41. GUARDIA NOCTURNA

Poco podía hacer Floyd, excepto hacerse a un lado, y se estaba convenciendo de ello. Aunque se había ofrecido para ayudar en cualquier tarea de la nave, en seguida descubrió que los trabajos de ingeniería eran demasiado especializados, y estaba tan desconectado de las fronteras de la investigación astronómica, que resultaba difícil poder ayudar a Vasili en sus observaciones. No obstante ello, había una infinidad de pequeñas tareas que debían hacerse a bordo de Leonov y Discovery, y se alegraba de poder delegar responsabilidades en manos de gente más idónea. El doctor Heywood Floyd que alguna vez había sido presidente del Consejo Nacional de Astronáutica, y Consejero a su salida de la Universidad de Hawaii, se jactaba ahora de ser el plomero y encargado de mantenimiento mejor pagado de todo el Sistema Solar. Probablemente era quien mejor conocía los recovecos y rincones de ambas naves; los únicos lugares a los que no había entrado nunca eran los módulos de energía, peligrosamente radioactivos, y el pequeño cubículo a bordo del Leonov al que sólo Tanya tenía acceso. Floyd suponía que ésa era la sala de codificación; por un pacto natural y tácito, nunca se mencionaba.

Tal vez su función más útil era la de servir de reloj, mientras el resto de la tripulación dormía, en la noche nominal —de 22:00 a 06:00—. Siempre había alguien en servicio a bordo de cada nave, y el cambio tenía lugar a las espectrales 02:00.

Sólo la capitana estaba eximida de esta rutina; en su condición de Número Dos (y de esposo), Vasili tenía la responsabilidad de controlar el registro horario, pero había delegado hábilmente este trabajo impopular en Floyd.

«Es sólo un detalle administrativo», explicó, como al pasar. «Si tú lo hicieras, te estaría muy agradecido; me dejaría más tiempo para mi trabajo científico».

Floyd era un burócrata demasiado experimentado para que lo atraparan así, en circunstancias normales; pero sus defensas habituales no siempre funcionaban bien en aquel ambiente.

Así que ahí estaba, a bordo de Discovery, a medianoche, llamando cada media hora a Max, en Leonov, para verificar que estuviera despierto. El castigo oficial por dormirse en la guardia era, según mantenía Curnow, la eyección sin traje; si hubiera tenido vigencia, para entonces Tanya habría perdido gran parte de su personal. Pero había realmente pocas emergencias que pudieran presentarse en el espacio, y había tantas alarmas automáticas para combatirlas, que nadie tomaba la guardia muy en serio.

Floyd había dejado de sentir lástima de sí mismo, y las horas libres ya no fomentaban su autocompasión; así que había vuelto a aprovechar su horario de guardia en forma productiva. Siempre había libros que leer (había abandonado Remembrance of Things Past por tercera vez, y Doctor Zhivago, por segunda), artículos técnicos que estudiar, informes que redactar. Y a veces sostenía estimulantes conversaciones con Hal, usando el teclado de entradas, porque el reconocimiento de voz del computador seguía siendo impreciso. Eran del tipo:

—Hal, soy el doctor Floyd.

—BUENAS NOCHES, DOCTOR.

—Tomo la guardia a las 22:00. ¿Todo en orden?

—TODO EN ORDEN, DOCTOR.

—¿Entonces por qué la luz roja en el panel 5?

—LA CÁMARA DEL MONITOR EN EL HANGAR DE LAS ARVEJAS ESTÁ FALLANDO. WALTER ME ORDENÓ QUE LA IGNORARA. LO LAMENTO. NO TENGO MANERA DE APAGARLA.

—Está bien, Hal. Muchas gracias.

—A SUS ORDENES, DOCTOR.

Y así…

Cada tanto, Hal proponía una partida de ajedrez, presumiblemente obedeciendo alguna instrucción de un programa establecido hacía mucho, y que no había sido cancelado. Floyd nunca aceptaba el desafío; siempre había considerado el ajedrez como una espantosa pérdida de tiempo, y nunca había aprendido siquiera las reglas del juego. Hal parecía incapaz de captar que hubiera humanos que no supieran —o no quisieran— jugar ajedrez, y seguía insistiendo, esperanzado.

