5. LEONOV

Los meses se redujeron a semanas, éstas a días, los días se hicieron horas; y de repente Heywood Floyd se volvió a encontrar en el Cabo, con destino al espacio, por primera vez desde aquel viaje a la Base Clavius y al monolito Tycho, hacía tantos años.

Pero esta vez no estaba solo, y su misión no era secreta. Unos asientos delante de él se encontraba el doctor Chandra, que ya se había enfrascado en un diálogo con su computadora portátil, totalmente ajeno a lo que pasaba alrededor.

Uno de los pasatiempos secretos de Floyd, que nunca había confiado a nadie, era encontrar semejanzas entre los seres humanos y los animales. Los parecidos solían ser más lisonjeros que ofensivos, y este pequeño hobby resultaba ser una ayuda para su memoria.

El doctor Chandra resultaba fácil de describir; la idea de un pájaro le vino a la cabeza inmediatamente. Era pequeño, delicado, y todos sus movimientos, vivos y precisos. Pero ¿qué pájaro? Obviamente alguno muy inteligente. ¿Una urraca? Demasiado erguida y codiciosa. ¿Un búho, tal vez? No, muy lento. Tal vez un gorrión fuera el adecuado.

Walter Curnow, el especialista en sistemas que tendría a su cargo la tarea de volver a hacer operable a Discovery, era una cuestión más difícil. Se trataba de un hombre de gran tamaño, fornido, no precisamente un pájaro. Se podría intentar con algún ejemplo del gran espectro canino, pero ninguno se adaptaba… ¡Por supuesto, Curnow era un oso! No de la clase de los peligrosos, malhumorados, sino del tipo amigable, de buen carácter. Y quizás fuera lo apropiado; le recordaba a Floyd a los colegas rusos con quienes se reuniría pronto. Ya estaban en órbita desde hacía días, ocupados con las últimas pruebas.

«Éste es el gran momento de mi vida», se dijo Floyd. «Estoy partiendo en una misión que puede determinar el futuro de la especie humana». Pero no sentía ningún tipo de excitación; durante la cuenta regresiva, sólo pudo pensar en las palabras que había susurrado al salir de casa: «Adiós, querido hijito; ¿te acordarás de mí cuando vuelva?». Y todavía estaba disgustado con Caroline porque no había despertado al niño para un último abrazo; sin embargo, sabía que ella había actuado bien; era mejor así.

Su nostalgia fue destrozada por una explosión de risas; el doctor Curnow y sus compañeros compartían bromas, y una botella que éste manipulaba tan delicadamente como si fuera una masa subcrítica de plutonio.

—¡Eh, Heywood! —lo llamó—, me dicen que la capitana Orlova ha prohibido todos los tragos, así que ésta es tu última oportunidad. Cháteau Thierry cosecha '95. Disculpa los vasos de plástico.

Mientras probaba el champagne, realmente soberbio, se encontró pidiendo disculpas mentalmente ante la idea de las risotadas de Curnow reverberando en todo el Sistema Solar. Por mucho que admirara la habilidad del ingeniero, como compañero de viaje Curnow podía llegar a resultar un tanto cansino. Por lo menos, el doctor Chandra no presentaría ese tipo de problemas; Floyd apenas podía imaginarlo sonriendo, y menos aún riendo. Y, desde luego, rechazó el champagne con un gesto apenas perceptible. Curnow estuvo lo bastante cortés, o complacido, como para no insistir.

El ingeniero parecía determinado a ser el alma de la fiesta. Pocos minutos más tarde hizo aparecer un teclado electrónico de dos octavas, y ofreció una rápida versión de John Peel ejecutada sucesivamente en piano, trombón, violín, flauta y órgano, con acompañamiento vocal. Era realmente bueno, y al rato Floyd se vio cantando con los demás. Pero pensó, al mismo tiempo, que afortunadamente Curnow pasaría gran parte del viaje en silenciosa hibernación.

La música desapareció con una abrupta disonancia al explotar los motores, y la nave se hundió en el cielo. Floyd fue dominado por una euforia familiar, pero siempre nueva; la sensación de un poder ilimitado que lo llevaba muy lejos de los cuidados y deberes de la Tierra. Los hombres habían sido más sabios de lo que creían, al colocar la morada de los dioses fuera del alcance de la gravedad. Él estaba volando hacia aquel reino sin peso; por el momento; ignoraría el hecho de que allí no lo esperaba la libertad, sino la responsabilidad más grande de su carrera.

