18. SALVAMENTO

Apenas se cerró la escotilla exterior detrás de ellos, hubo una sutil inversión de roles. Ahora era Curnow el que estaba cómodo, mientras que Brailovsky se encontraba fuera de su elemento, sintiéndose extraño a ese laberinto de oscuros y angostos corredores y túneles que era el interior de Discovery. En teoría, Max conocía el camino a seguir dentro de la nave, pero su conocimiento se basaba sólo en un estudio de los planos. Curnow, en cambio, había trabajado durante meses en un gemelo de Discovery sin terminar; podía andar, literalmente, con los ojos vendados.

El progreso era lento porque esa parte de la nave había sido diseñada para gravedad cero; ahora el giro sin control proveía una gravedad artificial, que, por pequeña que fuera, siempre parecía apuntar en la dirección menos conveniente.

—Lo primero que debemos hacer —murmuró Curnow, después de deslizarse algunos metros por un corredor antes de conseguir tomarse de una manija—, es parar ese condenado giro. Y no podremos hacerlo mientras no conectemos la energía. Sólo espero que Dave Bowman haya asegurado todos los sistemas antes de abandonar la nave.

—¿Estás seguro de que la haya abandonado por completo? Tal vez tuviera intención de volver.

—Es posible que tengas razón; supongo que nunca lo sabremos. Y es muy posible que tampoco él lo supiera.

Habían entrado al «Hangar de las Arvejas»; el garaje espacial de Discovery, que normalmente contenía tres de esas cápsulas esféricas monotripuladas, usadas en actividades exteriores a la nave. Sólo quedaba la Cápsula Número 3, la Número 1 se había perdido en el misterioso accidente donde murió Frank Poole, y la Número 2 estaba con Dave Bowman, dondequiera que éste estuviera.

El Hangar de las Arvejas contenía asimismo dos trajes espaciales, con la desagradable apariencia de dos cuerpos decapitados al colgar, sin cascos, de la percha. Se requería poco esfuerzo de la imaginación (y la de Brailovsky estaba trabajando tiempo extra), para poner dentro de ellos a toda una galería de siniestros ocupantes.

Fue una desgracia, aunque no del todo sorprendente, que el a veces irresponsable sentido del humor de Curnow saliera a relucir en ese preciso momento.

—Max —dijo, con una seriedad mortal—, ante cualquier cosa que suceda… por favor, no vayas a asustarte si aparece el gato de la nave.

Durante unos milisegundos, Brailovsky fue sorprendido con la guardia baja, y casi contestó: «ojalá no hubieras dicho eso, Walter», pero se recuperó a tiempo. Hubiera sido admitir su debilidad; así, pues, replicó:

—Me gustaría encontrar al idiota que puso esa película en nuestra cinemateca.

—Probablemente fue Katerina, que quiso verificar el equilibrio psicológico de cada uno. Además, te morías de risa cuando la proyectamos la semana pasada.

Brailovsky se calló; la acotación de Curnow era totalmente cierta. Pero eso había sucedido en el calor familiar y luminoso de Leonov, entre sus amigos, no en una nave náufraga oscura y helada, poblada por fantasmas. Por más racional que fuera, era demasiado fácil imaginarse alguna implacable bestia alienígena rondando por los corredores, en busca de alguien a quien devorar.

«La culpa es tuya, Abuela (descansen en paz tus santos huesos en la tundra siberiana); ojalá no me hubieras llenado la cabeza con esas horribles leyendas. Si cierro los ojos, todavía puedo ver la choza del Baba Yaga, erguida en un claro del bosque, sobre sus delgadas patas de pollo…

»Suficiente, basta ya. Soy un brillante ingeniero enfrentado con el más grande desafío técnico de su vida, y no debo dejar que mi colega norteamericano sepa que a veces soy un niño asustado…».

