me encargaré de eso —dijo Max—. Tú adelántate a la mesa, me reúno contigo en un momento.

—No podrás hacerlo solo.

—Claro que sí. No siempre he estado casado, ¿sabes? Viví solo muchos años —dijo Max, besándole la frente—. No incomodemos a la señora Churchill, se le saltarán las lágrimas si no vamos a sentarnos en seguida.

Con la mano sana empujó a Mary hacia el comedor.

—Si te desangras —comentó ella—, nunca te lo perdonaré.

Con una carcajada, Max corrió hacia la escalera y subió de dos en dos peldaños hasta el primer piso.

Para Mary la cena fue sustanciosa, pero no pesada. Hubo sopa de cebolla, ensalada, un Chateaubriand con salsa bearnesa y tiras de calabaza ligeramente fritas en aceite y ajo.

Mientras tomaba el café en la biblioteca, Mary le contó a Max todo lo del día, sumida en la serenidad que le había proporcionado el segundo Valium que se había tomado poco antes de que él llegara a cenar: Cauvel, la visión dolorosa, el espíritu chocarrero que le había impedido indagar en la visión el nombre y el rostro del asesino. Hablaron del informe radiado respecto a las enfermeras muertas en Anaheim, que Max también había oído y, por último, ella le refirió la conversación con Harley Barnes.

—Estás recalcando lo del cuchillo perdido —dijo Max—. ¿No te parece creíble la explicación de Barnes? Se lo pudo haber llevado un mirón.

—Pudo, pero no lo hizo.

—Entonces, ¿quién?

Mary estaba sentada al lado de Max en el sofá, se descalzó, envió lejos los zapatos, cruzó una pierna debajo de la otra y se sentó nuevamente, haciendo tiempo para buscar las palabras adecuadas. Aquélla era una situación delicada. Si Max no creyera lo que tenía que decirle, iba a pensar que Mary estaba por lo menos un tanto fuera de sus casillas.

—Estas visiones son enteramente distintas a todas las demás que he tenido —dijo por último—. Lo que significa que el asesino, la fuente de las emanaciones psíquicas, también es distinto de cualquier otro que jamás haya rastreado antes. No es un hombre común y corriente. He estado tratando de dar con una teoría que le dé sentido a todo lo que me ha sucedido desde anoche, y cuando hablé con Barnes di con la clave. El cuchillo perdido es la clave. ¿Te das cuenta? Richard Lingard lo tiene.

—¿Lingard? Está muerto, Barnes le disparó. Lingard no puede haberse llevado el cuchillo a ningún lado más que al depósito de cadáveres.

—Pudo llevárselo a donde él quisiera. Barnes mató el cuerpo de Lingard, pero su espíritu se llevó el cuchillo.

—No creo en los espíritus —dijo Max asombrado— y, aunque existieran, no tienen materia, por lo menos no como la conocemos. Así que, ¿cómo pudo el espíritu de Lingard, sin materia, llevarse el cuchillo, tan material?

—Un espíritu no tendrá materia, pero sí tiene poder —recalcó Mary—. Hace dos meses, cuando me ayudaste en aquel asunto de Connecticut, viste un espíritu chocarrero en acción.

—¿Y qué tiene que ver eso?

—Pues un espíritu burlón aparentemente no tendrá materia, pero sí puede lanzar por los aires objetos sólidos, ¿o no?

—Sí —admitió Max con reservas—, pero no creo que un espíritu burlón sea el alma de un muerto.

—¿Qué más podría ser? —preguntó Mary, y antes de que Max contestara, dijo—: El espíritu de Lingard se llevó el cuchillo de carnicero. Me consta.

—Supón que eso sea verdad —sugirió Max, terminándose el café de tres largos tragos—. ¿Dónde está su espíritu ahora?

—En el cuerpo de otra persona viva.

—¿Qué?

—Tan pronto como murió el cuerpo de Lingard, su espíritu se salió y entró en el cuerpo de otro.

Max se levantó y se dirigió a los estantes con libros. Se volvió y miró a Mary, la estudió, la sopesó.

—En cada sesión con Cauvel has ido acercándote más y más al punto de llegar a saber lo que te hizo Berton Mitchell.

