8

Lo más sobresaliente en la consulta del doctor Cauvel era una colección de perros de cristal colocados sobre unos anaqueles de vidrio y cromo que se encontraban a un lado de su escritorio. Ningún miembro de aquella jauría era más grande que la mano de Mary, y casi todos ellos eran bastante más pequeños. Había perros azules, perros café, perros rojos, perros claros, perros blanco lechoso, perros negros, perros anaranjados y amarillos, púrpura y verdes, transparentes y opacos, rayados y moteados, soplados a mano y de vidrio sólido. Algunos estaban echados, otros sentados, otros oteando y otros más corriendo. Había perros salchicha, galgos, airedales, pastores alemanes, pequineses, terriers, San Bernardo y una docena de otras razas. Una perra con una camada de frágiles cachorros de cristal se hallaba cerca de una cómica escena de perros que tocaban diminutos instrumentos de vidrio, flautas y trompetas para unos sabuesos. Varias figuras curiosas brillaban sombríamente en aquel zoológico silencioso: perros satánicos gruñendo, demonios con cara de perro y lenguas ahorquilladas.

El vidrio también era el punto sobresaliente del propio doctor. Usaba unas gafas de gruesos cristales que hacían que sus ojos parecieran anormalmente grandes. Era bajo, de aspecto atlético y exageradamente pulcro en su persona. Los lentes nunca estaban manchados, pues los limpiaba constantemente.

Mary y el doctor estaban sentados frente a frente, en medio de la pieza, con una mesa plegable entre ellos.

El psiquiatra barajó las cartas de un mazo y colocó diez de ellas boca abajo en una sola fila.

Mary levantó un pedazo de alambre de seis pulgadas de largo y doblado como una horquilla que le había proporcionado el médico y lo sostuvo encima de las cartas. Lo movió de un lado al otro y dos veces se inclinó hacia la mesa como si unos dedos invisibles quisieran quitárselo de las manos. Al cabo de menos de un minuto, Mary dejó a un lado la horquilla y señaló dos de las diez cartas.

—Éstas son las de valor más alto en el montón.

—¿Cuáles son? —preguntó Cauvel.

—Una podría ser un as.

—¿De qué palo?

—No lo sé.

Cauvel volvió ambos naipes: uno era el as de trébol y la otra la reina de corazones.

Mary se sintió aliviada.

El médico volvió las demás cartas; la de mayor valor fue una sota.

—Increíble —dijo Cauvel—. Ésta es una de las pruebas más difíciles que hemos intentado, y de los diez ensayos que hemos realizado ha tenido usted un noventa por ciento de aciertos. ¿Ha pensado alguna vez en ir a Las Vegas?

—¿Para hacer saltar la banca en las mesas del «Veintiuno»?

—¿Por qué no?

—La única manera de lograrlo sería si alinearan las cartas y me dejaran usar la horquilla de alambre sobre ellas antes de darlas.

—No sería posible, claro —admitió el médico, midiendo su sonrisa al igual que calculaba todos sus movimientos y expresiones.

Durante los pasados dos años, las citas de Mary los martes y viernes habían comenzado a las cuatro y media y terminaban a las seis. En aquellos días, ella era la última paciente de Cauvel. Durante los primeros tres cuartos de hora, Mary participaba en algunos experimentos extransensoriales para una serie de artículos que Cauvel tenía pensado publicar en una revista médica. Los otros tres cuartos de hora los dedicaba a tratar a su paciente en su especialidad, la psiquiatría. A cambio de la cooperación de Mary, Cauvel no le cobraba honorarios.

Aunque ella podía pagar el tratamiento, aceptó el acuerdo porque le interesaban los experimentos.

—¿Un coñac? —preguntó Cauvel.

—Sí, gracias.

El médico sirvió Remy Martin para ambos.

De la pequeña mesa de juego pasaron a sentarse en sendos sillones colocados también frente a frente con una pequeña mesa redonda de cocktail entre ambos.

Cauvel no utilizaba técnicas comunes y corrientes con sus pacientes. Su estilo era muy propio, y a Mary le gustaba su actitud callada y comedida.

