14. DOBLE ENCUENTRO

«… Documentos de la hipoteca de la casa de Nantucket deberían estar en el archivo de memoria marcado con M.

»Bueno, en cuanto a negocios creo que no hay nada más. El último par de horas he estado recordando un cuadro que vi cuando era niño en un volumen destartalado de arte victoriano; debía tener casi ciento cincuenta años de antigüedad. No sé si era en blanco y negro o en colores, pero nunca olvidaré el título; se llamaba, no te rías, «Ultimo mensaje a Casa». Nuestros abuelos amaban esos melodramas sentimentales.

»Muestra la cubierta de una goleta en un huracán; las velas han sido desgarradas y la cubierta se encuentra a flor de agua. En el fondo, la tripulación se afana en salvar la embarcación. Y en primer plano, un joven grumete está escribiendo una nota, teniendo a su lado la botella que espera la llevará a destino.

»Aunque yo era un muchacho en ese entonces, sentía que él debería haber estado dando una mano a sus compañeros, no escribiendo cartas. Aun así, me conmovió: nunca pensé que algún día estaría como el pequeño grumete.

»Desde luego, yo estoy seguro de que recibirás mi mensaje; y no puedo ayudar en nada a bordo de Leonov.

»De hecho, me han pedido gentilmente que me mantenga fuera del camino; así, pues, que mi conciencia está limpia mientras me dedico a dictar este mensaje.

»Ya mismo lo enviaré al puente porque cortaremos la transmisión en quince minutos, al guardar el gran plato y cerrar las escotillas… ¡aquí tienes otra bella analogía marítima! Ahora Júpiter está ocupando todo el cielo; no voy a intentar describirlo, y tampoco lo veré mucho tiempo más porque las planchas se cerrarán en pocos minutos. De todas maneras, las cámaras son mucho más elocuentes que yo.

»Adiós, mi vida, los amo… especialmente a Chris. Cuando recibas esto, habrá terminado todo, de un modo o de otro. Recuerda que traté de hacer lo mejor por nosotros… adiós».

Floyd sacó la pastilla de audio, fue hasta el centro de comunicaciones y se la entregó a Sasha Kovalev.

—Por favor, asegúrate de que salga antes de cerrar —pidió con voz intensa.

—No te preocupes —prometió Sasha—. Todavía estoy trabajando en todos los canales, y nos quedan unos buenos diez minutos.

Le ofreció su mano.

—Si nos volvemos a encontrar… bueno, sonreiremos. Si no, habremos hecho bien en despedirnos —recitó Floyd.

—¿Shakespeare, supongo?

—Por supuesto; Bruto y Casio antes de la batalla. Te veré luego.

Tanya y Vasili estaban demasiado concentrados en sus visores de situación, como para hacer algo más que saludar a Floyd con la mano, y se retiró a su cabina. Ya se había despedido del resto de la tripulación; no cabía sino esperar. Su bolso de dormir estaba colgado, listo para el retorno de la gravedad, cuando comenzara la desaceleración; y sólo tenía que trepar hasta él.

«Antenas retraídas, todos los escudos protectores en posición» avisó el intercomunicador. «Deberíamos sentir la primera frenada en cinco minutos. Todo normal».

«Yo no usaría ese término», murmuró Floyd para sí.

«Debe querer decir «nominal». No había terminado de esbozar su pensamiento cuando tocaron tímidamente a la puerta».

—¿Kto tam?

Para su sorpresa, era Zenia.

—¿Me permite pasar? —preguntó con embarazo, con una voz de niña que Floyd apenas reconoció.

—Desde luego; adelante, por favor. Pero, ¿por qué no estás en tu propia cabina? Sólo faltan cinco minutos.

Mientras formulaba la pregunta, se dio cuenta de su estupidez. La respuesta era tan perfectamente obvia que Zenia no se dignó responderla.

Pero Zenia era la última persona que hubiera esperado: su actitud hacia él había sido invariablemente cortés, pero distante. En verdad, ella era el único miembro de la tripulación que prefería llamarlo doctor Floyd. Y ahí estaba, solicitando claramente cariño y compañía en el momento de peligro.

—¡Zenia, querida! —dijo evasivamente—. Eres bienvenida. Pero mis comodidades son algo limitadas. Casi espartanas, podríamos decir.

Logró esbozar una sonrisa, pero no dijo nada, mientras entraba flotando a la habitación. Por primera vez Floyd se dio cuenta de que ella no estaba simplemente nerviosa… se hallaba aterrorizada. Sólo entonces comprendió por qué había acudido a él. Tenía vergüenza de que sus compatriotas la vieran así, y procuraba apoyo en algún otro lado.

Al comprenderlo, el atractivo del inesperado encuentro disminuyó en parte. Sin embargo, no lo relevaba de su responsabilidad para con otro solitario ser humano, tan lejos del hogar. El hecho de que ella fuera atractiva, aunque ciertamente no bella, y de casi la mitad de su edad, no debería afectar su comportamiento. Pero lo hizo; estaba comenzando a ponerse a la altura de las circunstancias.

Ella debió haberlo notado, pero no hizo nada para animarlo o rechazarlo mientras yacían juntos en el capullo de dormir. Apenas había lugar para los dos, y Floyd comenzó a hacer ansiosos cálculos. ¿Qué pasaría si la aceleración máxima fuera mayor que lo esperado y la suspensión cediera? Podrían resultar muertos fácilmente.