«Aquí va otra vez», pensó Floyd, cuando sonó un suave acorde en el panel de la pantalla.

—¿DOCTOR FLOYD?

—¿Qué hay, Hal?

—MENSAJE PARA USTED.

«No es otro desafío», pensó Floyd con divertida sorpresa. No era usual emplear a Hal como mandadero, aunque a menudo se lo utilizaba como reloj despertador y recordatorio de tareas. Y a veces era intermediario para pequeñas bromas; todos alguna vez habían sido sorprendidos en su guardia con un:

—¡JA! ¡TE PESQUÉ DURMIENDO!

o alternativamente:

OGO! ZASTAL TEBYA V KROVATI!

Nunca nadie se adjudicaba tales travesuras, aunque el primer sospechoso era Walter Curnow. Él, a su vez, culpaba a Hal, burlándose de las protestas de Chandra, que argüía que el computador no tenía sentido del humor.

No podía ser un mensaje desde Tierra; habría llegado a través del centro de comunicaciones de Leonov y habría sido retransmitido por el oficial de guardia, en ese momento, Max Brailovsky. Y cualquier otra persona de la otra nave hubiera usado el intercomunicador. Extraño…

—Bien, Hal. ¿Quién llama?

—NO HAY IDENTIFICACIÓN.

Probablemente sería una broma. Muy bien, para ese juego se necesitaban dos.

—De acuerdo. Pásalo, por favor.

—MENSAJE COMO SIGUE: ES PELIGROSO PERMANECER AQUÍ. DEBEN PARTIR ANTES DE QUINCE REPITO QUINCE DIAS.

Floyd observó molesto la pantalla. Se sintió apenado, y sorprendido, de que alguien de la tripulación tuviera un sentido del humor tan infantil; aquélla no era ni siquiera una buena broma de colegio. Pero seguiría el juego para atrapar al causante.

—Eso es absolutamente imposible. Nuestra ventana de lanzamiento no se abrirá hasta dentro de veintiséis días a partir de hoy. No tenemos combustible suficiente para una partida adelantada, «Eso lo hará pensar», murmuró Floyd para sí, con satisfacción; recostándose en el asiento para aguardar los resultados.

—SOY CONSCIENTE DE ELLO. DE TODOS MODOS DEBEN PARTIR ANTES DE QUINCE DIAS.

«De lo contrario, supongo que seremos atacados por pequeños alienígenas verdes de tres ojos». Pero será mejor que trate con Hal y así podré sorprender al bromista.

—No puedo tomar en serio tal aviso sin conocer el origen. ¿Quién lo grabó?

No esperaba una información útil. El (¿la?) perpetrador habría cubierto sus huellas con demasiada habilidad para que fueran descubiertas de forma tan sencilla. Lo último que Floyd hubiera esperado era la respuesta que siguió:

—NO ES UNA GRABACIÓN.

Así que era un mensaje simultáneo. Eso implicaba que provenía del mismo Hal o de alguien a bordo de Leonov. No había retardo perceptible; el origen debía estar allí mismo.

—¿Quién es el que habla, entonces?

—YO ERA DAVID BOWMAN.

Floyd se quedó mirando a la pantalla durante un largo rato antes de la próxima jugada. La broma, que jamás había sido graciosa, había llegado demasiado lejos, y era del peor gusto imaginable. Bien, esto detendría a quienquiera que estuviera del otro lado.

—No puedo aceptar tal identificación sin alguna prueba.

—COMPRENDO. ES IMPORTANTE QUE USTED ME CREA. MIRE DETRÁS DE USTED.

Inclusive antes de que aquella última estremecedora frase apareciera en la pantalla, Floyd, había comenzado a dudar de su hipótesis. Toda la conversación había resultado muy extraña, aunque no había nada definido en qué basarlo. Como broma, ya había perdido todo sentido.

