17. PARTIDA DE ABORDAJE

Aun en las mejores condiciones, no es fácil abordar una nave espacial abandonada, y que no quiere cooperar. Lo que es más, puede ser positivamente peligroso.

Walter Curnow lo sabía como un principio abstracto; pero no lo sintió en carne propia sino cuando vio los cien metros de envergadura de Discovery girando sobre su eje transversal, mientras Leonov permanecía a una distancia segura. Años atrás, la fricción había absorbido la rotación del giróscopo de Discovery, transfiriendo así su momento angular al resto de la estructura. Ahora, como el bastón de un tambor mayor en el punto más alto de su trayectoria, la nave abandonada giraba grácilmente a lo largo de su órbita.

El primer problema era detener esa rotación, que hacía a Discovery no sólo incontrolable, sino también inabordable. Mientras se vestía en la cámara de presión, junto a Max Brailovsky, Curnow tenía una extraña sensación de incompetencia, y tal vez de inferioridad; aquélla no era su especialidad. Ya lo había explicado con gravedad, «Yo soy ingeniero espacial, no chimpancé del espacio»; pero el trabajo debía hacerse. Sólo él poseía la habilidad necesaria para salvar a Discovery de las garras de Ío. A Max y sus colegas, trabajando con diagramas de circuitos y equipos desconocidos, les llevaría mucho más tiempo. Cuando hubieran restablecido la potencia de la nave, y dominado sus controles, ésta ya se habría sumergido en las sulfurosas hogueras que ardían a sus pies, allá abajo.

—No estarás asustado, ¿o sí? —preguntó Max, cuando estaban por colocarse los cascos.

—No lo suficiente como para hacer un lío con mi traje; pero sí, bastante.

Max sonrió.

—Yo diría que eso es lo correcto en este trabajo. Pero no te preocupes; te llevaré entero hasta allí, en mi… ¿cómo le dicen ustedes?

—Escoba. Porque se supone que las brujas vuelan sobre ellas.

—Ah, sí. ¿Probaste una alguna vez?

—Una vez lo intenté, pero se me escapó. A los demás les pareció muy gracioso.

Algunas profesiones han desarrollado herramientas únicas y características: el arpón del pescador de ballenas, el torno del alfarero, la plomada del albañil, el martillo del geólogo. Los hombres que debían pasarse gran parte de su tiempo en proyectos de construcción bajo gravedad cero habían creado la «escoba».

Era muy simple: un tubo hueco de un metro de largo, con un apoyo para el pie en un extremo, y una manija de retención en el otro. Apretando un botón, se podía extender hasta cinco o seis veces su tamaño normal, y el sistema interno de amortiguación permitía a un operador experimentado realizar las maniobras más sorprendentes. En caso necesario, el apoya-pie podía convertirse en garra o en gancho; había otros refinamientos, pero éste era el diseño básico. Parecía muy fácil de usar; no lo era.

Las bombas de aire terminaron el reciclado; se encendió el cartel de SALIDA; se abrieron las puertas exteriores y los exploradores se deslizaron suavemente hacia el vacío.

Discovery giraba como las aspas de un molino a unos doscientos metros de allí, siguiendo a Leonov en su órbita alrededor de Ío, que cubría la mitad del cielo. Júpiter era invisible, del otro lado del satélite. Esto era una elección deliberada; usaban a Ío como escudo para protegerse de la energía que circulaba en ambos sentidos a lo largo del tubo de flujo que unía los dos mundos. Aun así, el nivel de radiación era peligrosamente alto; disponían de menos de quince minutos antes de tener que regresar para guarecerse.

Casi inmediatamente, Curnow tuvo un problema con su traje.

—Me ajustaba bien cuando dejé Tierra —se quejó—. Pero ahora bailo dentro de él, como una arveja en la vaina.

—Es perfectamente normal, Walter —dijo la cirujano-comandante Rudenko, irrumpiendo en el circuito de radio—. Ha perdido usted diez kilogramos en la hibernación, pérdida que podía afrontar sin problemas. Y ya ha recuperado tres de ellos.

