Barnes bajó del coche mientras el ulular de la sirena se detenía.
El destello de las luces rojas de emergencia giratorias proyectaba frenéticas sombras sobre el pavimento. Otro coche patrulla se había detenido tras el de ellos, y sus luces aumentaron la cascada de color sangre.
Varios hombres descendieron de aquel coche: dos oficiales uniformados, Malone y González, que corrieron hacia Barnes. El alcalde Henderson, rechoncho y lustroso en su impermeable negro, parecía un balón botando por la calle. Pisándole los talones le seguía el pequeño y delgado Harry Oberländer, el crítico más activo que Henderson tenía en el consejo municipal.
El último en acercarse fue Alan Tanner, el hermano de Mary Bergen. Por lo general, iba en el primer coche con su hermana, pero aquella tarde él y Max habían reñido y estaban distantes.
—Malone, González…, sepárense —ordenó Barnes—. Flanqueen la casa, rodéenla y reúnanse ante la puerta posterior. Yo me haré cargo de la puerta principal. ¡Andando!
—¿Y yo qué? —preguntó Goldman.
—Será mejor que permanezcas aquí —suspiró Barnes.
Goldman se sintió aliviado.
Sacando la 357 Magnum de la funda, Barnes empezó a correr por la vereda enlosada. En el buzón se leía el apellido «Harrington». Al pulsar el timbre de la puerta, la lluvia repentinamente perdió su intensidad; el chubasco se convirtió en llovizna.
Puesta sobre aviso por las sirenas, la mujer lo vio acercarse desde la ventana e inmediatamente abrió la puerta.
—¿La señora Harrington?
—Señorita Harrington. Desde que me divorcié, adopté nuevamente mi apellido de soltera.
Era una rubia bajita, de unos cuarenta años, bastante opulenta, sin que por ello tuviera exceso de peso.
Al parecer, el cuidado personal era su mayor preocupación. Aunque llevaba puestos unos pantalones de mezclilla, así como una camiseta, y no aparentaba tener intenciones de salir aquella noche, su cabello parecía que había sido arreglado hacía poco; las pestañas postizas y el maquillaje eran impecables, así como las uñas de las manos, que habían sido pintadas recientemente de color nieve de naranja.
—¿Está usted sola? —preguntó Barnes.
—¿Por qué lo pregunta? —replicó, insinuante.
—Esto es un asunto policial, señorita Harrington.
—Qué lástima.
La mujer tenía una copa en la mano. Barnes se dio cuenta de que no era la primera de la noche.
—¿Está usted sola? —inquirió nuevamente.
—Vivo sola.
—¿Todo bien?
—No me gusta vivir sola.
—No me refería a eso. ¿Se encuentra usted bien? ¿Hay algún problema aquí?
—¿Acaso debería haberlo? —replicó ella mirando el revólver que el otro empuñaba.
Molesto con ella y por tener que hablar en voz alta para imponerse a la música estridente que retumbaba detrás de ella, dijo:
—Quizá. Creemos que su vida corre peligro.
Ella se rió.
—Sé que suena melodramático, pero…
—¿Quién me persigue?
—Los periódicos le llaman el «Navajas».
—Está bromeando —dijo ella frunciendo el ceño, pero suavizando inmediatamente la expresión como si hubiese recordado que el fruncir producía arrugas.
—Tenemos en qué basarnos para suponer que usted será su blanco esta noche.
—¿En qué se basan?
—En una clarividente.
—¿Una qué?
Malone entró en la sala detrás de ella y apagó el estéreo.
La mujer se volvió, sorprendida.
—Encontramos algo, jefe —dijo Malone.
—¿Sí? —repuso Barnes, entrando en la casa sin que se le hubiese invitado.
—La puerta trasera estaba abierta.
—¿La dejó usted abierta? —preguntó Barnes a la mujer.
—¿En una noche como ésta?
—¿Estaba cerrada con llave?
—No recuerdo.
—Hay manchas de sangre en el marco de la puerta —continuó Malone—. Y hay más en la puerta que separa el cuarto de la lavandería de la cocina.
—Pero ¿se ha marchado?
—Debió de irse cuando oyó las sirenas.
