La habitación del hotel tenía cuatro feas lámparas con pantallas cursis, pero sólo una de ellas estaba encendida.
Alan, sentado en un sillón de vinilo negro, sostenía con ambas manos una copa de whisky, de la que no bebía. La luz le caía desde la izquierda, delineándole la cara con sombras.
Mary estaba sentada en la cama sobre los cobertores, bastante alejada de la luz. Ojalá Max regresara pronto para poder salir a cenar y beber un par de copas. Tenía apetito y estaba cansada, así como emocionalmente exhausta.
—¿Aún te duele la cabeza? —preguntó Alan.
—La aspirina me ha aliviado.
—Pareces cansada… tan pálida.
—No me ocurre nada que ocho horas de sueño no puedan curar.
—Estoy preocupado por ti.
—Siempre te has preocupado por mí, querido —sonrió cariñosamente—, ya cuando éramos niños.
—Me preocupo mucho por ti.
—Lo sé.
—Eres mi hermana y te quiero.
—Lo sé, pero…
—Te presiona demasiado.
—No comiences con eso otra vez. Alan.
—Es cierto.
—Ojalá tú y Max os llevaseis bien.
—A mí también me gustaría, pero nunca lo lograremos.
—Pero ¿por qué?
—Porque sé lo que es.
—¿Y qué es?
—Para comenzar, es tan diferente a ti… No es tan sensible como tú. No es tan bondadoso —parecía estarle suplicando—. Tú eres gentil y él es…
—También puede ser gentil.
—¿Ah, sí?
—Conmigo lo es y, además, cariñoso.
—Tú puedes tener tu opinión.
—Vaya, muchas gracias —dijo ella sarcástica, enojándose brevemente.
No podía enojarse por mucho tiempo con Alan, ni siquiera un minuto.
—Mary, no quiero discutir contigo.
—Entonces no lo hagas.
—Nunca hemos reñido en treinta años… hasta que él apareció en escena.
—No estoy de humor para eso esta noche.
—No tienes humor para nada, porque te presiona con demasiada brusquedad cuando trabajas.
—Lo hace bien.
—No tan bien como yo lo hacía.
—Al principio era demasiado insistente —admitió ella—. Demasiado ansioso, pero ahora ya no.
Alan dejó la copa sobre la mesa, se incorporó, le dio la espalda a su hermana y se dirigió hacia la ventana, envuelto en un silencio sombrío.
Mary cerró los ojos, deseando que Max regresara.
Al poco rato, Alan se retiró de la ventana y se acercó hasta el pie de la cama, diciendo:
—Tengo miedo de marcharme de vacaciones.
—¿Miedo de qué? —repuso ella, sin abrir los ojos.
—No quiero dejarte sola.
—No estaré sola; estaré con Max.
—A eso es a lo que me refiero; sola con Max.
—¡Por Dios, Alan!
—Hablo en serio.
—Eres un necio ridículo. No quiero seguirte escuchando —repuso, abriendo los ojos e incorporándose todavía más.
—Si no me preocupara por lo que pudiera sucederte, me marcharía ahora mismo. Aunque no quieras escucharme, te diré lo que pienso que es cierto acerca de él.
Ella suspiró.
—Es un oportunista —dijo Alan.
—¿Y qué?
—Le gusta el dinero.
—También a mí y a ti.
—Le gusta demasiado.
—No creo que el dinero pueda llegar a cansarte —dijo ella, sonriendo con indulgencia.
—¿Acaso no entiendes?
—Ilústrame.
—A Max le gusta demasiado el dinero de los demás —precisó Alan con tristeza en sus bellos ojos y después de titubear por un momento.
—Mira… —replicó ella con sorpresa—, si quieres decir que se casó conmigo por mi dinero…
—Eso es precisamente lo que quiero decir.
—Entonces, eres tú el que me está presionando demasiado —dijo Mary con voz tajante.
—Todo lo que trato de hacer es que te des cuenta de los hechos —dijo, cambiando el tono de voz con ella, hablando suavemente—. Yo no…
—¿Soy tan fea que nadie me querría si fuera pobre? —inquirió Mary, alejándose de la cabecera de la cama.
