La mente humana tiene una asombrosa capacidad de adaptación; después de un tiempo aun lo increíble se torna lugar común. Había veces en que los tripulantes de Leonov se cerraban al mundo exterior, tal vez en un inconsciente intento de preservar la salud mental.
A menudo, el doctor Heywood Floyd pensaba que Walter Curnow se tomaba muy en serio eso de ser el alma de la fiesta. Y aunque provocó lo que luego Sasha Kovalev llamaría «Corazones abiertos», ciertamente no había planeado nada por el estilo. Surgió espontáneamente cuando proclamó su universal insatisfacción con casi todos los aspectos de la gravedad cero.
—Si se me garantizara la satisfacción de un deseo —exclamó durante el Soviet de las Seis, me gustaría flotar en una espumosa piscina, perfumada con esencias de pino, y asomando sólo la nariz sobre la superficie del agua.
Cuando se apagaron los murmullos de asentimiento y los suspiros de frustración, Katerina Rudenko tomó la posta.
—¡Cuán espléndidamente decadente, Walter! —lo miró con amistosa desaprobación—. Pareces un emperador romano. Si yo estuviese en la Tierra, preferiría algo más activo.
—¿Como qué?
—Hm… ¿Se me permite retroceder en el tiempo?
—Si lo deseas…
—Cuando era una niña, acostumbraba a ir de vacaciones a una granja colectiva, en Georgia. Había un petiso semental, que había comprado el director con las ganancias obtenidas en el mercado negro local. Era un viejo bribón, pero yo lo quería; y me permitía galopar sobre Alexander por todo el campo. Me podría haber matado… pero ése es el recuerdo que me evoca la Tierra, más que ninguna otra cosa.
Hubo un instante de pensativo silencio. Luego Curnow preguntó:
—¿Algún otro voluntario?
Todos parecían tan absortos en sus propios recuerdos que el juego pudo haber terminado ahí, de no haberlo continuado Maxim Brailovsky.
—Querría estar buceando; ése era mi pasatiempo favorito, cuando podía tener alguno; y me alegré mucho de poder mantenerlo durante mi entrenamiento de astronauta. He buceado en los atolones del Pacífico, en la Gran Barrera de Coral, en el Mar Rojo… Los arrecifes de corales son los lugares más hermosos del mundo. Pero la experiencia que más recuerdo la viví en un lugar bien diferente: un bosque de algas japonés. Era como una catedral subacuática, con la luz del sol penetrando entre aquellas enormes hojas… Misterioso… mágico. Nunca he vuelto; tal vez no sería lo mismo la próxima vez. Pero me gustaría probar.
—Muy bonito —dijo Walter, que, como siempre, se había asignado el papel de maestro de ceremonias—. ¿Quién sigue?
—Te daré una respuesta breve —dijo Tanya Orlova—. Bolshoi. El Lago de los Cisnes. Pero Vasili no estará de acuerdo. Odia el ballet.
—Somos dos. Y tú, Vasili, ¿qué elegirías?
—Iba a decir el buceo, pero Max me lo robó. Así que iré en la dirección opuesta: el ala-delta. Deslizarme entre las nubes en un día de verano, en completo silencio. Bueno, no tan completo; el correr del aire sobre el ala puede resultar ruidoso, especialmente cuando estás virando. Ésa es la manera de disfrutar la Tierra… como un pájaro.
—¿Zenia?
—Fácil. Esquiar en los Pamirs. Amo la nieve.
—¿Y usted, Chandra?
La atmósfera se modificó notablemente cuando Walter hizo la pregunta. Después de todo este tiempo, Chandra seguía siendo un extranjero; perfectamente educado, hasta cortés, pero nunca se sinceraba.
—Cuando era niño —dijo suavemente—, mi abuelo me llevó en peregrinación a Varanasi, en Benarés. Si no han estado allí, me temo que no entenderán. Para mí, —para muchos hindúes, aun hoy en día, cualquiera sea su religión—, es el centro del mundo. Algún día volveré.
—¿Y tú, Nikolai?
—Bien, ya hemos tenido mar y cielo. A mí me gustaría combinar ambos. Mi deporte era el wind-surf. Me temo que sea demasiado viejo para eso ahora, pero querría averiguarlo.
—Sólo quedas tú, Woody. ¿Qué eliges?
Floyd ni siquiera se detuvo a pensarlo; su respuesta espontánea sorprendió tanto a los demás como a sí mismo.
—No me interesa en qué lugar de la Tierra esté… mientras esté con mi hijito.
Después de aquello, ya no quedaba nada más que agregar. La reunión había terminado.