Max regresó a la habitación a las once y media, precisamente cuando ella estaba terminando de vestirse. La besó suavemente en la boca. Él olía a jabón, a loción para después del afeitado y al tabaco con aroma de cerveza que le gustaba.
—¿Has salido a dar un paseo? —preguntó Mary.
—¿Cuándo te has despertado?
—Hace apenas una hora.
—Yo me he levantado a las ocho y media.
—Y yo he dormido diez horas. Cuando finalmente he logrado levantarme, me sentía atontada. No debí haber tomado el sedante después del licor.
—Lo necesitabas.
—No tenía por qué sentirme como me he sentido esta mañana.
—Ahora tienes muy buen aspecto.
—¿Dónde has estado?
—En la cafetería de abajo. Desayuné pan tostado y zumo de naranja, y he leído el periódico.
—¿Publican algo que tuviese relación con lo que vi anoche?
—El periódico local trae una crónica muy buena acerca de ti y Barnes atrapando al «Navajas». Menciona que Goldman ya está fuera de peligro.
—No me refería a eso, sino a las mujeres de la visión. ¿No mencionan nada acerca de ellas?
—No aparece nada en los periódicos.
—Lo publicarán los vespertinos, entonces —dijo Mary, y una expresión de preocupación se reflejó en su rostro.
—Tienes que despreocuparte de vez en cuando —dijo Max, poniéndole la mano sobre el hombro—. Necesitas dejar descansar tu mente de vez en cuando. No persigas esta visión, Mary. Olvídala, por favor. ¿Lo harás por mí?
—No puedo olvidarla —dijo con tristeza, pues deseaba desesperadamente poder.
Antes de partir de la ciudad, se detuvieron en una tienda de aparatos domésticos, donde escogieron y pagaron el importe de un horno eléctrico y de un microondas para Dan Goldman.
En Ventura dejaron la autopista para almorzar en un restaurante que conocían. Pidieron ensalada, naicotti y una botella de Cabernet Sauvignon de Robert Mondavi.
Desde la mesa que ocupaban podían ver el océano. Las aguas gris pizarra parecían un espejo reflejando el turbulento cielo. La marea estaba alta y fuerte y unas cuantas gaviotas revoloteaban cerca de la orilla.
—Me dará mucho gusto regresar a casa —dijo Max—. Estimo que llegaremos antes de las dos.
—Tal como tú conduces, llegaremos antes.
—Podemos pasar por Beverly Hills para dedicar un par de horas a las compras de Navidad.
—Ya que llegaremos a casa a tiempo, prefiero ir a ver a mi analista. Tengo cita a las cuatro y media; ya son varias a las que no acudo. Iré de compras mañana. Además, no he hecho la lista de regalos para Navidad, no sé ni qué regalarte.
—Me doy cuenta de tu problema. Soy el hombre que lo tiene todo.
—¿Ah, sí?
—Claro que sí. Te tengo a ti.
—No seas cursi.
—Hablo en serio.
—Me haces sonrojar.
—Eso nunca ha sido difícil.
—Puedo sentirlo —dijo Mary, llevándose la mano a la mejilla—. Ojalá pudiera controlarlo.
—Me encanta que no puedas —dijo Max—. Es maravilloso, es señal de tu inocencia.
—¿Yo? ¿Inocente?
—Como un bebé.
—¿Me recuerdas en la cama anoche?
—¿Cómo puedo olvidarlo?
—¿Acaso aquello era inocencia?
—Aquello fue divino.
—Ahí lo tienes.
—Sigues ruborizándote.
—¡Oh!, bébete el vino y cállate.
—Sigues ruborizada.
—Vete al demonio —dijo Mary con cariño.
—Sigues ruborizada.
Mary se rió.
Más allá de la ventana, densos nubarrones seguían moviéndose tierra adentro desde el océano.
—¿Qué piensas sobre la adopción? —preguntó Mary a la hora del postre y el café.
—Somos ya demasiado viejos para encontrar unos padres que nos adopten —dijo Max moviendo la cabeza simulando desesperación—. ¿Quién querría adoptarnos?
—Hablo en serio —recalcó Mary.
