La Tierra ya había quedado atrás, y las inquietantes maravillas del sistema joviano se expandían suavemente delante de él, cuando tuvo su revelación.
¡Cómo podía haber sido tan ciego; tan estúpido! Era como si hubiera estado caminando dormido; recién ahora se estaba despertando.
«¿Quién eres?» gritó. «¿Qué quieres? ¿Por qué me has hecho esto?».
No hubo respuesta, aunque tuvo la certeza de haber sido oído. Sentía una… presencia; como cuando un hombre, aun con los ojos cerrados, sabe que está en una habitación cerrada, y no en un espacio vacío, abierto. Lo rodeaba el eco débil de una mentalidad vasta, de una voluntad implacable.
Volvió a llamar en el silencio reverberante, y otra vez no hubo respuesta; sólo esa sensación de un compañero omnipresente. Muy bien: encontraría las respuestas por sí solo.
Algunas eran obvias; no importaba quién o qué fueran, estaban interesados en la Humanidad. Habían clasificado y almacenado sus recuerdos para sus propios e inescrutables propósitos. Y ahora habían hecho lo mismo con sus emociones más profundas, a veces con su cooperación, otras sin ella.
No estaba resentido por eso; en verdad, el mismo proceso que había vivido hacía que tales infantiles reacciones fueran imposibles. Estaba más allá del amor, el odio y el miedo; pero no los había olvidado y aún podía entender de qué manera regían ese mundo del cual alguna vez había formado parte. ¿Sería ése el propósito del ejercicio? Si lo fuera ¿con qué objetivo último?
Se había transformado en jugador de un deporte de dioses, y debía aprender las reglas mientras avanzaba.
Las rocas recortadas de las cuatro pequeñas lunas exteriores, Sínope, Paslphae, Carme y Ananke pasaron rápidamente a través del campo de su conciencia; luego Elara, Lysithea, Himalia y Leda a la mitad de su distancia de Júpiter. Las ignoró a todas; ahí adelante quedaba la superficie picada de Calisto.
Una vez, dos veces orbitó el castigado globo, más grande que la propia Luna de la Tierra, mientras que sentidos de los cuales no había sido consciente, sondeaban sus capas exteriores de hielo y polvo. Su curiosidad fue rápidamente satisfecha; el mundo era un fósil congelado que aún mostraba las cicatrices de colisiones que debían de haber estado a punto de destrozarlo hacía eones. Uno de los hemisferios era un ojo de buey gigante, una serie de anillos concéntricos en que la roca sólida se había diluido en olas de varios kilómetros de altura, bajo el golpe de algún antiguo martillazo espacial.
Segundos más tarde, estaba girando alrededor de Ganímedes. Ahora había allí un mundo mucho más complejo e interesante; aunque estaba tan cercano a Calisto y tenía casi su mismo tamaño, su apariencia era completamente diferente. Es verdad que había numerosos cráteres, pero la mayoría de ellos parecían haber sido literalmente vueltos a cubrir. La formación más extraordinaria del paisaje ganimedano era la presencia de unas líneas sinuosas, que partían de unos grupos de surcos paralelos separados por pocos kilómetros. Estas marcas en el terreno parecían haber sido hechas por ejércitos de labradores borrachos que hubieran recorrido la superficie del satélite de aquí para allá.
En pocas revoluciones, vio más de Ganímedes que todas las sondas espaciales enviadas desde Tierra, y archivó el conocimiento para su uso futuro. Algún día sería importante, estaba seguro de ello, a pesar de que no sabía por qué; y de que tampoco entendía el impulso que lo estaba conduciendo con tanta decisión de mundo en mundo.
Y que ahora lo había conducido hasta Europa. Aunque seguía siendo un espectador pasivo, empezaba a ser consciente de un creciente interés, una atención focalizada, una concentración de la voluntad. Aun cuando fuera juguete de un amo invisible y no comunicativo, algunos de los pensamientos de aquella influencia que lo controlaba se filtraban en su propia mente.
El bruñido globo que se levantaba hacia él guardaba poca semejanza con Ganímedes o Calisto. Parecía orgánico; el reticulado de líneas que se bifurcaban e intersectaban por toda la superficie era similar a la representación gráfica de un sistema de arterias y venas.
Los infinitos campos de hielo de intenso frío, mucho más que en el Antártico, se desplegaban delante de él. Entonces con súbita sorpresa, vio que estaba pasando sobre los restos de una nave espacial. La reconoció instantáneamente como la desgraciada Tsien, que tantas veces habían pasado los video-informativos. Ahora no, ahora no… ya habría oportunidad, más adelante.