—¿Por dónde le gustaría comenzar? —preguntó.

—No lo sé.

—Tómese el tiempo que precise.

—No quiero ni comenzar siquiera.

—Siempre dice usted eso y siempre comienza.

—Hoy, no. Sólo quisiera estar sentada aquí.

Cauvel asintió con la cabeza y bebió un sorbo de coñac.

—¿Por qué seré siempre tan difícil para usted? —preguntó Mary.

—No puedo contestar a esa pregunta…, usted sí.

—¿Por qué no querré conversar con usted?

—¡Oh! sí, si lo desea; de otra manera, no estaría aquí.

—Ayúdeme a comenzar —dijo Mary, frunciendo el ceño.

—¿En qué pensaba mientras conducía hacia aquí?

—Ese no es un buen comienzo.

—Inténtelo.

—Bueno, pues… estuve pensando en lo que soy.

—¿Y qué es?

—Una clarividente.

—¿Y…?

—¿Por qué yo? ¿Por qué no otra persona?

—Los principales investigadores en esta materia estiman que todo el mundo tiene aptitudes paranormales.

—Quizá —dijo Mary—, pero la mayoría de la gente no los tiene en el grado que yo.

—Simplemente, no nos damos cuenta de nuestra capacidad —dijo Cauvel—. Sólo un puñado de personas han encontrado la manera de utilizar de la forma debida su capacidad extrasensorial.

—Entonces, ¿por qué yo encontré una manera? ¿Por qué yo precisamente?

—¿Acaso no todos los mejores clarividentes sufrieron heridas craneales antes de descubrir sus poderes psíquicos?

—Peter Hurkos los descubrió —aceptó Mary—, así como muchos otros, pero no todos.

—¿Las sufrió usted?

—¿Heridas en la cabeza? No.

—Desde luego que sí.

—Qué excelente sabor —dijo Mary, saboreando el coñac.

—Usted sufrió heridas a los seis años de edad. Lo ha mencionado varias veces, pero nunca ha querido proseguir la conversación.

—Ni tampoco quiero hacerlo ahora.

—Debería proseguirla —dijo Cauvel—. Su renuencia a discutir ese asunto demuestra que…

—Está hablando demasiado hoy, doctor —observó Mary en voz dura y demasiado sonora—. Le pago para que me escuche.

—No me paga usted nada —repuso el médico con su habitual mesura.

—Podría marcharme de aquí en este preciso momento.

Cauvel se quitó los lentes y comenzó a limpiarlos con el pañuelo.

—Sin mí —dijo Mary con voz tajante, molesta por la calma estudiada del otro—, no tendría usted datos para escribir esos artículos que le están dando categoría entre los demás loqueros.

—Los artículos no son tan importantes. Si tantos deseos tiene de marcharse, hágalo. ¿Quiere usted romper nuestro acuerdo?

Mary se hundió en el sillón.

—Lo lamento —dijo sinceramente.

No era su estilo alzar la voz y gritarle a la gente, así que se ruborizó.

—No tiene por qué disculparse —dijo Cauvel—, pero ¿es que no se da cuenta de que aquella experiencia que tuvo hace veinticuatro años podría ser la raíz de sus problemas? Podría ser la causa fundamental de su insomnio, de sus fuertes depresiones periódicas, de sus ataques de ansiedad…

—Usted quiere que prosiga —dijo Mary, cerrando los ojos, pues se sentía débil.

—Sería una buena idea.

—Ayúdeme a comenzar.

—Tenía usted seis años de edad.

—Seis…

—Su padre tenía dinero en aquel entonces.

—Bastante dinero.

—Vivían en una hermosa propiedad.

—Ocho hectáreas —aclaró Mary—. Gran parte de ella era un jardín muy bien cuidado. Teníamos a nuestro servicio un… un…

—Jardinero.

—Un jardinero —repitió Mary, cuyo sonrojo había desaparecido; tenía las mejillas pálidas y las manos, heladas.

—¿Cómo se llamaba?

—No recuerdo.

—Claro que sí.

—Berton Mitchell.

—¿Le caía simpático?