Había un amplio margen de seguridad; no había necesidad de preocuparse por un final tan ignominioso. Humor era enemigo de deseo; ahora su abrazo era absolutamente casto. No estaba seguro de si debía alegrarse de ello, o lamentarlo.

Y ya era demasiado tarde para segundas intenciones. Desde muy, muy lejos venía el primer susurro, como el lamento de un alma en pena. Al mismo tiempo, la nave dio una sacudida apenas perceptible; el capullo comenzó a balancearse, y sus correas se tensaron. Después de varias semanas sin peso, estaba volviendo la gravedad.

En segundos, el débil gemido se elevó hasta un tremendo rugido, y la crisálida se convirtió en una hamaca sobrecargada. Ésta no es una idea tan buena, pensó Floyd para sí; ya se hacía dificultoso respirar. La desaceleración sólo era una parte del problema: Zenia lo estaba aferrando como se supone que un náufrago se aferra al proverbial madero.

Se soltó tan suavemente como pudo.

—Está bien, Zenia. Si Tsien lo hizo, también podremos lograrlo nosotros. Relájate, no te preocupes.

Era difícil gritar con ternura, e incluso no estaba seguro de que Zenia lo escuchara por encima del rugido del hidrógeno incandescente. Pero al menos ya no lo estrechaba con tanta desesperación, y aprovechó la oportunidad de aspirar unas pocas bocanadas profundas.

¿Qué diría Caroline si lo viera así? ¿Se lo contaría alguna vez, si tuviera la oportunidad? No estaba seguro de que lo entendiera. De todos modos, en un momento como ése, todos los lazos con Tierra parecían muy tenues.

Era imposible moverse, o hablar, pero ahora que se había acostumbrado a la extraña sensación del peso ya no estaba incómodo, excepto por el creciente adormecimiento de su brazo derecho. Con alguna dificultad, logró rescatarlo de atrás de Zenia; este acto familiar le trajo un momentáneo sentimiento de culpa. Mientras sentía retornar su circulación, Floyd recordó una frase famosa, atribuida por lo menos a una docena de astronautas: «Los placeres y dificultades del sexo en gravedad cero han sido enormemente exagerados por igual».

Se preguntaba cómo se las estaría arreglando el resto de la tripulación, y pensó un instante en Chandra y Curnow, que dormían plácidamente en medio de todo esto. Nunca se enterarían si Leonov se convirtiera en una lluvia de meteoritos en el cielo joviano. No los envidiaba; se habrían perdido una experiencia que bien valía la vida.

Tanya hablaba por el intercomunicador; sus palabras se perdían en el estruendo, pero su voz sonaba calma y perfectamente normal, como si hiciera un anuncio de rutina. Floyd pudo mirar su reloj, y se asombró al ver que ya estaban en el punto medio de la maniobra de frenado. En ese preciso instante, Leonov se encontraba en el sitio más cercano a Júpiter de su trayectoria; sólo algunas sondas automáticas sin retorno habían penetrado más profundamente en la atmósfera joviana.

—Mitad de camino, Zenia —gritó—. Otra vez hacia afuera. —No podía saber si lo había comprendido. Sus ojos estaban fuertemente cerrados, pero sonreía con suavidad.

La nave se sacudía ahora notablemente, como un bote en el mar encrespado. ¿Será normal?, se preguntaba Floyd. Se alegraba de tener que preocuparse por Zenia; eso apartaba su mente de sus propios temores. Por un instante, antes de lograr expulsar la idea, tuvo una visión de las paredes volviéndose de un rojo intenso, y cayendo sobre él. Como la pesadilla fantástica de Edgar Allan Poe «El pozo y el péndulo», que había olvidado durante treinta años…

Pero eso no sucedería nunca. Si el escudo térmico fallara, la nave sería destrozada instantáneamente, aplastada por una sólida muralla de gases. No sentiría dolor alguno; su sistema nervioso no alcanzaría a reaccionar antes de dejar de existir. Había experimentado pensamientos más consoladores, pero éste no era del todo despreciable.

El golpeteo se fue debilitando. Hubo otro anuncio inaudible de Tanya (se lo comentaría con sorna, cuando acabara todo). El tiempo parecía ahora transcurrir mucho más lentamente; después de un momento dejó de mirar su reloj, porque no podía creer lo que veía. Los números cambiaban tan lentamente que se imaginó inmerso en alguna dilatación temporal einsteniana.

Y entonces sucedió algo todavía más increíble. Primero le divirtió, pero luego se sintió un poco indignado.

Zenia se había quedado dormida; si no exactamente en sus brazos, por lo menos a su lado.

Era una reacción natural: la tensión debió haberla dejado exhausta, y la sabiduría de su cuerpo había acudido en su ayuda. Y de repente, Floyd mismo cayó en un sopor casi postorgásmico, como si él también hubiera sido emocionalmente vencido por el encuentro. Tuvo que luchar por permanecer despierto…

Y estaba cayendo… cayendo… cayendo… todo había acabado. La nave se encontraba otra vez en el espacio, al que pertenecía. Y él y Zenia flotaban separados.

Nunca volverían a estar tan juntos, pero de allí en adelante habría una ternura especial entre ellos, que nunca podría compartir nadie más.