33. BETTY

¿Por qué había venido hasta aquí, como un fantasma inquieto, que vuelve al antiguo escenario de la tragedia? No tenía idea; en realidad no había sido consciente de su destino, hasta que el ojo circular de Crystal Springs lo miró desde abajo a través del bosque sumergido.

Era el amo del mundo, pero estaba paralizado por una sensación de angustia devastadora como no había conocido en años. El tiempo había cerrado la herida, como lo hace siempre, pero, aun así, parecía que apenas ayer había estado llorando junto al espejo esmeralda, viendo solamente el reflejo de los cipreses, con su cubierta de musgo. ¿Qué era lo que le estaba pasando?

Y ahora, todavía sin una intención deliberada, pero como si fuera empujado por una suave corriente, derivó lentamente hacia el norte, hacia la capital del estado. Estaba buscando algo; qué era, no lo sabría hasta encontrarlo.

Ni persona ni instrumento alguno detectaron su paso. Ya no seguía irradiando con derroche; había perfeccionado su control de energía, como alguna vez había dominado sus miembros, perdidos, pero no olvidados. Se sumergió como la niebla en las bóvedas a prueba de terremotos, hasta encontrarse entre millones de memorias almacenadas, y relampagueantes retículos de pensamientos electrónicos.

Esta prueba era más compleja que detonar una tosca bomba nuclear, y le llevó un poco más de tiempo. Antes de encontrar la información que buscaba, cometió un desliz trivial, pero no se molestó en corregirlo. Al mes siguiente, nadie entendía por qué trescientos contribuyentes de Florida, cuyos apellidos comenzaban todos con F, recibieron cheques de exactamente un dólar. Se gastó varias veces el monto resultante del error, tratando de aclararlo, y finalmente, los desconcertados ingenieros le echaron la culpa a alguna lluvia de rayos cósmicos. Lo cual, en verdad, no era del todo desacertado. En unos milisegundos, se había trasladado desde Tallahassee al 634 de South Magnolia Street, en Tampa. La dirección era la misma; no necesitaba haber perdido tiempo en averiguarla.

Pero entonces, nunca había tenido la intención de averiguarla, hasta el instante mismo en que lo hizo.

Después de tres alumbramientos y dos abortos, Betty Schultz de Fernández seguía siendo una mujer muy hermosa. En ese momento era también una mujer pensativa; estaba viendo un programa de televisión que le traía recuerdos, amargos y dulces a la vez.

Era un Noticiero Especial, motivado por los misteriosos sucesos de las últimas doce horas, comenzando por la alerta que había enviado Leonov desde las lunas de Júpiter. Algo se dirigía hacia Tierra; algo había detonado, sin daño alguno, una bomba nuclear en órbita que nadie había reclamado. Eso era todo, pero era más que suficiente.

Los comentaristas habían pasado revista a todas las video-cintas —y algunas de ellas eran verdaderas cintas— llegando hasta las alguna vez ultrasecretas imágenes del descubrimiento de TMA-1 en la Luna. Por quincuagésima vez, como mínimo, oyó ese chirrido de radio con que el monolito había saludado al amanecer lunar, y lanzado un mensaje a Júpiter. Y una vez más miró las escenas familiares y escuchó las viejas entrevistas en Discovery.

¿Por qué estaba mirando? Todo eso se encontraba en algún lugar de los archivos de la casa (aunque nunca lo pasaba si José se hallaba cerca). Tal vez estaba esperando una nueva noticia; no le gustaba admitir, ni siquiera a sí misma cuánto poder seguía teniendo el pasado sobre sus emociones.

Y allí estaba Dave, como lo había esperado. Era un viejo reportaje de la BBC, del que sabía cada palabra. Estaba hablando acerca de Hal, intentando determinar si el computador tenía o no autoconciencia.

¡Qué joven se le veía; qué diferente de aquellas últimas imágenes borrosas desde la sentenciada Discovery! ¡Y qué parecido al Bobby que ella recordaba!

La imagen tembló mientras sus ojos se llenaban de lágrimas. No… algo andaba mal en el aparato, o en el canal; tanto el sonido como la imagen se comportaban de una forma errática.

Los labios de Dave se movían, pero no escuchaba nada. Luego su cara comenzó a disolverse, a derretirse en bloques de color. Se volvía a formar, se borraba, se afirmaba otra vez. Pero seguía sin haber sonido.

