Pero una vez que se hubo apagado la estupefacción inicial, reflexionando sobre ello, era difícil entender cómo una mancha negra que se expandía sobre la superficie de Júpiter podía constituir un peligro. Era algo extraordinario —inexplicable—; pero no tan importante como los críticos sucesos que vendrían dentro de apenas siete horas. Todo lo que importaba ahora era una impulsión exitosa en el perijoveo; tendrían mucho tiempo para estudiar puntos negros y misteriosos en el viaje de regreso.
También para dormir; Floyd había abandonado todo intento de hacerlo. Aunque la sensación de peligro —al menos, de peligro conocido— era mucho menor que en su primer acercamiento a Júpiter, sentía una mezcla de excitación y aprensión que lo mantenía despierto. La excitación era natural y comprensible; las causas de la aprensión más complejas. Floyd tenía como regla no preocuparse nunca por aquello sobre lo cual no tuviera ningún control; cualquier amenaza externa se revelaría a su debido tiempo, y sería enfrentada. Pero no podía evitar preguntarse si habían hecho todo lo posible para salvaguardar sus naves.
Además de las fallas mecánicas de a bordo, había dos aspectos principales de que ocuparse. Aunque las cintas que mantenían unidas a Leonov y Discovery no habían mostrado tendencia a resbalar, todavía debían pasar su prueba más severa. Casi igualmente crítico sería el momento de la separación, cuando la más pequeña de las cargas explosivas, que una vez se había pensado usar para sacudir a Hermano Mayor, fuera detonada a una distancia incómodamente cercana. Y, desde luego, estaba Hal…
Había conducido la maniobra de salida de órbita con precisión exquisita. Había corrido sin comentarios ni objeciones la simulación del acercamiento a Júpiter, hasta la última gota de combustible de Discovery. Pero, a pesar de que Chandra le había explicado, cuidadosamente, como se había convenido, qué era lo que intentaban hacer, ¿entendería Hal verdaderamente qué estaba sucediendo?
Floyd tenía una preocupación dominante, que en los últimos días se había transformado casi en obsesión. Se imaginaba que todo funcionaba perfectamente, las naves estaban a mitad de camino de la maniobra final, el disco enorme de Júpiter llenaba el cielo a pocos kilómetros abajo de ellos, … y entonces Hal, carraspeando electrónicamente decía: «Doctor Chandra, ¿le importaría que le hiciese una pregunta?».
No sucedió exactamente así.
El Gran Punto Negro, como había sido inevitablemente bautizado, estaba siendo arrastrado fuera del campo de visión por la veloz rotación de Júpiter. En pocas horas, las naves —que seguían acelerando— lo volverían a encontrar en el lado nocturno del planeta; pero ésta era la última oportunidad de observarlo de cerca a plena luz del sol.
Seguía creciendo a una velocidad extraordinaria; en las últimas dos horas, había doblado su área. De no ser por el hecho de que mantenía su negrura al expandirse, hubiera podido ser una mancha de tinta extendiéndose en el agua. Su contorno —que ahora se ampliaba a una velocidad cercana a la del sonido en la atmósfera joviana— seguía apareciendo borroso y desenfocado; finalmente se comprendió la causa de ello, dando la máxima potencia al telescopio de la nave.
A diferencia del Gran Punto Rojo, el Gran Punto Negro no era una estructura continua; estaba compuesto de una multitud de pequeños puntos, como un reticulado gráfico con un cristal de gran aumento. En casi toda su área, los puntos estaban tan cercanos que casi se tocaban, pero en el borde se espaciaban más y más, de tal manera que el punto terminaba en una gris penumbra, en lugar de un contorno definido.
Debía haber casi un millón de aquellos puntos misteriosos, claramente ovalados; más que círculos, elipses. Katerina, la persona menos imaginativa de a bordo, sorprendió a todos diciendo que se veían como si alguien hubiera tomado una bolsa de arroz, la hubiera pintado de negro y la hubiese volcado sobre la superficie de Júpiter.
Ahora el sol se estaba escondiendo detrás del enorme arco del lado diurno —que se estrechaba rápidamente— y por segunda vez, Leonov se precipitaba hacia la noche joviana para una cita con el destino. En menos de treinta minutos se iniciaría la impulsión final, y todo comenzaría a suceder en forma vertiginosa.