Max se la quedó mirando un instante, luego bajó la cuchara sin comer el merengue que contenía.
—¿De veras quieres decir que tú y yo… adoptemos un niño?
—Hemos hablado acerca de tener familia —dijo ella, animada por el tono de sorpresa de su voz—, y ya que jamás podré tener un hijo…
—Tal vez sí.
—No, no —dijo ella—. El médico ya me lo aseguró.
—Los médicos pueden equivocarse.
—No en este caso —dijo Mary, casi susurrando—. Por muchas razones… jamás tendré un hijo, Max. Jamás.
—Una adopción… —murmuró Max pensativo, mientras tomaba un sorbo de café; luego sonrió—. Claro, sería fantástico adoptar una niña.
—Yo preferiría un niño.
—Vamos, mujer, espero que en este caso sí podremos llegar a un acuerdo.
—Por supuesto —agregó rápidamente Mary—. Adoptaremos una niña y un niño.
—Has pensado en todo, ¿verdad?
—¡Oh, Max, te gusta la idea, lo sé! Podríamos ponernos en contacto con una agencia de adopciones esta semana y si…
—No tan de prisa —dijo Max, poniéndose serio—. Apenas llevamos casados cuatro meses. Debemos actuar con calma, conocernos mejor mutuamente y también a nosotros mismos. Hasta entonces no estaremos listos para adoptar niños.
—¿Cuánto tiempo nos costará? —preguntó Mary sin ocultar su decepción.
—Es difícil de predecir. Seis meses…, tal vez un año.
—Mira, yo te conozco, tú me conoces, nos gustamos y nos amamos. Tenemos inteligencia, sentido común y mucho dinero. ¿Qué más necesitamos para llegar a ser buenos padres?
—Tenemos que tener paz y tranquilidad dentro de nosotros mismos —dijo Max.
—Tú ya no te peleas, estás en paz contigo mismo.
—Sólo llevo recorrido la mitad del camino —respondió Max—, y tú también tienes que enfrentarte a varios problemas.
—¿Como qué? —inquirió Mary desafiante, aunque conocía la respuesta.
—Tienes que enfrentarte con lo que te sucedió hace veinticuatro horas, recordar lo que te has negado a recordar…, cada detalle de la paliza que recibiste…, cada cosa que aquel hombre te hizo cuando tenías seis años. Hasta que no te decidas a aceptar el hecho, seguirás teniendo esas pesadillas. Nunca gozarás de tranquilidad espiritual hasta que te enfrentes a aquellos recuerdos y los exorcices.
—No tengo que enfrentarme a lo que sucedió entonces para poder ser una buena madre ahora —recalcó Mary, mientras movía la cabeza y se echaba el cabello por encima de los hombros.
—Yo creo que sí —dijo Max.
—¡Pero Max, hay tantos chiquillos sin hogar, sin esperanza ni futuro…! Ahora mismo podríamos darles a dos…
—Otra vez estás haciendo de Atlas —dijo Max, apretándole la mano—. Mary, te comprendo, hay más amor en ti que en cualquier otra persona que yo conozca. Quieres compartirlo, es tu tendencia y te prometo que te llegará tu oportunidad, pero adoptar constituye un gran paso y lo daremos cuando estemos preparados.
—Pues no quitaré el dedo del renglón —repuso Mary sonriendo, ya que no podía enojarse con él—. Te lo advierto.
—No me extrañaría —suspiró Max.
A Mary no le gustaba conducir de prisa. Cuando tenía nueve años, su padre murió en un accidente. Ella iba en el coche cuando sucedió. Para ella, el automóvil era una máquina traicionera.
Como pasajera, sólo soportaba las altas velocidades cuando Max estaba al volante. Cuando él conducía, ella podía descansar y aun extasiarse con el panorama que veía pasar frente a la ventanilla del coche. Max era su guardián, la cuidaba y protegía. Era inconcebible que algo malo pudiera ocurrirle cuando ella estuviese con él.
