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—Departamento de Policía de Anaheim.

—¿Es usted una oficial de policía, señorita?

—Soy la recepcionista.

—¿Podría hablar con uno de los oficiales?

—¿De qué trata su queja?

—¡Oh, no se trata de ninguna queja! Pienso que ustedes trabajan muy bien.

—Lo que quería decir es si informaba usted de algún crimen.

—No estoy segura de que lo sea. Ha sucedido algo muy extraño.

—¿Cómo se llama usted?

—Alice. Alice Barnable.

—¿Su dirección?

—Departamentos Peregrine, de la Avenida Euclides. Vivo en el departamento B.

—La paso con uno de los oficiales.

—Habla el sargento Erdman.

—¿De verdad es usted un sargento?

—¿Quién habla?

—La señora Alice Barnable.

—¿En qué puedo servirla?

—¿De verdad es usted sargento? Tiene usted una voz tan juvenil…

—Llevo en la Policía veinte años. Si usted…

—Tengo setenta y ocho, pero no estoy senil.

—No he dicho que lo estuviera.

—Mucha gente nos trata a las personas mayores como si fuésemos niños.

—Yo no, señora Barnable. Mi madre tiene setenta y cinco y es más lista que yo.

—Bueno, pues más vale que crea lo que le voy a decir.

—¿De qué se trata?

—Cuatro enfermeras comparten el departamento que está encima del mío y me consta que están en un grave problema. Las he llamado, pero nadie contesta al teléfono.

—¿Cómo sabe que están en un grave problema?

—Hay un charco de sangre en mi baño.

—¿Sangre de quién? Me temo que no la entiendo.

—Mire usted, la tubería del agua que surte al departamento que está arriba del mío está al exterior y entra por un ángulo de mi cuarto de baño. Ahora bien, no quiero que usted crea que vivo en un sitio corriente. La tubería está pintada de blanco y apenas se nota. El edificio es viejo, pero elegante en su estilo. Algo excéntrico. Mi Charlie me dejó lo suficiente como para vivir cómodamente.

—No lo dudo, señora Barnable. ¿Qué hay de la sangre?

—Esos tubos pasan por un agujero en el techo. El agujero es un poco más grande de lo necesario. Apenas un centímetro de espacio alrededor del tubo. Durante la noche, comenzó a gotear sangre por ese agujero. La tubería está toda chorreada y hay una enorme mancha de sangre en el suelo de mi baño.

—¿Está segura de que es sangre? Podría ser agua sucia o…

—Me está usted tratando como si fuese una niña, sargento Erdman.

—Perdón.

—Conozco la sangre cuando la veo y me pregunté…, me pregunté si no sería conveniente que echaran ustedes un vistazo ahí arriba.

Los patrulleros Stambaugh y Pollini encontraron entreabierta la puerta del departamento. Estaba llena de huellas dactilares manchadas de sangre.

—¿Cree usted que aún esté el asesino dentro? —preguntó Stambaugh.

—Nunca se sabe. Cúbreme.

Pollini entró con el arma en la mano, seguido por Stambaugh.

La sala, aunque modesta, era acogedora y estaba amueblada con muebles de mimbre y bejuco. En las paredes pintadas de blanco colgaban estampas de colores de palmeras, aldeas indígenas y chicas morenas sin más ropa que unos sarongs rayados.

El primer cadáver estaba en la cocina. Era el de una joven con un pijama de colores negro y verde, y yacía en el suelo en decúbito dorsal. Su largo cabello rubio se hallaba extendido como un abanico con vetas rojas. La habían acuchillado y pateado la cara más de una vez.

—¡Santo cielo! —exclamó Stambaugh en voz baja.

—Impresionante, ¿verdad?

—¿No le hace sentirse mal?

—Lo he visto otras veces.

Pollini señaló varios objetos que se encontraban sobre el mostrador cerca del fregadero: un plato de cartón, dos rebanadas de pan, un bote de mostaza, un tomate y un paquete de queso.

—¿Es importante? —preguntó Stambaugh.

—La fulana despertó durante la noche. Tal vez sufría insomnio. Se estaba preparando un bocado cuando entró el individuo. No parece que se haya defendido, ya sea porque aquél la sorprendió o porque lo conocía y le tenía confianza.

—¿No deberíamos hacer algo, en vez de hablar tanto?

—¿Algo? ¿Qué, concretamente?

Stambaugh señaló hacia las habitaciones que aún no habían inspeccionado.

—¿El asesino? Hace rato que se marchó.

Stambaugh admiraba mucho a su compañero. Era ocho años más joven que Pollini. Él sólo llevaba seis meses en el cuerpo de policía, mientras que el otro era un veterano con siete años de servicio. A su manera de ver, Pollini tenía todo lo que requiere un gran policía: inteligencia, valor y conocimiento del medio.

Sobre todo, Pollini podía desarrollar su trabajo sin que éste le influyera. No se arredraba ante la vista de cuerpos despedazados, ni aun cuando se topaba con la más patética de todas las víctimas: un niño golpeado. Pollini era una roca.