—Al principio, sí.

—Una vez me contó que la importunaba.

—Bromeaba conmigo y me había puesto un apodo.

—¿Cómo la llamaba?

Contrary. Como si ése fuera mi verdadero nombre.

—¿Era usted «contrary»?

—En absoluto; bromeaba conmigo. Lo tomó de aquella rima que recitan a los niños: Mary, Mary, quite contrary[2]

—¿Cuándo dejó Berton Mitchell de serle simpático?

Mary deseaba estar en casa con Max; casi podía sentir su brazo protector.

—¿Cuándo dejó de serle simpático, Mary?

—Aquel día de agosto.

—¿Qué sucedió?

—Usted lo sabe.

—Sí, lo sé.

—Entonces…

—Es que parece que nunca podemos seguir adelante a menos que comencemos desde el principio cada vez.

—No quiero seguir profundizando.

—¿Qué sucedió aquel día de agosto —prosiguió el psiquiatra, implacable—, cuando tenía usted seis años de edad?

—¿Ha conseguido más perros de cristal últimamente?

—¿Qué le hizo Berton Mitchell aquel día de agosto?

—Trató de violarme.

Eran las seis de la tarde. Ya había oscurecido, pues prácticamente estaban a las puertas del invierno y hacía bastante frío.

El individuo dejó el coche frente a la cafetería y se encaminó al Norte a lo largo de la carretera, dándole la espalda al tránsito.

Llevaba un cuchillo en un bolsillo y un revólver en el otro; las manos, hundidas en los bolsillos, empuñaban las dos armas.

Sus zapatos crujían sobre la grava.

El aire de los coches que pasaban le alborotaba el cabello y le adhería el abrigo a las piernas.

El salón de belleza Hair Today ocupaba un pequeño edificio separado en la calle Principal, un poco al norte de los límites de la ciudad de Santa Ana. La casa habría parecido una cabaña de la campiña inglesa, con su techo imitación de paja, vidrios emplomados y vigas vistas, de no ser por los faroles que iluminaban la fachada y por los colores rosa y verde con que estaban pintadas las paredes.

La manzana era estrictamente comercial. Había gasolineras, restaurantes de comidas rápidas, oficinas de bienes raíces y docenas de pequeños negocios, todo ello adornado con palmeras y setos en un mar de luces de neón, que destacaban como flores horrendas en el aire saturado de dinero del Condado de Orange. Al sur del Hair Today había una exposición de automóviles de importación en venta. Hilera tras hilera de acicalados vehículos se amontonaban en la noche. Sólo los parabrisas y el cromo brillaban bajo la luz mercurial. Hacia el Norte, más allá del salón de belleza, había un cine con tres salas de exhibición, y luego, un centro comercial.

Un sucio Cadillac blanco y un flamante Triumph se hallaban estacionados frente al Hair Today.

Atravesó la exposición, caminando entre los coches, abrió la puerta de la cabaña y entró en ella.

La estrecha pieza de la entrada constituía el vestíbulo, donde las clientas esperaban turno para que las atendieran. La suntuosa alfombra era de color púrpura; las sillas, de un tono amarillo chillón, y las cortinas, blancas. Había pequeñas mesas con ceniceros y montones de revistas, pero a aquella hora del anochecer ya ninguna clienta esperaba.

Al fondo de la habitación había un mostrador de color blanco y púrpura, con una caja registradora; una mujer con el pelo teñido de rubio estaba sentada sobre un taburete detrás de la caja.

A un lado, detrás de la mujer, un arco encortinado daba acceso al área de trabajo de la tienda. El sonido de un secador de pelo manual penetraba a través de la cortina cual zumbido de abejas.

—Vamos a cerrar —dijo la teñida de rubio.

El individuo se acercó al mostrador.

—¿Busca usted a alguien? —preguntó la mujer.

El tipo sacó el revólver del bolsillo. El sentirlo en su mano le agradaba, era como sentir la justicia.

—¿Qué desea? —logró preguntar la mujer, tras mirar fijamente la pistola, humedecerse los labios y alzar la mirada a los ojos del extraño.

