EL CAMPAMENTO, EN PELIGRO

Aquella noche, Agamenón no podía dormir. Se levantó, se armó y salió en busca de su hermano Menelao.

—Lo que necesitamos —le dijo a Menelao—, es un esquema realmente inteligente para salvar al ejército y la flota. ¡Despierta al gran Áyax y al rey Idomeneo de Creta! Algo se les ocurrirá.

Todos se enfadaron cuando les hicieron levantarse de la cama, en la negra oscuridad y después de un duro día de lucha. Agamenón insistió tanto pidiendo una acción inmediata que el consejo decidió enviar espías a tierra de nadie, entre el campamento y las líneas troyanas, con la vaga esperanza de que pudieran traerles noticias sobre los planes de Héctor.

Diomedes se ofreció como voluntario y, cuando se le pidió que eligiera un acompañante, eligió a Ulises. Ulises aceptó ir con él, recordando que Diomedes le había visto abandonar deshonrosamente a Néstor en el campo de batalla unas pocas horas antes. Quería limpiar su buen nombre.

Cruzaron el foso juntos y pronto tropezaron en la oscuridad con un espía troyano llamado Dolón. Después de haberle sonsacado toda la información útil que pudieron, lo degollaron sin compasión. Ulises escondió la gorra de piel de hurón de Dolón, la capa de piel de lobo, el arco y la lanza en un arbusto de tamarisco; entonces corrió con Diomedes hacia el flanco derecho troyano, donde, como les dijo Dolón, encontrarían al rey Reso de Tracia acampado. No había ningún centinela de guardia, así que treparon furtivamente, asesinaron a Reso y a diez oficiales que dormían a su lado, y después se llevaron sus magníficos caballos: blancos como la nieve y más veloces que el viento Al volver a casa, recuperaron también el botín de Dolón. Reso había llegado a Troya aquella misma tarde, y la captura de sus caballos fue una notable señal de suerte para Diomedes y Ulises a causa de una profecía que dice que los griegos nunca podrían capturar Troya una vez que estos caballos hubieran bebido agua del Escamandro, cosa que todavía quedaba por cumplir.

Al día siguiente, Zeus todopoderoso siguió favoreciendo a Troya, aunque el rey Agamenón disfrutó de un poco de gloria. Dirigió una carga de carros, esquivo a algunos nobles troyanos y llegó a estar cerca de las murallas de la ciudad cuando Zeus decidió cambiar la suerte de la batalla.

Envió a Héctor la orden de reunir y alentar a sus fuerzas, pero que no intentara hacer nada durante la próxima media hora; en cuanto Agamenón abandonó el campo, los troyanos podrían haber matado a los griegos, carentes de mando, sin pausa durante toda la tarde. Después, Agamenón mató a los dos hijos de Antenor; pero uno de ellos, antes de morir, le atravesó el brazo con la lanza, justo debajo del codo. Agamenón siguió luchando, hasta que su herida fue tan dolorosa que volvió a su carro y se marchó, llorando desconsoladamenteEntonces, Héctor dirigió un fuerte ataque y, aunque se quedó sorprendido por un instante cuando Diomedes le arrojó una lanza que le alcanzó el penacho del casco, comenzó a rechazar a los griegos. Entonces Paris, escondido tras un pilar de piedra que marcaba la tumba de su abuelo, apuntó hacia el pie de Diomedes y se lo clavó en el suelo con una flecha. Diomedes llamó a Paris bocazas, tacaño, alborotador y celoso, ricitos y orgulloso de su arco de juguete.

—Si nos encontramos lanza contra lanza, ¿qué posibilidades de victoria tendrías? —gritó.

Sin embargo, después de haberse extraído la flecha, se sintió tan mal que también tuvo que dejar el campo de batalla y Ulises tuvo que luchar por su vida contra las espadas troyanas. Héctor condujo el carro a lo largo de la orilla del río Escamandro, donde los tesalienses le ofrecían una fuerte resistencia, hasta que Paris clavó una flecha en el hombro del rey Macaón, que además de ser el mejor cirujano de Grecia, era uno de los más valientes guerreros de carro. Néstor rescató a Macaón y lo condujo sano y salvo al campamento; después, sólo la firmeza del gran Ayax salvó al ejército griego de una derrota completa.

Aquiles, que miraba la lejana batalla de pie en la popa de su nave anclada, vio que Néstor volvía al galope. Su amigo Patroclo, al que envió a preguntar el nombre del rey herido, encontró a Néstor ya en su tienda. Una esclava le servía a Macaón una fría bebida de cebada hervida en jugo de cebolla y endulzada con miel. Invitaron a Patroclo, que aceptó. Después de lamentarse de las pérdidas griegas, Néstor remarcó:

—Parece que Aquiles no luchará debido a algún tipo de mensaje divino, pero, seguramente, no desearía vemos aniquilados. Quizá, si se lo preguntas con tacto, te dejaría dirigir sus famosos mirmidones contra Héctor. Son buenas tropas, frescas y bien entrenadas, y su presencia en el campo podría cambiar el rumbo de la batalla a nuestro favor.