—Eres hermosa, lo sabes.
—Entonces soy una pobre estúpida que aburre a todos los hombres.
—No grites —dijo Alan—. Tranquilízate, por favor —parecía realmente apesadumbrado por haberla lastimado, pero no cambió de tema—. Muchísimos hombres darían todo lo que poseen por casarse contigo, y con las mejores intenciones. ¿Por qué fuiste a escoger a Max?
—Fue la primera oportunidad decente, el primer hombre hecho y derecho que pidió mi mano.
—No es cierto. Conozco a cuatro más que te la pidieron.
—Los dos primeros eran unas maravillas sin carácter. El tercero era tan delicado y considerado en la cama como pueda serlo un toro en el ruedo. El otro era prácticamente impotente. Max no era nada de eso. Era diferente, interesante, excitante.
—No te casaste con él porque era excitante o porque era inteligente o misterioso o romántico. Te casaste con él porque era alto, fuerte y rudo. La perfecta imagen de un padre.
—¿Desde cuándo practicas la psiquiatría?
Ella sabía que Alan no quería molestarla de aquella manera. Alan insistía sólo porque sentía que ella necesitaba escucharlo. Actuaba como el consciente hermano mayor. Aunque estaba equivocado, sus intenciones eran admirables. Si no hubiese estado segura de ello, le habría dicho que se marchara.
—No necesito ser un psiquiatra para saber que precisas apoyarte en alguien. Siempre has tenido que hacerlo, desde el día que te diste cuenta de lo que era tu clarividencia, lo que significaba; te ha infundido temor y no has podido controlarla tú sola. Te apoyaste en mí por un tiempo, pero yo no era lo bastante alto o ancho de espaldas para asumir esa función permanentemente.
—Alan, por primera vez en mi vida siento el irreprimible deseo de abofetearte.
Alan rodeó la cama, se sentó en el borde y sostuvo la mano izquierda de Mary entre las suyas.
—Mary, él era un pobre periodista rutinario, un reportero quemado que no había hecho nada de importancia en diez años. Lo habías conocido hacía apenas seis semanas cuando os casasteis.
—Eso fue todo lo que necesité para conocerlo —dijo relajándose y apretándole la mano a Alan—. Vamos bien, querido. Deberías alegrarte por mí.
—Sólo llevas casada cuatro meses.
—Lo suficiente para que me guste aún más que cuando se me declaró.
—Es un hombre peligroso. Conoces su pasado.
—Unas cuantas peleas en bares… y ya no va a los bares.
—Esas riñas no fueron tan inocentes; casi mata a unos cuantos.
—Hay algunos que, cuando beben demasiado, se envalentonan y se enfrentan con el tipo más grande que encuentren en el bar. Max era un blanco natural; él no inició ninguna de aquellas peleas.
—Eso es lo que cuenta.
—Nadie jamás lo acusó.
—Quizá tuvieron miedo.
—Ha cambiado. Lo que necesitaba era alguien que lo amara, alguien por el que él se sintiera responsable. Me necesitaba a mí.
Alan asintió con la cabeza, desesperado.
—¿Quieres una copa? —dijo.
—Esperaré a que llegue Max.
—¿Estás absolutamente segura de él? —inquirió su hermano, acabándose el escocés en tres tragos.
—¿De Max? Completamente.
Alan se encaminó de nuevo hacia la ventana, estudiando el cielo nocturno por un instante.
—No creo que me reincorpore a trabajar contigo después de mis vacaciones.
Ella se puso de pie, se acercó a él, le tomó por los hombros y le dio media vuelta.
—¿Repítelo?
—Ahora soy como la rueda de repuesto.
—Estás loco. Te encargas de muchos asuntos de mi negocio…
—Eso lo puede manejar cualquier secretaria o secretario —repuso Alan—. Antes de la llegada de Max, yo era vital. Yo era tu guía a través de las visiones. Ahora ya no hay nada de importancia para mí y, además, no tengo por qué tener esas constantes fricciones con Max.
—¿Pero qué harás?
