LOS PRIMEROS OCHO AÑOS DE GUERRA

Los griegos tomaron tierra en Tenedos, una isla visible desde Troya, y saquearon la ciudad. Fue aquí donde tuvo un accidente el rey Filoctetes de Metona, que había heredado los famosos arcos y flechas de Heracles. Mientras le ofrecía un enorme sacrificio a Apolo en gratitud por la victoria conseguida por sus tropas, una serpiente venenosa le mordió el talón.

Ningún tipo de ungüento pudo reducir la hinchazón. La herida hedía y Filoctetes gritaba con tanto sufrimiento que, al cabo de unos pocos días, Agamenón no pudo soportarlo más. Se llevó a Filoctetes en un pequeño bote a una isla rocosa cerca de Lemnos y allí lo dejó en la orilla. La herida de Filoctetes continuo causándole un intenso dolor, pero sobrevivió comiendo raíces y semillas de asfódelo y cazando pájaros salvajes.

Antes de dejar Tenedos, Agamenón envió a Menelao, Ulises y Palamedes a una misión relacionada con el rey Príamo, amenazándole con arrasar Troya sí no devolvía a Helena y todos los tesoros robados, además de pagar una enorme suma de oro para cubrir los gastos ya causados. Príamo y la mayoría de los troyanos no tenían ninguna intención de liberar a Helena ni de pagar por las naves naufragadas. Sólo un miembro del consejo real, Antenor, que fue el mensajero de Príamo en Grecia cuando reclamó el retorno de Hesíone, y cuya mujer, Téano, actuó como sacerdotisa de Atenea en Troya, fue capaz de decir que Helena, por justicia, debería ser devuelta a su marido. El consejo hizo que se callara a gritos, pero al menos les convenció para que no asesinaran a los mensajeros de Agamenón. Lo que ocurría era que el amor mágico con el que Afrodita había investido a Helena tenía un efecto tan fuerte en casi todos los hombres de la ciudad, incluyendo al mismo anciano rey Príamo, que gustosamente se habrían enfrentado a la tortura por una sonrisa de sus adorables labios. Cuando los griegos partieron al alba hacia Troya, los troyanos se congregaron en la playa dos días después, desde donde dispararon flechas y lanzaron lluvias de piedras para evitar que las naves atracaran en tierra. Calcante había profetizado que el primer hombre que llegara a la orilla moriría después de una corta pero gloriosa batalla e incluso Aquiles dudó en arriesgar su vida. Sólo Protesilao, el tesaliense, se atrevió a desafiar al destino. Saltó de su nave y mató a un cierto número de troyanos antes de que el hijo de Príamo, Héctor, lo atravesase con una lanza. Protesilao se había casado hacía poco, y su mujer, al soñar con su muerte, le rogó a Perséfone, diosa de la muerte, que permitiera que su marido la visitara aunque sólo fuera durante tres horas. Perséfone le concedió la petición y liberó a Protesilao bajo palabra. Después de una charla amorosa de tres horas con él, su mujer se mató y los dos, cogidos de la mano, descendieron a las penumbras subterráneas.

Aquiles esperó hasta el final. Entonces dio un salto tan prodigioso que una fuente de agua brotó desde el lugar en que sus pies pisaron suelo troyano. Cincno, hijo de Poseidón, cuyo cuerpo era invulnerable a las piedras y las armas, dirigió a los troyanos hasta este punto y mató griegos en grandes cantidades. Aquiles, igualmente invulnerable, intentó atravesarle con una lanza o cortarle la cabeza, pero lo hizo en vano. Al final, le golpeó la cara con la empuñadura de la espada, haciéndole retroceder hacia una roca; entonces se arrodilló sobre su pecho y lo ahogó con la correa de su casco. Los troyanos huyeron cuando vieron que Cincno yacía allí sin vida; y los griegos, habiendo hundido la flota mayor troyana, que estaba amarrada en la boca del río, arrastraron sus propias naves playa arriba y construyeron una empalizada de troncos de pino a su alrededor. Al día siguiente formaron en largas filas y marcharon para atacar; pero al encontrar que las entradas de la ciudad estaban tan bien protegidas y que las murallas eran tan enormes y tan bien construidas, sufrieron muchas pérdidas y se vieron forzados a retirarse. Después de tres intentos más sin éxito, Agamenón convocó un consejo real en el que se decidió dejar morir a Troya de hambre. Este plan también resultó dificultoso. No habían traído suficientes hombres para proteger la flota y, al mismo tiempo, tenían que mantener cierta cantidad de campamentos armados alrededor de la ciudad, capaz de resistir un ataque masivo del enemigo. Cada noche los troyanos entraban comida y suministros por las entradas que daban a tierra y los griegos se quedaban impotentes allí donde habían desembarcado.