—Así que crees que porque estoy a punto de saberlo, podría estar tratando de huir de la verdad y refugiarme en la demencia.

—¿Puedes afrontar lo que te hizo?

—Durante años he vivido con ello, aunque lo he reprimido.

—Vivir con ello y aceptarlo son dos cosas distintas.

—Si crees que soy candidata a un cuarto acolchonado, aún no me conoces —dijo Mary, sintiéndose irritada a pesar del Valium.

—No pienso eso, pero quizá sí en una posesión demoníaca.

—Demoníaca, no. Hablo de algo menos grandioso. Se trata de la posesión de un ser viviente por el espíritu de un muerto.

El semblante anguloso, casi feo, de Max se aguzó más aún con la preocupación. Extendió los brazos con las palmas de las manos hacia arriba, como un oso suplicando.

—¿Y quién es ese ser viviente?

—El que mató a aquellas enfermeras de Anaheim. Está poseído por Lingard y por eso son tan distintas las emanaciones psíquicas.

—No puedo aceptar eso —dijo Max, regresando al sofá.

—Eso no quiere decir que esté equivocada.

—El fenómeno del espíritu burlón en la consulta de Cauvel… ¿Acaso crees que…?

—Ese era Lingard —dijo Mary.

—Ahí radica el problema de esa teoría.

Mary enarcó las cejas.

—¿Cómo pudo estar el espíritu de Lingard en dos lugares a la vez? —preguntó Max—. ¿Cómo podía Lingard poseer a un hombre a quien estaba forzando a cometer unos crímenes y al mismo tiempo estar lanzando perros de cristal en la consulta de Cauvel?

—No lo sé. ¿Quién sabe lo que puede hacer un espíritu?

A las diez, Max entró en el dormitorio principal. Había bajado a la biblioteca a buscar una novela y regresaba con un gran tomo, que no era lo que había ido a buscar.

—Acabo de hablar con el doctor Cauvel —dijo.

Mary estaba sentada en la cama. Cerró el libro, tras señalar la página que estaba leyendo con el doblez del forro.

—¿Qué tiene que decir el buen doctor?

—Cree que tú eres el espíritu burlón.

—¿Yo?

—Dice que te encontrabas en tensión.

—¿Acaso no lo estamos todos?

—Tú en especial.

—¿De veras?

—Porque te acordaste de lo de Berton Mitchell.

—En otras ocasiones antes me había acordado de él.

—Pero esta vez te acordaste más que nunca. Cauvel dice que estabas bajo una gran tensión psicológica en su consulta y que tú hiciste que volaran los perros de cristal.

—Un hombre de tu tamaño está guapísimo en pijama —dijo Mary sonriendo.

—Mary…

—En especial, si el pijama es amarillo. Sólo deberías usar una bata…

—Estás eludiendo el tema —dijo Max, acercándose al pie de la cama—. ¿Qué hay de los perros de cristal?

—Simplemente, que Cauvel quiere que se los pague —contestó Mary despreocupada.

—No mencionó ningún pago.

—Pero ésa es la intención.

—Él no es así.

—Pagaré la mitad del valor de los perros.

—Mary, eso no será necesario —dijo Max ya impacientado.

—Lo sé —repuso Mary en voz baja—. Yo no los rompí.

—Lo que quiero decir es que Cauvel no exige que le paguemos. Estás evadiendo el punto principal.

—De acuerdo. De acuerdo. ¿Cómo hice que volaran los perros?

—Subconscientemente. Cauvel dice que…

—Los psiquiatras lo achacan todo al subconsciente.

—¿Quién dice que no tiene razón?

—Son unos estúpidos.

—Mary…

—Y tú eres un estúpido por creerle.

Mary no quería discutir, pero no podía controlarse. Estaba asustada por el cariz que adquiría la conversación, aunque no sabía por qué. Le aterrorizaba algo que sabía y que estaba muy dentro de ella, pero no llegaba a comprender lo que era.

—¿Me vas a escuchar? —preguntó Max, de pie junto a la cama, como un predicador con el libro en la mano, como si fuera una Biblia.

Mary movió la cabeza, como para darle a entender que no lo soportaba.

