Narración de John Montague
Si Magnus y yo no nos hubiéramos encontrado con George Woodward aquella mañana en Aldeburgh, jamás habría conocido a Eleanor Unwin; ni Magnus tampoco, quizá, y ella podría estar en estos momentos felizmente casada con Edward Ravenscroft. Con seguridad, nunca la habría visto como la vi aquella primera noche en la rectoría: una joven ataviada con un sencillo vestido blanco, con la melena castaño oscuro recogida, recortada en las luces del sol del atardecer, que consiguió transportarme de nuevo a Orchard House y a mi primera visión de Phoebe, de pie junto a su madre en aquella tarde de verano…
Desde luego, es imposible, pero juraría que permanecí allí plantado inmóvil durante varios minutos, atrapado en una especie de doble visión en la cual apenas era capaz de distinguir dónde me encontraba, y, sin embargo, sólo tenía que avanzar unos pasos para comenzar mi vida con Phoebe de nuevo. La visión se diluyó cuando Magnus y yo avanzamos, y entonces vi que Eleanor Unwin era bastante más alta que Phoebe y que sus rasgos eran más sobrios, sus huesos más prominentes y su cabello tenía matices de castaño mucho más oscuros. Cuando sus frágiles dedos tocaron los míos sentí una pequeña y profunda conmoción… como cuando uno camina sobre una alfombra sin zapatos y da un salto hacia atrás cuando siente algo extraño en el pie. No pareció que ella notara nada; me di cuenta de que yo estaba mirándola fijamente como si de hecho hubiera visto un fantasma, y entonces la oí decir que estaba comprometida.
Es verdad que envidié a Edward Ravenscroft; en aquel momento me dije que aquel joven no era más que un petimetre, que su pintura era vulgar y superficial, que de ninguna manera podía merecer a aquella joven. Sólo vi a Nell —siempre pienso en ella con ese nombre, una vez que me di cuenta de que todos los que la querían la llamaban así—, sólo la vi una vez más antes de que se casara con Magnus; fue un breve instante, durante una dolorosa conversación en la cual ella se mostró clara y profundamente disgustada conmigo.
Decidí irme al extranjero, y me apliqué de nuevo, y una vez más, a la pintura. Le vendí a Magnus el cuadro de Wraxford Hall a la luz de la luna, porque así me lo había pedido en numerosas ocasiones. Si hubiera sabido que tenía la intención de casarse con Nell, jamás lo habría consentido. Pero cualquier intento de olvidarme de ella fue en vano, como pude comprobar muy pronto: mientras iba de un magnífico escenario a otro, comprendí que había perdido cualquier interés en los paisajes, y sólo podía decir, con Coleridge: «Los veo todos tan maravillosamente hermosos, / veo cuán preciosos son, ¡pero no los siento!»[50].
El único asunto que verdaderamente me interesaba era Nell. En vez de olvidarla, tal y como yo esperaba, me encontré recordando cada pequeño matiz de su rostro, los rasgos sutiles de las comisuras de sus labios, la ligerísima asimetría de su rostro, el movimiento de sus manos, los aéreos mechones de pelo escapando de su recogido. Intenté sin descanso esbozar su rostro de memoria, y aunque ninguno de mis intentos me satisfizo, no pude quemar ni romper ninguna de sus imágenes, y las guardé todas hasta que mi portafolios estuvo completamente lleno.
Regresé a Aldeburgh un año más tarde, sabiendo, por supuesto, que ella se había casado con Magnus… y se suponía que felizmente. El caso de Cornelius Wraxford aún permanecía sin resolver; yo había dejado el negocio en manos de mi socio, pero no pude renunciar al último lazo que me unía a Nell… cualquiera que este fuese. Las cartas de Magnus eran siempre cordiales, pero no decía nada de Nell que fuera más allá de los cumplidos formales, y mis sentimientos de culpabilidad me prohibían preguntar por ella. En febrero de 1868 Magnus me escribió diciendo que «la señora Wraxford ha dado a luz a una niña…». Me sobrecogió incluso entonces la lejanía de aquellas palabras. Le envié mi más cálida enhorabuena y le pedí más detalles, pero no hubo contestación. La propiedad de los Wraxford pasó a manos de Magnus en agosto; a primeros de septiembre vino a la oficina para recoger las llaves, tan bienhumorado como siempre, pero parecía que le corría mucha prisa hacerse con la casa. Supe que él y su criado iban a quedarse por aquí y esperé una visita o una invitación, pero ninguna de las dos cosas ocurrió, hasta que recibí esta nota:
Mi querido Montague:
Lamento mucho haberle tenido tan abandonado últimamente. Puede que recuerde aquella noche en Chalford, cuando esbocé cierto experimento físico. Me complace mucho comunicarle que procederemos a ejecutarlo el próximo sábado por la noche y estaría encantado de que usted pudiera asistir al mismo en calidad de testigo imparcial. La señora Wraxford estará en la mansión esta semana; otros asuntos me reclaman en la ciudad, y no iré hasta el viernes.
Queda a su disposición, sinceramente suyo,
MAGNUS WRAXFORD
Yo sabía que sería lo más imprudente que podría hacer, pero me venció la idea de ver a Nell a solas… incluso aunque me rechazara al instante. Aunque había comprado un pony y un tílburi, no fui en él hasta la mansión, sino que amarré el caballo en los límites de Monks Wood e hice el resto del camino a pie. Era un maravilloso día de otoño, cálido y fresco sucesivamente, pero apenas lo noté mientras avanzaba a través del bosque, caminando deprisa, hasta que el sudor comenzó a gotear en mi frente.
Yo esperaba que, cuando menos, las maderas a la vista se hubieran repintado, pero el único cambio visible en la mansión era que se había segado la hierba alta y la maleza que había alrededor de la casona. Todo lo demás estaba asilvestrado y descuidado, erizado con tallos muertos de cardos y ortigas. Bañada por la luz del atardecer, Wraxford Hall aparecía, por una vez, más pintoresca que amenazante.
Inmediatamente me di cuenta de que Nell había cambiado. Había adelgazado, y se notaba especialmente en su rostro, y las sombras bajo sus ojos eran más oscuras; sin embargo, ninguno de mis cientos de esbozos le hacía justicia. Me detuve unos pasos delante de ella.
—Señora Wraxford —dije—. Yo… bueno… he sabido que se encontraba usted en la residencia y pensé que podía pasar a presentarle mis respetos.
—Es muy amable por su parte, señor. ¿Debo entender que mi esposo le ha pedido que viniera?
—Bueno… no, no… —respondí con cierta incomodidad—. Él me ha invitado, como usted sabe, para que sea testigo de… en fin… del experimento del sábado por la noche… pero… bueno, mencionó que usted se encontraba aquí y por eso…
Llevaba un sencillo vestido de tela gris clara, con el pelo recogido y trenzado tal y como yo lo recordaba. Aunque en el exterior el día era suave y templado, el ambiente del gran recibidor era tan mortalmente gélido como siempre, y estaba cargado con olores a humedad, a esteras de crin viejas y a tapices apolillados. Miró hacia Bolton, que rondaba en las penumbras de los pasillos, y sugirió que saliéramos fuera.
—Lamento mucho… —dije cuando la puerta principal se cerró tras nosotros—. He venido guiado por un impulso… pero quizá la estoy molestando a usted…
—No —dijo—. Sólo estoy un poco sorprendida. En realidad, mi marido no mencionó que usted fuera a reunirse con nosotros… En fin, ni siquiera sé en qué consiste el experimento que ha planeado para el sábado.
—Ya entiendo… No sabía que…
—Hay un banco en ese otro lado de la casa —dijo—, debajo de mi ventana. Allí podré oír a Clara si llora… Clara es mi hija.
Cuando abandonamos el camino de hierbajos amarillentos me di cuenta de que pasaríamos por el lugar donde se cayó Edward Ravenscroft. Mis pasos crujieron fuerte sobre la gravilla.
