hay momentos en la carrera de un cuervo en los que uno se pregunta de qué sirve todo, para qué se molesta, a quién narices le importa, etcétera, etcétera, y aquel era para mí uno de esos momentos. Porque cuando creía que había logrado atraer por fin la atención de Solsticio y que podía contar con su ayuda, me di cuenta de que había vuelto a perderla de nuevo.

—Sí —dijo—. Grito. Muy interesante. Bueno, volvamos al trabajo.

¿Ark-Ark? —grazné, desconcertado. Solsticio se encaminó a su habitación y yo no tuve más remedio que seguirla.

¡Raaark! —traté de insistir, pero ni por esas.

—Bueno, no deja de ser interesante que padre haya inventado una cosa que parece haber funcionado, lo reconozco, pero yo tengo otras cosas que hacer. Y además, estamos hablando de una frase, solo una. Quizás ha salido bien por pura chamba.

¿Chamba?

Fumando Blanco Mono Vestido Pipa Idiota.

La probabilidad de que hubiera acertado de chiripa era incluso más baja que la probabilidad de que Pantalín hubiera inventado un cacharro que funcionase. Hasta el humano más lerdo podía darse cuenta de que bastaba con reordenar las palabras para que dieran: mono idiota, vestido blanco, fumando pipa.

¿Qué más pruebas se requerían?

Pero Solsticio no estaba convencida.

—¿Qué hay de todas las demás cosas que ha dicho la máquina? —preguntó—. ¿Qué hay de «Redondeando ruido globo salchicha fruta caja», o de «Después pez hablar plomada pan pingüino»? ¿Eh? ¿Cuándo vamos a ver cómo se hacen realidad?

Tenía parte de razón.

Dobló un recodo, irritada. Ya llegaba a su habitación, cuando Silvestre salió de la suya arrastrando los pies. Se le veía más abatido que nunca.

—¿Has visto a mi mono? —dijo sin muchas esperanzas.

—No, lo siento —contestó Solsticio—. Bueno, ha llegado la hora de seguir adelante con mi plan. Lo he llamado «La trampa del lobo» y es alucinante. Lo que sucederá…

¡Juark! —chillé, esta vez con tanta fuerza que Solsticio se detuvo en seco. Si ella no estaba interesada en descubrir los más profundos misterios de aquella historia de chalados y de chamba increíble, la única esperanza que me quedaba era su hermano. Le arranqué el papel de las manos y se lo puse a Silvestre en la cabeza.

—¡Eh, Edgar! ¡Deja ya de dar lata!

—Creo que pretende que lo leas —le dijo Solsticio—. Al parecer, es posible que padre haya inventado una cosa que funciona…

Silvestre leyó la nota.

Volvió a leerla.

La leyó otra vez.

Y después casi gritó.

—Está hablando de Colegui, ¿no?

«Chico listo —pensé—. Lento, es verdad, pero al final lo consigue».

—Sí, pero yo no tengo tiempo que perder —suspiró Solsticio—. Si hemos de librarnos de Brandish, hay MUCHO que hacer aún.

Silvestre reflexionó un minuto, como si estuviera tratando de decidirse. Abrió la boca y volvió a cerrarla un par de veces.

Al fin, dijo en voz baja:

—¿No crees que deberíamos decírselo a padre? Aproveché para subirme por las paredes, tan desquiciado me tenían ya los dos. Perdí algunas plumas en el proceso y poco me faltó para astillarme el pico en el techo.

Solsticio suspiró profundamente.

—¡Suspiro! —dijo, mirando a Silvestre—. Vale. Si tú crees que es tan importante, inténtalo: intenta explicárselo. Personalmente, acabo de subir al laboratorio y no he sido muy bien recibida, al contrario, así que voy a mantenerme al margen una temporada. Y alguien ha de dedicarse a poner en evidencia a esa fiera peluda de Brandish. ¡Bien! Dividamos nuestras fuerzas, aunque solo sea para tener a Edgar contento.

¡Por favor! ¿Para tenerme contento a mí? Y yo que creía que trataba de salvar al castillo… Y a todos sus ocupantes.

¡Una vez más!

—Bueno —dijo Solsticio—, necesito un destornillador, un martillo, un buen rollo de cuerda. Y esa pierna de cordero.

Y se largó sin más, tarareando alegremente una lúgubre melodía.