—Si soy la responsable de la rotura de sus figurillas, quizá lo sea también del mal tiempo en el Este, la guerra en África, la inflación, la pobreza y de que las cosechas sean malas.

—Ahora vienes con sarcasmos.

—Tú los provocas.

El tranquilizante no le servía de nada. Estaba tensa y temblaba como el agua de un charco; como una anémona marina etérea, vibrando en las corrientes sutiles que preceden a la tormenta; estaba nerviosamente consciente de fuerzas invisibles que la podrían destruir.

De pronto se sintió amenazada por Max.

«Esto no tiene sentido —pensó—. Max no representa ningún peligro para mí. Está tratando de ayudarme a encontrar la verdad, eso es todo».

Mareada y confusa, al borde de perder el control, se recostó sobre las almohadas.

Max abrió su libro y leyó con voz controlada, pero insistente.

—La telecinesis es la capacidad de mover o causar cambios en los objetos puramente con la fuerza de la mente. Este fenómeno ha sido descrito y muy fidedignamente casi siempre en momentos de crisis o en situaciones graves de tensión. Por ejemplo: ha habido casos en que se han izado automóviles para liberar a los heridos que se encontraban debajo, o en que los escombros se apartaban por sí solos de los moribundos en edificios incendiados o derrumbados.

—Sé lo que es la telecinesis —dijo Mary.

Max no le hizo caso y siguió leyendo.

—La telecinesis se confunde muchas veces con lo que hace un espíritu burlón, que unas veces es juguetón y otras malévolo. El hecho de que exista un espíritu burlón como un ser astral aún se debate, y ciertamente no se ha probado. Hay que advertir que en la mayoría de las casas donde han aparecido espíritus burlones vive un adolescente con serios problemas de identidad o alguna otra persona bajo grave tensión nerviosa. El hecho de que los fenómenos a menudo atribuidos a los espíritus burlones sean generalmente el producto de telecinesis subconsciente es un buen argumento.

—Eso es ridículo —repuso Mary—. ¿Por qué habría de estrellar perros por todos lados justo en el momento en que estaba por verle la cara al asesino en la visión?

—En realidad no le querías ver la cara, así que tu subconsciente lanzó las figurillas para distraerte de la visión.

—¡Eso es absurdo! ¡Quería verla! Quiero evitar que ese hombre vuelva a matar.

—¿Estás segura de que quieres eso? —dijo Max, mirándola fijamente con sus duros ojos grises, que eran como cuchillos que la disecaban.

—¿Qué pregunta es ésa?

—¿Sabes lo que pienso? —suspiró Max—. Pienso que, por medio de tu clarividencia, presientes que ese psicópata te matará si lo persigues. Ves un posible futuro y estás tratando de evitarlo por todos los medios.

—Nada de eso —negó Mary sorprendida.

—El dolor que sentiste…

—Era el dolor de la víctima, no un presentimiento de mi propia muerte.

—Tal vez no has presentido el peligro conscientemente —aclaró Max—, pero inconscientemente quizá te has visto como víctima si sigues en este caso. Eso explicaría el porqué te estás tratando de confundir con espíritus burlones y habladurías de posesiones.

—No voy a morir —dijo Mary con brusquedad—. No me estoy escondiendo de nada de eso.

—¿Por qué te da miedo considerarlo siquiera?

—No tengo miedo.

—Creo que sí.

—No soy cobarde ni mentirosa.

—Mary, estoy tratando de ayudarte.

—¡Entonces, créeme!

—No tienes por qué gritar —dijo Max, mirándola con extrañeza.

—¡Nunca me escuchas a menos que grite!

—Mary, ¿por qué quieres discutir?

«No quiero —pensó—. Deténme, abrázame».

—Tú empezaste esto.

—Sólo te pedí que consideraras una alternativa en ese asunto de la posesión. Estás exagerando.

«Lo sé —pensó Mary—. Sé que lo hago, y no sé por qué. No quiero herirte. Te necesito».

—Si te escuchara, pensaría que nunca tengo razón acerca de nada —dijo—. Siempre exagero o me equivoco o me descarrío o me confundo. Me tratas como a una niña.

—Tú te estás tratando a ti misma con condescendencia.

—Sólo una chiquilla tonta.

