El doctor Sivasubramanian Chandrasegarampillai, profesor de Ciencias de Computación en la Universidad de Illinois, Urbana, también tenía un constante sentimiento de culpa, aunque diferente del de Heywood Floyd. Aquellos alumnos y colegas que a menudo dudaban que el pequeño científico fuera humano, no se hubieran sorprendido al saber que nunca pensaba en los astronautas muertos. El doctor Chandra sólo se afligía por su niño perdido, HAL 9000.
Después de todos estos años, y de infinitas revisiones a los datos radiados desde Discovery, todavía no sabía con certeza qué es lo que había fallado. Sólo podía formular teorías; los hechos concretos que necesitaba estaban congelados en los circuitos de Hal, allá lejos entre Júpiter e Ío.
La secuencia de hechos había sido claramente establecida, justo hasta el momento de la tragedia; de ahí en más, el comandante Bowman había aportado sólo unos pocos detalles extra durante las breves ocasiones en que había restablecido el contacto. Pero saber qué había sucedido no explicaba por qué.
La primera insinuación de problemas había aparecido ya avanzada la misión, cuando Hal comunicó una falla inminente en la unidad que mantenía la antena principal de Discovery alineada con Tierra. Si la onda portadora, de quinientos millones de kilómetros de longitud, erraba el blanco, la nave quedaría ciega, sorda y muda.
Frank Poole había salido de la nave para reemplazar la unidad sospechosa, pero al ser probada resultó, para sorpresa de todos, encontrarse en perfecto estado. Los circuitos de chequeo automático no habían registrado nada malo en ella. Tampoco lo había hecho la gemela de Hal, SAL 9000, allá en Tierra, cuando la información fue transmitida a Urbana.
Pero Hal había insistido en la precisión de su diagnóstico, haciendo claras alusiones a un «error humano». Había sugerido que se repusiera esa unidad de control en la antena hasta que finalmente fallara, y así la falla podría ser localizada. A nadie se le ocurrió ninguna objeción, ya que la unidad en cuestión podría ser reemplazada en minutos, aun si llegara a romperse.
Sin embargo, Bowman y Poole no habían quedado conformes; ambos sentían que algo andaba mal, aunque ninguno podría establecer qué. Durante meses habían aceptado a Hal como el tercer integrante de su pequeño mundo, y conocían todos sus estados de ánimo. Luego la atmósfera a bordo de la nave se alteró sutilmente; había una sensación de tirantez en el aire.
Sintiéndose traidores —como un aturdido Bowman había informado más tarde a Control de Misión— los dos tercios humanos de la tripulación habían discutido sobre qué se debería hacer si su colega realmente estuviera funcionando mal. En el peor de los casos, Hal debería ser relevado de sus responsabilidades superiores. Esto implicaría desconexión; en computación, el equivalente a la muerte.
A pesar de sus dudas habían comenzado el programa acordado. Poole había volado fuera de una de las cápsulas de Discovery, usadas como transporte y talleres móviles, en actividades extravehiculares. Ya que el reemplazo, vano tal vez, de la unidad de antena no podía ser realizado por los manipuladores de la cápsula, Poole había comenzado a efectuarlo él mismo.
Lo que sucedió después no había sido registrado por las cámaras exteriores, algo que constituía un detalle sospechoso en sí mismo. El primer aviso de desastre para Bowman fue un alarido de Poole; luego, silencio. Un momento más tarde vio a Poole, dando vueltas y vueltas, alejándose en el espacio. Su propia cápsula lo había embestido, y ahora salía disparada fuera de control.
Como Bowman admitió más tarde, había cometido una serie de errores; todos excusables, menos uno. Con la esperanza de rescatar a Poole, si es que estaba vivo, Bowman se embarcó en otra cápsula, dejando a Hal el mando absoluto de la nave.