—Magnus me dijo que… que usted había tenido un bebé. Le habría escrito para felicitarla, pero yo no… no estaba yo… —mi voz se fue apagando de nuevo, al tiempo que observaba los árboles que nos circundaban—. Es un lugar desolador… Dice usted que necesita estar cerca de su bebé… ¿no tiene una niñera?
—No. Mi doncella tuvo que dejarme, justo cuando vinimos aquí. Yo misma me ocupo de Clara… lo he elegido yo, porque no quiero confiársela a una extraña —añadió al ver mi expresión de sorpresa—. Sí… es un lugar desolador… Se llevó la vida del hombre que más he amado en el mundo.
Habíamos girado la esquina de la mansión mientras ella estaba hablando. Vi el cable negro, con aquella mancha de óxido cayendo como sangre por la pared, de arriba abajo.
—Ya sé que usted cree que Edward Ravenscroft me disgustaba —dije de repente—. La verdad, para mi vergüenza, es que le envidiaba… envidiaba su juventud, su entusiasmo, su talento y sobre todo… En fin, baste decir que si la pérdida de mi propia vida pudiera devolvérselo a usted, estaría encantado de hacer ese sacrificio.
Mi voz se quebró con la última frase y las lágrimas anegaron mis ojos. Ella cogió mi brazo y me llevó por el desastrado césped hasta el banco, una especie de poyo incrustado en la piedra del muro.
—Es un sentimiento muy generoso por su parte, señor Montague —dijo cuando hube recobrado la compostura—, y me agrada saber que usted no… despreciaba a Edward, como yo había creído.
—Todo lo contrario… La envidia nace de la admiración, no del desprecio… Discúlpeme, pero… me ha parecido que antes insinuaba usted que no está aquí por gusto…
—Este es el último lugar en el mundo donde desearía estar, señor Montague. Pero Magnus así lo ha querido, y debo obedecerle. ¿Puedo preguntarle, señor, qué le ha dicho a usted de ese… experimento, como él lo llama?
—Sólo tengo de él una nota diciendo que se alegrará de verme de nuevo el sábado, cuando intentará llevar a cabo el experimento que bosquejó aquella noche… cuando la vi a usted por vez primera, en la rectoría.
—¿Dijo algo sobre cuál sería mi cometido en ese experimento?
—Nada en absoluto… sólo que la señora Wraxford enviaba sus saludos. Ni siquiera decía si iba usted a estar presente.
—¿Y mencionaba a la señora Bryant?
—Tampoco… Sólo se entendía que participarían más personas. Pero… el criado me dijo que Magnus no llegaría hasta mañana por la tarde. ¿Puedo preguntarle por qué se encuentra usted aquí sola con su niña?
—Magnus quería que viniera antes… para que tuviera tiempo para instalarme, puesto que no quería separarme de Clara.
—Comprendo. Y… bueno… ¿quién es la señora Bryant?
—Una viuda rica. Una espiritista. Magnus dice que es… su «mecenas».
La observé inquisitivamente, y de inmediato volví a apartar la mirada.
—No sé nada de sus amigos, señor Montague. Dígame… ¿han conservado usted y Magnus aquella estrecha amistad?
—No, no somos tan amigos como antes… como yo creía que éramos. Desde que… desde que ustedes se casaron, sólo lo he visto un par de veces… ¿no se lo ha dicho? Siempre le pedía que le diera recuerdos de mi parte… cuando tratábamos los asuntos de esta propiedad. Sigue siendo tan cordial como siempre, pero hay un distanciamiento… Sobre todo, es muy renuente a la hora de hablar de usted.
Yo había estado observando las ruinas de la vieja capilla, semienterrada bajo una cubierta de ortigas, pero ahora volví la mirada hacia ella.
—¿Puedo preguntarle, aunque no tenga derecho a planteárselo, por qué decidió casarse con Magnus?
—Por temor, señor Montague… o eso me parece ahora. ¿Me da su palabra de honor de que nunca va a hablar de esto?
—Se lo juro por mi vida.
—La «amiga» de la que hablé… aquella noche en la rectoría… era yo misma. Tuve una visión… vi una aparición… que presagiaba la muerte de Edward, aunque nada supe de dónde o cuándo o cómo se produciría; ocurrió incluso antes de que lo conociera. Y después… Magnus dijo que podría librarme de esas «visitas», como yo las llamaba; intentó mesmerizarme, pero al principio no pudo. Me advirtió que si las «visitas» volvían a producirse, podrían encerrarme en un manicomio (incluso mi misma madre me había amenazado antes con ese castigo), a menos que yo me casara con alguien que lo comprendiera y que pudiera protegerme… es decir… con él. Nuestro matrimonio fue un error… por ambas partes, aunque Magnus nunca lo ha admitido, en absoluto. Él hace ver que todo es maravilloso, pero me temo que me odia… y yo debo obedecerle y someterme a sus deseos… por el bien de Clara.
Las palabras salieron de sus labios casi tropezando unas con otras, y las lágrimas con ellas. Me di cuenta entonces de que le había cogido la mano entre las mías… Con un gran esfuerzo, volvió a dominarse y se liberó gentilmente de mis dedos.
—Nell —dije su nombre sin querer—, si yo hubiera sabido… ¿Te ha maltratado?
—No —contestó—. Me deja que haga lo que quiera, absolutamente. Esto es lo primero que me pide desde que… la primera cosa que me pide. Ya ve: él cree que tengo algún poder de clarividencia…
—¿Y usted lo cree?
—No quiero creerlo; y me esfuerzo por no tenerlo. Esas «visitas» son una maldición, una enfermedad; todo mi deseo era poder librarme de ellas, y eso fue lo que me confundió y lo que me obligó a casarme con él. Y por eso es por lo que estoy aquí. Él dice que la sesión de espiritismo requiere sólo mi presencia; no sé si creerle.
—Pero obligarla contra su voluntad… y obligarla a traer a la niña aquí… al peor lugar imaginable…
—No puedo culparlo por eso; él quería que dejara a Clara en Londres, y yo me negué. Puede que usted piense que fue una decisión egoísta y cruel por mi parte, pero a Magnus no le importa nada la niña (él quería un varón), y si le desobedezco, me encerrará. El médico de la señora Bryant parece embrujado por él y firmaría el certificado, estoy absolutamente segura de ello.
—Pero usted no se comporta como una loca… ¿Todavía sufre esa… dolencia?
Negó con la cabeza en silencio.
—Entonces, no tiene fundamentos para confinarla. Además, un médico no debería certificar nada sobre su propia esposa, y la ley no lo permite. ¿Le ha amenazado con encerrarla?
—No, con esas palabras… no; sólo ha sido una insinuación.
—Discúlpeme, pero… ¿está usted segura de que en ese caso…?
—No, señor Montague: no estoy segura. Esa es la maldición de mi situación. Magnus es absolutamente impenetrable para mí: no sé qué piensa realmente, ni qué siente, ni qué cree. Pero eso no importa mucho. No puedo arriesgarme a desobedecerle, por el bien de Clara. Y me ha dicho, o al menos eso he podido entender, que si la sesión de espiritismo resulta un éxito, estaría de acuerdo en una separación.
—¿Y si no resulta un éxito?
—No lo sé; él no me ha dicho nada y yo no me he atrevido a preguntárselo.
Me quedé en silencio durante unos instantes, con la mirada clavada en la gravilla que rodeaba mis pies.
—Si hay algo que pueda hacer… —dije.
—Hay una cosa… —dijo—. Tengo un diario, una relación de mi vida desde que me casé. Lo he traído conmigo, no sabiendo qué otra cosa hacer, pero preferiría que estuviera en un lugar seguro. ¿Querría usted guardarlo por mí? ¿Me promete guardarlo y no enseñárselo a nadie, a menos que yo se lo diga?
—Se lo prometo, por mi vida.
—Entonces, iré a buscarlo… No, usted quédese aquí. Serán sólo unos minutos.