Floyd se preguntaba si debería haberse unido a Chandra y a Curnow, que montaban guardia en Discovery. Pero él no podía hacer nada; en una emergencia, sólo sería un estorbo. El interruptor estaba en el bolsillo de Curnow, y Floyd sabía que las reacciones del joven eran mucho más veloces que las suyas. Si Hal mostraba el menor signo de indisciplina, podía ser desconectado en menos de un segundo; pero Floyd tenía la certeza de que no sería necesario tomar una medida tan extrema. Al haber sido autorizado para hacer las cosas a su manera, Chandra había cooperado sin reticencias en aprontar los procedimientos para el comando manual, de presentarse tan desafortunada necesidad. Floyd tenía confianza en que cumpliría con su deber, por más que no estuviera de acuerdo.
Curnow no se hallaba tan seguro. Estaría más conforme, había dicho a Floyd, si dispusiera de un dispositivo de seguridad múltiple, bajo la forma de un segundo interruptor… para Chandra. Entretanto, nadie podía hacer otra cosa que esperar y observar el cada vez más cercano paisaje nuboso del lado nocturno, tenuemente iluminado por la luz que reflejaban los satélites, el brillo de las reacciones fotoquímicas, y los frecuentes relámpagos titánicos, causados por tormentas de mayor superficie que la Tierra.
El sol se escondió detrás de ellos, eclipsado en pocos segundos por el globo al que se aproximaban tan velozmente. Cuando lo volvieran a ver, deberían estar rumbo al hogar.
«Veinte minutos para la ignición. Todos los sistemas nominales».
—Gracias, Hal.
Me pregunto si Chandra era totalmente sincero, pensaba Curnow, cuando dijo que Hal se confundiría si alguien más le hablaba. Yo mismo he hablado bastante con él, cuando no había nadie cerca, y siempre me comprendió perfectamente. Pero ya no queda mucho tiempo para una conversación amistosa, aunque ayudaría a reducir la tensión.
¿Qué pensaría realmente Hal —si es que pensaba— acerca de la misión? Toda su vida, Curnow se había mantenido alejado de las cuestiones filosóficas o abstractas: «Yo soy una persona de tuercas y tornillos», había proclamado siempre, aunque no había mucho de eso en una nave espacial. En otra época se hubiera reído de la idea, pero ahora comenzaba a preguntarse: ¿Presentiría Hal que pronto sería abandonado?, y en ese caso, ¿estaría resentido? Curnow casi llevó la mano al interruptor que tenía en el bolsillo, pero se controló. Había hecho eso tantas veces que Chandra podría sospechar.
Por centésima vez, revisó la secuencia de hechos que deberían desarrollarse durante la próxima hora. Apenas se agotara el combustible de Discovery, cortarían todos los sistemas, excepto los esenciales, y regresarían rápidamente a Leonov a través del tubo conector. Éste sería desacoplado, explotarían las cargas, las naves se separarían… y comenzarían a funcionar los motores de la propia Leonov. El alejamiento se produciría, si todo funcionaba de acuerdo con lo previsto, justo cuando estuvieran en el punto más cercano a Júpiter; ello permitiría sacar el máximo provecho del campo gravitacional del planeta.
«Quince minutos para la ignición. Todos los sistemas nominales».
—Gracias, Hal.
—A propósito —dijo Vasili, desde la otra nave—. Ahí viene otra vez el Gran Punto Negro. Tal vez podamos ver algo nuevo.
«Preferiría que no», pensó Curnow, «ya tenemos las manos bastante ocupadas». No obstante, dirigió una breve mirada a la imagen que Vasili transmitía en el monitor del telescopio.
Al principio sólo veía la suave fosforescencia del lado nocturno del planeta; en seguida avistó en el horizonte, un deformado círculo de oscuridad más profunda. Se estaban acercando a él a una velocidad increíble.
Vasili aumentó la entrada de luz, y la imagen se iluminó mágicamente. Al fin, el Gran Punto Negro se resolvió en sus millones de elementos idénticos…
«¡Dios mío!», pensó Curnow, «¡no puedo creerlo!».
