LOS TROYANOS CONSIGUEN VENTAJA

Con el permiso de Zeus todopoderoso Atenea montó en el carro divino y fue en busca de Diomedes. Le encontró con la cara pálida y tranquila, todavía perdiendo sangre de la herida de la flecha.

—¡Sube y lucha contra Ares! —le mandó, dándole una fuerza renovada.

Diomedes obedeció y salieron juntos al galope. Atenea se hizo invisible y cuando Ares iba a herir de muerte a Diomedes, ella desvió la lanza mientras Diomedes le atacaba al estómago. Cuando le penetró la hoja de la espada, Ares bramó más fuerte que nueve o diez mil hombres, entonces voló hacia el Olimpo, donde le enseñó a Zeus el icor que brotaba a chorro de su herida.

—¿Cómo se atreven los mortales a tratar sin piedad a los dioses? —se quejó.

Zeus le llamó testarudo, loco y violento, y que era incluso peor que su madre Hera; pero dejó que Apolo le curara. Por justicia, también detuvo la batalla de Atenea.

Diomedes se encontró cara a cara con un licio llamado Glauco y, después de desafiarle, descubrió que su propio abuelo Eneo el argonauta, que plantó el primer viñedo de Grecia, era muy amigo del abuelo de Glauco, Belerofonte, que mató a la monstruosa Quimera. A causa de este lazo familiar, decidieron no enfrentarse y Diomedes dijo:

—¡Intercambiemos nuestras armas en reconocimiento abierto de nuestra amistad!

Glauco, al darse cuenta de que no tenía ninguna posibilidad ante un campeón tan poderoso, estuvo de acuerdo con el cambio aunque llevaba una armadura dorada y Diomedes simplemente una de bronce.

Héctor hizo una visita rápida a Troya. Montones de mujeres se arremolinaron a su alrededor, pidiéndole noticias de sus hijos o maridos, pero las apartó y fue en busca de su madre, la reina Hécuba.

—Si no haces que estas mujeres ofrezcan ruegos y sacrificios públicos —dijo él—, estamos perdidos. Sobre todo deben honorar a Atenea. Hoy ha sido más dura de lo habitual con nosotros.

Entonces visitó la casa de Paris y le encontró puliendo su coraza con un pedazo de piel suave.

—¡Tú, cobarde bribón! —gritó—. ¿Cómo te atreves a alejarte de una batalla en la que tantos troyanos valientes están muriendo por ti?

Paris respondió:

—Hablas con sentido, hermano; pero la verdad es que, al sentirme un poco triste después de haber luchado contra Menelao, volví a casa para llorar a gusto en esta silla. La querida Helena me acaba de sugerir que debería salir de nuevo y estoy preparando mi armadura. Nunca se sabe quién ganará la próxima, ¿verdad?

Helena le pidió a Héctor que la perdonara:

—Todos los desastres que he traído a Troya en realidad no han sido por mi culpa —sollozó—. Todo lo han hecho los dioses. Yo no podía desobedecer a Afrodita. Por favor, siéntate y descansa un rato. ¡Pareces tan cansado!

Héctor no quiso esperar. Salió corriendo y se encontró con su esposa Andrómaca llevando a Escamandro, su hijo de tres años. Andrómaca intentó retenerle:

—Quédate aquí, a salvo —le suplicó—. ¡No me hagas viuda, no hagas huérfano a nuestro querido hijo!

Él respondió:

—El honor me prohíbe evitar la lucha, incluso sabiendo que mi familia y amigos están condenados. Confieso que lo peor de todo es pensar que algún cruel príncipe griego te conducirá a la esclavitud llorando, y te forzará a trabajar como sirvienta y a ser mirada con menosprecio cuando la gente diga:

—¡Mirad, ésa es Andrómaca, la que una vez fue esposa de Héctor el troyano!

Escamandro empezó a llorar, asustado por las lágrimas de Andrómaca y por el alto penacho de su padre; así que Héctor se quitó el casco y cogió al niño en sus brazos, pidiéndole a Andrómaca que se dominara y que no hiciera las cosas todavía más difíciles.

