19. OPERACIÓN MOLINO

Cuando Discovery se encendió de repente como el proverbial árbol de Navidad, con sus luces internas y de navegación brillando de extremo a extremo, los gritos de alegría a bordo de Leonov casi se podrían haber escuchado a través del vacío que separaba ambas naves. Pero se transformaron en un gruñido irónico cuando casi inmediatamente se volvieron a apagar.

Durante media hora no sucedió más nada; entonces, las ventanas del puente de vuelo de Discovery se iluminaron con el suave carmesí de las luces de emergencia. Pocos minutos más tarde, se pudo ver a Curnow y a Brailovsky moverse ahí dentro, aunque las siluetas eran borrosas a causa de la película de polvo de azufre.

—Hola, Max, Walter, ¿pueden oírnos? —llamó Tanya Orlova. Las dos figuras agitaron las manos simultáneamente, pero no dieron otra respuesta. Sin duda, estaban demasiado ocupados como para entablar una charla informal; los observadores de Leonov tuvieron que esperar con paciencia mientras se encendían y apagaban varias luces, una de las tres compuertas del Hangar de las Arvejas se abriera y cerrara rápidamente, y la antena principal girara unos modestos diez grados.

«Hola, Leonov», dijo Curnow al fin. «Disculpen la demora, pero hemos estado bastante ocupados».

«Aquí va un pequeño informe, de acuerdo con lo que pudimos observar hasta ahora. La nave se encuentra en mejores condiciones que lo que me había temido. El casco está intacto, las filtraciones son despreciables; presión de aire: ochenta y cinco por ciento del valor nominal. Es respirable, pero tendremos que hacer un reciclado total, porque apesta».

«La mejor noticia es que los sistemas de energía funcionan bien. El reactor principal está estable y las baterías, operables. Los fusibles de casi todos los circuitos se encontraban abiertos; deben haber sido cortados por Bowman antes de partir, así que el equipo vital estuvo protegido. Pero será todo un trabajo verificar cada conexión antes de que vuelva a funcionar a pleno».

—¿Cuánto tiempo llevará? Por lo menos, para disponer de los sistemas esenciales: medio ambiente y propulsión.

—Es difícil de decir, capitán. ¿De cuánto tiempo disponemos, antes de chocar?

—La predicción mínima actual es de diez días. Pero ya sabes cuántas veces la hemos modificado, en ambos sentidos.

—Bueno, si no tenemos mayores inconvenientes, podremos llevar a Discovery a una órbita estable, lejos de este agujero del demonio en… digamos… una semana, día más, día menos.

—¿Hay algo que necesiten?

—No, con Max nos arreglamos bastante bien. Ahora nos dirigimos hacia el giróscopo principal, para controlar los cojinetes. Quiero ponerlo en funcionamiento lo más pronto posible.

—Disculpa, Walter,… pero ¿es tan importante? La gravedad es conveniente, pero nos hemos pasado sin ella un tiempo largo.

—Lo que busco no es gravedad, aunque será muy útil a bordo. Si consigo restablecer el funcionamiento del giróscopo, éste absorberá el movimiento de la nave, y cesará el bamboleo. Así podremos adosar nuestras esclusas de salida, y terminar con las EVA. Eso hará que el trabajo sea cien veces más fácil.

—Buena idea, Walter, pero no vas a acoplar mi nave con ese… molino. Supón que los cojinetes se recalienten y bloqueen el giróscopo; ¡nos destrozaría!

—Comprendido. Lo discutiremos después. Volveré a informar tan pronto como pueda.

Nadie pudo descansar demasiado en los dos días que siguieron. Al fin del segundo día, Curnow y Brailovsky se quedaron prácticamente dormidos dentro de sus trajes, pero habían completado la revisión general de Discovery, sin encontrar sorpresas desagradables. La Agencia Espacial y el Departamento de Estado se sintieron aliviados por los informes preliminares; ellos les permitían aducir, con alguna justificación, que Discovery no era un naufragio, sino una «nave temporariamente sin misión, perteneciente a los Estados Unidos de América». Ahora debía comenzar la tarea de reacondicionamiento.

Una vez restaurada la energía, el problema siguiente era el aire, ya que las operaciones más efectivas de limpieza habían fracasado al intentar eliminar el mal olor. Las predicciones de Curnow estaban acertadas al decir que su fuente era la comida descompuesta al desconectarse la refrigeración; había dicho también, con cómica gravedad, que era muy romántico.

