Nadie me lo creería sin ver las fotografías, pensaba Max Brailovsky, cuando orbitaba las dos naves a medio kilómetro de distancia. La escena era cómicamente indecente, como si Leonov estuviera violando a Discovery ahora que lo pensaba, el achatado y compacto navío ruso parecía un macho, si se lo comparaba con la esbelta y delicada nave norteamericana. Pero casi todas las operaciones de amarre tenían claras connotaciones sexuales, y él recordaba que uno de los primeros cosmonautas —no recordaba su nombre— había sido reprendido por ser demasiado expresivo al relatar el… hem, clímax de la misión.
Hasta donde podía decir de su cuidadosa revisión, todo estaba en orden. La tarea de colocar en posición a las dos naves y de asegurarlas con firmeza había llevado más de lo esperado. Hubiera resultado totalmente imposible sin uno de esos golpes de suerte que a veces —no siempre— favorecen a quien los merece. Providencialmente Leonov había llevado varios kilómetros de cinta de fibra de carbono, no más ancha que el moño que podría usar una niña para sujetarse el cabello, pero capaz de soportar tensiones de varias toneladas. Se había incluido con la intención de amarrar equipos de instrumental a Hermano Mayor, si fallaba todo lo demás. Ahora ataba a Leonov y a Discovery en un tierno abrazo; suficientemente firme, se esperaba, como para evitar temblores y choques en cualquier aceleración hasta alcanzar el décimo de ge, máximo que podría proporcionar todo el empuje inicial.
—¿Quieres que verifique algo más antes de volver a casa?
—No —contestó Tanya—. Se ve todo muy bien. Y no podemos perder más tiempo.
Eso era bastante cierto. Si se tomaba en serio aquel aviso misterioso —y, en verdad, ahora todos lo tomaban en serio— deberían comenzar la maniobra de escape dentro de las próximas veinticuatro horas.
—Bien; llevaré a Nina de regreso al establo. Lo siento, pequeña.
—Nunca nos dijiste que Nina fuera una yegua.
—Y tampoco lo digo ahora. Me entristece tener que arrojarla al espacio, sólo para obtener unos pocos miserables metros de más por segundo.
—Podemos llegar a estar muy contentos de ellos, Max. De todos modos, siempre existe la posibilidad de que alguien vuelva y la rescate, algún día.
«Lo dudo mucho», pensó Max. Y tal vez, después de todo, fuera apropiado dejar allí la pequeña Cápsula espacial, como recuerdo permanente de la primera visita del Hombre al reino de Júpiter.
Con pulsos suaves, cuidadosamente sincronizados, de los reactores de control, condujo a Nina alrededor de la gran esfera del módulo habitacional de Discovery; sus colegas del puente de vuelo apenas la vieron pasar cuando cruzó frente a su ventana curvada. La puerta del Hangar de las Arvejas bostezó frente a él, y después de posar delicadamente a Nina en el brazo extendido del muelle, Max desmontó.
—Súbanme —dijo apenas se oyó el click del cierre de puertas—. Eso es lo que llamo una EVA bien planeada. Queda un kilogramo entero de propelente para sacar a Nina por última vez.
Normalmente no había mucho dramatismo alrededor de un despegue en el espacio profundo, no existían esos fuegos y truenos —y sus riesgos siempre presentes— de la partida desde una superficie planetaria. Si algo funcionaba mal, y los motores no alcanzaban a proporcionar todo el impulso, generalmente se podían corregir las cosas con una explosión un poco más prolongada. O se podía esperar al próximo punto apropiado de la órbita, y volver a intentar.
Pero esta vez, mientras la cuenta regresiva se acercaba a cero, la tensión a bordo de ambas naves era casi palpable. Todos sabían que era la primera prueba real de la docilidad de Hal; sólo Floyd, Curnow y los Orlov conocían la existencia de un sistema alternativo. Y ni siquiera ellos estaban absolutamente seguros de que funcionara.
«Buena suerte, Leonov», dijo Control de Misión, sincronizando el mensaje para que llegara cinco minutos antes de la ignición. «Esperamos que todo vaya sobre ruedas. Y si no es mucha molestia, tomen algunos primeros planos del Ecuador, 115 grados de longitud, al rodear a Júpiter. Hay una curiosa mancha negra; presumiblemente, un remolino, perfectamente circular, de unos cien kilómetros de diámetro. Parece la sombra de un satélite, pero no puede ser eso».
Tanya acusó recibo, logrando, con notablemente pocas palabras, comunicar una profunda falta de interés por la meteorología de Júpiter en ese momento. A veces, Control de Misión daba muestras de ingenio profundo para la falta de tacto y el sentido de la oportunidad.
«Todos los sistemas funcionan normalmente», dijo Hal. «Dos minutos para la ignición».