Los ruidos no ayudaban. Había demasiados, aunque eran tan débiles que sólo un astronauta experimentado podría haberlos detectado por encima de los sonidos de su propio traje. Pero para Max Brailovsky, acostumbrado a trabajar en un ambiente de máximo silencio, eran particularmente irritantes, aun sabiendo que los ocasionales crujidos y chirridos eran causados, casi con seguridad, por la expansión térmica, mientras la nave giraba como carne al asador. Débil como era la presencia del Sol, había, sin embargo, una apreciable diferencia de temperatura entre la luz y la sombra.

Incluso su familiar traje espacial le resultaba incómodo, ahora que afuera existía la misma presión que adentro. Todas las fuerzas que actuaban sobre las articulaciones se habían alterado sutilmente, y ya no podía programar sus movimientos con precisión. «Parezco un principiante, volviendo a comenzar mi entrenamiento desde el principio», se dijo con enojo. Ya era tiempo de terminar esta situación con una acción decisiva.

—Walter, me gustaría verificar la atmósfera.

—La presión está bien; temperatura… ¡uf!… ciento cinco grados bajo cero.

—Un confortable invierno ruso. De todos modos, el aire de mi traje aislará la mayor parte del frío.

—Bien, adelante. Pero déjame iluminar tu cara para ver si estás poniéndote azul. Y sigue hablando.

Brailovsky quitó el seguro a su visor, y levantó el casco. Titubeó un instante al sentir cómo unos dedos helados acariciaban su rostro, olisqueó con precaución, y respiró por fin profundamente.

—Está frío, pero no se me congelarán los pulmones. Hay un olor raro, sin embargo… Rancio, podrido, como si algo… ¡oh no!

Empalideciendo de golpe, Brailovsky cerró su casco rápidamente.

—¿Cuál es el problema, Max? —preguntó Curnow con repentina, y ahora genuina, ansiedad. Brailovsky no contestó; aún parecía estar intentando recuperar el control de sí mismo. En verdad se hallaba ante el peligro cierto de un desastre horrible, y a menudo fatal: vomitar dentro de un traje espacial.

Hubo un largo silencio; luego Curnow dijo en tono tranquilizador:

—Ya sé qué es. Pero estoy seguro que te equivocas. Sabemos que Poole se perdió en el espacio. Bowman informó que eyectó fuera a los otros después de muertos en hibernación, y estamos seguros de que lo hizo. No puede haber nadie aquí. Además, hace tanto frío…

Casi agregó «como en una morgue», pero se frenó a tiempo.

—Pero supón —murmuró Brailovsky— sólo supón que Bowman haya conseguido volver a la nave, y que haya muerto aquí.

Hubo un silencio aún más largo, antes de que Curnow abriera su propio casco, lenta y cuidadosamente. Se estremeció al sentir el aire congelado en sus pulmones, y frunció la nariz en una mueca de disgusto.

—Ahora lo comprendo. Pero estás dejando volar demasiado a tu imaginación. Te apuesto diez contra uno a que este olor proviene de la cocina. Seguramente es carne que se echó a perder, antes de que la nave se congelara. Y Bowman debe haber estado muy ocupado para mantener la casa en orden. He conocido departamentos de soltero que olían peor.

—Tal vez tengas razón… Eso espero.

—Por supuesto que sí. Y aunque no la tuviera… maldito sea, ¿cuál es la diferencia? Tenemos un trabajo que hacer, Max. Si Dave Bowman aún está aquí, bueno, no es asunto nuestro. ¿No es así, Katerina?

No hubo respuesta de la cirujano-comandante; se habían adentrado demasiado en la nave, y la radio no llegaba hasta allí. Ahora se encontraban librados a sus propios medios, pero Max estaba recobrando el ánimo con rapidez. Finalmente decidió que era un privilegio trabajar con Walter. A veces, el ingeniero norteamericano parecía tomarse las cosas a la ligera. Pero era absolutamente competente; y si era necesario, duro como el hierro.

Juntos, devolverían Discovery a la vida, y, tal vez, de regreso a Tierra.