Antes de que Curnow tuviera tiempo de pensar una réplica, se encontró empujado con suavidad, pero con firmeza, lejos de Leonov.

—Relájate, Walter —dijo Brailovsky—. No uses tus impulsores, aun cuando empieces a dar vueltas. Deja que yo haga todo el trabajo.

Curnow veía los perezosos resoplidos del aparato del hombre más joven, mientras sus pequeñas turbinas los conducían hacia Discovery. A cada una de esas pequeñas nubes de vapor seguía un delicado tirón en el cable de remolque, y se empezaba a mover hacia Brailovsky; pero nunca lo alcanzaba antes del próximo soplido. Se sentía como un yo-yo, subiendo y bajando por el hilo.

Había una sola manera de aproximarse al naufragio, y era a lo largo del eje alrededor del cual giraba con suavidad. El centro de rotación de Discovery estaba aproximadamente en la mitad de la nave, cerca del complejo central de antenas, y Brailovsky se dirigía directamente a esa zona, con su ansioso compañero a remolque. «¿Cómo podrá detenernos a ambos a tiempo?», se preguntaba Curnow.

Discovery era ahora un inmenso pero esbelto carillón que hendía el cielo frente a ellos. Aunque tardaba varios minutos en completar una revolución, los extremos se movían a una velocidad impresionante. Curnow trataba de ignorarlos, y de concentrarse en el centro cada vez más cercano, e inmóvil.

—Estoy apuntando hacia allá —dijo Brailovsky—. No trates de ayudar, y no te sorprendas por nada que suceda.

«¿Qué quiere decir con allá?», se preguntó Curnow, preparándose lo más posible para «no sorprenderse».

Todo sucedió en unos cinco segundos. Brailovsky accionó su escoba, y ésta se extendió en toda su longitud de cuatro metros, haciendo contacto con la nave que se aproximaba. La escoba comenzó a contraerse, mientras su amortiguación interna absorbía la considerable inercia del movimiento de Brailovsky; pero al contrario de lo que Curnow esperaba, no lo llevó a estrellarse contra la masa de antenas. Se volvió a extender de inmediato, invirtiendo la velocidad del ruso, de tal manera que se estaba alejando de Discovery tan rápido como se había acercado. Pasó al lado de Curnow, nuevamente en dirección al espacio, a sólo unos centímetros de distancia. El atónito norteamericano sólo tuvo tiempo de entrever un gran bulto antes de que Brailovsky saliera disparado.

Un segundo después, hubo un tirón en el cable que conectaba a ambos, y una rápida desaceleración al compensarse las inercias de ambos movimientos. Sus velocidades opuestas se habían anulado limpiamente; estaban virtualmente en reposo con respecto a Discovery. Curnow sólo tenía que alcanzar la agarradera más cercana y tirar de ella.

—¿Has jugado alguna vez a la ruleta rusa? —preguntó cuando recuperó el aliento.

—No, ¿qué es?

—Te lo tendré que enseñar alguna vez. Es casi tan bueno como esto para curar el aburrimiento.

«Walter, espero que no estará sugiriendo que Max haría algo peligroso». La voz de la doctora Rudenko sonó como si estuviera realmente ofendida, y Curnow decidió que lo mejor era no contestar; algunas veces, los rusos no entendían su particular sentido del humor. «Lo disimuló bastante bien…» murmuró casi con el aliento, lo bastante bajo como para que ella no lo oyera.

Ahora que estaban firmemente unidos al casco de la nave giratoria, ya no era consciente de su rotación, en especial cuando fijaba su mirada en las placas metálicas que tenía delante de sus ojos. Su próximo objetivo era la escala que se angostaba en la distancia, a lo largo del delgado cilindro que constituía la estructura principal de Discovery. El esférico módulo de comando del extremo más alejado parecía quedar a varios años luz, aunque él sabía perfectamente bien que la distancia era de sólo cincuenta metros.

