5

La pesadilla la despertó, pero el sueño continuó. Por un instante, después de incorporarse en la cama, fragmentos a colores de la pesadilla flotaron en el aire ante sus ojos. Instantáneas etéreas, sangre, cuerpos despedazados, cráneos fracturados: eran más vivas que cualquier visión que jamás hubiera tenido.

Por fin, las sombras de la habitación del hotel se asentaron una vez más y, cuando se hubo acostumbrado lo suficiente a la oscuridad para distinguir los contornos del mobiliario, se levantó.

La habitación le daba vueltas. Alargó la mano para asirse a una de las barras de latón de la cama, algo en qué sostenerse.

Cuando recobró la estabilidad, entró en el cuarto de baño, sin cerrar la puerta, pues temía despertar a Max. Por la misma razón, no encendió la luz principal. En su lugar, encendió la lamparita auxiliar, cuya luz anaranjada era mucho más tenue.

En aquella luz espectral le desconcertó su imagen, que le reflejaba el espejo: grandes ojeras, piel laxa y húmeda… Estaba acostumbrada a un reflejo que era la envidia de la mayoría de las mujeres: un cabello negro sedoso, ojos azules, rasgos finos y un cutis perfecto. La persona que ahora la miraba desde el espejo era una completa extraña.

Se sentía personalmente amenazada por lo que había visto. Los cadáveres en la pesadilla eran los primeros eslabones de una cadena en la que ella podría ser el último.

Se sirvió un vaso de agua fría y se lo bebió; luego, otro. El vaso golpeteaba contra sus dientes; tuvo que utilizar ambas manos para sostenerlo.

Cada vez que cerraba los ojos, veía los mismos restos de la pesadilla. Una chica de cabellos negros con un ojo azul sin vida mirando al techo; el otro estaba hinchado en un guiño macabro, y la cara, desgarrada, golpeada y deformada.

Lo peor de todo era que Mary sentía que si a aquel rostro le limpiaran la sangre y se le compusieran los rasgos la reconocería inmediatamente.

Depositó el vaso y se apoyó en el lavabo.

«¿Quién? —se preguntó—. ¿Quién es esa chica?».

La cara distorsionada no se podía reconocer.

Como si anhelara más temor del que le había proporcionado el sueño, recordó al psicópata que había muerto aquella misma noche: sus rasgos distorsionados; sus dientes como mármol astillado; sus manos oprimidas contra el cristal del coche patrulla; su balbuceante voz, fría como el aire de un sótano, cuando pronunció su nombre y su apellido.

Había sido un presagio, una advertencia para ella.

Pero ¿un presagio de qué?

Podría no haber nada misterioso en que el asesino supiera cómo se llamaba. Podría haber oído que ella se encontraba en la ciudad, a pesar de que dicha información la tenían sólo unos cuantos. Podría haberla reconocido por la fotografía que acompañaba su columna periodística, aunque el retrato no era muy bueno y databa de hacía seis años. Aquélla había sido la explicación de Alan.

Aunque no tenía ninguna razón para estar en desacuerdo con Alan, sabía que su explicación era inadecuada.

Quizá el loco la había reconocido porque tuvo su primera (y necesariamente última) experiencia telepática en el instante en que la muerte lo sorprendió.

O tal vez el incidente tenía un significado que no se podía definir en términos racionales. Cuando recordó la cara demoníaca del loco, un pensamiento comenzó a martillear su mente: «Es un mensajero del Infierno, es un mensajero del Infierno…». No sabía lo que aquello significaba, pero tampoco lo descartó sólo porque le parecía sobrenatural.