«Abrázame, bésame, quiéreme —se dijo Mary—. Haz que deje esto. No quiero discutir. Estoy atemorizada».

—Este no es el momento propicio para hablar. No estás de humor para la crítica constructiva —dijo Max, caminando hacia la puerta de la habitación.

—¿Porque me porto como una niña?

—Sí.

—Cuando actúas así, te odio.

—Eso mismo diría una niña —replicó pausadamente; luego se detuvo y, volviéndose hacia ella, concluyó—: Una niña que tratara de sorprender a un adulto con sus groserías, claro está.

Mary abrió su libro por la página que había marcado e hizo como si leyese, haciendo caso omiso de él.

Prefería experimentar un dolor que la postrara a sufrir un alejamiento de Max, aunque fuera temporal. Cuando reñían, lo cual era muy esporádicamente, se sentía desgraciada. No soportaba las dos o tres horas de silencio que invariablemente transcurrían tras un desacuerdo, que en general era por su culpa.

Pasó el resto de la tarde en la cama con un ejemplar de Lo oculto, de Colin Wilson. Al comenzar cada página, no podía recordar lo que había ocurrido en la anterior. Max permaneció en su lado de la cama, leyendo una novela y fumando su pipa. Podría haber estado a mil kilómetros de distancia.

Las noticias televisadas de las once de la noche, que Mary sintonizó con el mando a distancia, daban la máxima importancia a una horrible matanza en un salón de belleza en Santa Ana. Hubo escenas del salón ensangrentado y entrevistas con los policías, que no tenían nada que decir.

—¿Ves? —señaló Mary—. Tenía razón en cuanto a las enfermeras y acerca del salón de belleza. Y también la tengo en cuanto a Richard Lingard.

Antes de terminar, se había arrepentido de sus palabras y en especial de su tono de voz.

Max la miró, pero no dijo nada.

Mary se concentró en su libro. No había querido revivir la riña. Al contrario, quería que volviera a hablar, quería, oírle la voz.

Aunque con frecuencia provocaba riñas, nunca había sabido cómo terminarlas. Psicológicamente, no era capaz de iniciar el primer gesto de paz. Eso se lo dejaba a los hombres. Siempre. Sabía que no era justo, pero no podía cambiar.

Mary suponía que aquella característica la tenía desde que murió su padre violentamente. Su partida había sido tan repentina que aun ahora se sentía abandonada. Durante toda su vida de adulta se había preocupado de que los hombres la abandonaran antes de que ella estuviera lista para terminar la relación.

Y, desde luego, jamás estaría lista para terminar su matrimonio; aquello era para siempre. Así que, cuando discutían, cuando tenía razones para temer que Max se marchara, Mary se obligaba a hacer las paces. Era una prueba de que sólo podía pasar si él sacrificaba más orgullo que ella y, cuando Max había realizado aquello, le habría probado que la amaba y que nunca la abandonaría, como lo había hecho su padre.

La muerte de su padre era más importante que lo que Berton Mitchell pudo haberle hecho.

¿Por qué no podía verlo así el doctor Cauvel?

En la alcoba a oscuras, cuando resultó que ninguno de ellos podía dormir, Max la tocó. Sus manos la afectaron de igual manera que la rápida vibración de los sonidos de un diapasón afectarían al cristal fino. Temblaba sin control y se rindió: se echó en sus brazos llorando.

Max no habló, pues las palabras ya no importaban.

La abrazó por unos minutos y luego la empezó a acariciar. Pasó una mano por el pijama de seda, por el muslo y por las nalgas con un movimiento lento y cariñoso. Luego, le desabrochó dos botones de la blusa e introdujo la mano; sintió el pecho cálido y detuvo los dedos en el pezón sólo por un instante. Ella le puso la boca abierta contra el músculo duro del cuello y así el pulso vigoroso de él se transmitía a Mary a través de sus tiernos labios. La desnudó y luego se desnudó a su vez; fue entonces cuando la venda de la mano rozó el muslo femenino.

—Tu dedo —dijo Mary.

—No es nada.

—Puede abrirse el corte —insistió ella—, puede volver a sangrar.

—Chitón.

