Cuando Floyd llegó a la cubierta de observación, discretos minutos después de Zenia, Júpiter parecía ya muy lejano. Pero esto debía ser una ilusión basada en sus conocimientos, no la evidencia de sus ojos. Apenas acababan de emerger de la atmósfera joviana, y el planeta todavía llenaba la mitad del espacio visible.
Y ahora eran sus prisioneros, como habían planeado. En la última e incandescente hora se habían desprendido deliberadamente del exceso de velocidad que los podría haber precipitado en forma recta hacia el exterior del Sistema Solar, camino de las estrellas. Actualmente viajaban sobre una elipse, una clásica órbita de Hohmann, que los mantendría entre Júpiter y la órbita de Ío, pero trescientos cincuenta mil kilómetros más arriba. Si no encendieran, o no lograran encender nuevamente sus motores, Leonov oscilaría una y otra vez entre estos límites, completando una revolución cada diecinueve horas. Se transformaría en la más cercana de las lunas de Júpiter, aunque no por mucho tiempo. Cada vez que rozara la atmósfera perdería altura hasta caer en espiral hacia su propia destrucción.
En realidad, a Floyd nunca le había gustado el vodka, pero se unió sin reservas al resto en el brindis triunfal, a la salud de los diseñadores de la nave, y como un voto de agradecimiento a Sir Isaac Newton. En seguida Tanya volvió la botella a su estante; había mucho por hacer aún.
Aunque las estaban esperando, todos saltaron con el fragor sordo de las cargas explosivas, y el ruido de la separación. Pocos segundos más tarde, un disco enorme, brillante aún, flotaba ante su vista girando lentamente sobre sí mismo mientras se alejaba de la nave.
—¡Miren! —gritó Max—. ¡Un plato volador! ¿Alguien tiene una cámara?
Había una clara nota de alivio histérico en las carcajadas que siguieron. Fueron interrumpidas por la capitana, en un tono más serio.
—¡Adiós, nuestro fiel escudo térmico! ¡Has hecho un trabajo magnífico!
—Pero ¡qué desperdicio! —dijo Sasha—. Ahí hay por lo menos dos toneladas. ¡Piensen en toda la carga útil extra que podríamos haber traído!
—Si ésa es la eficaz y conservadora ingeniería rusa, me quedo con ella —retrucó Floyd—. Prefiero mil veces unas pocas toneladas de más, que un solo miligramo de menos.
Todos aplaudieron esos nobles sentimientos mientras el escudo abandonado se volvía amarillo, luego rojo, hasta que quedó tan negro como el espacio que lo rodeaba. A pocos kilómetros de distancia se desvaneció, aunque, ocasionalmente, la repentina reaparición de una estrella eclipsada recordaba su presencia.
«Comprobación de órbita preliminar terminada», dijo Vasili. «Estamos a diez metros por segundo de nuestro vector ideal. Por ser el primer intento, no está tan mal». Hubo un reprimido suspiro de alivio al escuchar la noticia, y pocos minutos más tarde Vasili hizo otro anuncio.
«Cambio de inclinación por corrección de rumbo; delta V seis metros por segundo. En un minuto tendremos un estallido de veinte segundos».
Se encontraban aún tan cerca de Júpiter que era imposible creer que la nave estuviera orbitando el planeta; podrían haberse hallado en un avión de gran altitud que acabara de emerger de entre un mar de nubes. No había sensación de escala; era fácil imaginarse que se estaban alejando de algún atardecer terrestre; tan familiares resultaban aquellos rojos, rosados y púrpuras que se deslizaban allá abajo.
Pero aquello no era más que una ilusión; nada había allí que pudiera tener semejanza con la Tierra. Aquellos colores eran propios, no prestados por el sol poniente. Los mismos gases eran totalmente alienígenas: metano, amoniaco y un brebaje embrujado de hidrocarburos, mezclado en un caldero de hidrógeno y helio. Ni un atisbo de oxígeno libre, aliento de la vida humana.
Las nubes marchaban de horizonte a horizonte en filas paralelas, distorsionadas ocasionalmente por vientos y remolinos. Aquí y allá había relámpagos de gas más brillantes que rompían el paisaje, y Floyd alcanzó a divisar el borde oscuro de una enorme tromba, un remolino de gases que se hundían en las insondables profundidades jovianas.
Comenzó a buscar el Gran Punto Rojo, pero en seguida se dio cuenta de lo inocente de su intento. Todo aquel enorme paisaje de abajo era apenas una pequeña porción de la inmensidad del Punto Rojo; hubiera sido lo mismo que intentar reconocer el contorno de los Estados Unidos desde una avioneta a baja altura sobre Kansas.
«Corrección completa. Estamos en órbita de intercepción con Ío. Tiempo hasta la llegada: ocho horas y cincuenta y cinco minutos».
«Menos de nueve horas para trepar desde Júpiter y encontrarnos con lo que sea que nos esté esperando», pensó Floyd. «Hemos escapado del gigante, pero él sólo representa un peligro para el que nos podíamos preparar. Lo que queda ahora es un absoluto misterio».
«Y si superáramos con vida ese desafío, aún deberemos volver a Júpiter. Necesitaremos de su poder para regresar a casa sanos y salvos».