Aun hoy, más de tres décadas después de las revelaciones del primer Voyager, nadie comprendía realmente por qué los cuatro satélites gigantes diferían tanto unos de otros. Tenían aproximadamente el mismo tamaño, pertenecían a la misma región del Sistema Solar; y aun así eran totalmente disímiles, como hijos de matrimonios diferentes.
Sólo Calisto, el más exterior, había resultado ser como se esperaba. Cuando Leonov pasó a poco más de cien mil kilómetros de distancia, los cráteres más grandes eran perfectamente visibles a simple vista. A través del telescopio, el satélite parecía una bola de vidrio que había servido de blanco a rifles de alto poder; estaba totalmente cubierto de cráteres de todos los tamaños, hasta el límite inferior de visibilidad. Alguien había dicho alguna vez que Calisto parecía más la luna de la Tierra, que la Luna misma.
No es que esto fuera particularmente sorprendente. Allí, afuera, en el borde del cinturón de asteroides, cabía esperar un mundo bombardeado con los restos de rocas perdidos desde la creación del Sistema Solar. Pero Ganímedes, el satélite vecino, tenía una apariencia totalmente distinta. A pesar de haber estado abundantemente salpicado de cráteres en un pasado remoto, la mayoría de ellos habían sido arados, expresión que parecía singularmente apropiada. Grandes áreas de Ganímedes estaban cubiertas por lomos y surcos, como si algún jardinero cósmico hubiera pasado un rastrillo gigante sobre ellos. Había también líneas de colores suaves, que recordaban estrías dejadas por una babosa de cincuenta kilómetros de ancho. Lo más misterioso de todo eran unas bandas largas y serpeantes, que contenían docenas de líneas paralelas. Había sido Nikolai Ternovsky el que decidió que debían ser superautopistas de varios carriles, trazadas por algún ingeniero borracho. E inclusive pretendía haber detectado cruces sobre nivel y retornos en forma de trébol.
Leonov había añadido unos pocos trillones de pedazos de información acerca de Ganímedes al consentimiento humano, antes de atravesar la órbita de Europa. Este mundo helado, con su naufragio y su muerte, estaba del otro lado de Júpiter, pero nunca se alejaba de los pensamientos de nadie.
Allá en la Tierra, el doctor Chang ya era un héroe y sus compatriotas habían recibido, con evidente incomodidad, incontables mensajes de condolencia. Se había enviado uno en nombre de la tripulación de Leonov, después de lo que Floyd sospechaba una considerable reelaboración en Moscú. El sentimiento a bordo era ambiguo, mezcla de admiración, pesar y alivio. Todos los astronautas, sin respetar nacionalidades, se consideraban ciudadanos del espacio y sentían un vínculo común, compartiendo victorias y tragedias. Nadie en Leonov se alegraba de que la expedición china se hubiera enfrentado al desastre; pero, al mismo tiempo, había una muda sensación de alivio porque la carrera no hubiera llegado a sus últimas consecuencias.
El inesperado descubrimiento de vida en Europa había agregado un nuevo elemento a la situación; elemento éste que estaba siendo objeto de agudas discusiones, tanto en Tierra como a bordo de Leonov. Algunos exobiólogos gritaban «¡se lo dije!» señalando que no debería haber sido una sorpresa, después de todo. Ya en los años setenta, los submarinos de investigación habían descubierto colonias colectivas de extrañas criaturas marinas, desarrollándose precariamente en un ambiente que se había considerado igualmente hostil para la vida: las fosas submarinas en el lecho del Pacífico. Los movimientos volcánicos, fertilizando y dando calor a los abismos, habían creado verdaderos oasis en los desiertos abisales.
Cualquier cosa que alguna vez hubiera sucedido en la Tierra podría repetirse millones de veces en cualquier otro lugar del Universo; esto era casi un artículo de fe para los científicos. Existía agua, o al menos hielo, en todas las lunas de Júpiter. Y en Ío había volcanes en erupción continua; de tal manera que era razonable esperar una a actividad menor en el mundo vecino. Uniendo los dos hechos, la vida en Europa no sólo parecía posible, sino inevitable… como la mayoría de las sorpresas de la naturaleza, cuando se la miraba con una perspectiva amplia.
Sin embargo, esta conclusión despertaba otro interrogante, vital para la misión Leonov. Ahora que se había descubierto vida en las lunas de Júpiter, ¿tenía ésta alguna conexión con el monolito de Tycho, y el aún más misterioso artefacto en órbita cerca de Ío?