Era extraño, pensaba Floyd, cómo la terminología sobrevive mucho tiempo a la tecnología que le dio origen. Sólo los cohetes químicos eran capaces de una ignición; aun cuando el hidrógeno de una reacción nuclear o plasmática entrara realmente en contacto con el oxígeno, estaría demasiado caliente para quemarse. A tales temperaturas, todos los compuestos se descomponían en sus elementos básicos.
Su mente comenzó a divagar, buscando otros ejemplos. La gente, especialmente de mayor edad, seguía hablando de poner la película en la cámara o cargar nafta en el coche. Inclusive la frase «cortar la cinta» seguía escuchándose alguna vez en los estudios de grabación, aunque abarcara dos generaciones de tecnología obsoleta.
«Un minuto para la ignición».
Su mente volvió al aquí y ahora. Ése era el minuto que contaba; durante casi cien años, en pistas de lanzamiento y centros de control, ésos fueron los sesenta segundos más largos de la historia. Innumerables veces habían terminado en un desastre; pero sólo los triunfos eran recordados. ¿Qué pasaría con ellos ahora?
La tentación de llevar una vez más la mano al bolsillo que guardaba el activador del corte era casi irresistible aunque la lógica indicaba que había mucho tiempo para una acción correctiva. Si Hal no obedeciera el programa, sería una molestia… no un desastre. El momento realmente crítico vendría cuando estuvieran volando a Júpiter.
«Seis… cinco… cuatro… tres… dos… uno… ¡IGNICIÓN!».
Al comienzo, el empuje fue casi imperceptible; tardó casi un minuto en alcanzar el décimo de ge. Sin embargo, todos aplaudieron inmediatamente, hasta que Tanya hizo una señal de silencio. Había demasiado que controlar; aun cuando Hal se portara bien —como parecía estar haciendo— había muchas cosas que podían fallar todavía.
El complejo de antenas de Discovery —que ahora absorbía la mayor parte de la inercia de Leonov— no había sido pensado para una sobrecarga semejante. El diseñador en jefe de la nave, que habían llamado a su lugar de retiro, había asegurado que el margen de seguridad era adecuado. Pero podría equivocarse; y se sabía de materiales que se tornaron quebradizos después de años de estar en el espacio…
Y las cintas que mantenían juntas a las dos naves podían no haber sido colocadas de la forma adecuada; podrían estirarse, o resbalar. Discovery podría no ser capaz de compensar aquel desequilibrio axial de masas, ahora que transportaba mil toneladas a caballo. Floyd imaginaba una docena de cosas que podían fallar; no era gran consuelo recordar que siempre era una decimotercera la que finalmente fallaba.
Pero los minutos se sucedían sin novedad; la única prueba de que los motores de Discovery estaban funcionando era la pequeña gravedad inducida por la aceleración, y la suave vibración que se transmitía a través de las paredes de las naves. Ío y Júpiter seguían allí, donde habían estado siempre, en lados opuestos del cielo.
—Corte de impulsión en diez segundos. Nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno, ¡YA!
—Gracias, Hal. Listo el botón.
Ésa era otra frase muy anticuada; hacía ya una generación, las almohadillas de contacto habían reemplazado completamente a los botones. Pero no en todos los casos; en ocasiones críticas, era preferible tener una piecita que se moviera con un agradable y tranquilizador click.
—Confirmado —dijo Vasili—. No hay necesidad de correcciones hasta la mitad del trayecto.
—Saluden a la sensual y exótica Ío; verdadero sueño dorado de los agentes inmobiliarios, —dijo Curnow—. Tendremos mucho gusto en extrañarle.
Eso se parece más al viejo Walter, se dijo Floyd. En las últimas semanas se lo había visto apagado, como si tuviera algo en la cabeza. (¿Pero quién no lo tenía?). Pasaba gran parte de su tiempo libre en sosegadas conversaciones con Katerina; Floyd esperaba que no tuviera algún problema médico. Hasta el momento habían sido muy afortunados al respecto; lo último que necesitaban era una emergencia que requiriera de la experiencia de la cirujano-comandante.
—No te muestras amable, Walter —dijo Brailovsky—. Estaba empezando a disfrutar del lugar. Podría ser divertido pasear con un bote en esos lagos de lava.
—¿Y qué de una parrillada en un volcán? —¿O un auténtico baño de azufre derretido?
Todos se sentían más alegres, y hasta un poco histéricos por el alivio. A pesar de que era demasiado pronto para relajarse, y de que aún faltaba la fase más crítica de la maniobra de escape, se había dado el primer paso seguro en el largo camino al hogar. Ésa era razón suficiente para un modesto festejo.
