AQUILES VENGA A PATROCLO

Patroclo le pidió a Aquiles que le prestase la armadura y el mando de sus guerreros mirmidones.

—Con su ayuda —alegó—, podré alejar a los troyanos antes de que quemen la flota y aniquilen a nuestros amigos supervivientes.

Aquiles lo consintió, pero le hizo prometer a Patroclo que una vez que el campamento estuviera limpio de enemigos, no intentaría ganarse más gloria persiguiéndoles y atacando la misma Troya.

El gran Ayax ya no podía defender su nave, porque Héctor había recortado la punta de la pica y la había dejado sólo en el palo. Bajó de un salto y se unió a sus camaradas, que aguantaban la línea de tiendas más cercana. Esto permitió a los troyanos quemar las naves. Cuando Aquiles vio una fina columna de humo que subía hacia el cielo, prestó a Patroclo sus magníficas armas y la armadura, hizo formar a los mirmidones y les envió hacia allí para salvar la flota. Su carga fue irresistible. Al confundir a Patroclo con Aquiles, los troyanos volvieron a ser expulsados y sufrieron una gran pérdida.

Zeus todopoderoso, mirando desde el monte Ida, en un principio no podía decidir si Patroclo tenía que ser inmediatamente destruido por Héctor y despojado de la armadura de Aquiles o si tenía que ser premiado con nuevas victorias. Al final, Zeus le dejó seguir durante otra media hora. Patroclo olvidó la promesa que le había hecho a Aquiles mientras estaba persiguiendo troyanos fugitivos por la llanura. Una compañía de mirmidones estaba lista para trepar por las murallas de Troya, la parte débil construida por Éaco, cuando Apolo apareció en la ciudadela y les puso delante su terrible escudo. Ellos se retiraron espantados.

Entonces Héctor desafió a Patroclo a un duelo. Casi no habían bajado de los carros cuando Apolo se situó, silenciosamente, detrás de Patroclo y le golpeó en el cuello con el borde de su mano. El casco de Aquiles se cayó, la dura lanza de Aquiles se hizo pedazos, el escudo de Aquiles cayó al suelo y Patroclo se quedó allí, desarmado, aturdido y temblando. Con la lanza en alto, Héctor le alcanzó la parte baja del vientre y los troyanos se abalanzaron sobre él al ver que caía.

A continuación hubo una tremenda pelea por el cadáver. Tanto los griegos como los troyanos lo trataban como una piel de toro recién desollada, como las que los granjeros estiran por todos lados para extenderlas y hacerlas flexibles. Finalmente, Menelao y el lugarteniente de Idomeneo, Meriones el cretense, consiguieron llevar el cuerpo de vuelta al campamento, mientras que el gran y el pequeño Ayax se quedaron en la retaguardia.

Uno de los hijos de Néstor, cegado por las lágrimas, llevó las malas noticias a Aquiles. Los dos caballos de Aquiles, Chanto y Balio, que habían sido montados por Patroclo, también lloraron (enormes lágrimas bajaban hacia sus hocicos). Pero él ya lo sabía. Hera le había enviado un mensaje a través de Iris ordenándole que se quedara en el parapeto cuando aparecieran los troyanos y que les desafiara. Esto les haría retroceder con miedo porque, habiendo visto a Héctor quitándole la famosa armadura a Patroclo, pensaron que estaba muerto. Aquiles gritó tan fuerte y los griegos se detuvieron en tal confusión que cuarenta de ellos resultaron heridos por las lanzas de los hombres que les seguían por detrás o por los carros que les pasaron por encima.

Aquiles lloró, puso sus enormes manos sobre el ensangrentado pecho de Patroclo, gimiendo horriblemente, como una leona a la que hubieran matado los cachorros, y estuvo lamentándose toda la noche.

Entonces Tetis persuadió a Hefesto, el herrero cojo, para que forjara un nuevo equipo de armas sagradas y armadura para su hijo. Hefesto empezó su trabajo enseguida, ornamentando el escudo con escenas del campo y de la ciudad en plata, oro y piedras preciosas. Al alba, Tetis llevó su espléndido regalo a la tienda de Aquiles. Éste se lo puso encantado y, al instante, ya estaba pronunciando un discurso en una asamblea general.