Se fue rápidamente, lanzando miradas de desconfianza a la explanada vacía mientras caminaba, en tanto yo me quedé allí sentado, lamentando no haberle confesado mis celos de Edward aquella tarde de invierno en la rectoría. Pero si ella y Magnus se separaban, ¿sería posible…? De pronto me descubrí observando también muy detenidamente la explanada, y especialmente la ruinosa hilera de edificaciones anejas que había a mi derecha. Algo atrajo mi atención; algo oscuro, moviéndose en la sombra de los viejos establos. De pronto me sentí un extraño allí, como un intruso en los dominios de Magnus.
Una puerta crujió a mis espaldas, y Nell reapareció con un paquete en las manos. Cuando lo cogí, una corriente de comprensión fluyó entre nosotros. Levantó su rostro hacia mí y nuestros labios se rozaron antes de que ella susurrara: «Debe irse…». Miré atrás una vez más, mientras me alejaba por la hierba recién segada, a tiempo para ver que la puerta se cerraba tras ella.
Regresé a Aldeburgh con el pensamiento enfebrecido por las fantasías más alocadas, con todos mis sentidos inflamados por aquel embriagador momento… El día siguiente me trajo toda una agonía de deseo y temor. Pensé en la llegada de Magnus, y me atormenté preguntándome hasta dónde podía entenderse que Nell podía «hacer lo que quisiera». Casi había olvidado que yo mismo iba a acudir a la sesión de espiritismo, y sólo pensé en volver a ver a Nell. A mediodía del sábado, incapaz de mantenerme en los estrechos límites de mi hogar, bajé caminando hasta la posada de Cross Keys Inn y allí supe lo que ya constituía el comentario general del pueblo: la señora Bryant había muerto y Nell y su hija habían desaparecido durante la noche.
El testigo principal de todos aquellos acontecimientos era Godwin Rhys. De acuerdo con su testimonio en la investigación (el cual transcribo aquí aproximadamente con sus propias palabras), él se había unido a Magnus y a la señora Bryant en la vieja galería en torno a las siete y cuarto aquella noche. Discutieron sus planes de cara a la sesión de espiritismo de la noche siguiente; la señora Wraxford se reunió con ellos unos veinte minutos más tarde. Parecía nerviosa e intranquila. Cuando el doctor Rhys, en sus propias palabras, le recordó sin querer «la muerte de su novio en la mansión, unos dos años antes», ella pareció angustiarse notablemente y abandonó la galería. Los demás continuaron su conversación tras la cena hasta las diez, cuando el doctor Rhys y la señora Bryant se retiraron a sus aposentos, dejando a Magnus en las escaleras.
El doctor Rhys (que duerme muy mal, según su propio testimonio) se fue a la cama alrededor de las once, pero aún estaba despierto cuando dio la media. Poco después oyó suaves pisadas en el pasillo, pasando junto a su puerta… Pensó que era una mujer, y dio por hecho que sería una de las criadas. Su habitación se encontraba al principio del pasillo, prácticamente en el rellano. Ya habían dado las doce menos cuarto, y él había comenzado a dormitar cuando le despertó el sonido de una llave que giraba en una cerradura. Aunque al otro lado del cristal de su ventana todo eran sombras, hacía una noche de luna clara. Abrió su puerta un poco y vio a la señora Bryant envuelta en lo que parecía un manto oscuro, cruzando el pasillo en dirección al rellano, protegiendo la llama de su vela con la mano. Por la expresión del rostro de la señora, el doctor se preguntó si estaría caminando en sueños.
Las luces del pasillo ya se habían apagado, así que sólo pudo seguirla hasta el rellano sin riesgo de ser visto. La brillante luz de la luna entraba por las altas ventanas del fondo. La señora Bryant apagó la vela y continuó por el rellano, pasó la biblioteca y avanzó hacia la galería: abrió allí las puertas y se perdió de vista. El doctor permaneció donde se encontraba, a unos cuarenta pasos de ella, mirando el abismo negro del hueco de la escalera.
Procedentes de la galería se oyeron débiles sonidos, como de alguien que caminara sin zapatos. Aquel arrastrar de pies cesó al fin; el doctor contuvo la respiración, es forzándose por distinguir otro sonido, incluso más débil: un apagado chirrido de bisagras, como si se estuviera abriendo una puerta, lenta y sigilosamente.
El grito que se oyó a continuación pareció explotar en el interior de su cerebro; un prolongado chillido de terror y repugnancia que se elevó hasta convertirse en un sonido insoportable, reverberando hacia arriba y hacia abajo por el hueco de la escalera, en una cacofonía de ecos. Durante varios segundos, el doctor Rhys permaneció paralizado, hasta que llegó a sus oídos el ruido del abrir de puertas y de pasos apresurados.
El doctor Rhys fue el primero en llegar a la galería. Encontró a la señora Bryant derrumbada en el suelo, entre la mesa redonda y la armadura, petrificada y muerta, con los ojos abiertos y con las facciones contraídas en una expresión de indecible horror. Las dos doncellas de la señora Bryant llegaron corriendo cuando él ya estaba arrodillado junto al cuerpo, y breves instantes después vinieron Bolton y algunos de los otros criados. Magnus (como declaró más adelante Alfred, el mozo recadero) había salido a dar un paseo a la luz de la luna; oyó el grito desde una distancia de doscientas yardas, y regresó corriendo a la mansión.
Así pues, Magnus no llegó a la galería hasta varios minutos después de que lo hiciera el doctor Rhys. Su primera pregunta tras haber visto el cadáver fue: «¿Dónde está mi esposa?». Carrie, la doncella, fue enviada inmediatamente a la habitación de la señora Wraxford, y estuvo llamando a la puerta durante algunos instantes, hasta que su señora apareció ataviada con el camisón. Aislada del resto de la casa, se había quedado dormida y no había oído el grito de la señora Bryant. Cuando Carrie le dijo que la señora Bryant estaba muerta, contestó: «Entonces… ya no puedo hacer nada; dile a mi marido que lo veré mañana por la mañana». Y cerró la puerta. Carrie oyó cómo giraba la llave en la cerradura, por dentro.
El cuerpo de la señora Bryant se llevó después a su habitación, donde el doctor Rhys lo examinó. No encontró ni rastro de heridas; y todos los indicios apuntaban a que había muerto de un ataque cardiaco inducido por una fuerte conmoción. Pero… ¿qué había causado esa conmoción? Una rápida indagación por la galería y la biblioteca no reveló nada fuera de lo común. El sello que Magnus había colocado en la armadura en previsión de la anunciada sesión de espiritismo permanecía intacto; los movimientos de todo el mundo en la casa se explicaron y se justificaron plenamente. Magnus y el doctor Rhys decidieron esperar a que llegaran las primeras luces del día antes de enviar a un mensajero a la oficina de telégrafos de Woodbridge, y toda la casa se retiró para intentar dormir algunas horas un sueño desasosegado.
Alrededor de las ocho y media de la mañana siguiente, Bolton regresó de Woodbridge con la noticia de que no había podido encontrar a un doctor dispuesto a ir a la casa; todo lo que le habían dicho, después de saber que el médico de la señora Bryant ya se encontraba en la mansión, fue que él podría firmar perfectamente el certificado. Así pues, el doctor Rhys, a pesar de un considerable número de excusas, certificó que la causa inmediata del fallecimiento era un paro cardiaco producido por una fuerte impresión, junto a una larga enfermedad coronaria como causa añadida. Tal y como observó Magnus, era muy posible que la señora Bryant hubiera caminado sonámbula y que el ataque mortal se hubiera precipitado al despertarse y encontrarse de pronto en la galería.
Magnus y el doctor Rhys estaban todavía sentados a la mesa del desayuno (la señora Wraxford recibía todas las comidas en su habitación, así que no la esperaban) cuando un mozo llegó con las órdenes que había dictado el hijo de la señora Bryant. Un empleado de una funeraria y un criado suyo llegarían en el plazo de dos horas para hacerse cargo del cuerpo y llevarlo directamente a Londres para que un distinguido patólogo hiciera el examen pertinente. Después de saber esto, el doctor Rhys quiso anular su certificado de fallecimiento, pero Magnus lo disuadió diciéndole que entonces daría la impresión de que tenía algo que ocultar.
