1

—Manos con sangre.

La mujer alzó las manos y las miró fijamente; las traspasaba con la mirada.

Su voz era suave pero tensa.

—Sangre en sus manos —añadió.

Sus propias manos estaban limpias y pálidas.

—¿Mary? —dijo su esposo, inclinándose hacia adelante desde el asiento trasero del coche patrulla.

Ella no respondió.

—Mary, ¿puedes oírme?

—Sí.

—¿La sangre de quién ves?

—No estoy segura.

—¿La sangre de la víctima?

—No. En realidad… es su propia sangre.

—¿Del asesino?

—Sí.

—¿Tiene su propia sangre en las manos?

—Así es.

—¿Se ha herido?

—Pero no mucho.

—¿Cómo?

—No sé.

—Trata de entrar en él.

—Ya estoy dentro.

—Profundiza.

—Yo no puedo leer las mentes.

—Lo sé, querida, pero tú eres lo más cercano a un lector del pensamiento.

El sudor que cubría la cara de Mary parecía el vidriado de cerámica sobre el rostro de los santos de iglesia. Su tersa piel brillaba en la luz verde del tablero. Sus ojos también brillaban, pero su mirada era vaga.

Repentinamente se inclinó hacia adelante y se estremeció.

El jefe de policía, Harley Barnes, que iba conduciendo, hizo un movimiento molesto, sus grandes manos alrededor del volante.

—Se está chupando la herida —dijo ella—. Chupando su propia sangre.

Después de treinta años en la policía, Barnes no esperaba sorprenderse o atemorizarse. Ahora, en una sola noche, se había sorprendido más de una vez y había sentido que el pulso se le aceleraba a causa del miedo.

Las calles arboladas le eran tan conocidas como los contornos de su propia cara. Sin embargo, aquella noche, cubiertas por un aguacero, parecían amenazadoras. Los neumáticos chasqueaban sobre el pavimento resbaladizo y los limpiaparabrisas golpeaban, cual espectral metrónomo.

La mujer junto a Barnes estaba aturdida, pero su aspecto era menos desconcertante que los cambios que había provocado dentro del coche patrulla. El aire húmedo se volvía más claro cuando entraba en su trance. Él estaba seguro de que no se lo imaginaba. Los sonidos ordinarios de la tormenta y del coche quedaban atenuados por un suave zumbido de frecuencias espirituales. Sentía que un poder indescriptible irradiaba de ella. Era un hombre práctico, nada supersticioso, pero no podía negar lo que sentía con tanta fuerza.

Mary se inclinó hacia el tablero lo más que su cinturón de seguridad le permitió. Se abrazaba a sí misma y gemía como si tuviera dolores de parto.

Max Bergen alargó el brazo desde el asiento trasero y la tocó.

Ella murmuró algo y se relajó ligeramente.

La mano de Max parecía enorme sobre el delgado hombro femenino. El era alto, anguloso, musculado y de facciones duras; tenía cuarenta años, diez más que su mujer. Sus ojos eran el rasgo más impresionante; eran grises, fríos y desprovistos de humor.

El jefe Barnes jamás le había visto sonreír. Era evidente que Bergen albergaba poderosos y complejos sentimientos para Mary, pero no daba muestra alguna de que sintiera otra cosa que desprecio para el resto del mundo.

—Gire en la próxima esquina —dijo la mujer.

—¿A la derecha o a la izquierda? —preguntó Barnes, frenando ligeramente.

—A la derecha —respondió ella.

A ambos lados de la calle se alzaban casas y bungalows de estuco de hacía unos treinta años, aunque muy bien cuidados; la mayoría de ellos era de estilo hispano-californiano. Al otro lado de las cortinas, cerradas contra la humedad de la noche decembrina, vagamente brillaban unas luces amarillentas. El camino estaba mucho más oscuro que cuando habían salido. Sólo en las esquinas había farolas de luz de vapor de sodio, e impenetrables sombras llenaban las largas manzanas entre ellas.

Barnes no conducía a más de quince kilómetros por hora, después de haber girado. Por la actitud de la mujer, dedujo que la persecución terminaría pronto.

Mary se incorporó. Su voz era ahora más sonora y clara de lo que había sido desde que comenzó a usar su extraño talento, su clarividencia.

—Recibo una impresión… de una… una cerca. Sí… ahora la veo… se ha hecho un corte en la mano… en una cerca.

—¿Y no es seria la herida? —inquirió Max, acariciándole el cabello.

—No… sólo un corte… sólo el pulgar… profundo… pero no está incapacitado.

Levantó una mano delgada, olvidó lo que iba a hacer con ella y la volvió a dejar caer en el regazo.