Al crecer el empuje, sentía el peso de muchos mundos sobre sus hombros; pero lo soportaba gustoso; como un Atlas no doblegado aún por su carga. No intentaba pensar, sólo disfrutaba la experiencia. Aunque tal vez estuviera abandonando la Tierra por última vez, y despidiéndose de todo lo que en alguna ocasión había amado, no sentía pena. El rugido que lo rodeaba era un himno triunfal, que borraba cualquier emoción secundaria.

Casi llegó a lamentar que cesara, aunque agradeció poder respirar con más facilidad y también esa instantánea sensación de libertad. La mayoría de los pasajeros comenzó a soltar sus correas de seguridad, disponiéndose a disfrutar de los treinta minutos de gravedad cero durante la transferencia de órbitas; pero unos pocos, que obviamente hacían su primer viaje, se quedaron en sus asientos, buscando ansiosamente con la mirada a las asistentes de a bordo.

—Habla la capitana. Nos encontramos a una altura de trescientos kilómetros sobre la costa occidental de África. No podrán ver demasiado, ya que es de noche allá abajo (aquella luz de adelante es Sierra Leona) y hay una gran tormenta tropical sobre el Golfo de Guinea. ¡Miren esos relámpagos!

»Veremos el amanecer en quince minutos. Entretanto, haré virar la nave para que puedan tener una buena vista del cinturón ecuatorial de satélites. El más brillante, justo enfrente, es la antena del Atlántico 1, de Intelsat. Al oeste Intercosmos 2; aquella estrella tenue es Júpiter. Y si observan abajo, verán una luz titilante que se destaca contra el fondo estrellado; es la nueva estación espacial china. Pasaremos a cien kilómetros, pero no es lo bastante cerca como para poder distinguir a simple vista…

¿Qué se propondrán?", se preguntaba Floyd inútilmente. Había examinado aproximaciones fotográficas de la achatada estructura cilíndrica y sus curiosas salientes, y no existía razón para dar crédito a los rumores de alarma que la consideraban una fortaleza equipada con rayos láser. Pero al haber ignorado la Academia Beijing de Ciencias las reiteradas solicitudes de inspección del Comité Espacial de la O.N.U., los chinos sólo podían culparse a sí mismos por una propaganda tan hostil.

La Cosmonave Alexei Leonov no era precisamente bella; pero pocas naves espaciales lo habían sido. Algún día, tal vez, la especie humana desarrollaría una nueva estética; quizás surgirían generaciones de artistas cuyos ideales no estarían basados en las formas de la Tierra, modeladas por el agua y el viento. El espacio era en sí mismo un reino de tremenda belleza; desgraciadamente el Hombre no lo había alcanzado a comprender aún.

Sin considerar los cuatro enormes tanques de propelente que serían abandonados al alcanzar la órbita de transferencia, Leonov era sorprendentemente pequeña. Desde los aisladores térmicos hasta las unidades impulsoras medía menos de cincuenta metros; costaba creer que un vehículo tan modesto, más pequeño que muchas aeronaves comerciales, pudiera transportar a diez hombres y mujeres a través de medio Sistema Solar.

Pero la gravedad cero, que hacía intercambiables a las paredes, el piso y el techo, replanteaba todas las reglas de vida. Había mucho espacio a bordo de Leonov, inclusive cuando estaban todos despiertos al mismo tiempo, como ciertamente era el caso en ese momento. En realidad, su dotación normal estaba duplicada por activos periodistas, ingenieros que hacían los ajustes finales, y oficiales ansiosos.

Tan pronto como el enlace espacial llegó a destino, Floyd trató de encontrar la cabina que compartiría, un año más tarde, al despertar, con Curnow y Chandra. Cuando por fin la ubicó, descubrió que estaba tan llena de cajas, cuidadosamente etiquetadas, conteniendo equipos y alimentos, que la entrada era casi imposible. Estaba cavilando en silencio acerca de cómo introducir un pie en la puerta cuando alguien de la tripulación, volando con seguridad de una a otra agarradera, percibió el dilema de Floyd y frenó de golpe.

—Doctor Floyd, bienvenido a bordo. Yo soy Max Brailovsky, ingeniero asistente.

El joven ruso hablaba ese inglés lento, cuidado, del estudiante que ha tomado más lecciones con un tutor electrónico que con un maestro humano.

Mientras estrechaba su mano, Floyd comparó el rostro y el nombre con el conjunto de biografías de la tripulación que había estudiado: Maxim Andrei Brailovsky, treinta y un años, nacido en Leningrado, especializado en estructuras, aficionado a la esgrima, al aeromotociclismo y ajedrez.