Magnus ya había decidido cerrar la mansión y regresar a Londres aquel día, así que, consecuentemente, se envió a Carrie para que fuera empaquetando las cosas de la señora. Pero la doncella encontró la puerta cerrada y la bandeja del desayuno intacta en el pasillo, exactamente en el mismo lugar donde la habían dejado una hora y media antes. (Las órdenes eran llamar a la puerta y dejar la bandeja allí sin esperar a que la señora Wraxford saliera a cogerla).
A petición de Magnus, el doctor Rhys lo acompañó escaleras arriba hasta la habitación; forzaron la puerta: no estaba echado el pestillo, pero la llave se encontraba en una mesita que había junto a la cama. Descubrieron —o, más bien, Magnus descubrió, por indicación del doctor Rhys— un diario abierto sobre el escritorio, con una pluma sobre el cuaderno, como si la persona que lo estaba escribiendo hubiera sido interrumpida, y al lado, un cabo de vela que había ardido hasta el final. La cama estaba deshecha, la almohada desordenada. En la habitación de la niña, que no tenía una salida independiente, la manta de la cuna se hallaba apartada del mismo modo. Había una sábana sucia en el cesto y agua en el aguamanil; nada hacía pensar que hubiera habido forcejeos o una huida precipitada, o sobresaltos de ningún tipo. Según Carrie —aunque no podía estar segura, dadas las herméticas costumbres de la señora—, lo único que se echaba de menos era el camisón de la señora Wraxford y la toquilla de la niña.
Mientras esperaban a que se forzara la puerta, al doctor Rhys le había parecido que Magnus estaba procurando ocultar su furia, más que su preocupación. En varias ocasiones negó con un gesto de la cabeza, para sí mismo, como si estuviera diciendo: «Esto es precisamente lo que tendría que haber imaginado que haría mi esposa». Pero cuando comenzó a hojear el diario, su gesto cambió por completo. El color huyó de su rostro; sus manos temblaron; y un sudor frío perló su frente. Estuvo leyendo el diario durante uno o dos minutos, ajeno a todo cuanto sucedía a su alrededor; después cerró el cuaderno con un golpe seco y se lo guardó, sin más explicaciones, en el bolsillo de su chaqueta.
—¡Buscadla por toda la casa! —le gritó enfurecido a Bolton, que estaba rondando junto a la puerta—. Y envía a una partida para que batan el bosque. No puede haber ido muy lejos con la niña… Rhys, tal vez quiera usted colaborar en la búsqueda mientras yo la intento encontrar por los alrededores…
Aquello fue una orden, no una invitación, así que el doctor Rhys empleó varias horas yendo de una habitación a otra sin obtener fruto alguno, y sin tener una idea clara de por qué estaba haciéndolo.
Un cuarto de hora después de saber lo ocurrido, ya me encontraba yendo a buen paso en mi carruaje por el camino de Aldringham. El día era caluroso y el cielo estaba encapotado, y me vi obligado a dejar descansar a mi caballo en más de una ocasión, así que sólo después de un par de horas llegué a los límites de Monks Wood. A medida que me acercaba a la mansión comencé a oír voces y gritos de búsqueda en los bosques que se extendían a mi alrededor.
En la puerta principal de la casa había varios carruajes esperando, en la gravilla, con los caballos enjaezados para una partida inmediata. Los criados iban corriendo entre los vehículos, apilando maletas y bolsas y fardos. Un joven bajo y rubio ataviado con un traje de tweed estaba deambulando junto al carruaje más grande, intentando ordenar la carga. Me miró tímidamente cuando me acerqué, y comenzó a explicarme que los empleados de la funeraria ya se habían ido… Durante un espantoso instante pensé que los enterradores se habían llevado a Nell. Tanto era su nerviosismo que sólo tras varios intentos pude averiguar que era el doctor Rhys y convencerle de que yo no era un médico cirujano, y aún precisé varios minutos más para sonsacarle un resumen de lo que había acaecido durante la noche. Estaba a punto de preguntarle por qué demonios estaban los criados empaquetando en la casa en vez de unirse a la búsqueda cuando vi a Magnus junto a los establos, hablando con un grupo de hombres. Dejé a Godwin Rhys retorciéndose las manos junto al carruaje y acudí con inquietud a reunirme con él.
Cuando me acerqué, Magnus se apartó del grupo: la mayoría eran trabajadores y pequeños granjeros, a algunos de los cuales pude reconocer. Bolton estaba distribuyendo algunas monedas entre ellos y durante un instante mis esperanzas volvieron a cobrar aliento.
—¿Qué se sabe? —grité, olvidándolo todo salvo mi preocupación por Nell—. ¿La han encontrado?
—No, Montague, no la hemos encontrado —dijo fríamente—. En realidad esperaba que usted pudiera darme alguna noticia al respecto…
Bolton me lanzó una mirada. Estaba alejado unos veinte pies… demasiado lejos, confié, para que pudiera oír, pero la expresión de su rostro fue suficiente para saber quién había estado espiándonos desde las sombras.
—No sé nada… —contesté, manteniéndole la mirada lo mejor que pude—. Si no ha aparecido… ¿por qué se va usted?
—Porque mi esposa no está aquí. Creo que se ha ido… premeditadamente… esta mañana temprano. Alguien debe de haber estado esperándola con un cabriolé, o algo parecido… —dijo, lanzando una mirada a mi vehículo—, y se la ha llevado lejos…
—¿Quiere decir que la han visto…?
—No, nadie la ha visto. Pero es la única explicación posible. No está en la mansión… No podría haber ido muy lejos ella sola por el bosque, con la niña… aunque, obviamente, continuaremos con la búsqueda de la niña.
—¿Qué…?
—Es posible, sobre todo si ha huido con un amante —añadió—, que haya abandonado a la niña o que se haya deshecho de ella.
—¡Eso es monstruoso…! —exclamé—. No puede usted creer eso… Ella nunca podría…
—Ya sé, Montague, que mantiene usted excelentes relaciones con mi esposa. Pero dudo que esa confianza alcance a comprender en qué estado se halla su condición mental, que en estos momentos es como mucho… precaria. Así pues, a menos que quiera usted decirme dónde y con quién se ha ido, aquí no hay nada que pueda hacer por mí.
—Magnus, le aseguro que no hay nada… —mis palabras se fueron debilitando ante su mirada—. La seguridad de su esposa es todo lo que importa en estos momentos. Imagine usted que su teoría es equivocada y que se ha perdido en algún lugar de los alrededores: ¿cómo puede usted arriesgarse a abandonarla?
—Creo que es bastante más probable que ella me haya abandonado a mí. Algunos de estos hombres, como le he dicho, continuarán la búsqueda por el bosque durante una hora más… aproximadamente. Yo me quedaré aquí, ante la eventualidad de que pueda regresar; todos los demás partirán hacia Londres dentro de una hora… A propósito: estoy seguro de que estará usted de acuerdo conmigo en que sería del todo inapropiado que continuara siendo mi abogado aquí. Le agradecería que preparara las escrituras, las llaves y el resto de los papeles de Wraxford para que se ocupe de ellos el señor Veitch, de Gray’s Inn, tan pronto como le sea posible. Tenga usted muy buenos días.
Se alejó a grandes zancadas hacia la casa con Bolton, que aún iba sonriendo maliciosamente, arrastrándose tras él.
Pasé aquella noche… o mejor sería decir que sufrí toda aquella noche acosado por visiones de Nell estrangulando a su hija, enterrando el cuerpo en Monks Wood y huyendo con su amante, a quien no pude evitar ponerle el rostro de Edward Ravenscroft. Logré apartar de mí aquellas espantosas imágenes, pero sólo para peor: de pronto tuve la convicción de que Magnus las había asesinado, a ella y a la niña, en un ataque de celos, con la intención de que las sospechas recayeran sobre mí. Estaba convencido de que en cualquier momento vendría la policía a detenerme con una orden de arresto. Pero… ¿y si ella le había abandonado realmente por mí? Aquella débil llamada a la puerta (que yo habría jurado haber oído una docena de veces a lo largo de la noche, aunque no había nadie fuera) podría ser Nell, con Clara en sus brazos… Y así pasé toda la noche, dando vueltas y vueltas en la cama, hasta que caí en un sueño cuyas pesadillas aún fueron peores que mis imaginaciones más siniestras.