Y ahora sintió un chisporroteo detrás de él. Lentamente —en verdad, vacilante— hizo girar su sillón, desde los paneles y botones de la pantalla del computador, hacia el pasadizo cubierto con velcro que había a sus espaldas.

El ambiente de gravedad cero de la cubierta de observación de Discovery siempre estaba polvoriento, ya que la planta de filtrado de aire nunca había vuelto a trabajar con total eficiencia. Los rayos paralelos del sol, frío pero brillante, que entraban por los grandes ventanales, iluminaban a una multitud de motitas danzantes, que se deslizaban en corrientes cambiantes, nunca fijas; un ejemplo permanente del movimiento browniano.

Pero ahora algo extraño estaba sucediendo: las motitas parecían dominadas por alguna fuerza que las alejaba o acercaba a un foco central, hasta reunirlas a todas en la superficie de una esfera hueca.

Esta esfera, de un metro de diámetro, flotó en el aire durante un instante, como una gigantesca burbuja de jabón; pero como una burbuja granulada, sin su iridiscencia característica. Luego se transformó en una elipsoide, y la superficie comenzó a plegarse, formando dobleces y saliencias.

Sin sorpresa —y casi sin temor— Floyd vio que estaba asumiendo la forma de un hombre.

Él había visto tales figuras, sopladas en vidrio, en museos y exposiciones de ciencia. Pero este polvoriento fantasma no tenía ninguna precisión anatómica; era como una tosca figura de arcilla, o como esas primitivas obras de arte descubiertas en alguna cueva de la Edad de Piedra. Sólo la cabeza había sido modelada con algún cuidado; y el rostro, sin dudas era del comandante David Bowman.

Hubo un débil murmullo en el panel del computador, detrás de Floyd. Hal cambiaba la salida visual por la de audio.

—Hola, doctor Floyd. ¿Me cree ahora?

Los labios de la figura no se movían nunca; el rostro seguía siendo una máscara, Pero Floyd reconoció la voz, y todas las dudas que subsistían fueron borradas por ella.

—Esto es muy difícil para mí, y tengo poco tiempo. Se me ha… permitido darle este aviso. Tienen sólo quince días.

—¿Pero por qué; y qué es usted? ¿Dónde ha estado?

Había un millón de preguntas que quería formular, pero la fantasmal figura ya se estaba desvaneciendo, aquella granulosa cáscara estaba comenzando a descomponerse en las partículas de polvo que la formaban. Floyd trató de fijar esa imagen en su memoria, para poder convencerse más tarde de que eso había sucedido realmente, y de que no había sido un sueño, como a veces parecía su primer contacto con TMA-1. ¡Qué extraño que, de los billones de seres humanos que habían vivido alguna vez en el planeta Tierra, él hubiera tenido el privilegio de establecer contacto, no una, sino dos veces, con otra forma de inteligencia! Porque él sabía que la entidad que se le había hecho presente debía ser mucho más que David Bowman.

Era también algo menos: solamente sus ojos —¿quién había sido el que los llamó «ventanas del alma»?— habían sido fielmente reproducidos. El resto del cuerpo era una masa vaga, sin ningún detalle. No había indicios de órganos genitales, o de alguna otra característica sexual; lo que en sí mismo era una clara indicación de cuán atrás había dejado David Bowman su herencia humana.

—Adiós, doctor Floyd. Recuerde: quince días. No podremos volver a entrar en contacto. Pero puede haber otro mensaje, si todo va bien.

Inclusive cuando se disolvió la imagen, llevándose consigo toda esperanza de comunicación con las estrellas, Floyd no pudo dejar de sonreír ante el viejo cliché de la Era Espacial. «Si todo va bien…». ¡Cuántas veces había escuchado eso antes de alguna misión! ¿Y significaba acaso que ellos —quienesquiera que fueran— tampoco tenían certeza sobre el porvenir? Si así fuera, era extrañamente tranquilizador. No eran omnipotentes. Había alguien más que tenía sueños y esperanzas… y actuaba.

El fantasma se había ido; sólo quedaban las motitas de polvo que danzaban, reasumiendo sus indefinidas posiciones en el aire.