—Rey Agamenón —dijo—, ninguno de nosotros se ha beneficiado lo más mínimo de nuestra reciente y desafortunada disputa sobre mi esclava. Los resultados han sido tan malos tanto para ti como para mí que casi deseo que nunca la hubiera capturado viva. ¡Venga, que el pasado sea pasado! Y ya que tu brazo herido todavía te mantiene fuera de la batalla, ¿por qué no me nombras, temporalmente, comandante en jefe?

Agamenón estuvo de acuerdo. Incluso admitió su injusto comportamiento hacia Aquiles, aunque culpando por ello a la fatalidad y a la oscura furia, llamada Malicia, que, juntas, le arrebataron el sentido común.

Cuando Aquiles pidió permiso para avanzar inmediatamente, Agamenón contestó:

—Me temo que no puedo concederte este favor. Los hombres todavía no han desayunado. Pero mientras se prepara la comida, enviaré sirvientes a mi tienda almacén para que me traigan todos los tesoros que te ofrecí hace poco.

—¡No quiero tesoros —gritó Aquiles—, y sólo de pensar en el desayuno me entran náuseas, con tantos muertos cubriendo el campo!

Sin embargo, los sirvientes de Agamenón le trajeron los lingotes de oro, los trípodes, los calderos, las esclavas (incluida Briseida) y los caballos de carrera. Briseida abrazó el cadáver de Patroclo, lamentándose en voz alta y alabando su naturaleza caballeresca y generosa.

—Él siempre me prometía —sollozó— que el príncipe Aquiles y yo nos casaríamos en Grecia cuando Troya cayera.

Parecía que Aquiles había mantenido su amor por Políxena en secreto, incluso para Patroclo.

Aquiles todavía se negaba a comer, pero Atenea le dio alimento divino untándole la piel con néctar y ambrosía, lo que le proporcionó una fuerza enorme. Entonces, ambos ejércitos se dirigieron hacia la llanura, donde Zeus todopoderoso le dio variedad a la batalla del día permitiendo que todos los dioses y las diosas tomaran parte y lucharan entre ellos si querían. Había cinco por cada bando. Para los griegos: Hera, Atenea, Poseidón, Hermes el heraldo y Hefesto el herrero. Para los troyanos: Ares, el dios de la guerra, Apolo, su hermana Artemis la cazadora, su madre la diosa Leto y el dios del río Escamandro.

Cuando las primeras líneas de batalla se encontraron, Apolo evitó que Aquiles se topase con Héctor. Fue hacia Eneas disfrazado y le recordó su fanfarronada de borracho en un reciente banquete:

—¡Estoy dispuesto a desafiar al más valiente de los griegos, incluso al príncipe Aquiles!

Eneas respondió:

—Eso es muy cierto. La última vez que nos encontramos yo iba desarmado y era neutral; tuve que correr para salvar mi vida. Además, Atenea le ayudaba, y ningún hombre sabio se opone a los dioses.

Apolo le infundió coraje.

—Tú también estás bajo protección divina, Eneas —le dijo—, y mejor nacido que Aquiles. Su madre, Tetis, es una diosa sin importancia; tu madre es Afrodita, un miembro respetado del consejo del Olimpo de Zeus.

Así que Eneas desafió a Aquiles, que se limitó a burlarse de él preguntándole:

—¿Has salido para ganarte el favor del rey Príamo y que te nombre su sucesor? ¿Por qué te engañas?

Como Eneas no respondía, Aquiles prosiguió:

—Príamo todavía tiene muchos hijos propios. Nunca antepondría un primo ante un hijo. Quédate con mi advertencia: ¡retírate sano y salvo!

—¿Y tú, supongo, te imaginas sucesor de Agamenon? —gritó Eneas muy furioso.

Aquiles encontró palabras igualmente desagradables como réplica, pero, al final, Eneas, dominando su temperamento como pudo, dijo:

—¿Por qué nos quedamos discutiendo como niños? Las palabras son baratas y también los insultos. Si nos sobrara tiempo, podríamos intercambiar las suficientes como para llenar una galera de doscientos remos. Vine aquí a luchar, no a chismorrear. ¡Protégete la cabeza!