—¿Dónde habían conseguido esa fotografía? Ése no era Dave adulto, sino de joven… como ella lo había conocido al principio. Miraba hacia afuera de la pantalla como si pudiera verla a través del abismo de los años.

Sonrió; sus labios se movieron.

—«Hola, Betty» —dijo.

No fue difícil formar las palabras e introducirlas en las corrientes que pulsaban en los circuitos de radio. Lo realmente difícil fue disminuir la velocidad de sus pensamientos al templo glacial del cerebro humano. Y tener que esperar una eternidad por la respuesta…

Betty Fernández era fuerte. También era inteligente, y aunque había sido ama de casa durante doce años, no había olvidado sus conocimientos de electrónica. Éste era uno de los incontables sistemas de simulación; por ahora la aceptaba, más tarde se ocuparía de los otros detalles.

—Dave —contestó—. Dave, ¿eres tú realmente?

—No estoy seguro —replicó la imagen de la pantalla, en una voz curiosamente atonal—. Pero recuerdo a Dave Bowman, y todo lo que a él respecta.

—¿Está muerto?

Ésta era otra pregunta difícil.

—Lo está su cuerpo. Pero eso ya no es importante. Todo lo que Dave Bowman fuera realmente, sigue siendo parte de mí.

Betty se persignó —ése era un gesto que había aprendido de José— y musitó:

—¿Quieres decir… que eres un espíritu?

—No conozco una palabra mejor.

—¿Por qué has regresado?

«¡Ah!, Betty… ¡por qué! Querría que pudieras decírmelo».

En verdad conocía una razón, que estaba apareciendo en la pantalla. El divorcio del cuerpo y la mente estaba lejos de completarse, y ni siquiera la más complaciente de las redes privadas de televisión por cable habrían transmitido las escabrosas escenas sexuales que se estaban formando.

Betty observaba a ratos, a veces sonriente, otras aturdida. Finalmente se dio la vuelta, no por vergüenza, sino por tristeza… nostalgia de delicias perdidas.

—Así que no era cierto —dijo— lo que siempre nos contaron acerca de los ángeles.

¿Soy acaso un ángel?, se preguntaba. Pero al menos entendía qué estaba haciendo allí, arrastrado por los lazos del dolor y del deseo hacia una cita con su pasado. Su pasión por Betty había sido la emoción más poderosa que había conocido jamás; los elementos de tragedia y culpa que contenía la hacían aún más fuerte.

Ella nunca le había dicho si era mejor amante que Bobby; ésa era una pregunta que él nunca había formulado, ya que hubiera roto el hechizo. Se habían aferrado a la misma ilusión, y buscaron, uno en los brazos del otro (¡y qué joven era… apenas tenía diecisiete años cuando empezó todo, a menos de dos años del funeral!), un bálsamo para la misma herida.

Desde luego, no podía durar; pero aquella experiencia lo había cambiado de forma irrevocable. Durante más de una década, todas sus fantasías autoeróticas se habían centrado en Betty; nunca había encontrado una mujer que se le comparara, y había comprendido hacía mucho que nunca la hallaría. Nadie más había sido embrujado por el mismo fantasma.

Las imágenes del deseo se borraron de la pantalla; por un instante, apareció el programa regular, con una vista incongruente de Leonov colgando sobre Ío. Luego apareció la cara de Dave Bowman. Parecía estar perdiendo el control, porque sus facciones eran muy inestables. A veces parecía tener sólo diez años, luego veinte o treinta… luego, increíblemente, una acartonada momia cuya arrugada apariencia era una parodia del hombre que ella había conocido.

—Una pregunta más antes de irme. Carlos: siempre dijiste que era hijo de José, y yo siempre tuve mis dudas. ¿Cuál es la verdad?

Betty Fernández miró por última vez a los ojos del muchacho que había amado alguna vez (tenía dieciocho años otra vez, y por un momento, ella deseó poder ver todo su cuerpo, no sólo el rostro).

—Fue hijo tuyo, David —murmuró.

La imagen se desvaneció; reapareció el programa habitual. Cuando, casi una hora después, José Fernández entró sin ruido, Betty seguía mirando a la pantalla.

No se dio vuelta cuando él la besó detrás del cuello.

—Nunca me creerás, José.

—Haz un intento.

—Le mentí a un fantasma.