Éste no dijo nada.

—Espere…

El individuo apretó el disparador; la detonación quedó amortiguada por el ruido del secador.

La mujer cayó al suelo, donde quedó inmóvil.

El secador de pelo se detuvo y desde la pieza del fondo alguien dijo: «¿Tina?».

El individuo eludió el cadáver de la mujer, traspuso el arco encortinado y entró en la otra estancia.

De los cuatro sillones que allí había, tres estaban vacíos. La última clienta del día estaba sentada en el cuarto de ellos. Era joven y hermosa, con un cutis increíblemente terso; tenía el cabello mojado y lacio.

El peluquero era un hombre robusto, calvo, con un poblado bigote negro. Llevaba puesta una camisa púrpura con su nombre de pila —Kyle— bordado en amarillo sobre el bolsillo del pecho.

La mujer respiró profundamente, pero no tuvo valor para gritar.

—¿Quién es usted? —preguntó Kyle.

El individuo le disparó dos veces.

—Mi padre no estaba en casa aquel día —dijo Mary.

—¿Y su madre?

—Estaba en la habitación principal, borracha como de costumbre.

—¿Y su hermano?

—Alan estaba en su habitación, armando sus modelos de aeroplanos.

—¿Y el jardinero, Berton Mitchell?

—Su esposa y su hijo se habían marchado por una semana. Mitchell… me llevó a sus habitaciones, me indujo a ir.

—¿Dónde se encontraban sus habitaciones?

—En uno de los extremos de la propiedad; era una pequeña cabaña con un techo verde a dos aguas. Muchas veces me había dicho que unos duendes vivían con su familia.

Una extraña fuerza comenzó a oprimirla por todas partes. Sentía como si unas alas de cuero la envolvieran, unas alas musculosas que le estrujaban el corazón, extrayéndole la vida.

—Continúe —la incitó Cauvel.

Inexorablemente, el calor se iba escapando de ella como la presión por una válvula. Se sentía helada, vacía y frágil como el cristal.

—¿Me puede servir más coñac?

—Cuando haya terminado de contármelo todo.

—Necesito ayuda.

—Estoy aquí para ayudarla, Mary.

—Si lo cuento, él me hará daño.

—¿Quién? ¿Mitchell? Usted no puede creer eso. Sabe que ha muerto. Lo condenaron por perversión de menores y por agresión con intención de matar. Se ahorcó en su celda. Soy el único que se encuentra aquí y no dejaré que nadie le haga daño.

—Estaba sola con él.

—Habla en voz tan baja que no puedo oírla.

—Estaba sola con él —repitió Mary—. Me… tocó… se descaró…

—¿Tuvo usted miedo?

—Sí.

La presión aumentaba, era insoportable y empeoraba.

Cauvel calló.

—Tenía miedo porque él quería… —dijo Mary— que hiciera cosas.

—¿Qué cosas?

La atmósfera era opresiva. Aunque sólo el médico y ella estaban en la pieza, Mary sentía que alguien tenía pegados los labios a los suyos y le echaba su fétido aliento en los pulmones.

—Necesito un coñac —dijo Mary.

—Lo que necesita es contármelo todo, recordar hasta el último detalle, sacarlo de su interior de una vez por todas. ¿Qué cosas le dijo que hiciera?

—Ayúdeme. Tiene que guiarme.

—Quería copular, ¿verdad?

—No estoy segura.

Mary sentía como si unas cuerdas le cortaran la circulación sanguínea en las manos, pues las sentía dormidas.

—¿Coito oral? —inquirió Cauvel.

—No sólo eso.

Le dolían los tobillos, sentía unas cuerdas que no existían. Trató de mover los pies, pero parecían de plomo.

—¿Qué más quería que hiciera? —preguntó Cauvel.

—No recuerdo.

—Puede recordar si quiere.

—No. De veras no puedo, no puedo.

—¿Qué más quería que hiciera?

El abrazo de las alas imaginarias era tan intenso que tenía dificultad para respirar…, podía oír cómo batían… Se puso de pie, alejándose del sillón. Las alas seguían oprimiendo.

