Para Heywood Floyd, a quien el ambiente de la cubierta de vuelo de Leonov le resultaba extraño por el regreso de la gravedad, la secuencia de hechos no le pareció real, sino una clásica pesadilla en cámara lenta. Sólo una vez en su vida había conocido una experiencia similar, cuando, estando en la parte trasera de un coche, éste derrapó sin control. Tuvo la misma sensación de amargo desamparo, unida al pensamiento: «esto no importa; en realidad no me está pasando a mí».
Ahora que había comenzado la secuencia de encendido su ánimo había cambiado; todo volvía a parecerle real.
Todo funcionaba exactamente como lo habían planeado.
Hal los estaba conduciendo con absoluta seguridad hacia la Tierra. Con cada minuto que pasaba, su futuro se hacía más y más seguro; Floyd empezó a relajarse lentamente, aunque seguía alerta a lo que sucedía alrededor.
Por última vez —¿cuándo volvería otro hombre a pasar por ahí?— estaba sobrevolando el lado nocturno del más grande de los planetas, que involucraba un volumen de mil Tierras. Las naves habían sido giradas de tal manera que Leonov estaba entre Discovery y Júpiter, y así la vista del misteriosamente opaco paisaje de nubes no se hallaba bloqueada. Aun ahora, montones de instrumentos estaban ocupados en probar y grabar; Hal continuaría trabajando cuando ellos se hubieran ido.
Apenas terminó el proceso, Floyd «bajó» con precaución desde la cubierta de vuelo —¡qué extraño volver a sentir el peso, aunque el suyo fuera de sólo diez kilogramos!— y se unió a Zenia y a Katerina en la sala de observación. Aparte del brillo tenue de las luces rojas de emergencia, había sido oscurecido todo para que pudieran admirar el paisaje con una incomparable visión nocturna. Sintió pena por Max Brailovsky y Sasha Kovalev, que estaban en la cámara de presión, con sus trajes espaciales, perdiéndose el maravilloso espectáculo. Debían estar listos para partir al momento, para cortar las cuerdas que mantenían unidas a las naves, por si fallaba alguna de las cargas explosivas.
Júpiter llenaba todo el cielo; sólo estaba a quinientos kilómetros de distancia, y apenas podían ver una minúscula porción de su superficie, no más de lo que se podía observar de la Tierra, desde una altura de cincuenta kilómetros. A medida que sus ojos se fueron acostumbrando a la pálida luz, reflejada en su mayor parte por la costra de hielo de la lejana Europa, comenzó a distinguir una sorprendente cantidad de detalles. A tan bajo nivel de iluminación no existía el color —excepto alguna mancha roja aquí y allá— pero la alargada formación de las nubes era perfectamente visible, podía notar el borde de una pequeña tormenta ciclónica, que se asemejaba a una isla ovalada cubierta de nieve. El Gran Punto Negro había caído a popa hacía rato y sólo lo volverían a ver cuando estuvieran bien encaminados hacia el hogar.
Allí abajo, entre las nubes, había esporádicas explosiones de luz, muchas de ellas causadas obviamente por el equivalente joviano de las tormentas eléctricas. Pero se veían otros brillos y estallidos de luminiscencias menos efímeros, de origen más incierto. A veces había anillos de luz que se expandían como ondas desde una fuente central; y también ocasionales remolinos y torbellinos. No se necesitaba mucha imaginación para hacerse a la idea de que todo eso era la prueba de una civilización tecnológica que existía debajo de aquellas nubes, con sus ciudades iluminadas, sus aeropuertos señalizados. Pero el radar y las sondas habían demostrado hacía tiempo que entre los miles y miles de kilómetros de nubes no había nada sólido hasta llegar al inexpugnable corazón del planeta.
Media noche sobre Júpiter. La última vista de cerca era un mágico interludio que recordaría durante toda su vida. Y lo disfrutaba aún más, porque, seguramente, ya nada podría funcionar mal; y aunque eso sucediera, no tendría nada que reprocharse. Había hecho todo lo posible para asegurar el éxito.
La sala estaba muy silenciosa: nadie osaba hablar, mientras la alfombra de nubes se enrollaba velozmente detrás de ellos. Cada pocos minutos Tanya o Vasili anunciaban el grado de impulsión. Hacia la finalización del tiempo de ignición de Discovery, la tensión comenzó a crecer otra vez. Aquél era el momento crítico, y nadie sabía exactamente cuándo ocurriría. Había ciertas dudas acerca de la precisión de los medidores de combustible y la combustión continuaría hasta que los tanques estuvieran completamente secos.
«Corte de ignición estimado en diez segundos», dijo Tanya. «Walter, Chandra: preparados para regresar. Max, Vasili: manténganse alerta por si se los necesita. Cinco… cuatro… tres… dos… uno… ¡cero!».
No hubo ningún cambio; aún llegaba el débil quejido de los motores de Discovery a través del espesor de ambos cascos, y el impulso inducido continuaba asegurando sus miembros. «Estamos de suerte», pensó Floyd; «los medidores debían haber estado fallando por defecto, después de todo. Cada segundo extra de encendido era un premio, que inclusive podía significar la diferencia entre la vida y la muerte; y qué extraño escuchar una cuenta progresiva… en vez de una regresiva… cinco segundos… ocho segundos diez segundos… trece segundos. ¡Bien hecho, trece de la suerte!».