—No estoy seguro. Creo que comenzaré por tomarme dos meses de vacaciones en lugar de dos semanas. Me lo puedo permitir. Has sido muy generosa conmigo y…
—Nada de generosa. Te ganaste tu parte. Alan…
—Tengo suficiente dinero ahorrado como para resistir durante varios años. Tal vez regrese a la Universidad… a terminar aquella carrera de ciencias políticas.
—¿Te mudarás de la casa de Bel Air?
—Sería lo más indicado. Puedo buscar un apartamento.
—¿Vivirás con Jennifer?
—Me dejó.
—¿Qué?
—Por otro fulano.
—No lo sabía.
—No quería hablar de ello.
—Lo lamento.
—No te preocupes. No era mi tipo.
—Parecíais felices.
—Lo fuimos… brevemente.
—¿Qué sucedió?
—Todo.
—No te mudarás muy lejos, ¿verdad?
—Tal vez a Westwood.
—¡Oh!, entonces casi seremos vecinos.
—Eso es.
—Almorzaremos juntos una vez a la semana.
—De acuerdo —convino Alan.
—Y una cena de vez en cuando.
—¿Sin Max?
—Tú y yo solos.
—Me parece bien.
Una lágrima inocente corrió por la mejilla de Mary.
—No es para tanto —dijo él, enjugándosela.
—Te echaré de menos.
—Un hermano y una hermana no pueden vivir en la misma casa para siempre. Es contra natura.
El ruido de una llave en la cerradura hizo que ambos se volvieran hacia la puerta.
Max entró y se quitó el impermeable.
Mary se le acercó y le besó la mejilla.
—¿Te sientes mejor? —preguntó Max, rodeándole el hombro con el brazo e ignorando totalmente a Alan.
—Sólo un poco cansada.
—Todo se desarrolló sin contratiempos a pesar de Oberländer —dijo Max—. Conseguí el cheque de gastos.
—Siempre lo consigues —dijo ella orgullosamente.
Mientras los dos charlaban, Alan se dirigió a la puerta y la abrió.
—Me marcho —dijo.
Hacía sólo unos instantes, Mary había deseado que se marchara antes de que Max llegara para evitar una de las agotadoras disputas. Sin embargo, ahora sentía que Alan se alejaba de su vida y no deseaba que se marchara tan rápida y fácilmente.
—¿No puedes quedarte a tomar otra copa?
—No creo que sea prudente —repuso, mirando a Max y moviendo la cabeza.
Max calló. No se movió, ni sonrió, ni siquiera pestañeó. Su brazo alrededor de Mary parecía un barandal contra el cual ella se apoyaba.
—No hemos hablado acerca de lo que ha sucedido esta noche —dijo ella—. Hay mucho que comentar.
—Más tarde.
—¿Aún tienes pensado pasar tus vacaciones viajando en automóvil a lo largo de la costa?
—Sí. Pasaré un tiempo en San Francisco. Conozco a una chica allí que me ha invitado a pasar la Navidad. Quizá después continúe hacia Seattle.
—¿Me llamarás?
—Desde luego.
—¿Cuándo?
—Dentro de una semana, más o menos.
—¿El día de Navidad?
—De acuerdo.
—Te extrañaré, Alan.
—Cuídate mucho.
—Yo cuidaré de ella —intervino Max.
—Ten cuidado, por favor —continuó Alan, ignorando a Max—, y recuerda lo que te he dicho.
Se marchó, cerrando la puerta tras de sí; se quedó sola con Max.
La pequeña taberna en el centro de la ciudad estaba escasamente iluminada; había muchos parroquianos para ser medianoche, pero resultaba muy acogedora a pesar de la gente. Max y Mary estaban sentados a una mesa en uno de los rincones, saboreando un par de vodka-martinis. Más tarde, cenaron un emparedado de rosbif y compartieron una botella de vino tinto.
Cuando hubo terminado la mitad de aquel inmenso emparedado, Mary apartó a un lado el plato, se sirvió un tercer vaso de vino y dijo:
—Me pregunto si la cuenta del hospital de Dan Goldman será cubierta.