—Yo iré primero —dijo Brailovsky, cobrando la cuerda que los unía—. Recuerda: desde aquí todo el camino es cuesta abajo. Pero eso no es problema; te puedes sostener con una sola mano. Inclusive en el extremo, la gravedad es sólo un décimo de ge. Y eso es… ¿cómo le dicen ustedes?… jugo de niños.

—Supongo que querrás decir juego de niños. Y si para ti es lo mismo, prefiero ir con los pies para adelante. Nunca me gustó arrastrarme por las escaleras al revés, aun con gravedad mínima.

Curnow estaba muy al tanto de que era esencial mantener su amable tono irónico; de otro modo, sencillamente se sentiría aterrorizado por lo misterioso y peligroso de la misión. Ahí se encontraba él, a casi mil millones de kilómetros del hogar, a punto de entrar en la nave náufraga más famosa en toda la historia de la exploración espacial; una periodista había llamado a Discovery la Marie Celeste del espacio, y no era una mala analogía. Pero además había otras cosas que hacían que su situación fuera única; aun cuando tratara de ignorar el inquietante paisaje lunar que cubría la mitad del firmamento, siempre había un elemento a mano que recordaba su presencia. Cada vez que tocaba los peldaños de la escalera, su guante levantaba una fina niebla de polvo de azufre.

Brailovsky estaba, desde luego, en lo cierto; la gravedad centrífuga provocada por la rotación de la nave era fácilmente controlable. Cuando se acostumbró a ella, Curnow incluso agradeció la sensación de dirección que le proporcionaba.

Y así, de repente, habían alcanzado la esfera grande y descolorida del módulo de control y supervivencia de Discovery. A sólo unos metros de allí había una escotilla de emergencia; la misma, pensó Curnow, por la que había entrado Bowman para su confrontación final con Hal.

—Espero que podamos entrar —murmuró Brailovsky—. Sería una lástima hacer todo este viaje y encontrar la puerta con llave.

Limpió el azufre que oscurecía la pantalla de control de la cámara de presión.

—Muerta, desde luego. ¿Intento con los controles? —No puede hacer ningún daño… pero no sucederá nada.

—Tienes razón. Bien, aquí vamos con el control manual…

Fue fascinante ver cómo se abría la delgada línea en la pared curva, y notar el pequeño soplo de vapor que se dispersaba en el espacio, llevándose consigo una hoja de papel. ¿Sería un mensaje vital? Nunca lo sabrían; se alejó, girando sobre sí mismo sin perder su velocidad de rotación inicial, en dirección a las estrellas.

Brailovsky siguió trabajando con el control manual durante lo que pareció un tiempo muy largo, hasta que la cueva oscura y poco acogedora de la esclusa se abrió totalmente. Curnow esperaba que al menos las luces de emergencia permanecerían operables, pero no tuvieron tanta suerte.

—Tú eres el jefe ahora, Walter. Bienvenido al territorio de los Estados Unidos.

Por cierto que no se sintió tan bien recibido al penetrar en la esclusa, mientras iluminaba el interior con la lámpara de su casco. Por lo que veía, estaba todo en orden. ¿Qué otra cosa había esperado?, se preguntó, un poco enojado.

Cerrar la puerta manualmente llevó más tiempo que abrirla, pero, hasta que la nave volviera a ser reactivada, no había alternativa. Antes de volver a cerrar la escotilla, Curnow arriesgó una mirada al insensato panorama exterior.

En el ecuador había aparecido un lago de un azul centelleante, que estaba seguro de no haber visto hacía sólo unas horas. En sus bordes danzaban rutilantes reflejos amarillos, el color característico del sodio ardiente y todo el panorama nocturno se hallaba velado por la fantasmal descarga de plasma de una de las casi continuas auroras de Ío.

Era el germen de futuras pesadillas; y por si no fuera suficiente, había un último toque, digno de un enloquecido autor surrealista. Apuñalando el cielo negro, surgido en apariencia de las hogueras de aquella luna en llamas, había un inmenso cuerno curvado, tal como lo habría visto un torero sentenciado en el momento final de la verdad.

Júpiter se levantaba para saludar a Discovery y a Leonov, mientras ambas naves lo seguían en sus órbitas sincrónicas.