El domingo por la mañana supe que la búsqueda se había abandonado alrededor de las tres y media, exactamente a la hora que Magnus me había dicho. Había persuadido a los hombres de la partida, junto al resto de los criados, de que estaba seguro de que la señora Wraxford, angustiada por la repentina muerte de la señora Bryant, había cogido a la niña y se había ido a visitar a unos amigos… olvidando informar de su viaje a los demás. La búsqueda, les aseguró, había sido meramente una medida de precaución. Él mismo se quedaría en la mansión durante un día o dos, por si acaso regresara; el resto de la servidumbre volvería inmediatamente a Londres. No pude encontrar a nadie que hubiera estado en la mansión cuando Magnus les dijo aquello, y, sin embargo, todos me aseguraron —jurando que se lo habían oído a alguien que sí había estado presente— que su comportamiento había sido el propio de un caballero educado que sólo pretende proteger a su esposa. Aldeburgh hervía con los rumores que afirmaban que Eleanor Wraxford había envenenado a la señora Bryant, que había ahogado a su pequeña hijita, que había enterrado el cadáver en Monks Wood y que se había fugado con un amante.
Ante todos los que me encontré, insistí en que todo aquello era una terrible calumnia que se arrojaba injustamente sobre una mujer inocente, y que era posible que esa misma mujer se encontrara en un gravísimo peligro en aquellos momentos, pero mis protestas sólo recibieron como respuesta cejas arqueadas y miradas de complicidad. Si Eleanor Wraxford era inocente, ¿por qué se había abandonado la búsqueda tan pronto? Y si la señora Bryant había muerto por causas naturales, ¿por qué se había trasladado el cuerpo a Londres para efectuarle una autopsia? Mucha gente se preguntaba en voz alta por qué yo no estaba con Magnus en la mansión. (Para él era la simpatía y la comprensión general). A esto, yo únicamente podía responder, aunque con poca convicción, que él prefería estar solo. Ni siquiera me atrevía a preguntar qué rumores corrían sobre mí.
El tiempo continuó encapotado y mortecino, con el barómetro descendiendo lentamente, hasta el lunes por la tarde, cuando se oyó el retumbar de un trueno lejano y un espectáculo de relámpagos iluminó el horizonte del sur; y a continuación, una copiosa lluvia se derramó por el condado. Más adelante supe que las gentes de Chalford habían visto, la noche del domingo anterior, un único fogonazo de un rayo en la parte de Monks Wood, seguido medio minuto después por un débil sonido que podría haber sido un trueno.
El martes y el miércoles transcurrieron anodinamente. No podía afrontar la tarea de empaquetar todos los papeles de Wraxford ni me decidí a ordenar a Joseph que lo hiciera. Le dije a mi socio que creía que me encontraba un poco enfermo, pero aquello no pudo resultar de ningún modo convincente, ya que empleé la mayor parte de mi tiempo vagando de aquí para allá por los alrededores en busca de noticias. Me sentía objeto de la sospecha general, e imaginaba que la gente murmuraba a mis espaldas cuando me alejaba… Pero quedarme en casa era más de lo que yo podía soportar.
El jueves por la mañana me levanté muy tarde (la noche anterior bebí más whisky del que mi cuerpo admitía) y estaba fingiendo que desayunaba cuando mi mayordomo entró en la sala para decirme que el inspector Roper, de Woodbridge, estaba en el recibidor y quería verme.
—Hazle pasar —murmuré, enjugándome el sudor que comenzaba a humedecerme la frente.
Yo conocía un poco al inspector Roper, un hombre de pecho fornido y cincuentón, pero cuando oí sus pesadas zancadas, no pude por menos que levantarme, luchando contra el insensato deseo de huir. Su rostro lúgubre, con el color y la consistencia de un bizcocho, le conferían una inicial impresión de estupidez, hasta que uno se percataba de que sus ojos —pequeños, hundidos, perspicaces— le estaban observando inquisitivamente.
—Le ruego que me perdone, señor, pero su pasante me dijo que estaba usted en casa, así que me tomé la libertad de venir…
—No se preocupe… —dije débilmente—. ¿Desea tomar un poco de té? ¿Qué puedo hacer por usted?
—Gracias, señor, pero ya he tomado el té en la oficina. Y… como usted supondrá, señor, vengo por lo de la mansión…
—Ah… ¿sí? ¿Ha encontrado usted…? ¿Ha sabido algo de la señora Wraxford?
—No, señor. Está visitando a unos amigos: eso es lo que nos han dicho. —El tono de escepticismo era absolutamente evidente—. Si me permite decírselo, señor, no tiene usted muy buen aspecto.
—Me temo que está usted en lo cierto —dije con voz ronca, acomodándome en la silla—. Ese asunto de… ¿no quiere usted sentarse? Ese asunto de la mansión me ha causado una enorme conmoción… La mansión ha tenido una estrecha relación con mi familia desde hace varias generaciones, ¿sabe? —y me interrumpí, consciente de haber dicho exactamente lo que no debía.
—Desde luego, desde luego, señor: y por eso estoy aquí —dijo, tomando asiento—. Verá… hemos recibido un telegrama procedente de la residencia del doctor Wraxford, en Londres. Tenía previsto volver a casa el lunes, pero no volvió; los criados pensaron que se habría quedado un día más, por si la señora Wraxford… Pero como el miércoles por la tarde aún no había llegado, pensaron que sería mejor avisarnos a nosotros para que fuéramos a la mansión y echáramos un vistazo por allí… Lo hicimos, pero mi ayudante encontró la casa cerrada, sin rastro de nadie, y no había caballos tampoco. Así que fuimos a preguntar a Pettingshill, donde se alquilan caballos, para ver cuándo devolvió el doctor Wraxford la montura.
—¿Y lo hizo?
—Eso es lo extraño, señor. El caballo regresó perfectamente. El mozo de las cuadras lo encontró en la puerta el lunes por la mañana (fuera, ya me entiende), con la silla puesta todavía, con las riendas atadas al pomo, y con una guinea en la alforja. Así que Pettingshill imaginó que el doctor había cogido un tren muy de mañana y no pensó más en ello. Pero el doctor no cogió ningún tren. Al doctor Wraxford no se le ha visto desde el sábado, cuando se quedó en la mansión mientras todos los demás regresaban a Londres.
—Ya… bueno… lo entiendo. ¿Tiene usted alguna teoría, inspector? ¿Sabe usted qué ha podido ocurrirle?
—En ese punto, señor, es donde espero que usted pueda ayudarme —mi corazón dio una sacudida terrible—, puesto que es usted el abogado de la propiedad… y amigo de la familia… y en fin…
Sus pequeños ojos parpadearon como los de un lagarto. Aunque me encogí ante aquella insinuación (real o imaginaria, no podría asegurarlo), de repente mi mente comenzó a funcionar a toda velocidad.
—No sé nada. Me temo… que ha sido Bolton… el criado del doctor Wraxford… ¿Bolton le ha sugerido que me visite?
—Bueno… no, señor… He venido por propia iniciativa. Ya sabe, señor… yo creo que deberíamos echar un vistazo dentro de la mansión, sólo por si acaso… Pero es una propiedad privada y… en fin, suponiendo que el doctor Wraxford estuviera aún allí, no comprendería que la policía irrumpiera… ¿entiende lo que le quiero decir? De modo que quisiera saber si usted tiene un juego de llaves…
—Lo tengo, efectivamente, en la oficina… ¿Quiere que vaya a la mansión y… compruebe que todo está bien?
Mientras hablaba, oí el eco de mis propias palabras, las mismas que le había dicho a Drayton aquella noche lluviosa… hacía ya una eternidad. Pero el instinto me apremió para aferrarme a la posibilidad de investigar la mansión solo. Era una posibilidad remota, pero podría proporcionarme alguna pista que me condujera hasta Nell.
—Bueno, sí… Eso sería de gran ayuda, desde luego. ¿Necesita que le acompañe?