En otra reunión del consejo, Ulises habló claro:

—Calcante tenía razón —dijo—. La guerra durará años, pero estamos seguros de que, al final, saldremos victoriosos. Es como una batalla entre un león y un monstruo del mar: aunque los griegos tengan el dominio del mar, los troyanos todavía tienen el dominio de la tierra. Sugiero que nos quedemos en nuestra empalizada y que mandemos naves para atacar por sorpresa a todas las islas y ciudades aliadas del rey Príamo. Así podremos conservar nuestra comida y debilitar al enemigo. Puesto que Príamo no puede proteger a sus aliados sin una flota, éstos le abandonarán uno a uno. Y sugiero que el príncipe Aquiles lidere estas expediciones.

El consejo estuvo de acuerdo. Por lo tanto, los griegos emplearon ocho años en este cerco, que en realidad no fue un cerco, y que cada año era más y más tedioso. Deseaban ver de nuevo a sus amantes o a sus mujeres e hijos; y las deplorables cabañas que habían construido en filas detrás de la empalizada nunca podrían ser hogares adecuados. Surgían peleas por triviales y estúpidas razones que a menudo causaban muertos. Aún más, si un soldado se atrevía a decir que la paz tenía que llegar como fuera, le acusaban de cobarde y le obligaban a arriesgar la vida en la siguiente incursión.

El gran Áyax de Salamina, hijo de Telamón, atracó dos veces en Tracia y se llevó gran cantidad de tesoros. Pero la mayoría de las incursiones eran lideradas por Aquiles, que saqueó unas treinta ciudades arriba y abajo de la costa de Asia Menor, entre las que se encontraban Lesbos, Focea, Colofón, Esmirna, Clazómenas, Cime, Egíalos, Tenos, Adramitio, Colona, Antandros y la Tebas Hipoplacia, donde mató al suegro y a siete cuñados de Héctor. Los cautivos de Tebas incluyeron una hermosa muchacha llamada Criseida, hija de Crises, un sacerdote de Apolo, que estaba allí de visita. Más tarde, esta Criseida causó la agria disputa entre Agamenón y Aquiles que casi llevó a los griegos al desastre.

Aquiles también atacó Dardania, una ciudad no muy lejos de Troya. Estaba gobernada por Eneas, un primo del rey Príamo, en nombre de su anciano padre Anquises. Puesto que, por una u otra razón, Príamo trataba a Eneas fríamente, aunque fuera su primo y el hijo de la misma Afrodita, los dárdanos se mantuvieron neutrales. Aquiles, sin respetar la neutralidad de Eneas, lo expulsó de los bosques de Ida, ahuyentó su ganado, mató sus pastores y saqueó Lirnesos, ciudad en la que se había refugiado. Eneas fue rescatado por Zeus todopoderoso, pero el comportamiento de Aquiles le enfureció tanto que se dirigió hacia los troyanos y luchó bravamente a favor de ellos, ayudado por su madre Afrodita.

Entonces comenzó una disputa entre Palamedes de Eubea y Ulises, con resultados a largo término. Palamedes inventó faros, balanzas, pesos y medidas, el alfabeto, el lanzamiento de disco y el arte de situar al centinela. Ulises estaba celoso de su genialidad. Cuando un día Agamenón envió a Ulises a un ataque contra Tracia en busca de maíz, éste volvió con las manos vacías y Palamedes se rió de él por su escaso éxito.

—No ha sido culpa mía —dijo Ulises—. Lo que ha pasado es que no había maíz en ninguna de las ciudades que he atacado. Tú no lo habrías hecho mejor.

—¿Estás seguro? —preguntó Palamedes.

Zarpó inmediatamente y, pocos días después, volvió con una nave llena de maíz.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó Ulises.

—Usando el sentido común —fue la única respuesta que Palamedes le dio.

Ulises decidió que se la devolvería y, después de estar un rato meditando, se le ocurrió un plan malvado. Un día, temprano por la mañana, se dirigió hacia la cabaña de Agamenón.

—Los dioses —dijo— me han avisado en un sueño que entre nosotros hay escondido un traidor. Dicen que el campamento debe ser trasladado en veinticuatro horas.

Agamenón dio las órdenes necesarias, y aquella noche Ulises enterró en secreto un saco de oro en el lugar donde se encontraba la cabaña de Palamedes. Entonces forzó a un prisionero frigio a escribir una carta en su propia lengua, como si fuera del rey Príamo, para Palamedes. En ella decía: «El oro que aquí os envío es el precio acordado entre nosotros para que drogues a los centinelas griegos. Mi hijo, el príncipe Héctor, estará listo para entrar al campo naval por la mañana, dentro de tres días». Ulises le dijo al prisionero que le diera a Palamedes esta carta, pero lo mató en cuanto se disponía a partir. Cuando se volvió a organizar el campo, alguien vio el cuerpo del prisionero y llevó la carta al consejo de Agamenón. Un intérprete se la leyó y Palamedes fue inmediatamente acusado de traición. Cuando negó haber aceptado ningún oro de Príamo, Ulises sugirió una búsqueda completa en su tienda. Debajo de ella se encontró el oro y Agamenón, que odiaba a Palamedes porque había sido elegido comandante en jefe del ejército en Aulis, lo sentenció a morir apedreado.