Atravesó el hielo, y penetró en un mundo tan desconocido para él como para sus conductores.
Era un mundo oceánico, con sus aguas ocultas protegidas del vacío del espacio por una costra de hielo. En casi todos lados el hielo tenía kilómetros de espesor, pero en sectores débiles se había quebrado y separado. Allí se había desarrollado una breve batalla entre dos enemigos implacables que no entraban en contacto en ningún otro sitio del Sistema Solar. La guerra entre el Mar y el Espacio terminaba en tablas; el agua expuesta hervía y se congelaba a la vez, restaurando la armadura de hielo.
Los mares de Europa se hubieran helado completamente sin la influencia del cercano Júpiter. Su gravedad amasaba continuamente el corazón del pequeño mundo; allí estaban trabajando las fuerzas que convulsionaban a Ío, aunque con una ferocidad mucho menor. Mientras se deslizaba entre las profundidades, observaba en todas partes evidencias de aquella lucha entre planeta y satélite.
Y la escuchaba y sentía, en el continuo rugir y tronar de los movimientos submarinos, en el silbido de los escapes de gas del interior, en las avalanchas de ondas de presión infrasónicas que barrían las planicies abisales. Comparándolos con los tumultuosos océanos que cubrían a Europa, hasta los ruidosos mares de la Tierra eran silenciosos.
No había perdido aún su capacidad de asombro, y el primer oasis le proporcionó una deliciosa sorpresa. Se extendía casi un kilómetro alrededor de una confusa masa de tubos y chimeneas formados por vetas de minerales que surgían desde el interior. Saliendo de aquella parodia natural de castillo gótico, líquidos oscuros e hirvientes pulsaban a un ritmo lento, como conducidos por el latir de un corazón poderoso. Y como la sangre, eran la auténtica señal de la vida misma.
Los fluidos volvían a recorrer el mortalmente frío trayecto en sentido inverso, y formaban una isla cálida en el lecho del mar. En el mismo orden de importancia, traían desde el interior de Europa todos los elementos químicos vitales. Allí, en un entorno en el que nadie lo hubiera esperado, había energía y alimento en abundancia.
En realidad debería haberlo esperado: él recordaba que, hacía apenas una generación, se habían descubierto oasis tan fértiles como ése en las profundidades oceánicas terrestres. Aquí existían en una escala inmensamente más grande y en una variedad infinitamente mayor.
En la zona tropical cercana a las contorsionadas paredes del «castillo» había unas delicadas estructuras en forma de araña, que parecían ser la analogía de las plantas, aunque casi todas eran capaces de moverse. Arrastrándose entre ellas había extraños caracoles y gusanos, algunos alimentándose de las plantas, otros obteniendo el sustento directamente de las aguas minerales que los rodeaban. Un poco más lejos de la fuente de calor —aquel fuego submarino alrededor del cual se calentaban las criaturas— había organismos más robustos, semejantes a cangrejos o arañas.
Ejércitos de biólogos podrían haber pasado vidas enteras estudiando aquel oasis. A diferencia de los mares paleozoicos terrestres, éste no era un medio-ambiente estable, de manera que aquí la evolución había progresado rápidamente, produciendo una multitud de formas fantásticas. Y todas ellas estaban en una indefinida etapa de desarrollo: tarde o temprano, cada fuente de vida se debilitaría y moriría, a medida que las fuerzas que la impulsaban se localizaran en otro lado.
Una y otra vez, en su deambular a través del lecho del mar europeo, se encontró con la evidencia de tales tragedias. Incontables áreas circulares estaban cubiertas de esqueletos y restos mineralizados de criaturas muertas; lugares en los que se habían borrado capítulos enteros del libro de la vida.
Vio enormes conchas vacías en forma de trompetas retorcidas tan grandes como un hombre. Había moluscos de todos los tamaños, bivalvos y hasta trivalvos. Y había estructuras circulares de piedra, de muchos metros de diámetro, que parecían una analogía exacta de las hermosas amonitas que desaparecieran tan misteriosamente de los océanos de la Tierra al finalizar el Período Cretáceo.
Buscando, investigando, iba de un lado a otro sobre la superficie del abismo. Tal vez la mayor de las maravillas con que se encontró haya sido un río de lava incandescente, que corría durante cien kilómetros a lo largo de un valle sumergido. A esa profundidad la presión era tan alta que el agua, en contacto con el rojo vivo, no podía evaporarse, y ambos líquidos coexistían en un complicado armisticio.