A través de sus muchos viajes e innumerables conversaciones con clarividentes como Peter Hurkos y Gérard Croiset, y de sus charlas y su correspondencia con otras personas psíquicamente dotadas, había llegado a la conclusión de que cualquier cosa era posible. Había asistido a sesiones en las que los espíritus burlones se mostraban activos; en las que platos, cuadros y otros objetos, incluso muebles pesados, volaban por los aires y se estrellaban contra las paredes, sin que nadie los hubiera tocado o estado cerca de ellos. No podía afirmar que hubiera visto a los fantasmas en acción, como tampoco el poder telecinésico inconsciente de alguien que se encontrara en la casa, pero le constaba que allí había algo. Había visto cómo Ted Serios creaba sus famosas fotografías psíquicas, lo que las revistas Time, Popular Photography y otras notables publicaciones habían tratado de desacreditar sin lograrlo. Serios había proyectado sus pensamientos sobre película virgen y lo había efectuado bajo la estricta vigilancia de científicos escépticos. Había visto a un místico hindú —un faquir, no un farsante— realizar lo imposible: plantó una semilla en una maceta con tierra, la cubrió con una ligera tela de muselina y luego entró en trance. Durante las cinco horas siguientes, y mientras Mary observaba, la semilla germinó, la planta creció y aparecieron frutos: varios mangos diminutos. Como resultado de dos décadas en contacto con lo extraordinario en la vida, no se mofaba de nada. Hasta que alguien probara más allá de cualquier duda que todos los fenómenos sobrenaturales eran puros trucos (lo que nadie haría jamás), tendría tanta fe en lo contranatural, sobrenatural y superracional como otra gente más dogmática cree en un mundo verdadero, natural y único.

«Mensajero del Infierno…».

Aunque más o menos estaba convencida de que existía una vida en el más allá, no creía que los mitos judeocristianos la describieran con exactitud. No aceptaba la existencia del Cielo y del Infierno; aquello era demasiado simple. Sin embargo, si no era creyente, ¿por qué aquella inmutable certeza de que el loco era una profecía satánica? ¿Por qué expresar la profecía en términos religiosos?

Se estremeció; estaba helada hasta los huesos, y se puso la bata.

Regresó a la alcoba, dejando encendida la luz del baño; se sentía mal en la oscuridad. Max roncaba tranquilo. Le acarició la mejilla con la punta de los dedos, y el hombre despertó inmediatamente.

—¿Qué pasa?

—Tengo miedo. Necesito hablar. No soporto estar sola.

—Aquí estoy —dijo, cerrando la mano alrededor de la muñeca.

—Vi algo horrible… ¡Espantoso! —exclamó, estremeciéndose nuevamente.

Max se incorporó en la cama, encendió la lámpara y miró alrededor del cuarto.

—Visiones —dijo, sin soltarle la muñeca y atrayéndola hacia la cama.

—Comenzaron cuando estaba dormida —dijo ella—, y siguieron después de que desperté.

—¿Comenzaron cuando estabas dormida? Eso nunca ha sucedido antes, ¿verdad?

—Jamás.

—Quizá fue un sueño.

—Conozco la diferencia.

—¿Una visión de qué? —preguntó, soltándole la muñeca y apartándose el cabello de la frente.

—De muertos.

—¿Un accidente?

—Un asesinato. Personas golpeadas y acuchilladas.

—¿Dónde?

—Bastante lejos de aquí.

—¿Cómo se llama la ciudad?

—Queda al sur de donde nos encontramos.

—¿Es todo lo que sabes?

—Creo que está en el Condado de Orange. Tal vez Santa Ana o Newport Beach. Anaheim. Laguna Beach. Alguno de esos lugares.

—¿Cuántos muertos?

—Muchos. Cuatro o cinco mujeres. Todas en el mismo sitio y…

—¿Y qué?

—Son las primeras de muchas.

—¿Lo sientes?

—Sí.

—¿Lo sientes psíquicamente?

—Sí.

—¿Las primeras de cuántas?

—No lo sé.

—¿Viste al asesino?

—No.

—¿Percibiste algo acerca de él?

—No.

—¿Ni siquiera el color de su cabello?

—Nada, Max.

—¿Ya se perpetraron los asesinatos?

—No lo creo, pero tampoco estoy segura. Estaba tan sorprendida por las visiones que no intenté nada para aferrarme a ellas. No seguí su curso como debí haberlo hecho.

Max se levantó de la cama y se puso su bata. Ella también se incorporó y se apoyó en él.

