cuando salimos de la habitación oímos un tremendo alboroto que procedía del Gran Salón.

Nos asomamos los tres a la entrada.

—Ah —exclamó Espectrini, que parecía haberse convertido nuevamente en el centro de atención—, ¡ahí está esa chica insolente e infortunada! ¡Son todo calumnias y mentiras, y presentaré contra ustedes una demanda millonaria!

Silvestre daba saltitos esgrimiendo la fotografía.

—¡Es un impostor! ¡Mirad! ¡Es amigo de los fantasmas! ¡Pero no son fantasmas de verdad! ¡Son empleados suyos!

Pantalín le prestó atención al fin y miró la fotografía, rascándose la cabeza, mientras que Mentolina permanecía aturdida y confusa, sin saber si debía echar a Espectrini y obligarlo a retirarse con el rabo entre las piernas.

Varios criados que lo habían oído todo y empezaban a captar lo que pasaba lanzaban a Espectrini furiosas miradas.

—¡Nunca se librarán de sus fantasmas! ¡No sin mi ayuda! —gritó él, colérico—. ¡Pandilla de ingratos!

—Yo creía que no teníamos ningún fantasma —dijo Pantalín, todavía manipulando su artilugio—. ¿O sí los hay?

Silvestre volvió a señalarle a Espectrini con el dedo.

—¡Los fantasmas son empleados suyos!

—En todo caso, mi querido muchacho, me parece que ya lo tengo. El opuesto de un fantasma. Verás, tú me habrías venido a las mil maravillas, pero ya sabemos lo que opina tu madre al respecto. Y tampoco me permitirías tocarle un pelo a tu mono. De modo que he pensado, bueno, ¿qué hace ese mono todo el día sino andar por ahí dando vueltas? Como una peonza.

Así pues, el opuesto de un fantasma es una peonza. Bien sencillo, si te paras a pensarlo.

Dicho esto, metió una peonza de madera en la cápsula sensora y pulsó el interruptor. El aparato cobró vida en el acto.

Por desgracia, nadie pudo contemplar su triunfo porque el follón había alcanzado entre tanto proporciones monumentales.

—¡Todos ustedes morirán! —mascullaba Espectrini desdeñoso, escupiendo las palabras entre sus incisivos y sus molares—. ¡Y les estará bien merecido! ¡Muertos de pavor por los fantasmas!

Justo en ese momento noté un olorcillo a harina y vi al Monje Loco y a la Dama Blanca, que pasaban por nuestro lado y se deslizaban flotando hacia el interior del salón.

Solsticio, veloz como un rayo, le puso la zancadilla al Monje y yo me lancé sobre la Dama Blanca, agarrando con el pico el borde de su túnica y dejando al descubierto sus patines.

Pero lo más curioso era lo que venían gritando.

—¡Fantasmas! —decían—. ¡Fantasmas!

Se abalanzaron sobre Espectrini y se aferraron con las uñas a sus pantalones de montar.

—¡Fantasmas! —aullaban—. ¡Fantasmas!

—¿Qué es esto? —exclamó Pantalín.

—¿Paparruchas? ¿Tontadas? —añadió Mentolina con tono intimidante.

Espectrini la emprendió a patadas con sus empleados.

—¡No hay fantasmas, idiotas! ¡Vosotros sois los fantasmas!

Pero ellos ni paraban de gritar ni se separaban de él. Solsticio levantó la voz.

—¿Está completamente seguro, capitán Espectrini?

Todos se volvieron. Entonces nos hicimos a un lado y una alta figura blanca bajó las escaleras flotando y entró en el salón. Era transparente y llevaba un sombrero de copa en la cabeza.

Espectrini pareció inquietarse, pero enseguida se recobró.

—No van a asustarme con este truco —dijo—. No es más que su mayordomo embadurnado de harina.

—¿Ah, sí? —dijo Solsticio—. Bueno, para empezar, Fermín está allí. —Lo señaló con el dedo y Fermín hizo una reverencia—. Y para continuar, Fermín no es transparente. Y lo más importante de todo: Fermín es incapaz de hacer esto…

Solsticio le dio la señal a la aparición, que sonrió ampliamente, alzó los brazos y se quitó la cabeza de los hombros. Luego flotó lentamente hacia Espectrini, sujetando ante sí su propia cabeza y rechinando los dientes de un modo espantoso.

Cuando ya solo estaba a unos centímetros de él, el fantasma de Lord Arthur Berbitude de la Fachada Otramano juntó los labios y dijo:

¡Buuu!

Y ahí nos despedimos de Espectrini y sus cómplices, porque en el acto pusieron pies en polvorosa. O en «harinosa» habría que decir, ya que dejaron una estela de polvillo blanco mientras salían disparados del castillo.

Todos observaron boquiabiertos cómo volvía el fantasma a ponerse la cabeza y se retiraba flotando hacia el Ala Sur.

Al pasar junto a Solsticio esta se agachó graciosamente, con una reverencia digna de una duquesa.

—Gracias, Arthur —dijo.

El antiguo Lord Otramano le guiñó un ojo.

—Ha sido un placer —respondió con tono espectral.

—¡Vaya por Dios! —dijo Pantalín, sujetando el artilugio, que se había puesto a zumbar y a arrastrarlo directamente hacia su fantasmagórico antepasado—. ¡El maldito trasto funciona! ¡Uno de mis inventos funciona de verdad!

Mentolina le dio un beso.

—Ya sabía yo que había algo extraño en ese tal Espectrini —le susurró con un tonillo poco convincente. Pero Pantalín estaba demasiado contento para detenerse en menudencias.

Entonces Colegui asomó la cabeza desde la barandilla de la segunda planta, farfullando y chillando como… pues como un mono, y todo el mundo —salvo yo— se alegró al verlo recuperado y en plena forma.

Miré a Solsticio, maravillado. Incluso yo, el noble y valeroso cuervo, me había echado a temblar ante la sola idea de volver a aquella habitación que habíamos visto en el Ala Sur para llamar a su dueño y pedirle ayuda.

Pero Solsticio… es una chica increíble.

Me subí a su hombro de un salto.

—Bueno, Edgar —me dijo, plantando un leve beso en la punta de mi pico—, quizá todavía seamos pobres de solemnidad, pero siempre nos tendremos el uno al otro.

¡Urk! —grité, con mi corazoncito henchido de orgullo—. ¡Urk!

—Por cierto, tienes el pico más recto que ninguno de los cuervos que he visto en mi vida.

¡Urk!