—¿Que más quería que hiciera? —insistió Cauvel.

—Algo detestable, incalificable.

—¿Algún otro acto sexual?

Las alas seguían batiendo…

—No sólo sexual, más que eso —respondió Mary.

—¿Qué era?

—Sucio, inmundo.

—¿En qué sentido?

—Me están observando unos ojos.

—¿Los de Mitchell?

—No, no los suyos.

—Entonces, ¿de quién?

—No puedo recordar.

—Sí puede.

Más batir de alas…

—Alas —dijo Mary.

—¿Malas? ¿Otra vez está usted hablando muy quedo?

—Alas —aclaró Mary—. Alas.

—¿Qué quiere decir?

Mary estaba temblando. Temía que las piernas le fallaran, por lo que regresó al sillón.

—Alas. Puedo oírlas batir, puedo sentirlas.

—¿Quiere decir que Mitchell tenía un pájaro en su casa?

—No lo sé.

—¿Un loro quizá?

—No podría asegurarlo.

—Trate de recordar, Mary. No deje que se escape ese pensamiento. Nunca antes mencionó alas. Es importante.

—Estaban en todas partes.

—¿Las alas?

—Envolviéndome, eran alas pequeñas.

—Piense. ¿Qué le hizo?

Mary permaneció callada un largo rato. La presión comenzó a ceder un poco y el batir de alas disminuyó.

—¡Mary!

—Eso es todo —dijo ella por último—. No recuerdo nada más.

—Hay un medio para hacerle recordar…

—La hipnosis, ¿no es así?

—Funciona.

—Tengo miedo de recordar.

—Lo que debería darle miedo es no recordar.

—Si recuerdo, moriré.

—Eso es ridículo y usted lo sabe.

—Ya no escucho ni noto las alas, así que no hay necesidad de hablar de alas —dijo Mary, apartándose el cabello de la cara y forzando una sonrisa.

—Por supuesto que tenemos que hablar de alas.

—¡No hablaré de las alas, por todos los demonios! —exclamó Mary, sacudiendo la cabeza con violencia; pero inmediatamente después se sorprendió y asustó de su arrebato, añadiendo—: No hoy, al menos.

—De acuerdo —concedió Cauvel—, lo acepto, porque no es lo mismo que decir que no necesita hablar. —Una vez más, comenzó a limpiar sus lentes—. Regresemos a lo que recuerda usted. Berton Mitchell la golpeó.

—Supongo que lo hizo.

—¿La encontraron en casa de él?

—En la sala de su casa.

—¿Y la habían golpeado duramente?

—Sí.

—Y luego les dijo usted que había sido él.

—Pero no recuerdo que haya sucedido. Recuerdo el dolor, un fuerte dolor, pero sólo por un instante.

—Pudo haber perdido el conocimiento al primer golpe.

—Eso dijo todo el mundo, que debió de seguir golpeándome después de desmayarme. No pude haberle aguantado mucho tiempo, sólo era una chiquilla.

—¿También usó un cuchillo?

—Tenía cortes por todas partes.

—¿Cuánto tiempo estuvo en el hospital?

—Más de dos semanas.

—¿Cuántos puntos le dieron?

—En conjunto, más de cien.

El salón de belleza olía a champú, a lociones para el cabello y a colonia. El individuo también podía oler el sudor de la mujer.

El suelo estaba cubierto de cabellos, que comenzaron a arremolinarse alrededor de ellos, conforme él se le acercaba y la penetraba.

No hubo respuesta por parte de la mujer. Ni lo recibía con placer ni luchaba contra él; permaneció inmóvil, con los ojos abiertos como los de los muertos.

El individuo no la odió por eso; después de todo, nunca le había importado si «sus» mujeres eran apasionadas o no. Durante los primeros meses aceptaba el entusiasmo y el deleite sexual de la nueva amante; incluso podía ser cariñoso por algún tiempo, pero siempre, al cabo de unos meses, necesitaba ver el temor en ellas. Aquello era lo que más le deleitaba: cuanto más le temían, más le agradaban.