No duró mucho, porque inmediatamente Tanya ordenó a todos aquellos que no tuvieran una tarea específica, que intentaran descansar —y en lo posible dormir— para la maniobra con Júpiter, que sería en apenas nueve horas. Como los aludidos tardaban en moverse, Sasha despejó el puente, gritando: «¡Serán colgados por esto, perros amotinados!». Hacía dos noches, como rara distracción, todos habían visto la cuarta versión de Motín a bordo, en la cual, según decían los historiadores de cine, aparecía el mejor capitán Bligh desde el legendario Charles Laughton. Se tenía la impresión general de que Tanya no debería haberla visto, porque podría copiar algunas ideas.
Después de dos inquietas horas en el capullo, Floyd abandonó la persecución del sueño y vagó hasta la cubierta de observación. Júpiter era mucho más grande y crecía lentamente a medida que las naves se precipitaban hacia su perigeo sobre el lado nocturno. Aquel disco glorioso presentaba tal profusión de detalles —cinturones de nubes, puntos que iban desde un blanco deslumbrante hasta un rojo ladrillo, remolinos oscuros de las desconocidas profundidades, el óvalo ciclónico del Gran Punto Rojo— que el ojo humano no tenía manera de abarcarlas. En ese momento pasaba la redonda sombra negra de una luna; Floyd suponía que podría ser Europa. Estaba viendo este paisaje increíble por última vez; aunque tendría que rendir con el máximo de eficiencia dentro de seis horas, hubiera sido un crimen desperdiciar durmiendo aquellos preciosos momentos.
¿Dónde estaba aquella mancha que Control de Misión les había pedido que observaran? Ya debería estar a la vista, pero Floyd no estaba seguro de que fuera visible a simple vista. Vasili estaría muy ocupado para preocuparse por eso; tal vez, él pudiera ayudar practicando un poco de astronomía amateur. Después de todo, había habido una corta época, hacía treinta años apenas, en que se había ganado la vida como profesional.
Activó los controles del telescopio principal de cincuenta centímetros —afortunadamente el bulto adyacente de Discovery no había bloqueado el campo de visión— y recorrió la línea del ecuador a potencia media. Y ahí estaba, saliendo desde el borde del disco.
Por fuerza de las circunstancias, Floyd era ahora uno de los diez expertos más grandes en Júpiter del Sistema Solar; los otros nueve estaban trabajando o durmiendo en las cercanías. De inmediato notó algo muy extraño en esa mancha; era tan negra que parecía un agujero practicado a través de las nubes. Desde su perspectiva se veía como una elipse perfectamente recortada; Floyd calculó que vista directamente desde arriba sería un círculo perfecto. Grabó unas pocas imágenes y luego aumentó la potencia al máximo. La veloz rotación de Júpiter había colocado aquella formación en una posición más accesible; y cuanto más observaba Floyd más se asombraba.
—Vasili —llamó por el intercomunicador—, si tienes un minuto para perder, echa una mirada al monitor de cincuenta centímetros.
—¿Qué estás observando? ¿Es importante? Estoy controlando la órbita.
—Tómate tu tiempo, desde luego. Pero he encontrado la mancha que informó Control de Misión. Es muy peculiar.
—¡Demonios! Me había olvidado de eso. Buenos observadores seremos para que esos tipos de Tierra tengan que decirnos dónde mirar. Dame otros cinco minutos; no se escapará.
Bastante cierto, pensó Floyd; en realidad, se volverá más nítida. Y no había nada de malo en perderse algo que los astrónomos terrestres, o lunares, habían detectado. Júpiter era muy grande, habían estado muy ocupados, y los telescopios de la Luna y la Tierra eran cien veces más poderosos que el instrumento que estaba utilizando ahora.
Pero la mancha se hacía más y más peculiar. Por primera vez, Floyd comenzó a tener una clara sensación de incomodidad. Hasta ese momento, nunca se le había ocurrido que esa mancha pudiera ser otra cosa que una formación natural, algún truco de la increíblemente compleja meteorología de Júpiter. Ahora empezaba a dudar.
Era tan negra como la misma noche. ¡Y tan simétrica! A medida que se hacía más nítida se veía que obviamente era un círculo perfecto. Sin embargo sus contornos no estaban netamente definidos; el perímetro tenía una extraña irregularidad, como si estuviera ligeramente desenfocado.
¿Era su imaginación, o había crecido, inclusive mientras lo miraba? Hizo una rápida estimación y decidió que el objeto tendría unos dos mil kilómetros de diámetro. Era apenas más pequeño que la todavía visible sombra de Europa, pero tanto más oscuro que no había riesgo de confusión.
—Echemos un vistazo —dijo Vasili, en un tono casi condescendiente—. ¿Qué crees que has encontrado? ¡Oh…! —Su voz se perdió en el silencio.