Escuchó exclamaciones de sorpresa desde Leonov: los demás habían compartido aquella misma revelación, al mismo tiempo que él.
«Doctor Chandra», dijo Hal, «detecto estructuras vocales de gran tensión. ¿Hay algún problema?».
—No, Hal —contestó Chandra rápidamente—. La misión progresa con normalidad. Sólo hemos recibido una sorpresa; eso es todo. ¿Qué piensas tú de la imagen del monitor en el circuito 16?
—Veo el lado nocturno de Júpiter. Hay un área circular, 3250 kilómetros de diámetro, cubierta casi por completo de objetos rectangulares.
—¿Cuántos?
Después de la menor de las pausas, Hal hizo brillar la cifra en la pantalla:
1.355.000 con un error probable de más o menos 1.000.
—¿Y los reconoces?
—Sí. Son idénticos en tamaño y forma al objeto al que ustedes se refieren como Hermano Mayor. Diez minutos para la ignición. Todos los sistemas nominales.
«No los míos», pensó Curnow. Así que la maldita cosa había bajado a Júpiter, y se había multiplicado. Había algo cómico y siniestro a la vez acerca de esa plaga de monolitos negros; y para su sorpresa, la increíble imagen de la pantalla-monitor tenía una cierta familiaridad sobrenatural.
¡Desde luego: era eso! Aquellos rectángulos negros idénticos le recordaban las piezas del dominó. Años atrás, había visto un documental que mostraba cómo un equipo de japoneses medio locos habían colocado pacientemente un millón de piezas de dominó paradas sobre sus extremos, una a continuación de la otra, de tal manera que cuando se golpeara la primera, las demás caerían inevitablemente. Las habían ordenado en complejas estructuras, algunas bajo del agua, o en pequeñas escalerillas, otras a lo largo de múltiples dibujos, de forma que produjeran nuevas figuras y estructuras al caer. Había llevado semanas prepararlas; Curnow recordaba que los temblores habían arruinado muchas veces el evento, y la caída final, desde la primera ficha hasta la última, había tardado más de una hora.
«Ocho minutos para la ignición. Todos los sistemas nominales; doctor Chandra, ¿puedo hacer una sugerencia?».
—¿De qué se trata, Hal?
«Es un fenómeno muy inusual. ¿No cree que debería suspender la cuenta regresiva, para que ustedes pudieran quedarse a estudiarlo?».
A bordo de Leonov, Floyd comenzó a moverse rápidamente hacia el puente. Tanya y Vasili podrían necesitarlo. Para no mencionar a Chandra y a Curnow… ¡Qué situación! ¿Y si Chandra se ponía del lado de Hal? Si lo hiciera, ¡ambos podrían tener razón! Después de todo ¿no era precisamente ésa la razón por la que habían venido?
Si suspendían la cuenta regresiva, las naves darían una vuelta alrededor de Júpiter y volverían al mismo punto en diecinueve horas. Tal espera no crearía problemas; él mismo lo habría recomendado firmemente de no haber sido por aquel enigmático aviso.
Pero habían recibido más que un aviso. Debajo de ellos había una plaga planetaria que se extendía sobre la superficie de Júpiter. Tal vez se estuvieran escapando del fenómeno más extraordinario en la historia de las ciencias. Aun así, preferiría estudiarlo desde una distancia más segura.
«Seis minutos para la ignición», dijo Hal. «Todos los sistemas nominales. Estoy listo para detener la cuenta si usted me autoriza. Permítame recordarle que mi directiva primordial es estudiar todo lo que en el espacio de Júpiter pueda tener relación con la inteligencia».
Floyd reconoció esa frase al instante: la había redactado él mismo. Ahora desearía poder borrarla de la memoria de Hal.
Poco después llegaba al puente y se unía a los Orlov. Ambos lo miraron con inquietud.
—¿Qué recomiendas? —preguntó Tanya rápidamente.
—Me temo que todo está en manos de Chandra. ¿Puedo hablar con él… por línea privada?
Vasili le alcanzó el teléfono.
—¿Chandra? Supongo que Hal no puede escucharnos.
—Correcto, doctor Floyd.