Comprendí entonces que Roper no albergaba ninguna sospecha sobre mí.
—No creo que sea necesario, inspector; estoy seguro de que tiene muchas otras cosas que hacer. A menos que crea usted que debería venir conmigo, naturalmente…
—Tengo muchísimo trabajo, señor, eso es verdad. Y debería coger el próximo tren de regreso a Woodbridge…
—Entonces, iré solo… El aire fresco me sentará bien. Si encontrara cualquier cosa… rara… iría directamente a Woodbridge y se lo diría. En cualquier caso, le enviaré un telegrama en cuanto regrese a Aldeburgh.
—Muy bien, señor. Muchas gracias. Le estoy muy agradecido.
Ya era después del mediodía cuando salí. Las nubes bajas que se arremolinaban sobre los campos, aún húmedos tras la lluvia nocturna, y un viento helado que soplaba desde el mar, todo me recordaba aquel viaje que hice con Drayton hasta la mansión. También era muy consciente de que mi situación, en el mejor de los casos, era bastante precaria. Si Magnus le hubiera dicho a Bolton, o en realidad al doctor Rhys, que había prescindido de mí… Yo no había recibido nada por escrito, pero de todos modos aquello habría resultado sorprendente.
El sábado, con la entrada de la mansión atestada de carruajes, yo había estado demasiado agitado por mi encuentro con Magnus para pensar en nada que no fuera Nell, y había pensado muy poco en la siniestra historia de la mansión. Pero ahora aquellos temores de la infancia regresaron teñidos de verdad. ¡De bien poco me servía intentar convencerme de que vivíamos en la era de la máquina de vapor y del telégrafo eléctrico, y que la ciencia había conseguido desterrar aquellos terrores! ¡En esos bosques, bien podía haber estado a mil millas de la civilización!
La puerta principal estaba candada por dentro, pero encontré una puerta más pequeña cerca del banco de piedra en el que estuve sentado con Nell, por la cual accedí a una parte desconocida de la casa. Cogí un cabo de vela de un quinqué ennegrecido y avancé en la penumbra hasta el gran vestíbulo y subí las escaleras hasta el rellano, donde permanecí escuchando el silencio.
El estudio estaba cerrado, pero no desde el interior. La cama portátil de Cornelius y el aguamanil habían desaparecido; había una silla de piel junto al escritorio. Había también un buen número de libros en las estanterías, pero no quedaba nada en la mesa de escritorio, sólo aquel olor a humedad y amoniaco de libros que no se han utilizado durante muchos inviernos. El único signo que indicaba que alguien había estado allí recientemente era un gabán que colgaba de una percha situada detrás de la puerta que yo había abierto; reconocí inmediatamente aquella prenda: era de Magnus.
En el bolsillo de la derecha había un paquete rectangular, lacrado con el sello del fénix de Magnus y dirigido, con su caligrafía, al señor Jabez Veitch, del despacho de Veitch, Oldcastle & Veitch, en Gray’s Inn Square, Holborn. Mientras permanecía allí, intentando averiguar cuál era el contenido del paquete (me pareció pequeño, como un libro en octavo), se me ocurrió que aquello podía ser una nota de Magnus que advertiría al señor Veitch de que había prescindido de mí como abogado. Me guardé el paquete y volví el resto de los bolsillos del gabán de Magnus, en los cuales encontré un cortaplumas, un par de guantes de montar y un monedero con cuatro soberanos.
Por supuesto, puede que Magnus simplemente hubiera olvidado su gabán…
Seguí mi camino hasta la biblioteca, donde vi algo que parecía una gigantesca rueca de hilandera, con media docena de discos de vidrio, una manivela y cables que se dirigían, pasando bajo la puerta, hacia la galería. La puerta estaba cerrada, pero desde el exterior en esta ocasión. Giré la llave y entré.
En medio de la galería había una pequeña mesa redonda, volcada en el suelo, con varias sillas dispersas alrededor, dos de ellas tiradas. La tumba de sir Henry Wraxford parecía una piedra en la garganta de la gran chimenea. Los cables de la máquina que había en la biblioteca pasaban junto a mis pies y se unían a otros que conectaban la armadura con los pararrayos. Entonces fui consciente, por debajo de los olores a madera vieja y a tapices mohosos, de la presencia de un olor débil, frío y acre… a quemado.
La armadura estaba cerrada. Cuando me acerqué, con cada poro de mi piel incitándome a darme la vuelta y a huir, vi, en el lugar donde la hoja de la espada se introducía en la peana, una daga oxidada metida en la ranura, trabando e impidiendo que funcionara el mecanismo. Prendido entre las láminas de la armadura había un trozo de tela gris que podría haberse desgarrado del dobladillo de un vestido femenino… como el que Nell llevaba aquella tarde, una semana antes. El tejido estaba carbonizado en el borde en el que se introducía en la armadura.
Me quedé petrificado, recordando la historia que se contaba en Chalford, sobre aquel único fogonazo brillante, que iluminó los cielos sobre los bosques de Monks Wood el domingo por la noche, y observando la tela desgarrada hasta que me di cuenta de que el vestido se había enganchado desde el exterior. En las sombras, tras la armadura, había en el suelo una pistola pequeña adornada con piedras preciosas, como las que utilizan algunas mujeres.
La lluvia tintineaba sobre los cristales de las ventanas superiores. Metí la pistola en el bolso y quise arrancar la daga; y entonces, estremeciéndome, como si estuviera cogiendo con las manos una serpiente, accioné la empuñadura de la espada.
Una cosa gris y deforme se abalanzó hacia mí… Algo me golpeó en los pies y se elevó en torno a mí, envolviéndome en una nube áspera y gris, llenándome la boca y la nariz con un arenoso gusto de cenizas. Tenía cenizas en el pelo y en la ropa, y cuando la nube de ceniza se asentó, vi que mis pies estaban rodeados de fragmentos y astillas de huesos grisáceos. Lanzando débiles destellos, entre aquellos restos había varias diminutas láminas de oro… una de ellas aún estaba unida a los restos de un diente… y la masa deforme de un anillo con su sello, ennegrecido y retorcido, pero aún reconocible, fundido con la forma cilíndrica y quebrada de un hueso.
No recuerdo haber pensado: «Esto lo ha hecho Nell». Ya no sentí temor. No sentí nada en absoluto. Regresé aturdido hacia la biblioteca y el estudio, y luego bajé la gran escalinata hasta la puerta principal; la abrí y quité los pestillos, y abandoné la casa.
La lluvia prácticamente había cesado. Mi caballo esperaba pacientemente, con la cabeza inclinada, olisqueando la hierba. La perspectiva de enfrentarme a Roper me resultó insoportable; sólo quería ir a casa y acurrucarme junto a la chimenea hasta que llegara la hora de irme a dormir… para no despertarme jamás. Busqué en el interior de los bolsillos de mi gabán y saqué la pistola… Era una derringer[51], que no tenía más de una cuarta de largo, con un tambor único… «Pero es suficiente. Esto serviría…». Retiré el percutor, levanté el arma, aún sin ser plenamente consciente de lo que hacía, y presioné el frío cañón contra mi sien, preguntándome con una especie de indiferente curiosidad qué sensación se tendría al… El movimiento me hizo darme cuenta de que algo me estaba presionando el pecho; era una esquina del paquete que había metido en el bolsillo interior de mi gabán.
Aquella inconsciencia volvió a inundarme; bajé la pistola, creyéndola desamartillada, pero mi mano era presa de espasmos y temblores. La pistola saltó como si tuviera vida propia, y un borbotón de agua y barro salpicó mis pies; mi caballo echó hacia atrás la cabeza asustado cuando el estallido retumbó en múltiples ecos por toda la explanada.
Temblando más que nunca, guardé el arma y saqué el envoltorio de papeles. Iban dirigidos al señor Jabez Veitch… pero ¿y si Magnus le había dicho por qué había decidido prescindir de mis servicios? Di un paso atrás, para refugiarme en el pórtico de la mansión… y rompí el sello.