Echado sobre ella, podía sentir el latido del corazón de la mujer, acelerado por el miedo. Aquello lo excitaba, y comenzó a moverse más rápido dentro de ella.

—Recibió muchos golpes de Mitchell en la cabeza —dijo Cauvel.

—Tenía la cara tan magullada que mi padre me llamaba su «muñequita de retales».

—¿Cuándo comenzaron sus visiones?

—A finales del mismo año.

—Hace un momento me preguntaba por qué precisamente usted tenía el don de la clarividencia. Pues bien, en realidad no hay nada misterioso en ello. Como en el caso de Peter Hurkos, su talento psíquico le llegó después de haber sufrido una grave lesión en la cabeza.

—No lo suficientemente grave.

Cauvel dejó de limpiar los lentes, se los puso y la miró fijamente.

—Es posible que un fuerte shock psicológico pueda desencadenar las habilidades psíquicas de la misma manera que lo ocasionan ciertas lesiones craneales.

Mary se encogió de hombros. El médico prosiguió:

—Si no adquirió su poder como resultado de un trauma físico, quizá lo adquirió debido a un trauma psicológico. ¿Cree usted eso posible?

—Podría ser.

Cauvel la apuntó con un dedo y, como dando golpecitos al cristal de una ventana entre ambos, concluyó:

—En todo caso, su clarividencia seguramente se remonta a Berton Mitchell, a lo que él le hizo que no puede usted recordar.

—Tal vez.

—Y su insomnio se remonta también a Berton Mitchell, lo mismo que sus depresiones periódicas. Lo que ese hombre le hizo es la causa fundamental de sus ataques de ansiedad. Le advierto, Mary, que cuanto antes se enfrente a esto, mejor le irá. Si me dejara usar la hipnosis para situarla en aquel momento y guiarla a través de los recuerdos, jamás volvería a necesitar mi ayuda.

—Siempre la necesitaré.

Cauvel frunció el ceño. Su cara, bronceada por el sol, estaba surcada de arrugas como cicatrices de sable. Un fotógrafo ambicioso hubiera querido captarlo con aquella expresión, pues aparecía fiero, aunque recto y digno de confianza. Fue aquella expresión lo que la atrajo de él en una fiesta hacía tres años, y su actitud reservada, aunque paternal, determinó que solicitara su consejo cuando comenzó a depender totalmente de las pastillas para dormir.

—Si siempre va usted a necesitar mi ayuda —repuso él—, no la estoy ayudando en nada. Como psiquiatra, debo lograr que encuentre usted toda la fuerza que necesita dentro de sí misma.

—Usted dijo que podría servirme otra copa si seguía hablando por un rato —dijo Mary, encaminándose al bar y levantando la botella de coñac.

—Siempre cumplo mis promesas —asintió Cauvel, reuniéndose con ella en el bar—. La jornada casi ya ha terminado, de manera que también yo tomaré otra.

—Está usted equivocado acerca de Mitchell —comentó Mary.

—¿En qué sentido?

—No creo que todos mis problemas se remonten a él. Algunos comenzaron el día en que murió mi padre.

—La he escuchado exponer esa teoría con anterioridad.

—Yo estaba en el coche con él cuando murió. Iba en el asiento trasero y él conducía. Vi cómo murió, e incluso su sangre me salpicó. Sólo tenía nueve años, y los años después de su muerte fueron muy duros. En tres años mi madre perdió todo el dinero que mi padre nos había dejado. Pasamos de ricas a pobres entre mi noveno y mi decimosegundo cumpleaños. Estimo que una experiencia como ésa dejaría algunas cicatrices, ¿no cree usted?

—Le ha dejado algunas —dijo Cauvel, levantando la copa de coñac—, pero, desde luego, no las peores.

—¿Cómo lo sabe?

—Usted puede hablar de todo eso.

—¿Y…?

—Pero no puede hablar acerca de lo que sucedió con Berton Mitchell.

Cuando terminó con la mujer, se puso de pie, se subió el pantalón y se abrochó la bragueta. Ni siquiera se había quitado el abrigo.

Se alejó de ella y la miró.