—La guerra es una labor de hombres. ¡Déjame! Si tengo que morir, moriré.

Se separaron. Entonces Paris salió corriendo, completamente armado, se disculpó por haber llegado tarde y los hermanos se marcharon a la guerra juntos.

Héctor desafió en voz alta a cualquier príncipe griego que quisiera enfrentarse a duelo con él. Nadie se atrevía a aceptar, hasta que el rey Menelao dio un paso hacia delante. Rezongaba en voz baja, muy consciente de la poca esperanza que tenía de derrotar a Héctor; así que los otros consejeros le retuvieron y nueve de ellos incluso se ofrecieron a ocupar su lugar. Entre ellos estaban Agamenón, Diomedes, el gran Ayax, el pequeño Ayax, Idomeneo de Creta y Ulises. Marcaron nueve piedras y las pusieron en un casco que agitó el viejo Néstor. La piedra del gran Ayax saltó, con gran alegría por su parte, y tuvo lugar una pelea extraordinaria entre él y Héctor. Ayax llevaba un enorme escudo largo, hecho de nueve capas de piel de toro enfundadas en bronce; Héctor prefirió un pequeño broquel redondo. Cuando cada uno lanzó un dardo y falló, empezaron a arrojar enormes piedras. A pesar de que Ayax tumbó a Héctor con una tan grande como una piedra de molino, éste se levantó de nuevo y desenvainó la espada. Ayax también la desenvainó. Pero antes de que pudieran atacarse, los heraldos salieron corriendo tanto del lado griego como del troyano y usaron sus varas sagradas para separar a los dos campeones.

—¡Dejad de luchar! —gritaron—. Respetad a la diosa de la noche que está a punto de bajar el telón sobre vuestra batalla.

Ambos estuvieron cortésmente de acuerdo, y Héctor propuso que después de un duelo tan noble deberían intercambiarse regalos de amistosa admiración.

—Nada me complacería más —respondió Ayax.

Le dio a Héctor un cinturón púrpura bordado y a cambio recibió una espada con incrustaciones de plata (más tarde, Héctor fue arrastrado a la muerte con este cinturón; y más tarde, Ayax se mató con esta espada). Acto seguido, los ejércitos se fueron a cenar.

Antenor habló en la reunión del consejo del rey Príamo. Destacó que Paris, al haber violado las leyes de hospitalidad cuando raptó a Helena, había incluso empeorado más las cosas al huir de Menelao en el duelo.

—Le juramos a Zeus que el vencedor se quedaría con Helena; por lo tanto, ella debe ser enviada a casa con todo su tesoro.

Paris se alzó:

—Me niego a devolver a Helena —gritó—, porque yo no la rapté. Ella vino aquí por propia voluntad. Sin embargo, como el botín que capturé en Sidón me ha enriquecido, estoy dispuesto a compensar completamente a Menelao.

Príamo le agradeció a Paris esta declaración tan noble. Mientras tanto, sugirió una tregua de cuatro horas, durante las cuales ambos bandos deberían enterrar a sus muertos. Los griegos, aunque rechazaron la oferta de Paris, dieron la bienvenida a la tregua y, trabajando como hormigas durante todo el día siguiente. Levantaron un montón de tierra sobre sus muertos. Lo hicieron como una muralla a lo largo del campamento y lo fortificaron con un muro de piedra y torres. El movimiento de tanta tierra formó una profunda zanja o foso delante.

Su único error fue no ofrecer el gran sacrificio que Zeus todopoderoso esperaba en tales ocasiones; y cuando el alba terminó con la tregua, les mostró su enfado premiando a los troyanos con una señal favorable, un trueno por su lado derecho desde el monte Ida, que, a la vez, asustó a los griegos. Ulises abandonó al rey Néstor, que, aunque era demasiado viejo para luchar, había estado ocupado cabalgando en su carro por el campo de batalla, animando a sus tropas. Diomedes lo salvó de ser capturado; pero cuando un rayo lanzado por Zeus chocó contra el suelo, cerca de las pezuñas de su caballo, incluso él se retiró.