Max disfrutaba conduciendo el Mercedes a altas velocidades que ponían a prueba su pericia y habilidad para evadir a la policía. Gozaba tanto del coche como de su colección de armas y, cuando conducía, era tan obsesionado como cuando hacía el amor. En un tramo largo y despejado de autopista, con toda su atención puesta en el vehículo que conducía y el pavimento que se tragaba, rara vez tenía paciencia para conversar. Parecía un ave de presa, con la mirada fija, silencioso, encorvado sobre el volante.
Cuando Max conducía de esa manera, Mary podía observar la temeridad, el afán de emoción y violencia que lo había metido en infinidad de pleitos. Sin embargo, no le asustaba ese aspecto de Max; muy al contrario, lo encontraba cada vez más atractivo.
Volaban hacia Los Ángeles a ciento treinta kilómetros por hora.
La casa en Bel Air, de estilo inglés Tudor con dieciocho habitaciones, tenía un aspecto fresco y elegante a la sombra de los árboles de casi diez metros de altura. La propiedad de ocho mil metros cuadrados le había costado a Mary casi cada dólar que había ganado con sus dos primeros bestsellers, pero nunca se había arrepentido de la inversión.
Cuando se detuvieron frente a la puerta, Emmet Churchill salió a darles la bienvenida. Era un hombre de sesenta años, con el cabello gris y un bigote bien recortado, sin arrugas en la cara. Toda una vida de servicio había sido bastante placentera tanto para Emmet como para su esposa.
—¿Tuvo buen viaje, señora Bergen?
—Estupendo —dijo Max—. Lo mantuve a ciento setenta durante unos cuantos kilómetros y Mary no gritó ni una sola vez.
—Yo sí hubiera gritado —dijo Emmet.
Mary esperaba encontrar otro Mercedes en la entrada de coches.
—¿No está Alan en casa?
—Vino a recoger algo de ropa —dijo Emmet—. Parecía ansioso de marcharse de vacaciones.
Mary estaba decepcionada. Esperaba haber tenido otra oportunidad para convencerlo de que él y Max podían llevarse bien si hacían un esfuerzo.
—¿Cómo está Anna? —le preguntó a Emmet.
—No podría encontrarse mejor. Cuando ha llamado usted esta mañana anunciando su llegada, inmediatamente ha empezado a planear la cena. Ahora está en la cocina.
—Tan pronto como Max se refresque un poco, se irá de compras a Beverly Hills —le dijo Mary a Emmet—. Por favor, saque el equipaje del coche antes de que se vaya.
—Inmediatamente.
—¿Y sería tan amable de sacar mi coche del garaje? —añadió Mary, dirigiéndose hacia la puerta de entrada—. Tengo una cita a las cuatro y media con el doctor Cauvel. Quiero…
El individuo se le acercó inexorable, la fuerza del golpe hundió el cuchillo en el vientre de Mary, haciendo girar la hoja, desgarrando la carne; la sangre brotaba, el dolor aparecía, la oscuridad fluía, fluía…
Recobró el conocimiento cuando Max la tendía sobre la cama del dormitorio principal del segundo piso. Ella se aferraba a él, no dejaba de estremecerse.
—¿Estás bien?
—Abrázame —dijo Mary.
—Tranquila. Tranquila —repitió Max.
Mary podía escuchar el fuerte y estable latido del corazón de Max.
—Tengo sed —dijo Mary al cabo de un rato.
—¿Esto es todo? ¿No te lastimaste? ¿Quieres que llame al médico?
—Sólo tráeme un poco de agua.
—Te has desmayado.
—Ya estoy bien.
Max la ayudó a incorporarse cuando regresó del baño con el vaso de agua. También la ayudó a beber el agua, atendiéndola como si fuera una niña enferma. Cuando hubo terminado, preguntó:
—¿Qué te pasó?
—Otra visión que no busqué —dijo Mary, recostándose contra la cabecera de la cama—. Sólo que… es totalmente diferente a todo lo que se me ha aparecido con anterioridad.
—Tranquilízate. Ya pasó —dijo Max, viendo que ella palidecía.
Él tenía un excelente aspecto. Maravilloso, tan grande y digno de confianza.
Mary se calmó un poco, simplemente porque él le dijo que lo hiciera.