Las fuerzas de Héctor ya estaban listas para asaltar la muralla griega y quemar la flota. Invadieron el foso, treparon por el parapeto y rápidamente se hicieron con gran parte del muro, a pesar de la empecinada defensa del gran Áyax, que siempre luchaba sin armadura y cuyas jabalinas raramente fallaban su objetivo.

Zeus todopoderoso concedió a Héctor el honor supremo de entrar el primero en el campamento griego. Éste cogió una enorme piedra y corrió hacia la entrada principal. Las puertas altas y macizas estaban reforzadas con tablones cruzados y trabados. Plantándose a una cierta distancia y avanzando un paso, apuntó al centro de las puertas y disparó. Se abrieron por completo y Héctor entró, con la luz de la victoria en sus ojos, seguido por una columna de troyanos triunfantes. Los griegos volaban, presas del pánico, hacia sus naves.

Poseidón, irritado por el éxito de Héctor, descendió rápidamente del Olimpo hacia su palacio submarino, a las afueras de la isla de Eubea, donde preparó un carro tirado por bestias marinas. Se puso una coraza dorada, empuñó un elegante látigo de oro y se dirigió hacia Troya a través de las olas. Allí, dejó su carro en la cuadra de una cueva marina, entre las islas de Imbros y Tenedos, y se adentró en el campo andando, disfrazado de Calcante. Poseidón no se atrevió a formar parte de la guerra abiertamente por miedo a molestar a su hermano, Zeus todopoderoso; no obstante, animó a los griegos, y con dos golpes de su palo proporcionó al gran Ayax, al pequeño Ayax y a Teucro tal furia bélica que sus manos y pies parecían no pesar nada. Sin embargo, Héctor y Paris mantenían el ataque troyano y la batalla continuaba.

Entonces Hera tomó prestado de Afrodita el mundialmente famoso cinturón que, cuando se lo ponía, forzaba a enamorarse de ella a todo aquel que se le antojara.

—Lo necesito —mintió Hera dulcemente— para una vieja tía mía, una nereida cuyo marido se cansó de ella hace siglos. Me gustaría renovar su amor. Viven una vida de lo más desgraciada en el fondo del mar, siempre regañándose mutuamente por cualquier vieja disputa.

En realidad, Hera quería usar ella misma el cinturón. Cuando se lo abrochó, su marido, Zeus todopoderoso, que últimamente la consideraba como la más fea y estúpida de todas las diosas, sintió un amor tan pasional por ella que perdió todo interés por la guerra. Hera lo acarició afectuosamente y se echó a su lado en un valle del monte Ida, donde, de inmediato, comenzaron a brotar de la tierra y alrededor de ellos hierba, tréboles, azafranes y jacintos.

Después, persuadió al dios del sueño para que le cerrara los ojos, y cuando empezó a roncar, le envió un mensaje a Poseidón: «¡Haz lo que te plazca, no hay nada en la costa!». Entonces Poseidón dirigió con audacia el ataque griego. Diomedes y Ulises le seguían justo detrás. Héctor y el gran Áyax volvieron a encontrarse cara a cara. Ayax lanzó una piedra que voló por encima del escudo de Héctor, tocándole por debajo del cuello. Comenzó a girar como una peonza y le sacaron del campo quejándose y vomitando sangre. Los troyanos huyeron.

Cuando Zeus se despertó y vio a Poseidón persiguiendo a una pandilla de fugitivos troyanos, amenazó con castigar a Hera como se merecía. Sin embargo, Hera, que todavía llevaba el cinturón de Afrodita, pudo permitirse el reírse de sus amenazas y negar que había animado a Poseidón a aparecer en el campo de batalla. Así pues, Zeus simplemente le avisó a través de Iris: «¡Detén la lucha de inmediato, hermano, o sufre las consecuencias!».

La respuesta de Poseidón fue tan dura que ella, con tacto, esperó en silencio hasta que él se lo pensara mejor y, después de un rato, en efecto, obedeció las órdenes de mala gana. Después, Zeus le dejó a Apolo su escudo mágico, que puso de cara a los griegos, los cuales se detuvieron del susto. Entonces voló hacia el lado de Héctor y le curó al instante.

Los griegos perdieron coraje y, unos pocos minutos después, los troyanos, guiados por Héctor y Eneas, los mataban a centenares. Rápidamente forzaron su vuelta al campamento, y esta vez llegaron a las naves que, como conviene recordar, estaban varadas en filas, separadas por líneas de tiendas. Todos los griegos, excepto el gran Ayax, abandonaron la primera fila. Ayax se quedó a bordo de la nave que había pertenecido a Protesilao, sujetando una pica de sesenta palmos, de ésas que en las batallas navales tienen que blandir al menos cinco marineros, y ensartando docenas de troyanos que llevaban antorchas con la intención de quemarle.