—Encantado de conocerlo —dijo Floyd—. ¿Pero, cómo entro?

—No se preocupe —dijo Max alegremente—. Todo esto ya no estará cuando usted despierte. Es, ¿cómo lo llaman ustedes?, bien de consumo. Nos habremos comido el contenido de su cuarto para cuando lo necesite. Lo prometo —y se palmeaba el estómago.

—Estupendo, pero mientras tanto ¿dónde pongo mis cosas? —Floyd señalaba las tres pequeñas maletas, con una masa total de cincuenta kilogramos, que contenían (eso esperaba) todo lo que necesitaría para los próximos dos mil millones de kilómetros. No había sido fácil arrear esos bultos sin peso, pero no sin inercia, a través de los corredores sólo con unos pocos topetazos.

Max tomó dos de las maletas, las introdujo suavemente a través del triángulo formado por tres vigas, y se deslizó por una escotilla, desafiando en apariencia la Primera Ley de Newton durante el proceso. Floyd recibió algunos magullones extra mientras lo seguía; después de un tiempo considerable (Leonov parecía mayor desde dentro que desde afuera), llegaron a una puerta en la que se leía CAPITAN, en caracteres rusos y latinos. Aunque Floyd leía ruso mucho mejor de lo que lo hablaba, apreció el gesto; ya había notado que todos los letreros de la nave eran bilingües.

Al golpe de Max, se encendió una luz verde, y Floyd flotó hacia adentro con tanta gracia como pudo. Aunque había hablado muchas veces con la capitana Orlova, nunca se habían encontrado antes. Se sintió sorprendido.

Era imposible evaluar el tamaño real de una persona a través del fonovisor; de alguna manera, la cámara reducía a todos a una misma escala. La capitana Orlova parada, tan parada como se puede estarlo en gravedad cero, apenas alcanzaba los hombros de Floyd. El fonovisor tampoco había podido transmitir la agudeza de esos ojos brillantes, gran parte del atractivo de un rostro que, por el momento, no podía considerarse bello.

—Hola, Tanya —dijo Floyd—. Qué bueno encontrarnos al fin. Pero qué pena tu cabello.

Se estrecharon ambas manos, como viejos amigos.

—¡Y qué bueno es tenerte a bordo, Heywood! —contestó la capitana. Su inglés, como el de Brailovsky, era bastante fluido, aunque con un fuerte acento—. Sí, me dio pena perderlo, pero el cabello es una molestia en misiones prolongadas; prefiero mantener a los peluqueros locales tan alejados como pueda. Y mis disculpas por tu cabina; como te habrá explicado Max, de repente vimos que necesitábamos otros diez metros cúbicos de espacio para almacenamiento. Vasili y yo no pasaremos mucho tiempo aquí durante las próximas horas, así que, por favor, dispón de nuestros cuartos.

—Gracias, ¿qué hay de Curnow y Chandra?

—He hecho arreglos similares con la tripulación. Puede parecer que los estamos considerando como equipaje…

—No necesitado en viaje.

—¿Perdón?

—Es una etiqueta que acostumbraban colocar sobre el equipo en los viejos tiempos de la navegación oceánica.

Tanya sonrió.

—Algo por el estilo. Pero ustedes sí serán necesitados, al final del viaje. Ya estamos planeando la fiesta de su vuelta a la vida.

—Suena demasiado religioso. Digamos… ¡no, resurrección sería peor aún! Fiesta del Despertar. Pero veo que estás muy ocupada; permíteme desempacar y continuar mi recorrido.

—Max te guiará; lleva al doctor Floyd con Vasili, ¿quieres? Está abajo, en la unidad impulsora.

Mientras abandonaban los dominios de la capitana, Floyd asignó buenas calificaciones al comité de selección de la tripulación. Tanya Orlova ya era notable en los papeles; en vivo era casi intimidante, a pesar de su calidez. Floyd se preguntaba cómo sería al enojarse. ¿De fuego o de hielo? De cualquier modo, prefería no averiguarlo.

Floyd adquiría rápidamente un andar espacial; cuando llegaron con Vasili Orlov, ya estaba maniobrando casi con tanta seguridad como su guía. El científico en jefe lo recibió tan calurosamente como su esposa.

—Bienvenido a bordo, Heywood. ¿Cómo te sientes?

—Estupendo, si olvido que estoy agonizando de hambre.

Por un momento, Orlov pareció confundido; luego su rostro se abrió en una amplia sonrisa.

—¡Oh, lo había olvidado! Bien, no será por mucho tiempo. Dentro de diez meses, podrás comer todo lo que gustes.