En el interior había un pequeño cuaderno azul y una carta manuscrita de Magnus. La última parte estaba manchada y emborronada con tinta.
Wraxford Hall 30 de septiembre de 1868
Estimado Veitch:
Estoy solo en la mansión: los criados se han ido hace una hora. Sabrá usted de la desaparición de mi esposa antes incluso de que esta carta llegue a sus manos. Me temo que ha cometido un terrible crimen —quizá varios— y debo pensar bien qué debo hacer.
He encontrado este diario en la habitación de mi esposa tras haber forzado la puerta esta mañana. Creo que es la prueba de que había perdido completamente el juicio, como comprobará usted por su terrible animadversión contra mí, que con tanto empeño me he esforzado en que no acabara en un manicomio. Confieso que convertí el dinero de la señora Bryant en diamantes, con la esperanza de recuperar el amor de Eleanor… y acabo de descubrir que los diamantes no están en el cajón donde los dejé la pasada noche. Y como supe ayer mismo, mi esposa ha entablado una relación clandestina con John Montague, en quien yo confiaba sin reservas, como usted bien sabe. He prescindido de sus servicios al punto cuando ha tenido la desfachatez de presentarse aquí esta tarde; debería usted recibir todos los documentos, etc., esta semana, y él se los debería enviar, a menos que ya haya huido con ella.
Yo no sé si Montague ha sido partícipe en el robo o en la muerte de la señora Bryant —en la cual sospecho que mi mujer tuvo mucho que ver—, pero me temo que mi pobre hijita también esté muerta.
Creo que hay alguien en el piso de arriba…
Debo concluir deprisa… Acabo de ver a una mujer en el rellano superior. La luz no era buena pero estoy seguro de que era mi esposa… Tenía una pistola en la mano. Pensé que quería dispararme, pero ha desaparecido en la oscuridad.
Apenas queda luz. Esconderé este paquete y después intentaré encontrarla… Quizá pueda hacerla entrar en razón. Atentamente,
M. W.
La oscuridad iba cayendo a medida que me acercaba a Woodbridge, y era tal el estado de mi mente que ni siquiera pensé en esconder el paquete o quemarlo: aún lo llevaba en el bolsillo cuando subía los escalones de la oficina de la policía como el hombre que sube al patíbulo. Roper aún estaba en su despacho y me recibió con absoluta cordialidad; era evidente que ni siquiera se le había ocurrido dudar de mi historia. Le dejé allí las llaves y la pistola (que se había disparado cuando me caí al salir de la casa, le dije) y sólo veinte minutos más tarde me hallaba acomodado en una habitación del Woodbridge Arms. Allí leí y releí el diario de Nell, hasta que caí finalmente en un sueño tóxico y alucinatorio, en el que caminaba una y otra vez hacia la armadura, sabiendo qué era lo que iba a ocurrir pero incapaz de detenerme ante el mecanismo. Hasta la mañana siguiente, cuando me encontraba sentado y aturdido observando desde la ventana las aguas grises que corrían junto al molino[52], no se me ocurrió que las cenizas de la armadura pudieran ser de Nell. La carta de Magnus podría haber sido urdida para implicarnos a ambos; podría ser incluso completamente cierta, excepto en el detalle de que en la persecución que tuvo lugar inmediatamente después hubiera sido Nell, y no Magnus, quien hubiera muerto.
Mi deber era evidente: entregar la carta y el diario inmediatamente. No era demasiado tarde para intentar convencer al inspector de que estaba tan conmocionado que lo había olvidado; podía incluso intentar convencerlo de que había roto el lacre del paquete por mi nerviosismo… Pero nadie me creería, y si intentaba persuadir a Roper de que las cenizas eran de Nell, sólo conseguiría tensar la soga alrededor de mi cuello.
De regreso a Aldeburgh, esperé a que se iniciara la investigación judicial —que se retrasó algunos días para permitir que vinieran algunos expertos de Londres y examinaran la escena del crimen— como si fuera mi propio juicio por asesinato. Era obligatorio que llamaran a Bolton, y sus palabras probablemente serían irrefutables. Yo sabía que debería haber quemado la carta y el diario, pero cada vez que cogía las cerillas me imaginaba a los policías abalanzándose sobre mí… Luego me animaba y me decía mil veces que iría a confesarle todo a Roper… Pero al final, como un hombre atrapado en una pesadilla, era incapaz de hacer nada, salvo caminar incansablemente arriba y abajo en el estudio de mi casa —sin atreverme a afrontar el trabajo de la oficina— mientras las fauces del cepo se cerraban inexorablemente sobre mí.
Y en esto estaba ocupado el día anterior a que comenzara la investigación en Woodbridge cuando mi mayordomo llamó para decirme que un tal señor Bolton preguntaba por mí y quería verme.
—Llévalo al salón —le dije, y durante los siguientes minutos luché en vano para presentarme ante él manteniendo la compostura.
Cuando entré, él estaba sentado en el sofá. Su indumentaria era una imitación de la que habitualmente llevaba Magnus: traje negro, pañuelo blanco, chistera y guantes; la expresión de su rostro, pálido y carnoso, era perfectamente educada y respetuosa, y aunque se levantó e hizo una reverencia en cuanto aparecí, era evidente quién era el dueño de la situación.
—Ha sido muy amable por su parte querer recibirme, señor Montague. He venido… por la investigación.
—Ah… sí… —dije, tragando saliva—. Esta… la muerte de tu señor me causó un gran pesar… como supongo que os ha ocurrido a todos vosotros.
—Desde luego, señor. Usted comprenderá que en estos momentos nos estamos preguntando qué será de nosotros… De hecho, si me permite la libertad de comentarle una cosa… ¿no sabrá usted por casualidad si el señor dejó alguna providencia para mí?
—Me temo que no —contesté—. Su testamento está en poder del señor Veitch, en Londres. Además, como comprenderá, por supuesto, no se puede hacer nada hasta que el médico forense no presente sus hallazgos.
—Oh, lo comprendo perfectamente, señor.
Se hizo entonces un silencio en el que Bolton pareció calcular sus posibilidades. Aunque la habitación estaba helada, pude sentir el sudor resbalando por mi frente.
—Y… ¿hay algo más que pueda hacer por usted? —pregunté.
—Bueno, sí, señor… En realidad, creo que sí… Verá, señor… no es que no fuera feliz estando al servicio del doctor Wraxford, pero mi ambición reside en el mundo de la fotografía. Me gustaría comenzar a instalarme por mi cuenta… Pero, por supuesto, necesito un capital, y se me ha ocurrido, señor… que siendo usted tan allegado a la familia… que usted podría intentar que se me adelantara un préstamo…
—Ya. Comprendo. Y… ¿cuánto dinero cree usted que necesitaría? —añadí con demasiada precipitación.
—Doscientas cincuenta libras, señor. Con ese dinero podría establecerme maravillosamente.
—Ya. Y… ¿cuándo lo devolvería?
—Bueno, eso es difícil de decir… Tal vez usted y yo podríamos llegar a un acuerdo informal… Le estaría enormemente agradecido…
—Muy bien —dije, limpiándome el sudor.
—Gracias, señor. Le quedo muy agradecido. Y, señor, ¿no sería posible que me pudiera hacer el favor de extenderme usted el cheque hoy…?
El tono amenazante era inconfundible.
—Muy bien —repetí, intentando evitar su malintencionada mirada—. Si vuelve por aquí a las tres… Yo estaré fuera, pero aquí tendrá usted el cheque y se lo entregarán.
—Muchas gracias de nuevo, señor. No se arrepentirá, se lo aseguro. No es necesario que llame al mayordomo, señor: ya sé dónde está la salida…
Mi estado de nervios durante la investigación judicial apenas puede imaginarse. Fui uno de los primeros en ser llamado para declarar ante el médico forense —un caballero rubicundo de Ipswich que respondía al nombre de Bright— y pensé que mis rodillas se doblarían antes de que me tomaran juramento. Pero, como ocurrió con Roper, mi apariencia demacrada y macilenta causó más compasión que sospecha, y sólo estuve unos minutos en el estrado.