Aunque trataba de imitar a su mentor, Stambaugh generalmente se descomponía cuando había demasiada sangre desparramada.

—Vamos —dijo Pollini.

Precedió a Stambaugh de regreso por el pasillo hacia el cuarto de baño, donde la intensa luz brillaba sobre la porcelana salpicada de sangre y sobre la espantosamente manchada cubierta blanca del tocador.

—Aquí sí hubo lucha —observó Stambaugh.

—Pero no tardó mucho, terminó en cuestión de segundos.

El cuerpo de otra joven con sólo unas bragas se encontraba en postura fetal en un rincón del baño. La habían acuchillado repetidas veces en los senos, la espalda y las nalgas. Tenía entre cincuenta y cien heridas.

La sangre se había encharcado alrededor de la tubería que subía del departamento de Alice Barnable en el primer piso.

—Extraño —comentó Pollini.

—¿Extraño?

Stambaugh jamás había visto semejante carnicería. No podía entender qué mente violenta había detrás de todo aquello.

—Extraño que no haya violado a ninguna de las dos.

—¿Debería haberlo hecho?

—El noventa por ciento de las veces, los tipos de esa calaña lo hacen.

Al otro lado del pasillo se encontraba uno de los dormitorios con dos camas sin hacer, pero no había cadáveres.

En la estancia principal encontraron a una pelirroja desnuda sobre la cama más cercana a la puerta. La habían degollado.

—No hubo lucha —dijo Pollini—. La sorprendió mientras dormía. Tampoco parece que la haya violado.

Stambaugh asintió con la cabeza. No podía hablar.

Las dos mujeres que ocupaban el dormitorio principal parecían ser católicas; aunque no muy devotas, observaban más o menos su fe. Había varios objetos religiosos por el suelo.

Un crucifijo roto estaba tirado junto a la mesilla de noche de la pelirroja. La cruz de madera había sido rota en cuatro partes, y la imagen de aluminio de Cristo estaba doblada por la cintura, de tal forma que la corona de espinas tocaba los pies. Asimismo, habían torcido la cabeza de manera que el Cristo estaba mirando por encima del hombro.

—Esto no se rompió durante la pelea —dijo Pollini, inclinándose sobre los restos—. El asesino lo arrancó de la pared y se pasó un buen rato rompiéndolo.

También había dos estatuas religiosas sobre el tocador de la pelirroja que fueron rotas y varios de los pedazos pisoteados, pues se veían varias pisadas blancas sobre la alfombra.

—Desde luego, el individuo tiene algo contra los católicos —dijo Pollini—, o contra la religión en general.

Stambaugh lo siguió de mala gana a la última cama.

La cuarta joven había sido acuchillada repetidas veces y estrangulada con un rosario.

En vida había sido hermosa. Aun ahora, desnuda y fría, con el cabello empapado de sangre, la nariz rota, un ojo cerrado por la hinchazón y la cara amoratada por los golpes, quedaban rastros de su belleza. En vida, sus ojos azules habrían sido tan claros como los lagos en las montañas. Lavado y peinado, su cabello habría sido grueso y lustroso. Sus piernas eran largas y bien formadas, tenía una cintura estrecha, el vientre plano y hermosos senos.

«He visto mujeres como ella», pensó Stambaugh con tristeza. La chica era de las que caminaban con los hombros echados hacia atrás, con el evidente orgullo dentro de sí que derrocha alegría a cada paso.

—Era enfermera —dijo Pollini.

Stambaugh vio el uniforme y la capa, que estaban sobre una silla cerca de la cama. Sintió que sus piernas flaqueaban.

—¿Qué te pasa? —preguntó Pollini.

—Es que mi hermana es enfermera —dijo Stambaugh, después de titubear un instante y carraspear.

—Ésta no es tu hermana, ¿verdad?

—No, pero tiene aproximadamente su misma edad.

—¿Conoces a ésta? ¿Trabajaba con tu hermana?

—Jamás la había visto antes —dijo Stambaugh.

—Entonces, ¿qué hay de malo?

—Esta chica podría haber sido mi hermana.

—¿Estás perdiendo tu presencia de ánimo?

—No, estoy bien.

—Te irás acostumbrando a estas cosas.

Stambaugh calló.

—A ésta la violó —dijo Pollini.

Stambaugh tragó saliva; se estaba mareando.

—¿Ves eso? —preguntó Pollini.

—¿Qué?

—Sobre el vello púbico. Es semen.

—¡Oh!

—Me pregunto si fue antes o después.

—¿Antes o después de qué?

—Si la violó antes o después de matarla.

Stambaugh salió corriendo al cuarto de baño, cayó de rodillas ante la taza del retrete y vomitó.

Cuando los espasmos estomacales cesaron, se dio cuenta de que en los pasados diez minutos había aprendido algo importante acerca de sí mismo. A pesar de lo que había pensado aquella mañana, jamás quería llegar a ser como Ted Pollini.