25. PANORAMA DESDE LAGRANGE

La astronomía está plagada de tales coincidencias, intrigantes pero sin sentido. La más famosa es el hecho de que, desde la Tierra, la Luna y el Sol aparentan tener el mismo diámetro. Aquí, en el punto de libración L1, que Hermano Mayor había elegido para su cósmico número de equilibrio sobre la cuerda tensa gravitacional tendida entre Júpiter e Ío, ocurría un fenómeno similar. Planeta y satélite aparecían exactamente del mismo tamaño.

¡Y qué tamaño! No el miserable medio grado de arco de la Luna y el Sol, sino cuarenta veces su diámetro, mil seiscientas veces su área. La visión de cualquiera de ellos era suficiente para llenar la mente de reverencia y asombro; juntos, el espectáculo era sobrecogedor.

Cada cuarenta y dos horas, completaban todas las fases de su ciclo; cuando Ío era nueva, Júpiter estaba lleno, y viceversa. Pero aun cuando el Sol se ocultaba detrás de Júpiter, y el planeta presentaba su lado oscuro, se encontraba indudablemente allí: un enorme disco oscuro eclipsando las estrellas. Cada tanto, la negrura era momentáneamente atenuada por relámpagos luminosos que duraban largos segundos, provenientes de tormentas eléctricas mucho más grandes que las terrestres.

En el lado opuesto del cielo, siempre con la misma cara vuelta a su gigantesco amo, Ío era un bullente caldero de rojos y anaranjados, con esporádicas nubes amarillas surgiendo con violencia inaudita desde el cráter de uno de sus volcanes, para volver a caer suavemente sobre su superficie. Como Júpiter, pero en una escala temporal levemente mayor, Ío era un mundo sin geografía. Su faz era remodelada en cuestión de décadas; la de Júpiter, en días.

Ío estaba en cuarto menguante, y el vasto e intrincado paisaje de nubes jovianas se encendía bajo el sol tenue y distante. A veces, la sombra de la misma Ío, o de uno de los satélites exteriores, se deslizaba atravesando la cara de Júpiter, y cada revolución mostraba el vórtice del tamaño de un planeta, el Gran Punto Rojo; un huracán que había durado siglos, si no milenios.

Entre tantas maravillas, la tripulación de Leonov tenía material para vidas enteras de investigación; pero los objetos naturales del sistema joviano ocupaban el último lugar en su lista de prioridades. La primera era Hermano Mayor. Aunque las naves se habían aproximado hasta cinco kilómetros, Tanya seguía rehusándose a permitir ningún contacto directo. «Esperaré», decía, «hasta que nuestra posición nos permita una rápida retirada. Nos sentaremos a mirar, hasta que se abra nuestra ventana de lanzamiento. Solo entonces pensaremos la próxima jugada».

Era cierto que Nina finalmente se había posado sobre Hermano Mayor, luego de una suave caída de cincuenta minutos. Esto había permitido a Vasili calcular la masa del objeto: novecientas cincuenta mil toneladas, una cifra sorprendentemente baja, que le asignaba una densidad similar a la del aire. Presumiblemente era hueco, lo cual provocaba especulaciones sin fin acerca de su contenido.

Pero había un montón de problemas prácticos, cotidianos, que no les permitían ocuparse de tales grandes cuestionamientos. Las tareas domésticas de Leonov y Discovery absorbían el noventa por ciento de su tiempo de trabajo, aunque las operaciones eran mucho más eficientes desde que las dos naves habían sido conectadas por medio de una manga de acoplamiento flexible. Finalmente, Curnow había convencido a Tanya de que el giróscopo de Discovery no se bloquearía repentinamente, partiendo a ambas naves en pedazos; así, pues, era posible moverse libremente de una base a la otra con sólo abrir y cerrar dos puertas herméticas. Ya no eran necesarios los trajes espaciales y los EVA, que tanto tiempo consumían. Todos estaban agradecidos, excepto Max, que adoraba salir al exterior y practicar con su escoba.

Los únicos tripulantes a quienes no afectaba esta novedad eran Chandra y Ternovsky, que vivían virtualmente a bordo de Discovery. Y trabajaban sin parar, enfrascados en un diálogo con Hal que aparentaba no tener fin. «¿Cuándo estarán listos?» se les preguntaba al menos una vez al día. Se rehusaban a formular promesas; Hal seguía siendo un disminuido mental.

De pronto, una semana después del primer contacto con Hermano Mayor, Chandra anunció inesperadamente: «estamos listos».

Los únicos ausentes en la cubierta de vuelo de Discovery eran las dos damas médicas, y esto sólo porque no había más espacio; estaban observando por los monitores de Leonov. Floyd se ubicó inmediatamente detrás de Chandra, sin alejar la mano de lo que Curnow, con ese don especial para encontrar la frase justa, había llamado el mata-gigantes de bolsillo.

—Permítanme volver a recalcar —dijo Chandra—, que no se debe hablar. Sus acentos lo confundirían; yo puedo hablar, pero nadie más. ¿Entendido?

Chandra se veía, y escuchaba, al borde de la extenuación. Aun así, su voz ostentaba un tono de autoridad que nadie antes había oído. Tanya podía ser el jefe en cualquier otro lado, pero allí el amo era él.