Los hibernantes seguían una dieta baja en residuos toda la semana anterior al proceso; y en las últimas veinticuatro horas sólo tomaban líquido. Floyd estaba comenzando a preguntarse qué parte de su aturdimiento se debía al hambre, cuánto al champagne de Curnow y cuánto a la gravedad cero.

Para concentrar su mente, observó cuidadosamente la masa multicolor de tubos que los rodeaba.

—Así que éste es el famoso Propulsor Sakharov. Es la primera vez que veo uno en escala real.

—Sólo se han construido cuatro.

—Espero que funcione.

—Mejor que funcione. De otra manera, el Consejo Municipal de Gorky deberá rebautizar la Plaza a Sakharov.

Esto era una señal de que en esos tiempos un ruso podía bromear, aunque no abiertamente, acerca del tratamiento que su país había dispensado a su científico más grande. Floyd volvió a recordar el elocuente discurso de Sakharov en la Academia, cuando, tardíamente, fue condecorado Héroe de la Unión Soviética. La prisión y el destierro, había dicho, eran una magnífica ayuda para la creatividad; no pocas obras maestras habían sido concebidas entre los muros de una celda, lejos de las distracciones mundanas. Los mismos Principia, el mayor logro individual del intelecto humano, eran producto del autoimpuesto exilio de Newton, al irse de Londres, arrasada por la peste.

La comparación no era inmodesta; desde aquellos años en adelante, Gorky había aportado no sólo nuevas perspectivas al estudio de la estructura de la materia y el origen del Universo, sino también a los conceptos de control del plasma, lo que había llevado al aprovechamiento práctico de la energía termonuclear.

El propulsor mismo, a pesar de ser la consecuencia más conocida y mejor publicitada del trabajo, era apenas una aplicación secundaria de aquella alucinante explosión intelectual. La tragedia estaba en que estos avances habían sido engendrados por la injusticia; algún día la humanidad encontraría una manera más civilizada para manejar estos asuntos.

Al abandonar la cámara, Floyd había aprendido acerca del Propulsor Sakharov más de lo que realmente quería saber, o esperaba recordar. Estaba bien informado sobre sus principios básicos, el uso de una reacción termonuclear pulsante que calentaba y expelía virtualmente cualquier material propelente. Los mejores resultados se obtenían usando hidrógeno puro como fluido impulsor, pero ocupaba demasiado espacio y era difícil de almacenar durante períodos prolongados. Metano y amoníaco eran alternativas aceptables; incluso se podía usar agua, aunque el rendimiento era considerablemente inferior.

Leonov tenía la palabra; los enormes tanques de hidrógeno líquido que proveían el impulso inicial serían descartados cuando la nave hubiese adquirido la velocidad necesaria para llegar a Júpiter. Llegando a destino, se utilizaría amoníaco para las maniobras de frenado y acople, y el eventual regreso a Tierra.

Ésta era la teoría, comprobada y vuelta a comprobar en interminables simulaciones computadas. Pero, como tan bien lo había mostrado la desventurada Discovery, todos los proyectos humanos estaban sujetos a la insensible revisión de la Naturaleza, del Destino, o como se quisiera llamar al poder del Universo.

—¡Así que ahí estaba, doctor Floyd! —dijo una autoritaria voz femenina, interrumpiendo la entusiasta explicación de Vasili acerca de la retroalimentación magnética hidrodinámica—. ¿Por qué no se presentó ante mí?

Floyd giró con lentitud sobre su eje empujándose grácilmente con una mano. Vio una enorme, maternal figura enfundada en un curioso uniforme adornado con docenas de bolsillos y faltriqueras; el efecto no distaba mucho del de un jinete cosaco rodeado de sus cananas de cartuchos.

—Un placer volver a encontrarla, doctora. Todavía estoy explorando; espero que haya recibido el informe médico sobre mí desde Houston.

—¡Esos veterinarios de Teague! ¡No confío en que puedan detectar una fiebre aftosa!

Floyd conocía perfectamente bien el mutuo respeto que existía entre Katerina Rudenko y el Centro Médico de Teague, aun cuando el gruñido de la doctora no había desmentido sus palabras. Ella notó su mirada de franca curiosidad y señaló orgullosamente las correas que rodeaban su amplia cintura.

—La valijita convencional no es muy práctica en gravedad cero; las cosas flotan fuera de ella y nunca están donde una las necesita. Yo misma diseñé esto; es un miniquirófano completo. Con él podría extirpar un apéndice… o ayudar a nacer un bebé.