—Pero si está sangrando a causa de un corte profundo, ¿no desistirá esta noche? —preguntó Max.

—No.

—¿Estás segura?

—Seguirá adelante.

—El muy canalla ya ha matado a cinco mujeres —dijo Barnes—. Algunas de ellas lucharon desesperadamente, lo arañaron y lo cortaron y hasta le arrancaron mechones de cabello. No se da por vencido fácilmente.

Ignorando al policía, Max confortó a su esposa, le acarició la cara con una mano y le formuló otra pregunta.

—¿Qué tipo de cerca ves?

—Del tipo de eslabón de cadena. Puntiaguda y sin terminar en la parte superior.

—¿Es alta?

—Un metro y medio.

—¿Qué rodea?

—Un patio.

—¿Un patio de almacenaje?

—No. El patio trasero de una casa.

—¿Puedes ver la casa?

—Sí.

—¿Cómo es?

—Es de dos pisos.

—¿De estuco?

—Sí.

—¿Y cómo es el tejado?

—De teja española.

—¿Alguna característica especial?

—No alcanzo a percibir…

—¿Tiene pórtico?

—No.

—¿Un patio quizá?

—No, no hay patio. Pero veo… sí, veo una vereda sinuosa y enlosada.

—¿Delante de la casa?

—Que conduce a la casa.

—¿Algunos árboles?

—Magnolias apareadas… a uno y otro lado de la vereda.

—¿Algo más?

—Unas palmeras enanas… más al fondo.

Harley Barnes se esforzaba por mirar a través del parabrisas salpicado por la lluvia; buscaba un par de magnolias.

Al principio se había mostrado escéptico; de hecho, estaba seguro de que los Bergen eran un fraude. Había desempeñado su papel en la charada, porque el alcalde era un creyente. El alcalde había traído a los Bergen e insistía en que la policía cooperara con ellos.

Desde luego, Barnes había leído acerca de los detectives psíquicos y muy especialmente acerca del famoso clarividente holandés Peter Hurkos. Pero ¿utilizar a ese tipo de individuos para seguir la pista a un asesino psicópata y atraparlo con las manos en la masa? En eso no tenía mucha fe.

«¿O acaso la tengo?», se preguntó. Aquella mujer era tan hermosa, encantadora, sincera, tan convincente, que tal vez había hecho un creyente de él. «Si no lo ha logrado —pensó—, ¿por qué estoy buscando magnolias apareadas?».

La mujer emitió un sonido igual al de un animal que ha estado apresado por mucho tiempo en una trampa; no un chillido de agonía, sino casi un lloriqueo inaudible.

Cuando un animal emitía aquel sonido significaba algo así como «aún duele, pero ya me he resignado a ello».

Hacía muchos años, en su niñez, en Minnesota, Barnes había cazado y entrampado. Era el gemido lastimero y ahogado de la presa herida lo que determinó que dejara dicho deporte; el mismo gemido que salía de la garganta de Mary.

Hasta aquella noche no había vuelto a escuchar aquel sonido, que procedía ahora de un ser humano. Aparentemente, cuando ella hacía uso de su talento para concentrarse en el asesino, sufría por el contacto con su mente desequilibrada.

Barnes se estremeció.

—Mary —dijo Max—, ¿qué sucede?

—Lo veo… en la puerta posterior de la casa. Su mano en la puerta… y sangre… su sangre en el marco blanco de la puerta. Se está hablando a sí mismo.

—¿Qué está diciendo?

—No…

—¿Mary?

—Está diciendo cosas inmundas acerca de la mujer.

—¿De la mujer de la casa, a la que persigue esta noche?

—Sí.

—¿La conoce?

—No. No, le es desconocida…, es un blanco al azar. Pero la…, ha estado observando… observando durante varios días…; conoce sus hábitos y costumbres.

Con aquellas últimas palabras se desplomó contra la puerta. Respiró a fondo varias veces. Tenía necesidad de descansar periódicamente para reagrupar sus energías, si quería mantener el hilo psíquico. A algunos clarividentes —Barnes lo sabía—, las visiones les llegaban sin esfuerzo; pero según parecía, no era el caso de ella.

Voces fantasmales susurraban y crepitaban, iban y venían por la radio policial.

El aire barría el camino con finas cortinas de lluvia.

Era la temporada de lluvias más «mojada» que había habido en años, pensó Barnes. Veinte años atrás hubiese parecido normal, pero California se había convertido resueltamente en un Estado seco. Tanta lluvia no era natural ahora. «Como todo lo demás que está sucediendo esta noche», se dijo.