El público —asido a agarraderas adecuadas, flotando libremente— asintió con la cabeza. Chandra tocó una llave de audio y dijo, en voz baja pero clara:

—Buenos días, Hal.

Un instante más tarde, a Floyd le pareció que los años se habían esfumado. Ya no era un simple juguete electrónico el que contestaba. Hal había vuelto.

—Buenos días, doctor Chandra.

—¿Te sientes en condiciones de resumir tu estado actual?

—Por supuesto, estoy completamente operativo, y todos mis circuitos funcionan perfectamente.

—Entonces no te molestará que te haga algunas preguntas.

—De ninguna manera.

—¿Recuerdas alguna falla en la unidad de control de antena A.E. 35?

—Desde luego que no.

A pesar de la restricción impuesta por Chandra, se escucharon algunos carraspeos. Esto es como caminar en puntillas a través de un campo minado, pensaba Floyd, mientras palpaba el tranquilizador radio-interruptor. Si esta serie de preguntas detonaba otra psicosis, podría matar a Hal en un segundo. (Lo sabía por haber probado el procedimiento una docena de veces). Pero un segundo eran eones para un computador; era un riesgo que debía correr.

—¿Tampoco recuerdas que Dave Bowman o Frank Poole hayan salido a reemplazar a la unidad A.E. 35?

—No. Eso no podría haber sucedido, si no me habría enterado. ¿Dónde están Frank y Dave? ¿Quién es esta gente? Sólo lo identifico a usted, aunque asigno una probabilidad del sesenta y cinco por ciento a que el hombre que está detrás sea el doctor Heywood Floyd.

Recordando las estrictas órdenes de Chandra, Floyd se contuvo de felicitar a Hal. Después de una década, sesenta y cinco por ciento era un resultado bastante aceptable. Muchos humanos no hubieran respondido tan bien.

—No te preocupes, Hal; luego te explicaré todo.

—¿Se cumplió la misión? Como usted sabe, tengo el mayor entusiasmo por ella.

—La misión se cumplió; has llevado a cabo tu programa. Ahora, si nos dispensas, nos gustaría mantener una conversación en privado.

—Por favor.

Chandra desconectó las entradas de visión y audio a la consola central. En lo que concernía a esta parte de la nave, ahora Hal estaba sordo y ciego.

—Bueno, ¿qué fue todo esto? —exigió Vasili Orlov.

—Significa —dijo Chandra cuidadosa y precisamente— que he borrado todas las memorias de Hal, comenzando desde el momento en que se produjo el problema.

—Eso suena como una hazaña —se asombró Sasha—. ¿Cómo lo hizo?

—Me temo que me llevaría más tiempo explicarlo que llevar a cabo la operación.

—Chandra, yo soy un experto en computadoras, aunque no de la misma clase en que lo son usted y Nikolai. El modelo 9000 usa memorias holográficas, ¿no es así? Eso implica que no pudo haber utilizado un borrado cronológico. Debe haber sido una especie de gusano plano, orientado hacia palabras y conceptos seleccionados.

—¿Gusano plano? —dijo Katerina por el intercomunicador de la nave—. Pensé que ésa era mi especialidad, aunque me place decir que nunca he visto una de esas monstruosas cosas fuera de un frasco con alcohol. ¿De qué están hablando?

—Jerga de computación, Katerina. En los viejos tiempos, muy viejos, realmente se usaban cintas magnéticas. Y es posible idear un programa, con el que se puede alimentar un sistema para perseguir y destruir, comer, si se prefiere, cualquier memoria que se desee. ¿No es posible hacer algo similar con los seres humanos, por medio de la hipnosis?

—Sí, pero el proceso siempre se puede revertir. Nunca olvidamos algo realmente. Sólo pensamos que lo hacemos.

—Un computador no funciona así. Cuando se le ordena hacer algo, lo hace. La información desaparece por completo.

—¿De manera que Hal no guarda memoria en absoluto de su… travesura?

—No tengo un ciento por ciento de certeza —contestó Chandra—. Puede haber algunas memorias que estuvieran en tránsito de una partición a otra cuando el… gusano plano realizaba la búsqueda. Pero es muy poco probable.

—Fascinante —dijo Tanya, después de que todos meditaban silenciosamente el asunto por un momento—. Pero la pregunta más importante es: ¿Se podrá confiar en él en el futuro?

Antes de que Chandra pudiera contestar, Floyd se le anticipó.

—No puede volver a presentarse la misma secuencia circunstancial; lo puedo prometer. Todo el problema empezó porque es difícil explicar los problemas de seguridad a un computador.

—O a un ser humano —murmuró Curnow, no demasiado sotto voce.

—Espero que estés en lo cierto —dijo Tanya, sin mucha convicción—. ¿Cuál es el próximo paso, Chandra?

—Nada tan espectacular; simplemente largo y tedioso. Ahora debemos programar a Hal para iniciar la secuencia de escape de Júpiter, y regresar a Discovery a casa… tres años después de que nosotros hayamos llegado, en nuestra órbita de alta velocidad.