La mujer no hizo ningún esfuerzo por cubrirse. Tenía la falda arrollada alrededor de las caderas y la blusa desabrochada, mostrando un opulento seno. Sus manos estaban crispadas y las uñas se habían clavado en las palmas, de las que escurrían unos hilillos de sangre. Aterrorizada, reducida a poco menos que un animal agazapado, era la perfecta representación de su mujer ideal.

El individuo sacó el cuchillo del bolsillo del abrigo.

Esperaba que la mujer gritara y se alejara de él arrastrándose, pero conforme se le acercaba para matarla, aquélla permanecía inmóvil como si ya estuviese muerta; ya se encontraba más allá del miedo y de cualquier sensación.

Se arrodilló junto a ella y apoyó la punta de la hoja en su garganta. La carne formó hoyuelos alrededor de la punta, pero la mujer ni siquiera pestañeó.

El hombre levantó el cuchillo y lo sostuvo por encima de los pechos de la mujer de manera que pudiese verlo.

No hubo reacción.

Se sentía decepcionado. Cuando el tiempo y las circunstancias lo permitían, prefería matar lentamente. Para alcanzar alguna emoción con aquel juego, necesitaba una mujer vivaz como presa.

Encolerizado con ella por haberle echado a perder el momento, le hundió el cuchillo.

Mary Bergen lanzó un grito sofocado.

La hoja le rasgó la piel, hendió músculos y vasos sanguíneos, hasta llegar al sitio oscuro donde se almacena el dolor

Se apoyó en el rincón que formaban la pared y el costado del bar. Apenas se dio cuenta de que al hacerlo había tirado una botella de whisky.

—¿Qué sucede? —preguntó Cauvel.

—Me duele…

—¿Está enferma? —preguntó, tocándole el hombro—. ¿La puedo ayudar?

—No estoy enferma. La visión, la siento.

De nuevo el cuchillo, penetrando profundamente

Mary se llevó ambas manos al vientre tratando de contener el dolor.

—No voy a desmayarme esta vez. ¡No lo haré!

—¿Una visión de qué? —preguntó Cauvel preocupado.

—El salón de belleza. El mismo que vi hace unas horas. Sólo que ahora está sucediendo. La matanza… ¡Santo cielo…, se está efectuando en alguna parte en este preciso instante! —dijo, y se cubrió la cara con las manos; pero las imágenes no desaparecían—. ¡Oh, Dios mío, ayúdame!

—¿Qué ve usted?

—Un hombre muerto en el suelo.

—¿En el suelo del salón de belleza?

—Es calvo…, tiene bigote…, una camisa púrpura.

—¿Qué está sintiendo usted?

El cuchillo.

Mary sudaba y lloraba.

—¡Mary, Mary!

—Siento que… están acuchillando… a la mujer.

—¿A qué mujer? ¿Hay una mujer?

—No debo desmayarme.

Comenzó a desfallecer, por lo que el médico la sostuvo de los hombros. Vio como el cuchillo volvía a penetrar en la carne, pero esta vez no sintió dolor. La mujer de la visión estaba muerta; por lo tanto, ya no había dolor que compartir.

—Tengo que ver la cara del asesino; saber cómo se llama —dijo Mary.

El asesino se apartó del cadáver; estaba de pie con una capa, un abrigo

—No debo perder el hilo, no debo perder la visión. Tengo que mantenerla, averiguar dónde está, quién es, qué es, evitar que haga estas cosas tan horrendas.

El asesino seguía de pie; de pie sosteniendo en la mano el cuchillo de carnicero; de pie en la sombra, su cara en la sombra pero volviéndola ahora, volviéndola muy lentamente con deliberación, volviéndola de manera que ella podría verla, volviéndola como si estuviese buscándola

—Sabe que estoy con él —dijo Mary.

—¿Quién es el que sabe?

—Sabe que lo estoy observando.

Mary no comprendía cómo aquello podía ser cierto. Sin embargo, el asesino la conocía. Mary estaba segura de ello y tenía miedo.

De repente, media docena de los perros de cristal saltaron de los anaqueles, volaron por los aires y se estrellaron con gran fuerza en la pared, junto a Mary.