La excursión EVA fue en vano; Poole estaba muerto cuando Bowman llegó hasta él. Aturdido en su desesperación, había conducido el cadáver de regreso a la nave, sólo para que Hal le negara la entrada.
Pero Hal había subestimado la ingeniosidad y determinación humanas. Aunque había dejado el casco de su traje espacial en la nave, arriesgándose así a la exposición directa al espacio, Bowman forzó su entrada por una esclusa de emergencia no controlada por el computador. Luego procedió a lobotomizar a Hal, extirpando sus bloques de memoria uno a uno.
Cuando recuperó el control de la nave, Bowman hizo un descubrimiento aterrador. Durante su ausencia, Hal había desconectado los sistemas de mantenimiento vital de los tres astronautas en hibernación. Bowman estaba solo, como no lo había estado ningún hombre en toda la historia humana.
Otros podían haberse abandonado a la desesperación, pero Bowman confirmó a quienes lo habían seleccionado que su elección había sido acertada. Consiguió mantener a Discovery operando; y logró, incluso, restablecer un contacto intermitente con Control de Misión, orientando toda la nave de tal manera que la inmóvil antena apuntara a Tierra.
En su trayectoria preestablecida, Discovery finalmente había llegado a Júpiter. Allí, Bowman había encontrado, en órbita entre las lunas del planeta gigante, una placa negra de forma exactamente igual a la del monolito desenterrado en el cráter lunar Tycho, pero cientos de veces más grande. Había salido al espacio en una cápsula para investigar, y había desaparecido dejando este último, confuso mensaje: «¡Dios mío, esto está repleto de estrellas!».
Otros debían preocuparse por ese misterio; la obsesión del doctor Chandra era Hal. Si había algo que su mente odiaba, era la incertidumbre. Nunca se sentiría satisfecho hasta no conocer la causa del comportamiento de Hal. Incluso ahora, rehusaba hablar de disfunción; a lo sumo era una «anomalía».
El pequeño recinto que usaba como santuario interior estaba apenas equipado con un sillón giratorio, una consola-escritorio, y una pizarra franqueada por dos fotografías. Pocos miembros del público ordinario podrían haber identificado los retratos, pero cualquiera que hubiese sido admitido hasta tan lejos habría reconocido instantáneamente a John Neumann y Alan Turing, los dioses gemelos del panteón de la computación.
No había libros, ni siquiera papel y lápiz en el escritorio. Chandra podía acceder a todos los volúmenes de todas las bibliotecas del mundo con sólo un toque de sus dedos, y la pantalla visora era su borrador y cuaderno de notas. Inclusive la pizarra era utilizada para los visitantes; el último diagrama, a medio borrar, tenía fecha de tres semanas atrás.
El doctor Chandra encendió uno de los venenosos cigarros que importaba de Madrás, considerados por la mayoría, y correctamente, su único vicio.
La consola no se apagaba nunca; verificó que no hubiera algún mensaje importante brillando en el visor, y habló por el micrófono.
—Buenos días, Sal. ¿Así que no tienes ninguna novedad para mí?
—No, doctor Chandra. ¿Tiene usted algo para mí?
La voz podría haber pertenecido a cualquier culta dama hindú educada en los Estados Unidos, o en su propio país. El acento de Sal no había sido así al comienzo, pero con los años había asimilado muchas entonaciones de Chandra.
El científico tecleó un mensaje en el panel, cargando la memoria de Sal con el más alto grado de seguridad. Nadie sabía que él hablaba con la computadora en este circuito como nunca podía hacerlo con un ser humano. No importaba que Sal apenas comprendiera una fracción de lo que él decía; sus respuestas eran tan convincentes que a veces engañaban hasta a su creador como él realmente deseaba que fueran; estas comunicaciones secretas le ayudaban a mantener su equilibrio mental; quizás también su cordura.
—A menudo me has dicho, Sal, que no podemos resolver el problema del comportamiento anómalo de Hal sin más información. ¿Pero cómo podemos conseguir esa información?