Esperando que Mary hablara, aminoró la velocidad a menos de siete kilómetros por hora.

Plantas de magnolias apareadas que flanquean una sinuosa vereda enlosada… Era muy difícil ver algo a uno u otro lado del camino. Quizá ya habían dejado atrás las magnolias.

El titubeo de Mary Bergen, aunque muy breve, suscitó las primeras palabras de Dan Goldman en más de una hora.

—No nos queda mucho tiempo, señora Bergen.

Goldman era un joven oficial de confianza, el subordinado de mayor confianza del jefe. Estaba sentado junto a Max Bergen, detrás de Barnes y tenía los ojos fijos en la mujer.

Goldman creía en los poderes psíquicos; era fácil de impresionar y, como Barnes podía observar a través del espejo retrovisor, los sucesos de la noche habían dejado una mirada obsesionada en su cara ancha y llana.

—No nos queda mucho tiempo —repitió Goldman—. Si ese loco ya se encuentra en la puerta trasera de la casa de esa mujer…

Bruscamente, Mary se volvió hacia él. Su voz denotaba preocupación por él.

—No salga de este coche esta noche; al menos no hasta que capturen al hombre.

—¿Qué quiere decir? —inquirió Goldman.

—Si trata usted de ayudar a capturarlo, saldrá malparado.

—¿Me matará?

La mujer se estremeció convulsivamente. Nuevas gotas de sudor perlaron su frente.

También Barnes sintió que el sudor resbalaba por su rostro.

—Lo acuchillará —precisó Mary a Goldman—, con el mismo cuchillo que ha usado con todas las mujeres… lo herirá gravemente… pero no lo matará. —Cerró los ojos y, hablando entre dientes, añadió—: ¡Permanezca en el coche!

—¿Harley? —preguntó Goldman preocupado.

—Todo irá bien —le aseguró Barnes.

—Sería mejor que le hiciera caso —le dijo Max a Goldman—. No abandone el coche.

—Si te necesito —le dijo Barnes a Goldman—, vendrás conmigo. —Le preocupaba que la mujer estuviese socavando su autoridad. La miró—. Necesitamos el número de la casa que usted ha descrito, la dirección.

—No la presione —intervino Max con rudeza. Con todo el mundo, excepto con Mary, su voz era como dos ásperas barras de acero que raspaban una contra otra—. No servirá de nada presionarla; sólo estará interfiriendo.

—Está bien, Max —terció ella.

—Es que ya les había advertido anteriormente —replicó el hombre.

—Veo… —dijo ella, mirando hacia adelante— la puerta trasera de la casa. Está abierta.

—¿Dónde está el hombre, el asesino? —preguntó Max.

—Está de pie en un cuarto oscuro… pequeño…, el cuarto de lavandería…, eso es… el cuarto de lavandería detrás de la cocina.

—¿Qué hace?

—Está abriendo otra puerta…, que da a la cocina…, no hay nadie allí…, una luz débil encima de la estufa…, unos trastos sucios sobre la mesa…, está de pie…, simplemente de pie, escuchando…, tiene la mano izquierda cerrada para evitar que el pulgar sangre…, escuchando…, se oye música de Benny Goodman de un estéreo en la sala… —Tocó el brazo de Barnes, y añadió con un tono de urgencia en la voz—, sólo a dos calles de aquí. A la derecha. La segunda casa… no, la tercera de la esquina.

—¿Está segura?

—¡Por el amor de Dios, apresúrese!

«¿Estaré a punto de hacer el ridículo? —se preguntó Barnes—. Si la tomo en serio y se equivoca, seré el personaje central de todos los chistes malos para el resto de mi carrera».

A pesar de ello, puso en marcha la sirena y pisó el acelerador a fondo. Los neumáticos chirriaron sobre el pavimento y con un rechinar de goma, el coche salió lanzado hacia adelante.

—Aún veo… —dijo ella casi sin aliento— está cruzando la cocina…, moviéndose lentamente…

«Si finge todo esto —reflexionó Barnes— es una estupenda actriz».

El Ford corría a lo largo de la calle, la lluvia azotaba el parabrisas; pasaron un cruce y luego otro.

—Escuchando…, escuchando a cada paso…, cauteloso…, nervioso…, saca el cuchillo del bolsillo del abrigo…, sonríe al ver la afilada hoja…, un cuchillo tan grande…

En la manzana que ella había descrito, Barnes frenó bruscamente junto al bordillo frente a la tercera casa a la derecha: unas magnolias apareadas, una vereda sinuosa, una casa de estuco de dos pisos con las luces encendidas en la planta baja…