—Debe hablarle de inmediato. Persuadirlo de que la cuenta regresiva debe continuar, decirle que apreciamos su… eh, entusiasmo científico, y que confiamos en que podrá hacer el trabajo sin nuestra ayuda. Por supuesto, estaremos todo el tiempo en contacto con él.
«Cinco minutos para la ignición todos los sistemas nominales. Continúo esperando su respuesta, doctor Chandra».
«Nosotros también», pensó Curnow, a un metro apenas del científico, «y si finalmente tengo que apretar ese botón, será un alivio. En realidad lo voy a disfrutar mucho».
—Muy bien, Hal. Prosigue con la cuenta. Tengo la más absoluta confianza en tu habilidad para estudiar todos los fenómenos del espacio de Júpiter sin nuestra supervisión. Por supuesto, continuaremos en contacto ininterrumpido.
«Cuatro minutos para la ignición. Todos los sistemas nominales. Presurización de los tanques de combustible completada. Voltaje para el encendido del plasma, estable. ¿Está seguro de haber adoptado la decisión adecuada, doctor Chandra? Me gusta trabajar con seres humanos, y tengo con ellos una relación estimulante. Inclinación de la nave correcta hasta coma, un milirradián».
—A nosotros nos gusta trabajar contigo, Hal. Y lo seguiremos haciendo, aunque estemos a millones de kilómetros de distancia.
«Tres minutos para la ignición. Todos los sistemas nominales. Protección contra radiación verificada. Está el problema del retardo temporal, doctor Chandra. Puede que sea necesario consultarse mutuamente sin ninguna demora».
«Esto es enfermizo», pensaba Curnow, sin alejar su mano del interruptor. «Estoy empezando a creer que Hal se siente solo. ¿Estará mimetizando algún aspecto de la personalidad de Chandra que nunca hemos sospechado?».
Las luces titilaron, tan imperceptiblemente que sólo alguien familiarizado con cada señal del comportamiento de Discovery lo habría notado. Podía ser una noticia buena o mala: el comienzo de la secuencia de encendido del plasma, o su terminación…
Arriesgó una rápida mirada a Chandra; el rostro del pequeño científico estaba indeciso, ansioso; por primera vez, Curnow sintió por él verdadera compasión. Y recordó la secreta información que Floyd le había confiado, la oferta de Chandra de permanecer en la nave, y quedarse acompañando a Hal durante los tres años del viaje de regreso. No había escuchado nada más sobre el asunto, supuestamente se habría olvidado todo en forma callada después del aviso. Pero tal vez Chandra se sintiera tentado nuevamente; si así fuera, a esa altura ya no habría nada que hacer. No habría tiempo de hacer los arreglos necesarios, aun cuando se quedaran durante otra órbita y pusieran la partida más allá del límite. Lo que por cierto Tanya no permitiría después de todo lo que había sucedido.
—Hal —murmuró Chandra, tan bajo que Curnow apenas podía oírlo—. Tenemos que irnos. No tengo tiempo para darte todas las razones, pero te aseguro que es la verdad.
«Dos minutos para la ignición. Todos los sistemas nominales. Secuencia final iniciada. Lamento que no puedan quedarse. ¿No puede darme algunas razones, en orden de importancia?».
—No en dos minutos, Hal. Procede a la cuenta regresiva. Te lo explicaré más tarde. Aún disponemos de una hora… juntos.
Hal no contestó. El silencio agobiaba más y más. Seguramente el aviso de un minuto había sido pasado por alto…
Curnow miró su reloj. «¡Dios mío!», pensó, «¡Hal se lo ha saltado! ¿Habrá detenido la cuenta?».
La mano de Curnow se dirigió vacilante hacia el interruptor. «¿Qué hago ahora? ¡Ojalá Floyd dijera algo, maldita sea, pero seguramente tiene miedo de empeorarlo todo…! Esperaré hasta el tiempo cero; no, no es tan crítico; digamos un minuto más, entonces sí, lo decapito, y asumimos el comando manual…».
Desde muy, muy lejos, provino un silbido débil, como el sonido de un tornado que corre detrás de la línea del horizonte. Discovery comenzó a vibrar; se sintió la primera advertencia del retorno de la gravedad…
«Ignición», dijo Hal. «Impulso total en T más quince segundos».
—Gracias, Hal —contestó Chandra.