—Estás temblando —observó Max.

—Fue horrible —dijo ella, buscando amor y amparo.

—Las visiones siempre lo son.

—Ésta fue peor que cualquiera.

—Bueno, ya pasó.

—No. Tal vez ya sucedió o está por sucederles a aquellas mujeres, pero no para nosotros. Nos vamos a ver enredados en este asunto. ¡Oh, Dios, tantos cadáveres y tanta sangre! Y creo conocer a una de las chicas.

—¿Quién era? —preguntó Max, acercándola hacia él.

—La cara que vi estaba tan desfigurada… No podría decir quién era, pero me parecía conocida.

—Tiene que haber sido un sueño —dijo él, alentándola—. Las visiones no te llegan de la nada. Siempre has tenido que concentrarte, enfocar tu atención para poder recogerlas. Como cuando comienzas a rastrear a un asesino, tienes que tocar algo que haya pertenecido a la víctima antes de que puedas recibir imágenes de él.

Max le estaba diciendo lo que ella ya sabía, tranquilizándola como un padre explicándole a su hijita atemorizada que los fantasmas que había visto en la estancia oscura sólo eran las cortinas que había movido el aire y que ahora podía ver con las luces encendidas.

Realmente no importaba lo que dijera. Con oírlo hablar y sentirlo cerca, Mary se tranquilizó.

—Aun cuando estás buscando un anillo, un collar o un broche perdido —dijo Max—, tienes que ver el estuche o el cajón donde se guardaba. De manera que lo que viste esta noche tuvo que ser un sueño, pues no lo buscaste.

—Ya me siento mejor.

—Excelente.

—Pero no porque crea que fue un sueño. Me consta que fue una visión. Aquellas mujeres eran verdaderas. Ya están muertas ahora o pronto lo estarán —dijo, recordando las caras brutalmente golpeadas, y añadió—: Dios las ayude.

—Mary…

—Fue real —insistió, retirando su mano y sentándose en la cama—, y tendremos que ver con ello.

—¿Quieres decir que la policía pedirá ayuda?

—Más que eso. Nos va a afectar… íntimamente. Es el comienzo de algo que cambiará nuestras vidas.

—¿Cómo puedes saberlo?

—De la misma manera que sé todo lo demás acerca de ello. Lo siento psíquicamente.

—Vaya o no vaya a cambiar nuestra vida —dijo él—, ¿hay alguna manera de poder ayudar a esas mujeres?

—Sabemos tan poco, que, si llamamos a la policía, no podríamos decirles nada que valiera la pena.

—Y ya que no sabes en qué ciudad sucederá, tampoco sabríamos a qué departamento de policía llamar. ¿Puedes captar la visión otra vez?

—No vale la pena esforzarnos. Se ha ido.

—Quizá regrese espontáneamente, de la misma manera que apareció la primera vez.

—Quizá. —Aquella posibilidad la aterrorizaba—. Espero que no, ya tengo demasiadas visiones desagradables en mi vida. No quiero que comiencen a acosarme cuando no esté preparada, cuando no las esté solicitando. Si eso se convirtiera en algo regular, acabaría en un manicomio.

—Si no hay nada que podamos hacer acerca de lo que viste —dijo Max—, entonces olvidémoslo por esta noche. Lo que necesitas es un trago.

—Ya he bebido agua.

—¿Acaso te ofrecería agua? Me refería a algo un poco más consistente.

—¿A esta hora de la madrugada? —repuso ella sonriendo.

—No es de madrugada. Nos acostamos temprano, ¿recuerdas?, y sólo hemos dormido alrededor de media hora.

—Creí que habían pasado muchas horas.

Mientras lo decía, Mary miró el reloj de viaje. Eran las once y diez.

—Sólo algunos instantes —replicó él—. ¿Vodka con soda?

—Prefiero acompañarte con un whisky.

Max se dirigió hacia una pequeña mesa cerca de la ventana, en la que había botellas, copas y hielo. A pesar de su tamaño, no era torpe. Se movía como un animal salvaje —ágil y silenciosamente—. Hasta preparando las bebidas tenía su gracia.