Mary gritó.

—¿Qué demonios sucede? —exclamó Cauvel, volviéndose para ver quién los había arrojado.

Como si hubiesen cobrado vida y adquirido alas, otra docena de perros de cristal se elevó de la repisa superior. Giraron, refulgiendo como fragmentos de un prisma roto, hacia el centro y lo más alto de la estancia. Rebotaron contra el techo, chocando entre sí con un tintineo musical de campanillas chinas.

Luego, enfilaron hacia Mary.

Ésta alzó los brazos y se cubrió el rostro.

Las miniaturas la golpearon más fuerte de lo que esperaba; picaban como abejas.

—¡Deténlas! —exclamó, sin precisar a quién le estaba hablando.

Uno de los perros, de hocico puntiagudo, golpeó al médico en la frente; brotó la sangre.

Cauvel se apartó de los anaqueles y se acercó a Mary, tratando de protegerla con su cuerpo.

Otros diez o quince perros volaban por la habitación. Dos de ellos atravesaron el panel de vidrio emplomado del bar. Otros se hicieron añicos contra la pared alrededor de Mary, cubriéndole el cabello de pequeños fragmentos de vidrios de colores.

—¡Me quiere matar! —gritó Mary, luchando en vano contra la histeria.

Cauvel la apretó contra el rincón.

Más perros de cristal silbaron a través de la estancia, pasaron sobre el escritorio del psiquiatra y desparramaron un montón de papel de copia. Las figuras se estrellaron contra las persianas venecianas sin romperse, cayeron al suelo, se levantaron de nuevo, zigzaguearon alocadamente de un extremo al otro de la pieza, golpearon los hombros y la espalda de Cauvel y cayeron en fragmentos sobre la cabeza agachada de Mary.

Otro escuadrón de perros de cristal alzó el vuelo. Danzaron en el aire ominosamente, revolotearon sobre Mary, se apartaron y regresaron con mayor determinación, golpeándola con fuerza increíble y picándola como langostas.

El macabro asalto terminó con la misma rapidez que se había iniciado. Casi un centenar de miniaturas de cristal había aún en los anaqueles, pero no se movieron.

Mary y Cauvel, agapazapados en el rincón, tampoco se movieron, pues no confiaban en la calma, esperando otro ataque.

Sin embargo, nada turbó el silencio.

Finalmente, la soltó y se apartó de ella.

Mary no podía controlar el temblor que la sacudía.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Cauvel, haciendo caso omiso de la sangre que bañaba su propia cara.

—No debía verlo —dijo Mary.

Cauvel estaba anonadado. Su mirada reflejaba un asombro infinito.

—Estaba escrito —dijo Mary— que no le viera la cara.

—¿De qué está hablando?

—Cuando traté de verle la cara al asesino en la visión —dijo ella—, algo me lo impidió. ¿Qué me lo impidió?

Cauvel miró los restos de vidrio que los rodeaban y comenzó a quitarse fragmentos de los hombros y las mangas de su chaqueta.

—¿Ha hecho usted esto? ¿Ha hecho volar a los perros?

—¿Yo?

—¿Quién si no?

—¡Oh, no! ¿Cómo podría haberlo hecho?

—Alguien lo hizo.

—O algo.

El psiquiatra se la quedó mirando.

—Fue un… espíritu —añadió Mary.

—No creo en la vida después de la muerte.

—Yo tampoco estaba segura de ello, hasta ahora.

—¿Así que estamos embrujados?

—¿Qué otra cosa puede ser?

—Hay muchas posibilidades de que sea así —admitió Cauvel, mirándola preocupado.

—No estoy loca —dijo Mary.

—¿Acaso he dicho que lo estaba?

—Hemos visto un espíritu burlón en acción.

—Tampoco creo en ellos.

—Yo sí. Los he visto actuar antes. Nunca estuve segura de si eran espíritus o no, pero ahora estoy convencida.

—Mary…

—Un espíritu burlón ha venido a evitar que viera la cara del asesino.

Tras ellos, se vino abajo todo el conjunto de anaqueles, cayendo al suelo con tremendo estrépito.