Lo siguiente fue la cuestión de la identificación. El anillo carbonizado fue identificado por Bolton (quien hábilmente evitó mirarme). Él también confirmó que Magnus había tenido cinco dientes empastados en oro. El distinguido patólogo sir Douglas Keir testificó, basándose en los fragmentos más grandes, que los restos pertenecían a un hombre, probablemente más alto de lo normal, en la plenitud de la vida. Aparte de ulteriores consideraciones, en su opinión los restos mortales de aquel hombre eran el resultado del extremo calor al que fue sometido el cuerpo, suficiente para reducir los huesos, la carne y los tejidos blandos a un fino polvo de cenizas. Y por lo que se refiere a la cuestión de si un rayo podría haber infligido ese daño, el doctor Douglas Keir no se consideraba cualificado para certificar ese extremo.
El profesor Ernest Dingwall, el señor John Barrett (miembro de la Royal Society) y el doctor Francis Iremonger fueron llamados a testificar sobre este punto. Los efectos de un rayo sobre las personas variaban considerablemente (y parecía que no había precedentes en el modo de morir de Magnus). Algunos sujetos golpeados por un rayo habían sobrevivido, con quemaduras de distintos grados; en un caso, un hombre quedó inconsciente y cuando se recuperó, se alejó del lugar sin el menor recuerdo de que le hubiera caído un rayo. Otros habían muerto inmediatamente; el cráneo de una víctima había quedado reducido a mínimos fragmentos, sin aparentes daños en la piel. Nadie podía citar nada parecido a la aniquilación absoluta que había sufrido el doctor Wraxford, pero el señor Barrett ofreció su opinión particular, según la cual la fuerza de un rayo podría haberse concentrado por la armadura. El doctor Iremonger se mostró diametralmente opuesto a esa opinión, y afirmó que la armadura en realidad podría haber actuado como una «jaula de Faraday[53]»; esto es, toda la fuerza del impacto del rayo recorrería el exterior de la armadura, dejando a la persona que estuviera en su interior absolutamente ilesa.
El doctor forense, con una buena dosis de sarcasmo, preguntó si al ilustre caballero le importaría probar el experimento en su propia persona. El ilustre caballero confesó que no tenía intención de probarlo.
Se hizo evidente desde aquel momento en adelante, que el forense había decidido que Nell Wraxford era culpable. En su informe elevado al jurado, observó que «el rayo sobre la mansión fue una mera casualidad, y que era mucho más probable que si Magnus Wraxford no estaba ya muerto cuando su asesina le obligó a entrar en la armadura a punta de pistola (el solo testimonio del señor Montague me parece decisivo en este punto, aunque, desde luego, ustedes pueden tener sus propias opiniones), si, como digo, Magnus Wraxford no estaba ya muerto, se le dejó allí para que se muriera. Consideren ustedes, señores del jurado, que trabar el mecanismo de la armadura fue un acto tan culpable de asesinato como si le hubiera disparado y lo hubiera matado, e incluso bastante más cruel».
—Además —continuó—, una niña pequeña ha desaparecido en circunstancias que sólo pueden apuntar a la culpabilidad de la madre. ¿Por qué querría la señora Wraxford que nadie se acercara a su hija? Ustedes, caballeros, pueden concluir naturalmente que su insistencia en ocuparse personalmente de su hija es ya una prueba de cierta incapacidad mental. También tienen ustedes el testimonio del doctor Rhys, según el cual la señora se encontraba extremadamente nerviosa la noche de la muerte de la señora Bryant, y el curioso hecho de que ella fuera la única persona, según la declaración del doctor, que no se levantó tras los gritos mortales de la dama, los cuales pudieron escucharse a doscientas yardas de distancia. Ustedes saben también que la policía encontró una nota arrugada en el suelo de la habitación de la señora Bryant: una nota que la invitaba a acudir a la galería a medianoche. Y fue allí donde murió, y en aquel preciso momento. La caligrafía parece la de la señora Wraxford. Por supuesto, no estoy sugiriendo que se investigue esta muerte, pero de todos modos, es un indicativo sugerente de la peligrosa predisposición hacia la violencia por parte de la señora Wraxford.
»Y resta aún la cuestión de la gargantilla de diamantes… Ustedes saben, por el doctor Rhys, que la señora Wraxford parecía estar profundamente distanciada del finado. Y saben, por los representantes legales de la empresa de Bond Street que confeccionó la gargantilla, que el finado compró este extravagante regalo para su esposa por una suma de diez mil libras… lo cual sugiere la imagen de un esposo enamorado, incluso un marido hechizado por su esposa que está dispuesto a cometer las más raras extravagancias con tal de recuperar el favor de su mujer. Saben ustedes que el estuche de la gargantilla, vacío, lo encontró la policía debajo del entarimado de la habitación de la señora Wraxford. La gargantilla no se ha encontrado en parte ninguna».
Añadió muchos más detalles en este mismo sentido. Después de una breve deliberación, el jurado pronunció un veredicto de asesinato premeditado por una o varias personas, y se ordenó una orden inmediata de arresto contra Eleanor Wraxford.
La autopsia del cadáver de la señora Bryant reveló que llevaba muchos años sufriendo un mal coronario, ya muy avanzado, y que había muerto a causa de un paro cardiaco, probablemente como resultado de un sobresalto severo. Pero la familia no se dio por satisfecha; el hijo, que se hallaba un tanto distanciado de la dama, se convirtió ahora en un defensor a ultranza de su madre. Después comenzaron a correr numerosos rumores por Londres: decían que el doctor Rhys y los Wraxford habían conspirado para asesinarla… y añadían que Eleanor Wraxford se había deshecho después de su esposo y de su hija, y había huido con los diamantes.
Magnus Wraxford, en un testamento datado algunos meses antes de su muerte, había dejado todas sus propiedades a su prima Augusta Wraxford, una solterona cuarenta años mayor que él, y no dejó provisión alguna para Nell o para Clara, ni para ninguno de sus criados. El señor Veitch me escribió en los términos más cordiales para asegurarse de que Magnus no había firmado ningún testamento posterior en mi oficina. Las propiedades, en todo caso, no eran más que deudas: los objetos y muebles que había en la casa de Munster Square fueron vendidos para enjugarlas; y respecto a los criados, todos (excepto Bolton, de quien no volví a saber jamás) fueron despedidos y tuvieron que buscarse otros empleos. El legado para Augusta Wraxford —que, como pude saber más adelante, había alimentado durante largos años un resentimiento contra sus familiares varones precisamente por haber traído la ruina a las propiedades de la familia— parecía un gesto de malicia sarcástica.
Yo continué actuando como abogado de la propiedad, en parte para evitar lo que alguien pudiera descubrir, y en parte con la vana esperanza de saber algo de Nell. Augusta Wraxford —una dama anciana, iracunda y con puntos de vista decididamente excéntricos— vino a verme tan pronto como se hizo efectivo el testamento de Magnus y me dio las órdenes precisas para localizar a su pariente femenina más cercana. Y así fue como comenzó el largo y fatigoso proceso para reconstruir y comprobar un árbol genealógico, en el curso del cual descubrí que Nell había sido una pariente lejana del propio Magnus, aunque ninguno de los dos parecían saberlo, lo cual favorecía que la tragedia pareciera aún más siniestra. Y aunque Augusta Wraxford ansiaba convertirse en la dama de la mansión, no pudo conseguir el dinero para convertirla en un lugar habitable; todo lo que pudo hacer fue reducir un poco la inmensa deuda. Pero tampoco quiso venderla, y por esa razón la mansión volvió a cerrarse y se abandonó a una larga decadencia.
Aquí concluye mi confesión. Me ha atormentado día y noche, y no sé a ciencia cierta qué creer. Cuando recuerdo el rostro de Nell, no puedo imaginarla como una asesina. Pero, entonces, pienso en las pruebas y de nuevo me veo enfrentado a aquello que yo sé que es el veredicto de la gente: que, finalmente, ella también me traicionó a mí, y me convirtió, usando mi propia locura y mi amor por ella, en cómplice de asesinato.