Sudando, dándose cuenta de los acelerados latidos de su corazón, preguntándose cómo encajar la clarividencia y demás fenómenos psíquicos en el concepto de la vida sin complicaciones que había tenido anteriormente, Barnes siguió al joven oficial a la cocina y el cuarto de la lavandería. La mujer permaneció a su lado, haciéndole preguntas a las cuales no se molestó en contestar.
Héctor González estaba esperando en la puerta posterior.
—Hay una vereda detrás de aquella cerca —le dijo Barnes—. Regresa y busca allí a nuestro hombre, dos manzanas en cada dirección.
—Estoy anonadada —dijo la mujer.
«Yo también», pensó Barnes. Dirigiéndose luego a Malone, le dijo:
—Remueve los arbustos a ambos lados de la casa y revisa aquella fila de matorrales junto a la cerca.
—De acuerdo.
—Y tened a punto las armas los dos.
De pie cerca de los coches frente a la casa, Harry Oberländer estaba molestando al alcalde. Movía la cabeza como si la simple presencia de Henderson le sorprendiera.
—Vaya alcalde que eres —dijo con fuerte sarcasmo—. Alquilar a una bruja para que realice trabajos de policía.
—No es una bruja —respondió Henderson cual gigante cansado que descubre a un diminuto retador con delirios de grandeza.
—¿No sabes que las brujas no existen?
—Como he dicho, concejal, no es una bruja.
—Es una farsante.
—Una clarividente.
—Clarividente, clarijorguina.
—Muy hábil con el idioma.
—Es sólo un sinónimo más rebuscado de bruja.
Dan Goldman observaba a Oberländer con la misma apatía del alcalde. «No hay peores enemigos —pensó— que dos individuos que fueron buenos amigos». Tendría que separarlos si Harry llegara a cansarse de usar palabras y lanzase unos cuantos golpes rápidos, aunque poco efectivos, al bien acolchado vientre del alcalde. Ya había sucedido en ocasiones anteriores.
—¿Sabes por qué te vendí mi parte del almacén de muebles? —le preguntó Oberländer a Henderson.
—La vendiste porque no tenías ninguna perspectiva, ninguna visión —repuso Henderson satisfecho de sí mismo.
—Visión, visionudo. Vendí mi parte porque sabía que un tonto supersticioso como tú, tarde o temprano hundiría el negocio.
—El negocio es más próspero de lo que jamás fue —replicó Henderson.
—¡Suerte! ¡Pura suerte!
Por fortuna, antes de que se lanzara el primer golpe, Harley Barnes salió por la puerta principal y gritó:
—Está bien. Vengan.
—Ahora veremos quién es el tonto —dijo Henderson—. Deben haberlo apresado.
Corrió por la acera y atravesó el resbaloso prado con esa gracia inesperada muy propia de ciertos hombres muy obesos.
Oberländer corrió tras él como un ratón furioso que quisiera morder los talones a una bestia colosal.
Goldman los siguió, reprimiendo una carcajada.
Alan Tanner se había sentado en el asiento del conductor para estar delante con su hermana. Cuando vio a Harley Barnes en la puerta de la casa, dijo:
—¿Apresaron al asesino, Mary?
—No lo sé —contestó con voz hueca; sonaba cansada.
—Se habría oído algún disparo.
—No lo sé.
—¿Ha habido agitación?
—Supongo que sí.
—¿Podrá entrar Goldman, Mary?
—Realmente no puedo decir nada. He perdido el hilo. Ya no veo nada —suspiró la mujer, al tiempo que movía la cabeza y se oprimía los ojos con la punta de los dedos.
—¡Oiga, Goldman! —gritó Max, bajando el cristal de la ventanilla.
El oficial se encontraba a mitad del prado. Se detuvo y miró hacia atrás.
—Mejor que se quede aquí —le dijo Max.
—Harley me necesita —repuso Goldman.
—Recuerde lo que le dijo mi esposa.
—Ya ha pasado todo. Nada me sucederá. Lo han atrapado.
—¿Está seguro de ello? —inquirió Max.
Pero Goldman ya se había vuelto y se encaminaba de nuevo hacia la casa.
—¿Mary? —dijo Alan.
—¿Hmmm?
—¿Te sientes bien?
—Bastante bien.
—No pareces estarlo.
—Simplemente cansada.