«Sólo tengo que cerrar los ojos» recitaba, «para sentirme en un buque ballenero de los viejos tiempos. ¿Se imaginan el aroma del Pequod?».

Era de aceptación unánime que, después de una visita a Discovery, no se requería un gran esfuerzo para imaginarlo. Finalmente el problema se resolvió o al menos se redujo a proporciones aceptables, dejando escapar toda la atmósfera de la nave. Afortunadamente, todavía quedaba suficiente aire en los tanques de reserva para reemplazarla.

Fue muy bien venida la noticia de que el noventa por ciento del combustible necesario para el viaje de regreso aún era aprovechable; había resultado muy rentable la elección de amoníaco como fluido operativo para la impulsión plasmática, en lugar del hidrógeno. Éste, aunque de mayor rendimiento, hubiera hervido años atrás, a pesar de la aislación de los tanques y la baja temperatura exterior. Pero casi todo el amoníaco había permanecido en estado líquido, y existía suficiente para enviar a la nave de regreso a una órbita segura alrededor de la Tierra. O al menos, alrededor de la Luna.

El paso crítico para poner la nave bajo control, era la detención del giro de Discovery. Sasha Kovalev comparó a Curnow y Brailovsky con Don Quijote y Sancho Panza, y expresó el deseo de que esa expedición contra los molinos de viento fuera más afortunada.

Con precaución, haciendo numerosas pausas para controlar, se activaron los motores del giróscopo y el gigantesco tambor ganó velocidad, reabsorbiendo la rotación que le había impartido a la nave hacía tanto tiempo. Discovery ejecutó una complicada serie de procesiones, hasta que finalmente dejó de girar en forma incontrolada. Los últimos vestigios de rotación indeseable se neutralizaron con los cohetes estabilizadores, hasta que las dos naves quedaron flotando quietas, una al lado de la otra; Leonov, chata y maciza, empequeñecida por Discovery, alta y esbelta.

El paso de una a otra ya no era riesgoso, incluso era fácil, pero la capitana Orlova aún se negaba a permitir un vínculo físico. Todos aceptaron esta decisión, puesto que Ío se seguía acercando; podrían tener que abandonar la embarcación que tanto les había costado salvar.

El hecho de que ahora conocieran la razón de la misteriosa reducción en la órbita de Discovery no ayudaba en lo más mínimo. Cada vez que la nave pasaba entre Júpiter e Ío, atravesaba el invisible tubo de flujo gravitatorio que unía ambos cuerpos y las corrientes parásitas resultantes inducidas en la nave ejercían un inevitable efecto de frenado en cada revolución.

No había forma de predecir el momento del impacto final, ya que la corriente en el tubo de flujo variaba enormemente, de acuerdo a leyes propias e inescrutables de Júpiter. A veces había dramáticas mareas de actividad, acompañadas de tormentas eléctricas y auroras boreales las naves perdían muchos kilómetros de altura, adquiriendo una temperatura incómodamente alta, hasta que los sistemas de control térmico la reajustaban.

Este inesperado efecto había sorprendido y aterrado a todos antes de que descubrieran la explicación obvia. Cualquier tipo de resistencia produce calor, en alguna parte; las fuertes corrientes inducidas en los cascos de Leonov y Discovery las convertía, por un breve lapso, en hornos eléctricos de baja potencia. No era sorprendente que una parte de las reservas de comida de Discovery se hubiera arruinado.

La castigada superficie de Ío estaba apenas a quinientos kilómetros cuando Curnow se arriesgó a activar el impulsor primario, mientras Leonov permanecía a una respetuosa distancia. No hubo efectos visibles —nada del humo y fuego de los viejos cohetes químicos—, pero las naves se separaron suavemente mientras Discovery ganaba velocidad. Después de un par de horas de delicadas maniobras, ambas naves se habían elevado unos cien kilómetros; ya era tiempo de tomarse un descanso.

—Ha hecho un excelente trabajo, Walter —dijo la cirujano-comandante Rudenko, pasando su ancho brazo sobre los cansados hombros de Curnow.

Como al pasar, rompió una pequeña cápsula bajo su nariz. Se despertó veinticuatro horas después, furioso y hambriento.