La última bestia que vio, antes de dejar los océanos de Europa, era sin duda la más grande. Tenía una gran semejanza con los bananos de los trópicos terrestres, cuya gran cantidad de troncos permite que un solo ejemplar pueda producir un bosque que abarque varios centenares de metros cuadrados. Sin embargo, el espécimen estaba caminando, al parecer en una travesía entre dos oasis. Si aquella criatura no era como la que había destruido Tsien, seguramente pertenecía a una especie muy similar.
Ya había aprendido todo lo que necesitaba saber; o, mejor, todo lo que ellos necesitaban saber. Aún quedaba una luna por visitar; segundos más tarde, tenía frente a sí al ardiente paisaje de Ío.
Era como lo había esperado. Había alimento y energía en abundancia, pero todavía no había llegado el momento de su unión. Alrededor de los lagos de azufre menos calientes, se habían dado los primeros pasos en el camino de la vida; pero antes de que se alcanzara cualquier grado de organización, el prematuro intento volvía a ahogarse en el caldero. Hasta que las fuerzas internas que alimentaban las hogueras de Ío no perdieran su ferocidad, dentro de millones de años, no habría en aquel mundo carbonizado y esterilizado nada de interés para los biólogos.
Se demoró poco tiempo en Ío, y absolutamente nada en las pequeñas lunas interiores que rodeaban los fantasmales anillos de Júpiter, pálidas sombras de esa gloria que eran los de Saturno. Delante de él estaba el mayor de los mundos; lo iba a conocer como ningún hombre lo había conocido, ni lo conocería.
Las líneas de fuerza magnética de diez millones de kilómetros de longitud, las repentinas explosiones de ondas de radio, los géisers de plasma electrificado más grandes que la Tierra; todo aquello era tan real y tan claramente perceptible para él como las nubes que rodeaban al planeta en una gloria multicolor. Comprendía la compleja estructura de sus interacciones, y así entendió que Júpiter era mucho más fabuloso de lo que nadie había imaginado.
A medida que fue cayendo a través del rugiente corazón del Gran Punto Rojo, con aquellas luminosas tormentas eléctricas del tamaño de un continente detonando a su alrededor, supo por qué había perdurado a través de los siglos, a pesar de que lo componían gases de menor densidad que los que formaban los huracanes terrestres. El leve silbido del viento de hidrógeno se desvaneció mientras se sumergía en las profundidades más tranquilas, y desde las alturas descendió una llovizna de copos de nieve cerúlea, que se aglutinaban en verdaderas montañas de nieve hidrocarbónica, escasamente palpable. La temperatura era suficientemente alta como para que existiera agua líquida, pero no había océanos; ese ambiente enteramente gaseoso era demasiado tenue para sostenerlos.
Descendió nivel tras nivel de nubes, hasta que entró a una región de tal claridad que hasta la vista humana podría haber abarcado un área de más de cien kilómetros de ancho. Eso era apenas un remolino menor en el vasto torbellino del Gran Punto Rojo; y guardaba un secreto que los hombres habían sospechado durante mucho tiempo, pero nunca habían confirmado.
Rodeando las laderas de las montañas espumosas había miríadas de nubes pequeñas, claramente delineadas, casi del mismo tamaño, y decoradas con manchas similares, rojas y marrones. Sólo eran pequeñas si se las comparaba con la escala inhumana de los alrededores; la más chica hubiera cubierto una gran ciudad.
Evidentemente estaban vivas, porque se movían con deliberada lentitud sobre los flancos de las montañas aéreas, paciendo como colosales ovejas. Y se llamaban unas a otras en un único ancho de banda de un metro, con emisiones débiles pero claras, que sobresalían de entre los crujidos y descargas estáticas del mismo Júpiter. Eran apenas bolsas vivientes de gas, que flotaban en la zona estrecha que mediaba entre las heladas alturas y las ardientes profundidades. Dominio estrecho, sí… pero bastante más amplio que toda la biósfera de la Tierra.
No estaban solas. Entre ellas había otras criaturas tan pequeñas que podrían haber pasado inadvertidas. Algunas de ellas guardaban una extraña semejanza con las aeronaves terrestres, y tenían aproximadamente el mismo tamaño. Pero también estaban vivas; tal vez fueran predadores, parásitos, o hasta pastores.
Delante de él se abría un nuevo capítulo de la evolución, tan extraño como el que había observado en Europa. Había torpedos impulsados por reacción, similares a los calamares de los océanos terrestres, que perseguían y devoraban a aquellas enormes bolsas de gas. Pero los globos no estaban indefensos; algunos contraatacaban con descargas eléctricas y tentáculos con garras, que parecían cadenas dentadas de varios kilómetros de longitud.
