Ulises se había comprometido a evitar la muerte de todos los troyanos que no ofrecieran ninguna resistencia; pero, además de respetar la mansión de Antenor, en la puerta de la cual había dibujado con tiza el dibujo de una piel de leopardo, sus compañeros entraron silenciosamente en todas las otras casas y mataron a sus ocupantes mientras dormían. Las tropas de Agamenón siguieron el ejemplo. Hécuba y su hija se escaparon hacia un laurel sagrado que había junto al altar de Zeus todopoderoso. Ella asía con fuerza el brazo del viejo Príamo para evitar que luchara. Sólo cuando Neoptólemo llegó corriendo y mató a su hijo pequeño, salpicando el altar con la sangre, Príamo pudo escapar y coger una lanza. Neoptólemo le atravesó con la suya y arrastró su cuerpo sin cabeza hacia la tumba de Aquiles, donde le dejó sin enterrar, para que se pudriera.
El príncipe Deifobo, que era magnífico con la espada, luchó por su vida, contra Ulises y Menelao, en las escaleras de su palacio, y habría matado a ambos si Helena no hubiera descendido silenciosamente y hubiera apuñalado a su odiado nuevo marido entre los hombros. Menelao, con la intención de cortarle el cuello a Helena, se dio cuenta de que ella todavía le amaba y, envainando su espada, la llevó indemne de vuelta a las naves.
Casandra se quedó en el templo de Atenea abrazando la réplica de madera del Paladio robado. El pequeño Áyax la cogió por el pelo, gritando:
—¡Venga, esclava!
Pero ella se agarró tan fuertemente a la imagen que también tuvo que llevársela. Al final del día, Agamenon reclamo a Casandra como premio de honor y, para complacerle, Ulises se inventó la historia de que el pequeño Ayax había insultado groseramente a Atenea maltratando a su sacerdotisa. Para evitar ser apedreado hasta la muerte, como Palamedes, el pequeño Ayax se refugió en el propio altar de Atenea y juró que Ulises había mentido otra vez. Sin embargo, la misma Atenea castigó la violencia del pequeño Áyax: cuando su nave naufragó de camino a casa, hacia Grecia, ella tomó prestado uno de los rayos de Zeus todopoderoso y le mató con él cuando se dirigía hacia la orilla.
La gente de Agamenón saqueó Troya durante tres días y tres noches. Después dividieron el botín, quemaron las casas, derrumbaron las murallas y sacrificaron un inmenso número de ganado y ovejas para los olímpicos. Andrómaca fue entregada como esclava al hijo de Aquiles, Neoptólemo; y el consejo discutió qué se tenía que hacer con el joven Escamandrio. Ulises recomendó la destrucción de todos los descendientes de Príamo, basándose en que Heracles hizo posible la guerra troyana al perdonarle la vida estúpidamente a Príamo cuando éste tenía la misma edad que Escamandrio; y Calcante, amablemente, profetizó que Escamandrio si se le dejaba con vida, se vengarla por su padre y por su abuelo. Ya que los demás temblaban ante un acto tan horrible, Ulises, de forma implacable, lanzó al niño por las almenas.
El consejo también discutió sobre el destino de Políxena: la opinión de Calcante era que tenía que ser sacrificada sobre la tumba de Aquiles, de acuerdo con el deseo agonizante de éste cuando moría. Agamenón protestó:
—Ya ha sido derramada suficiente sangre, sangre de ancianos y de niños, así como la de guerreros. Los príncipes muertos, aunque sean famosos, no tienen derecho sobre los vivos.
Pero dos consejeros griegos, que no habían recibido tantos tesoros del reparto del botín como esperaban, exclamaron que Agamenón dijo esto sólo para complacer a la hermana de Polixena, Casandra, y convertirla en una prisionera más sumisa. Después de un buen rato de acalorada discusión, Ulises forzó a Agamenón a dejarlo estar. Por lo tanto, Políxena fue asesinada en la tumba de Aquiles, delante de todo el ejército. El joven Neoptólemo la decapitó con un hacha.
—¡Qué te encuentres con el mismo destino que yo! —fueron sus últimas palabras.
Se levantaron vientos favorables, y la flota griega pronto estuvo lista para zarpar.
—¡Zarpemos inmediatamente, mientras la brisa se mantenga! —gritó Menelao.
—No, no —dijo Agamenón—. Primero tenemos que hacer un sacrificio a Atenea.
—No le debo nada a la diosa —gruñó Menelao—. ¡Defendió la ciudadela troyana en contra de nosotros durante demasiado tiempo!