La falta de peso y el silencio retornaban. En ambas naves hubo una breve explosión de alegría. Fue rápidamente truncada, porque había mucho por hacer… y debía hacerse en seguida.
Floyd estuvo tentado de ir hasta la cámara de presión para poder felicitar a Chandra y a Curnow apenas entraran a bordo. Pero sólo sería un estorbo; la cámara de presión sería un lugar muy atareado, con Sasha y Max preparándose para su posible EVA y el tubo que unía ambas naves siendo desconectado. Esperaría a saludar el regreso de los héroes en la sala.
Y pudo relajarse más aún; tal vez hasta siete u ocho, en una escala de cero a diez. Por primera vez en varias semanas se pudo olvidar del radio-interruptor. Ya no sería necesario; Hal se había portado impecablemente. Y aunque quisiera, no podría hacer nada que afectase a la misión, ya que Discovery había agotado la última gota de propelente.
—Todos a bordo —anunció Sasha—. Escotillas selladas. Comenzaré a disparar las cargas.
No se escuchó el menor sonido al detonar las cargas, lo cual sorprendió a Floyd; había esperado que se filtrara algún ruido a través de las cintas, tensas como bandas de acero, que mantenían unidas a las naves. Pero no había dudas de que se habían zafado como se esperaba, porque Leonov dio unas pequeñas sacudidas, como si alguien hubiera estado golpeando el casco. Un minuto más tarde, Vasili encendió los reactores de posición, para dar un breve impulso.
—¡Libres! —gritó—. ¡Sasha, Max; ya no son necesarios! ¡Todos a sus hamacas… ignición en cien segundos!
Júpiter se alejaba rodando, y apareció una extraña forma nueva en la ventana: la silueta alargada, esquelética de Discovery, con sus luces de navegación encendidas, mientras se escapaba de ellos, rumbo a la historia. No quedaba tiempo para una despedida emotiva; en menos de un minuto operarían los propulsores de Leonov.
Floyd nunca la había oído funcionar a toda potencia, y ahora quería protegerse los oídos del rugido que llenaba el universo. Los diseñadores de Leonov no habían desperdiciado carga en una aislación de sonido que sería utilizada apenas por unas horas, en un viaje que duraría varios años. Y su propio peso le parecía enorme, aunque en realidad era sólo una cuarta parte del que había conocido toda su vida.
En pocos minutos, Discovery había desaparecido a popa, aunque su luz de posición pudo verse hasta que cayó detrás del horizonte. Una vez más, se dijo Floyd, estoy rodeando Júpiter; pero esta vez voy ganando velocidad, no perdiéndola. Es apenas visible en la oscuridad, con la nariz apretada contra la ventana de observación espió a Zenia. ¿Estaría también ella reviviendo la última ocasión, cuando habían compartido la hamaca? Ahora no había peligro de incineración; por lo menos ya no estaría aterrada por ese destino en particular. De cualquier manera, parecía una persona más segura y alegre, sin duda gracias a Max… Y tal vez, también a Walter.
Debió haber percibido su mirada, porque se volvió y sonrió, señalando el enmarañado paisaje nuboso de abajo.
—¡Mira! —gritó en su oído—. ¡Júpiter tiene una nueva luna!
¿Qué trataba de decir?, se preguntaba Floyd. Su inglés seguía sin ser muy bueno, pero no podía haber cometido un error en una oración tan simple como ésa. Estaba seguro de haberla escuchado correctamente, pero seguía señalando hacia abajo, no hacia arriba…
Y entonces se dio cuenta de que la escena inmediatamente debajo de él se había vuelto mucho más brillante. Se distinguían amarillos y verdes que antes eran invisibles. Algo mucho más luminoso que Europa estaba iluminando las nubes jovianas.
Era la propia Leonov, muchas veces más brillante que el sol joviano del atardecer, que había causado una falsa alborada al mundo que abandonaba para siempre. Una estela de plasma incandescente de cien kilómetros de largo seguía a la nave, mientras los escapes del Propulsor Sakharov disipaban sus energías remanentes en el espacio vacío.
Vasili estaba haciendo un anuncio, pero las palabras eran completamente ininteligibles. Floyd miró su reloj; sí, tendría que ser ahora. Habían adquirido la velocidad de escape de Júpiter. El gigante ya nunca podría recapturarlos.
Y entonces, miles de kilómetros al frente, apareció un gran arco brillante en el cielo: el primer destello del verdadero amanecer joviano, tan lleno de promesas como cualquier arco iris de la Tierra. Segundos después, el sol se levantó para saludarlos; el glorioso Sol, que cada día se volvería más grande y más brillante.
Pocos minutos de aceleración constante, y Leonov sería lanzada irrevocablemente rumbo a casa. Floyd tuvo una abrumadora sensación de relajamiento. Las leyes inmutables de la mecánica celeste lo guiarían a través del Sistema Solar interior, pasando las confusas órbitas de los asteroides, y más allá Marte… Nada podría evitar que llegara a Tierra.
En la euforia del momento, había olvidado todo respecto de la mancha negra, que se seguía expandiendo sobre la superficie de Júpiter.