Allí, en un mundo diferente y con protagonistas extraños, había tenido lugar algo semejante a la historia de Egipto, aunque mucho antes del advenimiento del hombre. Así como el Nilo había llevado la vida a una extraña porción del desierto, aquel río de calor había vitalizado las profundidades de Europa. A lo largo de sus orillas, en una franja que nunca superaba los dos kilómetros de ancho, había evolucionado y florecido y desaparecido especie tras especie. Y por lo menos una había dejado un monumento tras de sí.
Al principio, pensó que aquello era apenas otra incrustación de vetas minerales como las que circundaban casi todas las vertientes termales. Sin embargo, a medida que se acercaba vio que no se trataba de una formación natural, sino de una estructura creada por la inteligencia. O tal vez por el instinto; en la Tierra, las termitas construían castillos igualmente imponentes, y la tela de araña tenía un diseño más exquisito aún.
Las criaturas que habían vivido allí debían de haber sido bastante pequeñas, ya que la única entrada tenía apenas medio metro de ancho. Aquella entrada —un túnel grueso, construido con rocas superpuestas— explicaba las intenciones de sus diseñadores. Habían erigido una fortaleza, allí en el centelleante fulgor cercano a las riberas de su ardiente Nilo. Y luego habían desaparecido. No podían haberse ido hacía más de unos pocos siglos. Las paredes de la fortaleza, construidas con rocas irregulares que debían haber sido recolectadas con gran esfuerzo, apenas estaban cubiertas por una delgada costra de depósitos minerales. Existía un indicio que sugería la razón del abandono: parte del techo se había derrumbado, a causa tal vez de los continuos maremotos; y en un ambiente submarino, una fortaleza sin techo estaba muy expuesta a cualquier enemigo.
No encontró a lo largo del río de lava ningún otro signo de inteligencia. Sin embargo, una vez vio algo extrañamente similar a un hombre que se arrastraba, excepto que no tenía ojos ni fosas nasales; sólo una enorme boca sin dientes que se abría y cerraba permanentemente, absorbiendo el sustento del medio líquido que lo rodeaba.
Podrían haberse levantado y caído culturas enteras y hasta civilizaciones; ejércitos completos podrían haber marchado (o nadado) al mando de Tamberlanes o Napoleones europeos, a lo largo de aquella franja de fertilidad que corría en las profundidades desiertas. Y el resto del mundo no se habría enterado nunca, pues todos aquellos oasis de calor estaban tan aislados uno de otro como lo están los planetas. Las criaturas que se calentaban a la vera del río de lava, y se alimentaban en los cálidos refugios, no podían atravesar las soledades hostiles que separaban sus islas solitarias. Si habían producido historiadores y filósofos, cada cultura habría estado convencida de que se encontraba sola en todo el Universo.
Pero el espacio que mediaba entre los oasis no estaba del todo desprovisto de vida; criaturas más vigorosas se habían atrevido a soportar sus rigores. Nadando siempre hacia adelante, allí estaban los equivalentes europeos de los peces terrestres, verdaderos torpedos hidrodinámicos impulsados por colas verticales y timoneados por aletas que se extendían a lo largo de todo su cuerpo. La analogía con los más exitosos depredadores de los océanos de la Tierra era inevitable; dados los mismos problemas de ingeniería, la evolución presentaba soluciones similares.
Así lo atestiguaban el delfín y el tiburón: exteriormente idénticos, pero en verdad, tan lejanos en las ramas del árbol de la vida.
Existía, sin embargo, una diferencia obvia entre los peces de Europa y los terrestres: aquéllos no tenían agallas, ya que no había casi oxígeno que extraer de las aguas en las que nadaban. Al igual que las criaturas de las fuentes geotermales de la Tierra, su metabolismo se basaba en compuestos sulfúricos, presentes en abundancia en un medio ambiente casi volcánico.
Y muy pocos tenían ojos. Exceptuando el brillo de los esporádicos manantiales de lava, o las ocasionales explosiones de bioluminiscencia de alguna criatura en busca de pareja, o algún cazador detrás de su presa, aquél era un mundo sin luz.
Y sentenciado. No sólo sus fuentes de energía eran esporádicas y cambiantes, sino que también se debilitaban las fuerzas internas que las provocaban. Aunque desarrollaran una real inteligencia, los europeos perecerían con el congelamiento total de su mundo.
Estaban atrapados entre el fuego y el hielo.