Cuando alguien pasa muchos meses con un grupo pequeño y aislado de personas, se vuelve muy sensible a los ánimos y estados emocionales de cada uno de sus miembros. Floyd percibía un cambio sutil en la actitud hacia él; su manifestación más obvia era la reaparición del antiguo apelativo «doctor Floyd»; hacía tanto tiempo que no lo escuchaba que le costaba reaccionar para responder.
Nadie, de eso estaba seguro, creía que se hubiera vuelto realmente loco; pero se consideraba la posibilidad. No estaba resentido por ello; en verdad, le divertía la tarea de demostrar su salud mental.
Recibió un cierto testimonio a su favor desde Tierra. José Fernández seguía asegurando que su esposa había informado de un encuentro con David Bowman, mientras ella continuaba negándolo y rechazando todo contacto con los medios de información. Era difícil entender por qué el pobre José habría inventado una historia tan peculiar, sobre todo porque Betty parecía una persona obstinada, y de reacciones más bien impetuosas. En su cama de hospital, su marido había declarado que seguía amándola, y que lo suyo era sólo un desacuerdo temporario.
Floyd esperaba que la frialdad de Tanya para con él también fuera temporaria. Estaba casi seguro de que ella estaba tan descontenta con el asunto como él, y de que su actitud no era deliberada. Había pasado algo que no encajaba en su sistema de creencias, y por eso trataba de evitar cualquier cosa que se lo recordara. Eso significaba tener que ver con Floyd tan poco como fuera posible; una situación muy desafortunada, ahora que se acercaba rápidamente la etapa crítica de la misión.
No había sido fácil explicar la lógica del plan operacional de Tanya, a los millones que esperaban en Tierra; especialmente a las impacientes cadenas de televisión, que se estaban cansando de mostrar las mismas vistas inmutables de Hermano Mayor. «¡Han viajado tanto, con un costo enorme, y todo lo que hacen es sentarse y mirar a esa cosa! ¿Por qué no hacen algo?». Tanya había dado la misma respuesta a todas las críticas: «Lo haré, apenas se abra la ventana de lanzamiento, de manera que podamos alejarnos inmediatamente si hay alguna reacción adversa».
Ya se habían estudiado y convenido con Control de Misión los planes para el asalto final a Hermano Mayor. Leonov se acercaría con lentitud, probando todas las frecuencias, y con una potencia firmemente creciente; además, iría informando a Tierra continuamente. Cuando se realizara el contacto final, tratarían de obtener muestras, ya sea taladrando o con un espectroscopio láser; realmente nadie esperaba que estos esfuerzos funcionaran, ya que después de una década de estudios, TMA-1 había resistido todo tipo de intento de analizar su material. Los mejores esfuerzos de los científicos humanos en ese sentido parecían comparables a los de los hombres de la Edad de Piedra, tratando de penetrar la roca de una caverna con sus hachas de pedernal.
Finalmente, se aplicarían eco-sondas y otros instrumentos sismográficos a la cara de Hermano Mayor. Se había traído una gran variedad de adhesivos para tal fin; y si eso no funcionaba… bien, siempre se podría recurrir a unos pocos kilómetros de anticuada y sólida cuerda; aunque había algo de cómico en la idea de envolver al mayor misterio del Sistema Solar, como a un bulto postal.
Sólo cuando Leonov estuviera bien en su rumbo de regreso se detonarían pequeñas cargas explosivas, con la esperanza de que las ondas propagadas a través de Hermano Mayor revelaran algo acerca de su estructura. Esta última medida fue debatida calurosamente, tanto por los que sostenían que no produciría resultado alguno, como por los que temían que produjera demasiados.
Durante mucho tiempo, Floyd había vacilado entre ambas posiciones; ahora, el asunto sólo tenía una importancia trivial.
El momento del contacto final con Hermano Mayor —el gran momento, que debería haber sido el clímax de la expedición— estaba en el lado equivocado de aquel misterioso límite. Heywood Floyd estaba convencido de que pertenecía a un futuro que nunca existiría; pero no pudo conseguir que nadie estuviera de acuerdo con él.
Y ése era el menor de los problemas. Aun cuando lo aceptaran no había nada que pudieran hacer al respecto.
La última persona de la que hubiera esperado la solución del dilema era Walter Curnow. Porque Walter era el compendio del ingeniero: concreto, práctico, desconfiado de los relámpagos de brillantez y de las soluciones instantáneas de dificultades tecnológicas. Nunca nadie lo podría acusar de ser un genio; y a veces se requería genio para ver lo ciegamente obvio.
—Considera esto como un mero ejercicio intelectual —había comenzado, con una inusual vacilación—. Estoy preparado para ser abucheado.