No era el momento de ser paciente, y aunque Mary no había dicho ni una palabra, presintió que estaba igualmente ansiosa. La penetró en la oscuridad como si fuera a volar y luego se posó sobre ella. Aunque no había esperado más que la alegría de la cercanía, ella alcanzó el orgasmo al minuto, sin intensidad, como una suave embestida de placer. Cuando tuvo el segundo, momentos antes de que él terminara muy dentro de ella, Mary lanzó un grito de deleite. Por unos instantes permaneció a su lado, sosteniéndole la mano.

—No me dejes nunca —dijo finalmente—, quédate conmigo toda la vida.

—Toda la vida —le prometió Max.

A las cinco y media de la madrugada del miércoles, en medio de una visión de pesadilla del siguiente crimen del asesino, Mary despertó sobresaltada por el ruido de un disparo, uno solo, ensordecedor y demasiado cerca. El estallido todavía retumbaba en las paredes de la alcoba cuando se sentó, hizo a un lado las cobijas y sacó las piernas de la cama.

—¡Max! ¿Qué pasa, Max?

Éste encendió la lámpara y saltó de la cama; se quedó de pie, tambaleándose y deslumbrado.

La luz repentina le cegaba, pero pese a ello se dio cuenta de que no había ningún intruso en el cuarto.

Buscó la pistola cargada que siempre guardaba en la mesilla de noche, pero no estaba allí.

—¿Dónde está la pistola?

—Yo no la he tocado —respondió Mary.

Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la luz, logró distinguir el arma. Flotaba en el aire, cerca de la cabecera de la cama, a aproximadamente un metro y medio del suelo, como si estuviera suspendida por alambres; pero no había ningún alambre, y el cañón apuntaba a Mary.

El condenado espíritu burlón.

—¡Jesús! —exclamó Max.

Aunque ningún dedo visible apretó el gatillo, sonó el segundo disparo y la bala se incrustó en la cabecera de la cama, a unos centímetros de la cara de Mary.

Presa de pánico, jadeando y sollozando, atravesó el cuarto agachada, como una inválida, pero la pistola la siguió hacia la izquierda, apuntándole. Llegó al rincón y se detuvo; estaba atrapada. Entonces se dio cuenta de que debía haber huido en dirección opuesta, donde por lo menos podría haberse encerrado en el cuarto de baño.

Un tercer disparo se incrustó en el suelo junto a sus pies; pedazos de alfombra y trozos de parquet saltaron por el aire.

—¡Max!

El trató de alcanzar la pistola, pero se le escabulló, subía y bajaba, oscilaba de lado a lado, se mecía y ondeaba, forzándole a un torpe baile.

Mary buscaba algo detrás de lo que poder esconderse, pero no había nada.

Un cuarto disparo pasó por encima de su cabeza y atravesó una acuarela enmarcada del muelle de la playa de Newport.

Max atrapó la pistola finalmente y la sostuvo con fuerza. Sintió que el cañón se le retorcía en las manos, hasta que quedó apuntándole al pecho. Sudoroso y maldiciendo, luchó por arrebatar el arma a un par de manos que no veía. De repente, después de unos segundos, el contrincante invisible se rindió y Max se tambaleó hacia atrás con la presa.

Mary permaneció de espaldas a la pared, cubriéndose el rostro con las manos, aunque sin dejar de mirar el cañón.

—Ya no hay peligro. Ya ha pasado todo —anunció Max, y se dirigió hacia ella.

—¡Por Dios, descárgala! —exclamó Mary, señalando el arma.

Max se detuvo y miró fijamente la pistola; a continuación sacó el cargador.

—Hay que sacar la bala de la recámara —dijo Mary.

—No creo que eso sea necesario si…

—¡Hazlo!

Sus manazas temblaban al sacar el proyectil de la recámara. Puso todas las piezas sobre la cama: la pistola, el cargador vacío y las balas. Por un instante observó, al igual que ella, todo aquello, aguardando que algo se moviera, se elevase del cobertor.

Nada se movió.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Max finalmente.

—El espíritu burlón, el Poltergeist.

—Lo que haya sido, ¿estará todavía aquí?

Mary cerró los ojos, tratando de relajarse, tratando de sentir.

—No, ya se ha ido —manifestó al cabo de unos momentos.