—No sólo vi la cosa, Max. La sentí. Un cuchillo. Sentí que me atravesaba un cuchillo, desgarrándome la carne…
Se llevó la mano al vientre. No había herida alguna, ninguna contusión. La carne ni siquiera estaba dolorida.
—Vamos por partes, Mary. ¿Viste que te apuñalaban a muerte?
—No.
—¿Qué viste, pues?
Mary se puso de pie, rechazando el apoyo que Max intentaba ofrecerle. Se dirigió a la ventana y miró por ella hacia la piscina detrás de la casa principal y hacia la pequeña casa de los Churchill al final de la propiedad. Por lo general, aquella evidencia de prosperidad la hubiese tranquilizado; pero ahora no tenía ningún efecto sobre ella.
—Vi a otra mujer; no era yo, pero sentí su dolor como si fuese mío.
—Eso nunca ha sucedido antes.
—Ahora sí.
—¿Has tenido conocimiento de algún clarividente que haya tenido la misma experiencia? ¿Hurkos? ¿Croiset? ¿Dykshoorn?
—No —dijo Mary volviéndose hacia Max—. ¿Qué significa? ¿Qué me va a suceder?
—Nada te sucederá —aseguró Max, cuando estuvo convencido de que Mary no se hallaba enferma. Comenzó a interrogarla cariñosamente para poder guiarla a través de una visión en progreso o a través del recuerdo de una visión pasada—: Lo que acabas de ver, ¿ya ha sucedido?
—No.
—Esa mujer que acuchillarán…, ¿era una de las que viste en la pesadilla de anoche?
—No. Otra.
—¿Has visto su cara claramente?
—Sí, pero sólo por un momento.
Mary se sentó en un sillón cerca de la ventana. Sus manos, posadas sobre la tapicería de terciopelo de color café, estaban pálidas, casi translúcidas. Se sentía más liviana que el aire, como si su existencia fuese muy delicada, como si fuera a desvanecerse.
Max empezó a pasear ante ella.
—¿Cómo era esa mujer?
—Bonita.
—¿Color del cabello? —preguntó Max, dando pasos frente a ella.
—Castaño.
—¿Ojos?
—Verdes o azules.
—¿Joven?
—Sí. Más o menos mi edad.
—¿Pudiste sentir su nombre?
—No, pero creo haberla visto antes.
—Creiste lo mismo de las otras de anoche.
Mary asintió con la cabeza.
—¿Qué te hace pensar que la conoces?
—No lo sé. Es simplemente una impresión.
—¿La escena del crimen era la misma que la de la visión de anoche?
—No. A esta mujer la asesinarán… en un salón de belleza.
—¿En un salón de belleza?
—Sí, y el que peina es un hombre.
—¿Qué le sucederá a él?
—También lo matarán.
—¿Habrá otras víctimas?
—Una tercera. Otra mujer.
Mary había sentido muchas cosas en los pocos segundos que las imágenes psíquicas habían cruzado por su mente. Sin embargo, cada dato venía acompañado de aquel cuchillo que había compartido místicamente con la mujer moribunda.
—¿Cuál es el nombre del salón de belleza? —preguntó Max.
—No lo sé.
—¿Dónde está ubicado?
—No lejos de aquí.
—¿Otra vez en el Condado de Orange?
—Sí.
—¿En qué ciudad?
—No lo sé.
Max suspiró y se sentó en el sillón frente a ella.
—¿El asesino es el mismo que viste anoche?
—No cabe duda.
—De manera que es un reincidente, un psicópata, un asesino masivo. Va a matar cuatro o cinco personas en un lugar y tres en otro.
—Eso quizá sólo sea el principio —dijo Mary en voz baja.
—¿Cómo es?
—Aún no lo sé.
—¿Es alto o bajo?
—No lo sé.
—¿Cómo se llama?
—Ojalá lo supiera.
—¿Es joven o viejo?
—Ni siquiera sé eso.
La atmósfera de la habitación estaba pesada, el aire viciado y maloliente. Mary se levantó y abrió la ventana.