—Confío en que ese problema en particular no se presentará.

—¡Ja! Un buen doctor debe estar preparado para todo.

Floyd pensó en el contraste entre la capitana Orlova y la doctora, ¿o debería llamarla por su grado de Comandante Cirujano Rudenko? La capitana tenía la gracia e intensidad de una prima ballerina; la doctora podría haber sido el prototipo de la Madre Rusia; de complexión maciza y regordeta cara de campesina, sólo faltaba un pañuelo sobre su cabeza para completar el cuadro. «No te dejes engañar», se dijo Floyd. «Ésta es la mujer que salvó por lo menos doce vidas en el accidentado regreso del Komarov. Y, en su tiempo libre, se las ingenia para editar los Anales de Medicina Espacial. Considérate muy afortunado de tenerla a bordo».

—Y entonces, doctor Floyd, ya tendrá mucho tiempo para explorar nuestra pequeña lancha. Mis colegas son demasiado gentiles para decirlo, pero tienen mucho trabajo que hacer y usted los estorba. Me gustaría que estuvieran, ustedes tres, dulces y en paz tan pronto como sea posible. Así tendremos menos de qué preocuparnos.

—Me lo temía, pero comprendo su punto de vista. Estaré listo cuando usted lo esté.

—Yo siempre estoy lista. Sígame, por favor.

El hospital de la nave era lo bastante amplio como para contener una mesa de operaciones, dos bicicletas fijas, algunos armarios con equipos, y una máquina de rayos X. Mientras la doctora hacía un rápido pero exhaustivo examen de Floyd, preguntó inesperadamente:

—¿Qué es ese pequeño cilindro de oro que el doctor Chandra lleva en la cadena alrededor del cuello, algún aparato comunicador? No quiso sacárselo; en realidad, tuvo demasiada vergüenza para sacarse cualquier cosa.

Floyd no pudo evitar una sonrisa. Era fácil imaginarse la reacción del pequeño Indio ante aquella dama dominante.

—Es un lingam.

—¿Un qué?

—Usted es la doctora, debería reconocerlo. El símbolo de la fertilidad masculina.

—Desde luego, ¡qué estúpida! ¿Es hindú practicante? Es un poco tarde para disponer una dieta vegetariana estricta.

—No se preocupe, no habríamos dejado de avisarle. Aunque no prueba el alcohol, Chandra no es fanático de nada, excepto de las computadoras. Una vez me dijo que su abuelo era sacerdote en Benarés, y le había dado ese lingam; ha pertenecido a la familia por generaciones.

Para sorpresa de Floyd, la doctora Rudenko no mostró la reacción negativa que él había estado esperando; en realidad, su expresión se tomó extrañamente pensativa.

—Lo entiendo. Mi abuela me regaló un hermoso icono del siglo XVI. Quería traerlo conmigo, pero pesa cinco kilos.

La doctora volvió abruptamente a su actitud profesional, administró a Floyd una inyección indolora con una hipodérmica neumática y le ordenó regresar apenas se sintiera con sueño. Eso, le aseguró, sucederá en menos de dos horas.

—Entretanto, relájese totalmente —dijo—. Hay un puesto de observación en este nivel; Estación D.6. ¿Por qué no da una vuelta por allí?

Parecía una buena idea, y Floyd se retiró con una docilidad que hubiera sorprendido a sus amigos. La doctora Rudenko miró su reloj, dictó una pequeña entrada en su computador personal, y conectó la alarma para treinta minutos después.

Cuando llegó a D.6., Floyd vio que Chandra y Curnow ya estaban allí. Lo miraron sin dar el más leve signo de reconocimiento, y se volvieron a enfrascar en el pavoroso espectáculo de afuera. A Floyd se le ocurrió, y se felicitó de tan brillante observación, que Chandra no podía estar disfrutando el panorama. Sus ojos se hallaban fuertemente cerrados.

Un planeta totalmente desconocido colgaba allí afuera brillante de gloriosos azules y blancos deslumbrantes. «¡Qué extraño!», se dijo Floyd. ¿Qué había pasado con la Tierra? Pero, por supuesto, no era extraño que no la hubiera reconocido… ¡estaba al revés! «Qué desastre», se lamentaba. "Toda esa pobre gente cayéndose en el espacio.

Apenas percibió a los dos miembros de la tripulación que se llevaron a la figura fofa de Chandra. Cuando volvieron por Curnow, los ojos de Floyd estaban cerrados, pero aún respiraba. Y al regresar por él, hasta su respiración había cesado.