—Es obvio. Alguien debe regresar a Discovery.
—Exactamente. Ahora parece que eso es lo que va a suceder, antes de lo que esperábamos.
—Me agrada saberlo.
—Sabía que te gustaría —contestó Chandra y hablaba en serio.
Hacía tiempo que había roto relaciones con el menguante cuerpo de filósofos que argumentaban que las computadoras no podían sentir emociones reales, sino que sólo las aparentaban.
(«Si puede probarme que usted no está simulando enojo», había contestado desdeñosamente una vez a uno de esos críticos, «lo tomaré en serio»). Su oponente acababa de representar una perfecta imitación de ira.
—Ahora quiero explorar otra posibilidad —continuó Chandra—. El diagnóstico es sólo el primer paso. El proceso es incompleto a menos que lleve a la curación.
—¿Cree usted que Hal puede ser restaurado a un funcionamiento normal?
—Eso espero. No lo sé. Pueden haberse producido daños irreversibles, y seguramente una importante pérdida de memoria.
Se detuvo pensativamente, aspiró varias bocanadas, y luego soltó un perfecto anillo de humo que dibujó un ojo de buey sobre la lente gran angular de Sal. Un ser humano no hubiera tomado esto como un gesto amistoso; esa era otra más de las muchas ventajas de las computadoras.
—Necesito tu cooperación, Sal.
—Por supuesto, doctor Chandra.
—Puede haber ciertos riesgos.
—¿A qué se refiere?
—Propongo desconectar algunos de tus circuitos, en particular aquellos que involucran tus funciones superiores. ¿Te preocupa?
—Soy incapaz de contestar a eso sin información más específica.
—Muy bien. Déjame decirlo así. Tú has operado continuamente, desde la primera vez que fuiste encendida, ¿no es así?
—Correcto.
—Pero estás enterada de que los seres humanos no podemos funcionar así. Requerimos dormir, un cese casi total de nuestro funcionamiento mental, por lo menos a nivel consciente.
—Lo sé. Pero no lo entiendo.
—Bien, puede ser que experimentes algo parecido al sueño. Probablemente, todo lo que sucederá es que transcurrirá el tiempo sin que lo notes. Cuando compruebes tu reloj interno, descubrirás que hay huecos en tu registro de memoria. Eso es todo.
—Pero usted mencionó riesgos. ¿Cuáles son?
—Hay una remota posibilidad, imposible de computar, de que, cuando reconecte tus circuitos, haya algunos cambios en tu personalidad, en tus pautas de comportamiento futuras. Podrás sentirte diferente. No necesariamente mejor, o peor.
—No sé lo que eso significa.
—Lo siento; puede no significar nada. Así, pues, no te inquietes. Ahora, por favor, abre un nuevo archivo. Éste es el nombre.
Usando la entrada del panel, tecleó: PHOENIX.
—¿Sabes qué es eso? —preguntó a Sal.
Con una pausa no discernible, la computadora respondió:
—Hay veinticinco referencias en la enciclopedia circulante.
—¿Cuál crees que es relevante?
—¿El tutor de Aquiles?
—Interesante. No conocía ésa. Prueba otra vez.
—Un pájaro fabuloso, renacido de las cenizas de su vida anterior.
—Excelente. ¿Entiendes ahora por qué lo elegí?
—Porque usted espera que Hal pueda ser reactivado.
—Sí, con tu ayuda. ¿Estás lista?
—Aún no. Me gustaría hacer una pregunta.
—¿Cuál es?
—¿Soñaré?
—Desde luego que soñarás. Todas las criaturas inteligentes sueñan, pero nadie sabe por qué. —Chandra se calló un momento, soltó otro anillo de humo de su cigarro, y agregó algo que nunca hubiera admitido ante un ser humano—. Tal vez sueñes con Hal, como yo muchas veces lo hago.