Los troyanos de Héctor avanzaron hacia delante, esquivando a los atemorizados griegos a su paso, y pronto empujaron a los supervivientes detrás de sus murallas. Unos cuantos minutos más y habrían quemado la flota; sin embargo, Agamenón elevó una plegaria piadosa a Zeus, que cedió e inspiró a Diomedes para que encabezase la salida de los carros.

El guerrero más victorioso de aquella mañana fue el medio hermano del gran Áyax, Teucro el arquero, el hijo de Hesíone. Usando como protección el gran escudo de Áyax, se asomaba por el borde, apuntaba rápidamente a un troyano, disparaba y se escondía de nuevo. Mató a nueve hombres antes de que Héctor le rompiera la clavícula con una piedra bien lanzada. Una vez más, los griegos se dieron la vuelta y huyeron perseguidos por el triunfante Héctor, que se encarnizó con ellos hasta el anochecer.

En el cielo, Hera bramaba como una fiera:

—Ten un poco de paciencia —dijo Atenea—. Espera un poco más a que mi padre cumpla la promesa que le hizo a Tetis. Ha jurado hacer que Agamenon pida perdón a Aquiles y que le ofrezca enormes tesoros si deja de estar de mal humor en su tienda y lucha de nuevo.

Sin embargo, Hera forzó a Atenea a subir a su carro dorado.

—Juntas, muchacha, cambiaremos la inclinación de la batalla —le anunció en tono grave.

Zeus, que miraba desde el monte Ida, les envió un mensaje a través de Iris: «¡Si no salís de ese carro inmediatamente, le lanzaré un rayo!».

Obedecieron y Zeus le dijo a Hera en aquel instante:

—¡Muy bien, esposa, sólo para castigarte por tu intromisión, dejaré que los troyanos consigan mañana una victoria incluso mayor!

Aquella noche los troyanos acamparon cerca de la muralla del enemigo, confiados en su victoria. Los griegos estaban tan desanimados por sus pérdidas que, cuando en una reunión del consejo Agamenon quiso levantar el sitio y volver a casa, sólo Diomedes se atrevió a decir:

—Sería el acto de un cobarde. ¡Voy a quedarme y luchar hasta el final, incluso si todos vosotros me abandonáis!

El viejo Néstor apoyó a Diomedes añadiendo:

—Señores míos, nuestra única esperanza de sobrevivir recae ahora en calmar a Aquiles y persuadirle para que vuelva al campo de batalla.

Y Agamenón, ya que Néstor no había dicho nada irrespetuoso, admitió enseguida su estupidez anterior, a la vez que prometió que se disculparía y daría a Aquiles una enorme recompensa por el insulto (tres ollas de bronce de tres pies, diez lingotes de oro de unas ochenta libras cada pieza, veinte calderos de cobre pulidos, seis pares de caballos de carro ganadores de premios, siete hermosas chicas cautivas que bordaban maravillosamente y la devolución de Briseida).

—También, una vez esté en casa, en Grecia —dijo—, premiaré a Aquiles con el mismo rango y honores que a mi propio hijo Orestes y le ofreceré una de mis tres hijas como esposa, la que él prefiera, y siete ciudades para gobernar.

Néstor se lo agradeció a Agamenón en nombre del consejo. Propuso que el gran Ayax y Ulises llevaran la oferta a Aquiles, acompañados por su viejo tutor Fénix. Cuando llegaron, Aquiles se negó a aceptar cualquier regalo de Agamenón.

—Ese bribón se comportó —dijo— con una avaricia imperdonable. Nunca podré olvidar cómo me arrebató a Briseida, con la que me iba a casar.

A pesar de que trataba a sus tres visitantes con cortesía, les dijo francamente:

—Mañana partiré hacia Grecia, y dejo Agamenón a su suerte.

Fénix le llamó testarudo y corazón de piedra. Sin embargo, como no se podía hacer nada más, se secó las lágrimas y también decidió irse.