Los hermanos se separaron enfadados y nunca más volvieron a verse.
Faltaba asesinar a Polidoro, un hijo de Hécuba ya mayor, enviado por ella hacia pocos años a Tracia por seguridad, donde el rey Polimestor le crió como si fuera hijo propio. Los enviados de Agamenón le exigían a Polimestor que matara al muchacho, ofreciéndole como pago una vasta suma de oro y la mano de su hija Electra. Temiendo que rechazar esto significara el desastre, Polimestor aceptó el oro pero, antes que romper la fidelidad con Hécuba y Príamo, mató a su propio hijo, el compañero de juegos de Polidoro, en presencia de los enviados. Al ver al rey y a la reina hundidos en el dolor y, sin conocer el secreto de su propio nacimiento, Polidoro estaba tan desorientado por el asesinato que fue a consultar al oráculo délfico y le preguntó a la sacerdotisa de Apolo:
—¿Qué preocupa a mis padres?
Ella respondió:
—¿Por qué no estas tú preocupado? ¿Es poca cosa que tu ciudad haya sido quemada, tu padre se quede sin enterrar y tu madre esclavizada?
Polidoro volvió a Tracia enojado, donde no encontró ningún cambio desde que se había ido.
—¿Se puede equivocar Apolo? —se preguntó.
Entonces la reina le dijo quiénes eran sus verdaderos padres.
Hécuba fue hecha esclava por Ulises. Estaba a punto de partir con ella, pero la mujer profirió unas maldiciones tan atroces contra él y los otros crueles, mentirosos y traidores jefes griegos que Ulises decidió matarla. Sin embargo, se transformó por arte de magia en una terrible perra negra, y corrió por allí aullando tan tétricamente que todos huyeron aterrorizados y confusos.
Antenor nunca llegó a ser rey de Troya, como se le había prometido, ni obtuvo parte del botín; pero Menelao acogió generosamente a bordo de su nave a él, a su mujer y a sus cuatro hijos supervivientes. Primero se establecieron en el norte de África, después en Tracia, y, finalmente, colonizaron las islas de Henétíca, ahora Venecia. También fundó la ciudad de Padua. El otro héroe troyano que escapó fue Eneas: desde Dárdano, su ciudad, cerca del monte Ida, vio las lejanas llamas de Troya y cruzando el Helesponto, se refugió en Tracia. Los romanos dicen que, con el tiempo, se trasladó a Italia y allí fue el antecesor de Julio César.
Troya perdió su importancia, ya que los griegos fueron los últimos en poder entrar en el mar Negro libremente y comerciar con Oriente. Algunas personas sin tierra y sin casa se establecieron en las ruinas de la ciudad. El nieto de Eneas, Ascanio, les gobernó; pero era un reino pobre. Y una generación después, Zeus, tomándole la palabra a Hera, destruyó las tres ciudades, Micenas, Argos y Esparta, que eran las que ella más quería.
Calcante viajó hacia el sur, a través de Asia Menor, hasta Colofón, donde murió (como le había advertido un oráculo) cuando se encontró con un rival que podía predecir el futuro mejor que él. Éste era el hijo de Apolo, Mopso. Una enorme higuera creció en Colofón, y Calcante intentó avergonzar a Mopso retándole:
—¿Quizá podrías decirme, estimado compañero profeta, cuántos higos crecen en este árbol?
Mopso, cerrando sus ojos, ya que confiaba más en la vista interior que en el cálculo, respondió:
—Claro que sí: primero diez mil higos, después una fanega más de las que se utilizan en Egina, cuidadosamente pesada, y, sí, después sólo quedará una.
Calcante se rió con desprecio por el higo adicional; pero una vez recogidos los higos, y pesados y contados, Mopso probó que tenía toda la razón.
—Para bajar de millares a cantidades menores, querido compañero profeta —dijo Mopso—, ¿podrías decirme, tal vez, cuántos cerditos producirá esta gorda cerda, cuándo nacerán y de qué sexo serán?
—Ocho cerditos, todos machos y los tendrá dentro de nueve días —respondió Calcante al azar, esperando irse de Colofón antes de que su conjetura fuera comprobada.
—Creo que estás equivocado —dijo Mopso, cerrando sus ojos de nuevo—. Yo profetizo que no tendrá más de tres cerditos, sólo uno de ellos macho y que nacerán a la medianoche de mañana, ni un minuto antes.
Mopso tenía razón, y Calcante se murió de vergüenza, castigo de Apolo por las muchas malas predicciones que éste había hecho para complacer a Agamenón y Ulises.