—Te está presionando demasiado —le dijo Alan afectuosamente. Ni siquiera se volvió a ver a Max. Hablaba como si su hermana y él estuvieran solos en el coche—. No se da cuenta de lo frágil que eres.
—Estoy bien —repitió Mary.
—No sabe cómo colaborar, cómo ayudarte a matizar las visiones. No tiene ninguna delicadeza, siempre te presiona bruscamente —insistió Alan.
«No dejas de ser un intrigante», pensó Max, mirando fijamente a su cuñado.
Por consideración a Mary no dijo nada, pues ésta se molestaba fácilmente cuando los dos hombres reñían. Parecía simular que creía que ambos se apreciaban, y aunque no se ponía totalmente del lado de Alan, siempre culpaba a Max cuando la disputa subía de tono.
Para olvidarse de Alan, Max se puso a estudiar la casa: un haz de luz salía a través de la puerta abierta, perfilando algunos de los arbustos.
—Quizá deberíamos poner el seguro de las puertas del coche —dijo.
—¿Poner el seguro de las puertas? —preguntó Mary, moviéndose de lado en su asiento y mirándolo fijamente.
—Para protegernos.
—No entiendo.
—¿Para protegernos de qué? —inquirió Alan.
—Todos los policías están dentro de la casa y ninguno de nosotros está armado.
—¿Acaso crees que necesitaremos un arma?
—Es posible.
—¿Tú también te estás volviendo visionario ahora? —preguntó Alan.
—Me temo que no hay nada psíquico en todo esto —dijo Max, con una sonrisa forzada—. Simplemente, sentido común.
Cerró la puerta de Mary y la suya y al ver que Alan no hacía otro tanto, aseguró ambas puertas del otro lado.
—¿Te sientes seguro ahora? —preguntó Alan.
Max guardó silencio y continuó mirando hacia la casa.
Barnes, Henderson y Oberländer entraron en el cuarto de la lavandería para examinar las manchas de sangre que había dejado el asesino.
La señorita Harrington no se despegaba del lado del jefe, resuelta a no perderse nada. Parecía estar encantada de que el loco la hubiera seleccionado a ella.
Dan Goldman prefirió permanecer en la cocina. Mientras Barnes explicaba cómo aquellas pocas pruebas coincidían con las visiones de la clarividente, el alcalde comenzaba a regocijarse. Harry Oberländer se sintió cohibido, luego ofendido. Pronto las puyas de ambos degenerarían en otra disputa, y Goldman ya estaba cansado de ello.
Además, la gran cocina merecía apreciarse con detenimiento. Había sido diseñada y amueblada por alguien a quien le encantaba cocinar y que podía permitirse el lujo de conseguir lo mejor.
«¿Acaso la señora Harrington?», se preguntó Goldman. No parecía el tipo de mujer a quien le gustara pasarse horas ante los fogones. Sin duda alguna, el cocinero había sido su ex esposo.
Bastante dinero se había invertido allí para aquella cocina profesional de ambiente rústico. El piso era de azulejo mexicano; había alacenas de roble llenas de utensilios de porcelana; dos hornos comunes y corrientes y uno de microondas; dos grandes refrigeradores y congeladores, dos fregaderos dobles, un mueble central con hornillas, una serie de enchufes; una docena de aparatos eléctricos, instrumentos y cacharros de cocina.
A Goldman le gustaba cocinar, pero tenía que conformarse con un fogón pequeño y ollas y sartenes, así como con los utensilios más baratos que había en el mercado.
Su apreciación de la cocina, no exenta de envidia, fue interrumpida cuando, con el rabillo del ojo, vio que se abría una puerta junto a él, a no más de un metro. Ya estaba entreabierta cuando había entrado en la cocina, pero entonces no le dio mayor importancia. Pero ahora, al volverse, vio a un hombre con impermeable que salía de la despensa llena de conservas. La mano izquierda del individuo estaba ensangrentada y se apretaba el pulgar en el puño.
«¡Santo Cielo!, ella tenía razón», pensó Goldman.
El asesino levantó la mano derecha, en la que empuñaba un cuchillo de carnicero de grueso mango de madera.
Para Goldman el tiempo cesó de tener importancia; cada segundo se prolongaba cien veces; cada instante se dilataba como una pompa de jabón que lo aprisionaba, separándolo del resto del mundo, en el que los relojes mantienen constante su ritmo.