La lanza, arrojada con toda su fuerza, no abolló el maravilloso escudo que Hefesto había forjado; mientras que la lanza de Aquiles pasó, netamente, por encima del de Aquiles, clavándose en el suelo detrás de él. Eneas cogió una enorme roca que, si la hubiera lanzado, simplemente habría rebotado en la armadura divina. Poseidón ya sabía que Zeus todopoderoso se irritaría si Eneas, cuya vida había decidido ahorrarse por razones muy propias, moría, así que envolvió los ojos de Aquiles en una niebla mágica y aspiró a Eneas hacia arriba sobre el campo de batalla y lo depositó más allá de las líneas troyanas, donde su llegada sorprendió enormemente a algunas tropas aliadas que se habían retrasado en armarse. Aquiles, no menos sorprendido por su desaparición, se encogió de hombros y fue en busca de Héctor. Vio a Polidoro, de doce años, el hijo preferido y más joven del rey Príamo. El chico, a pesar de las estrictas órdenes de evitar el peligro, estaba esquivando la primera fila de guerreros. Aquiles atravesó su cuerpo con una jabalina. Aunque Héctor había sido advertido por Apolo de que evitara la ira de Aquiles, la muerte de su hermano pequeño le enfureció tanto que se puso a correr agitando vengativamente una lanza larga.

—¡Al final nos encontramos! —gritó Aquiles.

Héctor arrojó la lanza, pero una ráfaga de viento enviada por Atenea, hizo que diera la vuelta y le cayera a los pies. Cuando Aquiles corrió hacia delante pidiendo venganza a gritos, Apolo envolvió a Héctor en otra niebla espesa. Aquiles cargó tres veces en vano sobre su enemigo invisible, entonces volvió su cólera contra troyanos menos altos, rugiendo como un fuego de bosque, mientras ellos rompían filas y corrían hacia el Escamandro. Allí, en los bajíos y los huecos bajo las orillas del río, aniquiló a cientos de ellos. El furioso dios del río Escamandro apareció en forma humana, gritando «¡Vete!». Aquiles saltó, furiosamente, hasta el medio del río y le desafió. Escamandro acumuló un buen caudal de agua y se la echó de golpe a Aquiles, que se aferró a un olmo. El árbol fue arrancado pronto, pero él se arrastró hasta la orilla perseguido por Escamandro en forma de enorme ola verde. Aquiles se habría ahogado como una rata si Poseidón y Atenea no le hubieran arrastrado hacia fuera, cogiéndole cada uno de una mano.

Escamandro y su compañero, el dios río Simunte, persiguieron juntos a Aquiles cuando éste se apresuraba a salir, pero Hera ordenó a su hijo Hefesto que se enfrentara a ellos. Encendió una violenta hoguera en la llanura que quemó los olmos, sauces, tamariscos, arbustos y juncias de la orilla del río. El agua de Escamandro pronto hirvió tan caliente que acudió a Hera presa del dolor y el terror.

—¡Por favor, calma a tu hijo! —suplicó Escamandro—. Prometo que nunca volveré a ayudar a Troya.

Hera hizo lo que le pidió, y Aquiles continuó su matanza de troyanos.

Algunos de los otros dioses y diosas ya habían llegado para participar. Ares atacó a Atenea, pero su lanza resultó inútil contra el escudo que Zeus todopoderoso le había prestado y, lanzando un enorme mojón negro contra su cabeza, ella lo tumbó cuán largo era. El cuerpo caído de Ares cubrió siete acres de tierra. Afrodita le estaba ayudando a levantarse, cuando Atenea, bajo las órdenes de Hera, la hizo caer de un contundente golpe en el pecho.

Hermes no quería luchar contra la diosa Leto, madre de Apolo y Artemis. Educadamente, respondió a su invitación:

—Señora, la victoria ya es vuestra.

Entonces Poseidón desafió a Apolo a un combate individual, que también rechazo.

—¿Por qué nosotros, dioses, tenemos que herirnos entre nosotros por unos pocos miserables mortales? —preguntó con calma.

Artemis la cazadora gritó a su hermano y le llamó cobarde despreciable, pero Hera se alzó, agarrando ambas muñecas de Artemis con una mano, le arrebató el arco y las flechas y le abofeteó, sonoramente, ambas mejillas.