—Continúa —contestó Floyd—. Te escucharé en forma cortés. Es lo menos que puedo hacer; todos han sido muy corteses conmigo. Demasiado corteses, me temo.
Curnow esbozó una sonrisa torcida.
—¿Puedes culparlos? Si te sirve de consuelo, al menos hay tres personas que te toman en serio, y están pensando qué hacer.
—¿Ese tres te incluye a ti?
—No; yo estoy en el medio, lo que nunca resulta terriblemente cómodo. Pero, en caso de que tuvieras razón, no quiero quedarme aquí esperando, y recibir lo que venga. Creo que hay una respuesta a cada problema, si buscas en el lugar adecuado.
—Me encantaría saberlo. He buscado mucho estas respuestas. Posiblemente en el lugar incorrecto.
—Tal vez. Si queremos efectuar una veloz retirada, digamos en quince días, para anticiparnos a ese límite, necesitaremos un delta V extra de unos treinta kilómetros por segundo.
—Eso calcula Vasili. No me he molestado en verificarlo, pero estoy seguro de que es correcto. Después de todo, él nos trajo hasta aquí.
—Y nos podría sacar, si tuviera el combustible adicional.
—Y si tuviéramos el transportador molecular de Viaje a las Estrellas, estaríamos en la Tierra en una hora.
—Trataré de fabricar uno cuando tenga un rato libre. Pero mientras tanto, querría señalar que tenemos varios cientos de toneladas del mejor propelente posible, en los tanques de Discovery.
—Lo hemos pensado docenas de veces. No hay forma de transferirlos a Leonov. No tenemos mangueras, ni bombas adecuadas. Y no puedes llevar amoníaco líquido en baldes, ni siquiera en esta parte del Sistema Solar.
—Exactamente. Pero no hay necesidad de ello.
—¿Eh?
—Quemémoslo exactamente donde está. Usemos a Discovery como primera etapa, y que nos impulse a casa.
Si la sugerencia la hubiera hecho otro que no fuera Walter Curnow, Floyd se hubiera reído de él. Pero como de él se trataba, su mandíbula cayó fláccida, y así se quedó varios segundos, antes de poder pensar un comentario conveniente. Finalmente le salió: «¡Demonios! Debí haberlo pensado antes».
Sasha fue el primero a quien se acercaron. Escuchó con paciencia, apretó los labios y ejecutó un rallentando en el teclado de su computador. Cuando brillaron las respuestas, asintió pensativo.
—Tienes razón. Nos daría la velocidad extra que necesitamos para partir temprano. Pero hay problemas prácticos…
—Ya sabemos. Asegurar ambas naves. El empuje centrífugo cuando sólo opere la impulsión de Discovery. Desprendernos en el momento crítico. Pero hay respuestas para todos ellos.
—Veo que han estado haciendo los deberes. Pero es una pérdida de tiempo. Nunca convencerán a Tanya.
—No tenemos intenciones de hacerlo… por ahora —contestó Floyd—. Pero me gustaría que ella supiera que la posibilidad existe. ¿Nos prestarás apoyo moral?
—No estoy seguro. Pero me acercaré a espiar, puede ser interesante.
Tanya escuchó con más paciencia de la que Floyd había esperado, pero con una perceptible falta de entusiasmo. Sin embargo, cuando hubo terminado, ella mostró lo que sólo podría clasificarse de reticente admiración.
—Muy ingenioso, Heywood…
—No me felicites a mí. Todo el honor es para Walter. O la culpa.
—No creo que haya mucho de ambos; nunca será más que una —¿cómo llamó Einstein a ese tipo de cosas?— «extrapolación intelectual». Oh, sospecho que funcionaría; en teoría, al menos. ¡Pero los riesgos! ¡Hay tantas cosas que podrían fallar! Sólo estaría dispuesta a considerarlo si tuviéramos una prueba absoluta y positiva de que estamos en peligro. Y —con todo respeto, Heywood—, no veo la menor evidencia de ello.
—Bastante sincera; pero al menos sabes que disponemos de otra opción. ¿Te importa que trabajemos en todos los detalles técnicos, por las dudas?
—Por supuesto que no; siempre que no interfieran con el chequeo de prevuelo. No tengo problemas en admitir que la idea me intriga. Pero realmente es una pérdida de tiempo; no hay manera de que alguna vez lo apruebe. A menos que David Bowman se me apareciera personalmente.
—Aun así, ¿lo aprobarías, Tanya?
La capitana Orlova sonrió, pero sin mucho humor.
—Sabes, Heywood… en realidad no estoy segura. Tendría que ser muy persuasivo.