A lo lejos, Henderson y Oberländer discutían de nuevo. No parecía posible que únicamente estuvieran en la estancia contigua. Se les escuchaba de una manera muy extraña, como si sus voces hubieran sido grabadas a setenta y cinco revoluciones por minuto y la retransmisión se hiciera a cuarenta y cinco.
El individuo se adelantó; la bien afilada hoja destelló a la luz de la habitación.
Como si se moviera contra una increíble resistencia, Goldman se llevó la mano a la funda de cadera donde estaba el revólver.
El cuchillo le rasgó en la parte superior derecha del pecho; demasiado profundo para contemplarlo.
Extrañamente, no sintió ningún dolor, pero de pronto la pechera de su camisa estaba roja de sangre.
«Mary Bergen —pensó—. ¿Cómo es posible que lo supiera? ¿Qué es esa mujer?».
¡Demasiado lento! ¡Extremadamente lento!
Aunque no se había dado cuenta de que la hoja había sido extraída, vio con horror que el cuchillo volvía a clavarse de nuevo. El individuo extrajo el arma y Goldman se desplomó contra la pared, bañado por un surtidor de su propia sangre.
Aún no sentía dolor, pero las fuerzas se le escapaban como si tuviese una válvula en el tobillo.
«No debes caerte —se dijo—, no te derrumbes, no tendrías ninguna oportunidad».
Pero el asesino había terminado. Dio media vuelta y corrió hacia el comedor.
Tapándose las heridas con la mano izquierda, que se le iba debilitando, Goldman, tambaleante, siguió al hombre. Cuando logró llegar a la puerta, y se apoyó en el marco jadeando, el asesino ya casi llegaba a la sala. Goldman ya había sacado el revólver de la funda, pero pesaba demasiado para levantarlo, así que disparó contra el suelo para llamar la atención de Harley. Con aquella detonación, el tiempo volvió a su fluidez normal y el dolor finalmente le atravesó el pecho y de repente sintió dificultad para respirar y sus rodillas flaquearon y se desplomó.
—¿Qué ha sido eso? —exclamó Alan, interrumpiendo lo que estaba diciendo.
—Un disparo —dijo Max.
—Algo le ha sucedido a Goldman —dijo Mary—. Estoy segura de ello, como me consta que estoy sentada aquí.
Alguien salió corriendo de la casa con el impermeable aleteando, ondulante como una capa.
El individuo se detuvo cuando vio los coches patrulla. Confundido, miró a izquierda y derecha y, no inspirándole confianza ninguna de las dos vías, volvió hacia la casa.
Harley Barnes apareció en la puerta. Desde su asiento, y a pesar de lo sucio del cristal de la ventanilla, de las sombras y de la llovizna, Max pudo ver el descomunal revólver en la mano del policía, escupiendo fuego por la boca.
El loco giró como una marioneta desarticulada, cayó y rodó por la vereda. Sorprendentemente, se puso de pie y enfiló hacia la calle de nuevo. No había sido alcanzado; si hubiera recibido una bala de la 357 Magnum, habría quedado en el suelo.
Max estaba seguro de ello. Sabía mucho de armas de fuego; poseía una gran colección de ellas.
Barnes disparó de nuevo.
—¡Maldita sea! —exclamó Max furiosamente—. ¡Policías de pueblo; sobrados de artillería y faltos de entendimiento! ¡Si no le da al individuo, matará a alguno de nosotros!
El tercer disparo alcanzó al asesino en la espalda cuando alcanzaba la acera.
Max pudo determinar dos cosas acerca de la bala. Puesto que no había salido por el pecho del asesino y no había perforado el cristal del automóvil, tenía poca pólvora. Había sido diseñada para su uso en las calles concurridas; tenía la suficiente potencia para detener a un delincuente sin traspasarlo y herir a otras personas. Segundo, a juzgar por la manera en que lo había levantado del suelo, la bala seguramente era expansiva.
Tras unos instantes de fuga infructuosa, el asesino se estrelló contra el coche policial. Por un momento se aferró a la puerta de Mary; se fue deslizando hasta que estuvo cara a cara frente a ella.
—Mary Bergen… —su voz era ronca; la sangre le brotaba de la boca y teñía el cristal—. Mary Bergen…
Mary gritó.
El cuerpo cayó sobre la acera.