Mientras tanto, Aquiles conducía a los troyanos precipitadamente hacia Troya, donde Príamo abrió todas las puertas para que entraran. Héctor, solo, guardó la defensa de la entrada oeste. Príamo lloraba y se tiraba de los cabellos canosos, pidiéndole que entrara rápidamente, antes de que lo mataran. Héctor no quiso escuchar y, cuando Aquiles se lanzó al ataque, se dio la vuelta y corrió a gran velocidad alrededor de las murallas, con la esperanza de que los troyanos lanzaran pesadas piedras desde las almenas sobre su perseguidor. Sin embargo, Aquiles le perseguía demasiado cerca para que esto fuera posible. Ambos dieron la vuelta a Troya cuatro veces. Finalmente, Atenea, disfrazada del hermano de Héctor, el príncipe Deifobo, se le apareció al lado gritándole:

—¡Detente, Héctor! ¡Vayamos a encontrarnos con Aquiles juntos, dos contra uno!

Engañado por la diosa, se detuvo, dio media vuelta y dijo:

—Aquiles, ya que es un duelo a muerte, tú y yo deberíamos jurar que quien mate y desnude al otro, enviará el cadáver a su gente para tener un entierro decente.

La única respuesta de Aquiles fue el zumbido de una lanza. Héctor se agachó y arrojó la suya, que rebotó en el escudo divino sin causar daño. Gritó por encima de su hombro:

—¡Rápido, Deifobo, préstame la tuya!

Al no tener respuesta, se dio cuenta de que Atenea le estaba engañando. Se sacó la espada y cargó. Mientras tanto, Atenea, invisiblemente, le devolvió a Aquiles su lanza, quien apuntó al cuello desnudo de Héctor y tumbó a su enemigo.

—Ahórrate mi cadáver —susurró Héctor—. El rey Príamo lo rescatará a digno precio.

—¡Canalla! —gritó Aquiles—. Por el mal que me has hecho, dejaré que los cuervos te saquen los ojos y que los perros roan tus huesos.

Y así murió Héctor. Aquiles desnudó su cuerpo, después le practicó unos agujeros en los tendones, pasó por ellos el cinturón bordado de Ayax, que ató a la parte trasera del carro, dio un latigazo a los caballos y arrastró a Héctor tras él, alrededor de las murallas de Troya. Príamo, Hécuba y Andrómaca miraban desde arriba horrorizados.

De vuelta al campamento, Aquiles construyó una hoguera de quince palmos de lado para el cadáver de Patroclo, y allí sacrificó por su alma una enorme cantidad de ovejas; también cuatro caballos, nueve perros y doce nobles troyanos prisioneros de guerra, que los había reservado para este acontecimiento. La llamarada iluminaba muchos kilómetros de campo. Al día siguiente, celebró unos juegos funerales en honor de Patroclo: una carrera de carros, un combate de boxeo, un combate de lucha, una carrera a pie y una competición de lanzamiento de jabalina, todos con valiosos premios. Todavía enajenado por la pena, se levantaba cada mañana para arrastrar el cuerpo de Héctor, dando tres vueltas a la tumba de Patroclo. Sin embargo, Apolo, delicadamente, protegía el cadáver para que no se pudriera o quedara mutilado.

Por último, el dios Hermes llevó al rey Príamo a la tienda de Aquiles protegido por la oscuridad y le mandó que aceptara un rescate justo: el peso del cadáver en oro puro. Príamo detestaba tener que abrazar las rodillas de su enemigo y besar las terribles manos que habían matado a tantos de sus hijos, pero se obligó a sufrir esa vergüenza. Aquiles le trató cortésmente e incluso alabó el coraje de entrar en la tienda del enemigo por la noche. Acordaron el rescate. Sin embargo, por aquel entonces, quedaba tan poco oro en los tesoros de Príamo que cuando, al poco tiempo, se encontraron en el templo de Apolo, su hija Políxena tuvo que nivelar la balanza con su collar y sus pulseras.

Aquiles, impresionado por esta fraterna generosidad, y todavía profundamente enamorado, le dijo a Príamo:

—Con mucho gusto os cambiaría a vuestro hijo muerto por vuestra hija viva. Guardaos este oro, casad a vuestra hija conmigo y, si después devolvéis Helena a Menelao, acordaré una paz honorable entre nuestros pueblos.

Príamo respondió:

—No, coge el oro, como acordamos, y deja que me quede con el cuerpo de mi hijo. Pero estoy dispuesto a intercambiar una mujer viva por otra. Convence a tus camaradas para que dejen a Helena en Troya y no pediré honorarios de matrimonio por Políxena. Sin Helena estaríamos perdidos.

Aquiles prometió hacer lo que pudiera.