En su camino hacia el lugar de la ejecución, Palamedes gritó:

—¡En verdad, lamento tu destino! Has muerto antes que yo.

Palamedes se había ganado la gratitud de todos al inventar los dados, hechos de huesos de oveja, que ayudaban a entretener a los soldados aburridos y con añoranza de la familia. Pero Ulises les convenció de que era un traidor.

Todo este asunto llegó al padre de Palamedes, Nauplio, rey de Eubea, que fue a Troya enfurecido, quejándose de que su hijo había sido víctima de una vil trampa. Agamenón le dijo ásperamente que se fuera.

—Palamedes —dijo— ha sido juzgado con limpieza y condenado con justicia.

Nauplio juró venganza, retiró sus naves y sus hombres del campamento y, cuando volvía a casa de nuevo, lo hizo por Grecia, visitando, una a una, a todas las esposas de los enemigos de Palamedes y haciendo que cada una de ellas creyera la misma historia:

—Tu marido ha capturado a una esclava adorable y tiene la intención de divorciarse de ti y de casarse con ella.

Algunas de estas infelices reinas se suicidaron, pero el resto se vengó teniendo amantes, como Clitemnestra, la esposa de Agamenón, y la esposa de Diomedes, rey de Argos, y la esposa de Idomeneo el cretense, y, según dicen, Penélope, la esposa de Ulises. Y planearon matar a sus maridos en cuanto volvieran.

La cólera de Aquiles contra Agamenón crecía. Además de estar convencido de la inocencia de Palamedes, odiaba la injusta manera en que el alto rey distribuía el tesoro capturado. En vez de permitir que el jefe de cada expedición se quedara con dos tercios del tesoro para él y para sus hombres, dejando el resto para el fondo común, Agamenón lo repartió todo entre los consejeros de acuerdo con su rango. Esto quería decir que si se capturaban cien libras de oro, Agamenón reclamaría diez, Idomeneo ocho, Menelao, Néstor, Diomedes y Ulises cinco cada uno, y así sucesivamente; mientras que el mismo Aquiles o el gran Ayax, al ser sólo príncipes y no reyes, únicamente podían reclamar una libra, a no ser que el consejo accediera a darle un pequeño premio de honor adicional.

Aquiles se sintió engañado porque estos reyes, excepto Ulises, nunca luchaban, pues pensaban que quedaba por debajo de su dignidad. El consejo se negó a alterar la norma.

Justo a las afueras de Troya, se alzaba el templo de Apolo, considerado por los griegos y los troyanos como suelo neutral por mutuo acuerdo. Una mañana, cuando Aquiles se encontraba allí, desarmado, para ofrecer un sacrificio, entró inesperadamente la reina Hécuba, acompañada por su hermosa hija Polixena, que llevaba un vestido de lino escarlata y un pesado collar de oro. Aquiles se enamoró inmediata y violentamente. En aquel momento no dijo nada, pero volvió al campamento atormentado, y, de inmediato envió a su auriga al templo, sabiendo que Héctor iría a sacrificar esa misma tarde. El auriga tenía que preguntar a Héctor en privado:

—¿En qué términos podría esperar el príncipe Aquiles casarse con tu hermana Políxena?

Héctor, aunque estaba enfurecido porque Aquiles había matado a su suegro y a sus siete cuñados, antepuso el bien de Troya a cualquier rencor personal. Le dio al auriga una carta sellada, dirigida a Aquiles, que decía: «He oído, príncipe, que el rey Agamenón y su consejo te han insultado en muchas ocasiones. Al no ser su súbdito, pero si un voluntario, y al ser también demasiado joven para haber sido uno de los pretendientes de Helena, quizá te sientas inclinado a actuar por interés propio, admitiéndome a mí y a mis hombres en el campamento griego durante una noche. Cuando hayamos matado al rey Agamenón y a su hermano Menelao, mi hermana Políxena será tuya para casarte».

Aquiles consideró seriamente esta oferta, pero tenía miedo de que si dejaba entrar a los troyanos al campamento, algunos de sus amigos (como sus primos, el gran Ayax y el pequeño Ayax) podían ser asesinados por error. Así que decidió esperar hasta que Troya cayera y entonces ganarse a Políxena sin tener que efectuar ningún pago a Héctor.