«Si todo el mundo fuese como él —pensó Mary—, no existiría la palabra “torpe”».

—¿Podrás conciliar el sueño nuevamente? —preguntó Max, sentándose al borde de la cama junto a ella.

—Lo dudo.

—Bebe.

Sorbió el whisky. Le quemó la garganta.

—¿De qué te preocupas? —preguntó Max.

—De nada.

—Te estás preocupando por la visión.

—En absoluto.

—Mira, no ganas nada con preocuparte, y hagas lo que hagas, no pienses en una jirafa azul quieta en medio de un gigantesco flan.

Ella se quedó mirando con expresión sorprendida.

—¿En qué piensas? —dijo Max, sonriendo.

—¿Qué más? Una jirafa azul en un flan.

—¿Ves? He logrado que dejaras de preocuparte por la visión.

Mary rió. Max siempre tenía una cara tan seria que nunca se sabía cuándo estaba bromeando.

—Hablando de azul —dijo Max—, te sienta muy bien esa bata.

—Me la he puesto antes.

—Y cada vez que te la pones, me quitas el resuello.

Ella lo besó, explorando sus labios con su lengua, apartándose luego en son de desafío.

—Te sienta muy bien esa bata, pero aún me gustas más sin ella —dijo Max, depositando su copa junto a la de ella sobre la mesilla de noche.

Luego desató el cinto de la bata de Mary y la abrió.

Un agradable temblor la invadió. El aire fresco le acariciaba la carne desnuda. Se sintió suave, vulnerable; lo necesitaba a él.

Con sus pesadas manos, que ahora se habían convertido en unas ligeras alas, Max comenzó a describir lentos círculos sobre sus senos, los sopesó, los oprimió y masajeó delicadamente. Se arrodilló ante ella y le besó los pezones.

Ella le tomó la cabeza entre las manos e introdujo los dedos entre sus cabellos.

Alan estaba equivocado acerca de Max.

—Mi querido Max —murmuró.

Movió sus labios sobre el tenso vientre mientras ella se recostaba; le besó los muslos y le lamió con delicadeza el cálido centro, deslizando las manos bajo sus nalgas para alzarla un poco.

Tras un largo rato, durante el que los murmullos de ella iban y venían como el enigmático susurro del mar, Max levantó la cabeza y dijo:

—Te amo.

—Entonces, hazme el amor.

Max se despojó de la bata y se reunió con ella en la cama.

Exhaustos, pero satisfechos, se separaron a medianoche, sin que por ello se rompiera el hechizo. Ella seguía flotando con los ojos cerrados dentro de aquel encanto. En cierto modo, se sentía más consciente de su cuerpo de lo que había estado durante el acto amoroso.

Sin embargo, instantes más tarde aquellos recuerdos de la visión volvieron a su mente: rostros ensangrentados y deformados. Sus párpados cerrados parecían unas pantallas gemelas que no proyectaban más que una carnicería.

Abrió los ojos y le pareció que en la oscuridad de la habitación se movían formas extrañas. Aunque no quería molestar a Max, no pudo evitar moverse de un lado a otro en la cama.

Por último, Max acabó por encender la luz.

—Necesitas un calmante —dijo, levantándose de la cama.

—No te molestes —repuso ella.

—Quédate donde estás.

Al poco rato regresó del baño con un vaso de agua y una de aquellas cápsulas que ella tomaba con bastante frecuencia.

—Tal vez no debería tomarla después de lo que he bebido —observó Mary.

—Sólo la mitad del whisky.

—Antes de ello había bebido un vodka.

—A estas alturas ya has digerido el vodka.

Mary tomó el sedante. No podía tragarlo, así que gracias a unos tragos de agua finalmente lo consiguió.

Volvieron a acostarse. Max le sostuvo la mano hasta que el sueño químicamente producido la invadió. Mientras el consciente se iba alejando de ella, cual pelota de un niño que rueda cuesta abajo, se puso a pensar cuán equivocado estaba Alan respecto a Max, completa e irremisiblemente equivocado.