—Si no logras captar una imagen del individuo —comentó Max—, ¿cómo puedes asegurar que se trata del mismo asesino en ambas imágenes?
—Simplemente lo siento, eso es todo.
Mary se sentó, mirando hacia la ventana. Se sentía hueca, ligera; podía imaginarse que la brisa se la llevaba, tan ligera era. Las visiones no solicitadas le habían consumido muchas energías. No podría aguantar muchas más; al menos no el resto de su vida.
«Dentro de poco —pensó—, no necesitaré un torbellino como Dorothy, sino sólo un pequeño ventarrón para que me transporte a Oz».[1]
—¿Qué podemos hacer para evitar que mate? —preguntó Max.
—Nada.
—Entonces, olvidémoslo por ahora.
—¿Ahora, cuando me siento peor? —exclamó Mary, frunciendo el ceño—. ¿Sabes que, cuando me siento tan mal, apenas tengo ganas de vivir?
Max esperó.
Mary tenía las manos en el regazo con los dedos crispados.
—Así me siento cuando sé que algo horrible va a suceder, pero no sé lo suficiente para evitar que suceda. Si he de tener este poder, ¿por qué no se me concedió sin cortapisas? ¿Por qué no puedo encenderlo y apagarlo como un televisor? ¿Por qué a veces se me nubla la mente cuando más la necesito? ¿Se supone que he de sufrir o es una jugarreta del destino? Mucha gente morirá porque no puedo ver con claridad. ¡Maldición! ¡Maldición! ¡Maldición!
Se levantó de un brinco y se encaminó a la televisión. La encendió, la apagó, la encendió y apagó nuevamente con suficiente fuerza como para romper el interruptor.
—No puedes sentirte responsable por lo que veas en tus visiones —dijo Max.
—Pero me siento.
—Tienes que cambiar.
—No puedo.
Max se puso de pie, se le acercó y le quitó la mano de los mandos del televisor.
—¿Por qué no te refrescas? Nos iremos de compras.
—No cuentes conmigo. Tengo una cita con el doctor Cauvel.
—Aún faltan dos horas y media.
—No me siento con ganas. Ve tú. Yo haré mis compras mañana.
—No puedo dejarte sola aquí.
—No estaré sola. Anna y Emmet están en casa.
—No deberías conducir.
—¿Por qué no?
—¿Qué sucederá si te da otro ataque mientras conduces?
—¡Oh!, en ese caso Emmet puede llevarme.
—¿Qué vas a hacer hasta que veas al doctor?
—Redactar una columna.
—La semana pasada enviamos todo un paquete a la redacción. Tenemos veinte columnas de adelanto.
—Llevamos un adelanto de veinte columnas —repuso Mary en tono ligero, aunque no se sentía bien— porque has escrito quince de ellas. Ya es hora de que cumpla con mi parte. Que llevemos un adelanto de veintiuna no perjudicará a nadie.
—Tengo unos informes sobre mi escritorio acerca de aquella mujer de Carolina del Norte que puede predecir el sexo de los bebés en gestación con sólo tocar a la madre. La están observando en la Universidad Duke.
—Entonces, sobre eso escribiré.
—Bueno, si te sientes con ánimos…
—Desde luego que sí. Ahora, márchate y corre a Gucci, Giorgio’s, al Rincón Francés, Juel Park, Courreges, Van Cleef y Arpéis, y cómprame bonitas cosas para Navidad.
—Pero sucede que ya seleccioné algo en Woolworth’s —dijo Max, reprimiendo una sonrisa.
—Oh —dijo Mary, siguiéndole la corriente—, entonces no te importará que sólo te dé una nota para regalarte unas hamburguesas en MacDonald’s.
—Bueno —dijo Max, simulando estar decepcionado—. Tal vez me detenga en Gucci y Edwards Lowell para conseguir algunas cosas que hagan juego con lo que te compre en Woolworth’s.
—Hazlo así —sonrió Mary— y quizá te deje dormir aquí en lugar del sofá del comedor.
Max rió y la besó.
—Mmmm —dijo Mary—. Otra vez.
A Mary le constaba que él la amaba y eso la compensaba en parte de los horrores sufridos durante los últimos días.