Éste era el tema favorito de discusión en el Soviet de las Seis. Había coincidencia general en que la criatura encontrada por el doctor Chang no representaba una forma de inteligencia superior; por lo menos, si la interpretación de su comportamiento había sido correcta. Ningún animal con el más elemental poder de raciocinio se habría permitido ser víctima de sus propios instintos, atraído como una polilla a un farol hasta la destrucción.
Vasili Orlov se apresuró a dar un contraejemplo que debilitaba, si no refutaba, ese argumento.
—Miren las ballenas y los delfines —decía—. Decimos que son inteligentes, ¡pero cuán a menudo se suicidan en masa! Éste pareciera ser un caso en que el instinto supera a la razón.
—No hay necesidad de recurrir a los delfines —intercedió Max Brailovsky—. Uno de los ingenieros más brillantes de mi promoción fue fatalmente atraído por una rubia de Kiev. La última vez que escuché hablar de él, estaba trabajando en un garaje. Y había obtenido medalla de oro en diseño de estaciones espaciales. ¡Qué desperdicio!
Incluso aunque el Europeano del doctor Chang fuera inteligente, esto no descartaba necesariamente la existencia de formas superiores en otro lado. La biología de todo un mundo no podía juzgarse a partir de un solo espécimen.
Pero se había discutido ampliamente la imposibilidad de que una inteligencia avanzada pudiese desarrollarse en el mar; en un medio tan benigno e invariable no existían estímulos ni exigencias suficientes para ello. Sobre todo, ¿cómo podrían las criaturas marinas desarrollar alguna tecnología sin la ayuda del fuego?
Sin embargo, tal vez hasta esto era posible; la ruta que había seguido la humanidad no era la única. Podrían existir civilizaciones enteras en los mares de otros mundos.
Aun así era improbable que una cultura espacial pudiera haber surgido en Europa sin dejar signos inconfundibles de su existencia, ya sea en forma de edificios, instalaciones científicas, pistas de aterrizaje, u otros artefactos. De polo a polo, no se distinguía nada, excepto la uniforme superficie del hielo, y unos pocos afloramientos de roca desnuda.
No quedó más tiempo para especulaciones y discusiones cuando Leonov atravesó las órbitas de Ío y la pequeña Mimas. La tripulación estaba ocupada casi de continuo, preparándose para el encuentro y el breve instante de peso, después de tantos meses de caída libre. Todos los objetos sueltos debían ser sujetados antes que la nave entrara en la atmósfera de Júpiter, ya que la desaceleración produciría momentáneos picos que podrían alcanzar hasta dos gravedades.
Floyd era afortunado; sólo él tenía tiempo para admirar el soberbio espectáculo del planeta que se acercaba, llenando ahora la mitad del cielo. Como no había ninguna referencia, la mente no tenía manera de intuir su verdadero tamaño. Debía repetirse continuamente que cinco Tierras no alcanzarían a cubrir el hemisferio que estaba viendo ahora.
Las nubes, coloridas como el atardecer más deslumbrante de la Tierra, se desplazaban tan velozmente que podía apreciar su movimiento en sólo diez minutos. Continuamente se formaban grandes remolinos a lo largo de las diez o doce bandas que rodeaban el planeta, y luego se desvanecían como espirales de humo. Aisladamente surgían de las profundidades blancos penachos de gas, que resultaban instantáneamente disueltos por los huracanes que provocaba la enorme velocidad de rotación del planeta.
Y tal vez lo más extraño fueran los puntos blancos, espaciados a veces tan regularmente como las perlas de un collar, a lo largo de los vientos alisios de las latitudes centrales jovianas.
En las últimas horas previas al encuentro, Floyd vio poco a la capitana o al navegante. Los Orlov apenas abandonaban el puente, pues continuamente estaban comprobando la órbita de aproximación y haciendo pequeñas correcciones al rumbo de Leonov. La nave ya se encontraba en ese corredor crítico por el que atravesaría la atmósfera exterior; si pasara muy alto, el frenado por fricción no sería suficiente para disminuir su velocidad, y se perdería fuera del Sistema Solar, más allá de toda posibilidad de rescate. Si pasara muy bajo, se incendiaría como un meteorito. Había poco margen para el error.
Los chinos habían demostrado que el frenado aerodinámico era realizable, pero siempre existía la posibilidad de que algo fallara.