—La ciudad tiene una póliza de seguro global para su gente —dijo Max—. A Goldman lo hirieron mientras estaba de servicio, así que no escatimarán ni un centavo para atenderlo.
—¿Cómo puedes estar seguro de ello?
—Sabía que ibas a querer que me asegurara.
—No comprendo.
—Sabía que te preguntarías quién pagaría la cuenta de hospitalización de Goldman, así que me informé con el alcalde.
—Aunque le cubran la minuta —añadió ella—, supongo que dejará de percibir su sueldo mientras esté incapacitado.
—No —repuso Max—, también les pregunté acerca de eso.
—¿Acaso lees la mente? —exclamó sorprendida.
—Simplemente, te conozco muy bien. Tienes el alma más tierna que jamás ha existido.
—Sabes que no es así. Aunque pienso que quizá podríamos tener un detalle con él.
—Podemos comprarle un horno eléctrico, o un horno microondas —dijo Max, dejando el emparedado sobre el plato.
—¿Qué? —exclamó ella, parpadeando.
—Pregunté a varios de los compañeros de Goldman lo que le hacía falta. Parece que es muy aficionado a cocinar, pero su cocina deja mucho que desear.
—Le conseguiremos el horno eléctrico y el microondas —dijo ella sonriendo—, así como la mejor batería de cocina…
—Un momento —dijo Max—. Su cocina está en un apartamento, no tiene lugar para todo eso. Además, ¿por qué crees que le debes algo?
—Si no hubiera venido a esta ciudad —comentó Mary, mirando su copa de vino—, no lo hubieran herido.
—Mary Bergen, la mujer Atlas, llevando a cuestas al mundo —dijo Max, alargando el brazo y tomando su mano con la suya—. ¿Recuerdas la primera conversación que tuvimos?
—¿Cómo puedo olvidarla? Creí que eras muy extraño.
La noche que se habían conocido, él se había mostrado inusitadamente tímido. Ambos fueron invitados a la misma fiesta. Él parecía sentirse muy cómodo y seguro con todo el mundo, excepto con ella. Al presentarse, se había mostrado tan cohibido y torpe que Mary sintió lástima por él. Había iniciado la conversación con uno de esos juegos sociales de autoanálisis.
—Me preguntaste —recordó ella sonriendo— qué tipo de máquina me gustaría ser en el caso de que tal cosa pudiera ser factible en este mundo. Muy extraño.
—La última mujer que contestó a esa pregunta dijo que le gustaría ser un Rolls Royce e ir a los mejores sitios. En cambio, tú dijiste que te encantaría ser alguna pieza de equipo médico que salvara vidas.
—¿Acaso fue una buena respuesta?
—En aquel momento —dijo Max—, me sonó a falsedad, pero ahora que te conozco me doy cuenta de que hablabas en serio.
—Y puesto que ya me conoces, ¿cómo soy?
—La clase de persona que siempre pregunta por quién doblan las campanas y siempre llora a mares en las películas tristes.
—Pues aquella noche te seguí el juego —dijo ella, sorbiendo un poco de vino— y te pregunté a mi vez qué tipo de máquina te gustaría ser, ¿recuerdas?
Max asintió con la cabeza, apartó el plato con el resto del bocadillo que quedaba y alzó la copa de vino.
—Te dije que me gustaría ser una computadora que proporcionara servicio de citas para conseguir una contigo.
—Me cayó muy en gracia y me sigue haciendo gracia ahora —dijo ella sonriendo como una chiquilla—. Realmente fue para mí una sorpresa encontrar a un romántico debajo de aquel enorme y rudo exterior.
—¿Sabes qué máquina me gustaría ser esta noche? —dijo Max en voz baja, inclinándose sobre la mesa y señalando con el dedo hacia el tocadiscos que se encontraba al otro extremo de la sala—. Me gustaría ser ese aparato, para tocarte sólo canciones de amor, aunque la gente oprimiera otros botones.
—¡Oh!, Max, eso es miel pura.
—Pero te gusta.
—Me encanta. Después de todo, soy la dama que llora a mares con las películas tristes.