También había figuras aún más extrañas, que mostraban todo tipo de geometría posible: extraños barriletes traslúcidos, tetraedros, esferas, poliedros, cintas arrolladas y anudadas… El plancton gigantesco de la atmósfera joviana había sido diseñado para flotar como telaraña en las corrientes ascendentes, hasta haber vivido lo suficiente para reproducir; entonces podría ser arrastrado hacia las profundidades para ser carbonizado y reciclado en una nueva generación.
Estaba explorando un mundo más de cien veces más vasto que la Tierra, y aunque había visto muchas maravillas, no existía nada que indicara inteligencia. Las emisiones de radio de los grandes balones sólo llevaban mensajes sencillos, de aviso o de miedo. Inclusive los cazadores, de los cuales se podría haber esperado que hubieran alcanzado grados más altos de organización, eran como los tiburones de los océanos de la Tierra: primitivos autómatas.
Y a pesar de su exotismo y su apabullante tamaño, la biósfera de Júpiter era un mundo frágil, un lugar de niebla y espuma, de hilos plateados y de delgados tejidos formados por la continua nevada de sustancias petroquímicas que provocaba el relampagueo de la atmósfera superior. Pocas de estas estructuras eran más densas que una pompa de jabón; los más tremendos predadores podrían ser destrozados por el más débil de los carnívoros de la Tierra.
Júpiter era —como Europa pero en mayor escala— un callejón sin salida para la evolución. Allí nunca emergería la conciencia; y si lo hiciera, estaría sentenciada a una existencia atrofiada. Se podría desarrollar una cultura estrictamente aérea, pero, en un ambiente en el que el fuego era imposible y apenas existían los sólidos, no podría alcanzar ni siquiera la Edad de Piedra.
Y ahora, mientras se mantenía sobre el centro de un ciclón joviano apenas más grande que África, volvió a percibir aquella presencia que lo controlaba. En su propia conciencia se filtraban emociones y humores, aunque no lograba identificar ningún concepto o idea. Era como si escuchara una conversación a través de la puerta, y en una lengua que él no podía entender. Pero los sonidos apagados insinuaron claramente desilusión, luego incertidumbre, y finalmente una repentina determinación… aunque no podía decir para qué propósito. Una vez más se sintió como un perro faldero, capaz de compartir los cambios de ánimo de su amo, pero no de comprenderlos.
Y la invisible correa lo arrastraba hacia el corazón de Júpiter. Se estaba sumergiendo entre las nubes, bajo un nivel a partir del cual toda forma de vida era posible.
Pronto estuvo fuera del alcance de los últimos rayos provenientes del Sol distante y débil. La presión y la temperatura se elevaban rápidamente; ya estaba por encima del punto de ebullición del agua, y pasó brevemente a través de una capa de vapor sobrecalentado. Júpiter era como una cebolla, y él iba pelando capa a capa, aunque recién había reconocido una pequeña porción de la distancia al centro.
Bajo el vapor había un aquelarre de elementos petroquímicos, con energía suficiente para alimentar durante un millón de años a todos los motores de combustión interna que la humanidad pudiera haber construido jamás. El ambiente se fue haciendo más denso; de pronto, casi abruptamente, se cortó en una discontinuidad de pocos kilómetros de espesor.
Más pesado que cualquier roca de la Tierra y, sin embargo, líquido, el próximo nivel estaba constituido por compuestos de carbono y siliconas de una complejidad tal, que hubieran ofrecido trabajo a generaciones enteras de químicos. A través de los kilómetros, se sucedía una capa tras otra, pero a medida que las temperaturas se elevaban a cientos, y luego a miles de grados, la composición de los diversos estratos se fue haciendo más y más simple. A mitad de camino hacia el núcleo, ya estaba demasiado caliente para la química; todos los compuestos se habían disgregado, y sólo podían existir los elementos básicos.
Siguió un profundo mar de hidrógeno; pero un hidrógeno como nunca había existido durante más de una pequeña fracción de segundo en ningún laboratorio de la Tierra. Este hidrógeno soportaba una presión tan enorme que se transformaba en metal. Metamorfosis instantánea.
Ya casi había alcanzado el centro del planeta, pero Júpiter aún tenía una sorpresa preparada. La gruesa concha de hidrógeno metálico, aunque fluido, terminó en forma abrupta. Al final, existía una superficie sólida, a sesenta mil kilómetros de profundidad.
Durante siglos, el carbono formado en las reacciones químicas de la superficie se había ido depositando en el centro del planeta. Allí se acumuló y cristalizó, a una presión de millones de atmósferas. Y allí, como una suprema broma de la Naturaleza, existía algo sumamente precioso para la humanidad.
El corazón de Júpiter, eternamente más allá del alcance del Hombre, era un diamante del tamaño de la Tierra.